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Historia de la decadencia de España

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No había más que un modo de poner el patriotismo nacional á la altura de la ocasión, y la ejecución de éste dependía de todo punto del Monarca. Era preciso que apartase de sí al favorito y aun lo inmolase á la justa saña de la nación: era preciso que abandonase los placeres y se consagrase al trabajo; que comenzase á gobernar y á hacerlo todo por sí mismo; que empuñara la espada de Fernando III y vistiese la armadura de Alonso el Batallador; que fuese como Carlos V á los ejércitos y pelease con ellos, y fuese con ellos á la victoria ó á la muerte. Entonces sí que los hidalgos y los pecheros hubieran acudido á las banderas del Rey, según la antigua usanza; entonces sí que el patriotismo nacional se hubiera despertado dando copiosos frutos; entonces sí que del gran pueblo que tal muestra dió luego de patriotismo en 1808, virgen á la sazón, y de más virtud y esfuerzo, todavía hubiera podido esperarse con fundamento la victoria y la salvación de la Monarquía. Hubieran muchos dejado la parte de la rebelión, al ver castigado al mal Ministro; no hubieran otros osado levantar las armas contra la persona del Rey, santa y verdaderamente inviolable hasta allí para los españoles; hubieran los más tibios cobrado valor, y hubieran cobrado los más enemigos respeto ó miedo. Por tal modo salvó Enrique IV su trono y salvó á la Francia, y á la sazón misma, sólo para procurar nuestra ruina, vimos á Luis XIII forzar en persona las puertas de Italia, y asistir más tarde en las tiendas de los sitiadores de Perpiñán. De esto se hizo algo en España; pero se hizo mal y fuera de tiempo, que es casi tanto mal hacer como no hacer nada. Fué Felipe al ejército de Cataluña, pero no á pelear, sino á sentir de cerca afrentosas derrotas, y aumentar el menosprecio á su persona y el odio á sus Ministros en los rebeldes. No fué á Portugal, que era donde más falta hacía por lo pronto, y á tal punto descuidó esto, que la reina Isabel, dándole vergonzosa enseñanza, llegó á pedirle permiso, que no obtuvo, para ejecutarlo por su propia persona. Así, pues, cuando separó de sí al favorito, y cuando se determinó á ver los muros de Lérida coronados de franceses, ya no era tiempo para salvar á la nación: su desmembración y ruina eran inevitables.

LIBRO SEXTO

SUMARIO

De 1640 á 1643. – Guerra general. – Cataluña: toma de Perelló, de Coll de Balaguer, Cambrils, Salou, Villaseca y Tarragona. – Paso sangriento de Martorell; entrada en el llano de Barcelona; dase esta ciudad al Rey de Francia; dispónese á la resistencia; estado del ejército real; orden de ataque contra Montjuich; batalla y rota de los nuestros; muerte del duque de San Jorge; retirada á Tarragona; sitio de esta plaza; socorro por mar. – Rosellón: piérdese Elna; victoria de Argeles y socorro de la provincia. – Formación de nuevo ejército; hostilidades en la frontera de Aragón; Tamarit de Litera; sucesos del campo de Tarragona; victoria de Villalonga; parte el marqués de Pobar al socorro de Rosellón; su marcha y su derrota en Granada; pérdida de Colliure, Perpiñán y Salsas y toda la provincia. – Hostilidades por mar y tierra en Vinaroz. – Medidas extremas; armamento de nuevo ejército; sale el Rey á campaña; su conducta y la de la Reina; batalla de las Horcas; combate naval de Barcelona. – Portugal: rebatos y correrías por Extremadura, interpresa de Olivenza; otros sucesos á la parte de Castilla y Galicia. – Italia: pérdida de Montcalvo; sálvase Ivrea; Ceba, Mondovi y Coni perdidas; recóbrase Montcalvo; defección de los Príncipes de Saboya; grandes pérdidas; defección del Príncipe de Mónaco. – Flandes: sitio de Ayre y su conquista; muere el Cardenal Infante, reemplázale D. Francisco de Mello; victoria gloriosa de Honnecourt; derrota funesta de Rocroy. – Intrigas contra el Conde-Duque y su caída.

Con la sublevación de Cataluña y Portugal se abre, naturalmente, nuevo período en la guerra. Si hasta ahora la hubimos sostenido con cierta igualdad, ya no era posible; si hasta ahora la fortuna había repartido sus favores entre las potencias beligerantes, en adelante llevaremos siempre la peor parte. Dejamos narrados algunos encuentros y hechos que fueron preludio y exordio de las campañas de Cataluña; dejamos á los franceses enseñoreados de toda aquella provincia sin cosa alguna; y dejamos, finalmente, al marqués de los Vélez caminando con todo el ejército desde Tortosa tierra adelante por el Principado.

La primera conquista fué la de Perelló, pequeño pueblo, pero murado, donde trece catalanes solos detuvieron heroicamente á todo el ejército por un día entero, y más los detuvieran á no haber inteligencia con uno de los vecinos. En seguida se encaminó el marqués de los Vélez al Coll de Balaguer, punto áspero y difícil, y muy fortificado y guarnecido, aunque sin arte, por los catalanes. Hicieron éstos resistencia; mas no sabiendo aprovecharse de sus ventajas, fueron rotos y tomado el paso; y algunos escuadrones de caballería, que con el conde de Zavallá, General de ellos, vinieron al socorro desde Cambrils, fueron también deshechos. Tomáronse al propio tiempo algunas torres y casas fuertes de la marina, y el ejército, alegre con la facilidad de aquellos pequeños triunfos, se entregó á los desórdenes de vencedor. Por su parte, los catalanes intentaron envenenar unas lagunas cercanas del Coll; horrible intento, y que, á poder lograrlo, causara infinitas muertes entre los nuestros. Así, de uno y otro lado, la guerra iba exacerbando las pasiones más y más cada día.

Llegaron al cabo los nuestros delante de Cambrils, primera plaza de armas de los catalanes, y de las que tenían mejor fortificadas, puesta en la plaza y campo de Tarragona. Hizo D. Alvaro de Quiñones mucho estrago en sus escuadrones á las mismas puertas de la villa; tomóse á viva fuerza un convento de las afueras, que defendieron celda por celda los frailes; púsose por fin el cerco; batióse furiosamente, y al fin su Gobernador, el barón de Rocafort, se entregó por capitulaciones. Pero al salir los defensores hubo una alarma falsa: gritóse traición sin saber quién ni por qué causa, y aprovechando la ocasión los soldados pasaron más de setecientos de ellos al filo de la espada antes de que pudieran contenerlos los capitanes. Reus y otros lugares ricos vinieron entonces á la obediencia. Mas con todo faltaban vituallas y recursos, porque no los dejaban venir de ninguna parte los miqueletes ó almogávares, gente suelta, incansable, valerosa, que repartida en bandas de corto número, con gran conocimiento del terreno y no menos astucia, iba siempre delante, á las espaldas ó en los costados del ejército, acosándolo sin cesar y matando, al propio tiempo que robaba los mantenimientos, todos los dispersos y forrajeadores. Parecía conveniente apoderarse de un puerto adonde pudiera venir fácilmente el socorro de la armada; y se determinó caer al punto sobre Tarragona. Tomáronse Salou y Villaseca, lugares y puestos bien fortificados, y allanado ya el camino, se plantaron los cuarteles delante de aquella ciudad.

No hubo, sin embargo, que hacer uso de las armas, porque M. de Espenan, que estaba dentro con mil caballos de su nación, juzgando imposible la resistencia, capituló su salida, obligándose á no pelear más en Cataluña, y los naturales tuvieron en seguida que rendirse á partido. Cumplió de Espenan su promesa como bueno y salió de Cataluña con los suyos, que fué gran ventaja para nuestro partido. Luego las armadas entraron en Tarragona y algo aliviaron al ejército, pero no tanto como se esperaba, por la tibieza de D. García de Toledo, marqués de Villafranca, que los mandaba. Era éste harto menos capitán que fueron su padre y hermano; mas en cambio les aventajaba á entrambos en presunción, defecto común en las épocas viles y degradadas, donde faltando verdaderos y públicos merecimientos, hay que fingirlos y afectarlos; y no llevando á bien que ganase otro gloria á costa suya, tenía por más honrado el dejar de servir á la patria, que no servirla dando reputación al inexperto marqués de los Vélez. Con esto y con las numerosas cuadrillas de miqueletes, que interceptaban y destruían todos los convoyes y recursos, volvió á hallarse en grande necesidad el ejército. Determinóse el marqués de los Vélez á salir de tal situación y á traer á sus banderas el triunfo, encaminándose á Barcelona, cabeza y foco de la rebelión. Ganó con mucha dificultad á Villafranca de Panadés y San Sadurní; pero siguiendo su camino, halló cerrado el paso de Martorell por los catalanes, con muchas trincheras y reductos, apoyados en posiciones casi inaccesibles, defendidas por todos sus tercios y escuadrones y gobernados del diputado militar Tamarit, y de los franceses Seriñán y D'Aubigné.

Llegó allí el Marqués, y conociendo que no era posible la expugnación de las fortificaciones por el frente, mandó al de Torrecuso que con un buen trozo de gente pasase encubierto á coger por la espalda al enemigo, lo cual hizo éste con mucha habilidad y presteza. Entonces los catalanes, viéndose entre dos fuegos, espantados y confundidos se pusieron en retirada y no pararon hasta Barcelona, en cuyos muros hallaron abrigo. Entraron nuestros soldados en Martorell, de donde era cabalmente título y señor el marqués de los Vélez, y todo lo llevaron á hierro y fuego, como si se tratase de gente bárbara y extranjera; mas en verdad que los catalanes no quedaban cortos en la venganza. El mencionado Margarit, mezcla de entre capitán y facineroso, que mandaba algunas bandas de ellos, entró por asalto en Constantí, donde estaban los enfermos y heridos del ejército castellano, en número de más de cuatrocientos, y á todos los hizo pedazos en los lechos mismos. Ni por una ni por otra parte ponían de sí los capitanes cuanto debieran para contener tales excesos; y así ellos incitaban cada vez más la ira y hacíase más imposible la paz. Entró el ejército castellano después de asolada Martorell en Molins de Rey, San Feliu, Esplugas y todos los pueblos del contorno, hasta dar vista á Barcelona y sentar los cuarteles en Sans y los demás pueblos de su amenísimo llano.

 

Desde allí el Marqués, antes de intentar cosa alguna contra la ciudad, envió á ella un parlamentario, á fin de que les intimase de parte del Rey la sumisión, ofreciendo en cambio clemencia. Negáronse los catalanes, gente más obstinada aún en las derrotas que en el triunfo, y de uno y otro lado se dispusieron á emplear las armas. Estaba dentro de Barcelona por Ministro y caudillo principal de los franceses M. Du Plessis, hombre sobremanera astuto y muy empapado en los pensamientos é intenciones de Richelieu. Viendo tan apurados á los catalanes, que teniendo á las puertas tan numeroso ejército no contaban con otra esperanza que la de enterrarse honrosamente en los escombros de sus murallas, comenzó á dar á entender astutamente, primero con ambigüedades, luego al descubierto, que el Rey de Francia, si como aliados les ayudaba en algo, como dueño emplearía en su servicio todas las fuerzas que tenía. Representóles el poder del Rey Cristianísimo, su bondad, su celo; pero más aún que tales encarecimientos, sirviéronle para traer á los catalanes á su arbitrio los argumentos que públicamente se hacían contra el rey Felipe y su Ministro, que sin mirar como propia aquella tierra, la combatían y azotaban con armas tan formidables y rigor tan desusado. No recordaban entonces los catalanes sus propios excesos y culpas; atendían sólo á los rigores de sus contrarios, porque achaque humano es el exigir que de parte del prójimo estén la prudencia y la templanza en los trances violentos.

Y, á la verdad, no les faltaba á los catalanes alguna más razón que suele haber en los que se hallan dominados de la ira, con que se acrecentaba en este caso la saña; porque las torpezas del Conde-Duque y de sus Ministros viles habían excusado todo género de razonable acomodo. Pero de todas suertes fué lamentable y digno de eterna censura el que tanto pudiese en ellos la pasión del momento, que prefiriéndola al interés de la patria común, cediesen á las insinuaciones pérfidas de M. Du Plessis, dándose por entero al Rey de Francia, y admitiéndole por señor y Soberano. Hízose la proclamación solemne en Barcelona, y al punto los franceses comenzaron á intervenir como naturales en las cosas de la defensa. La noticia de este suceso encendió más y más la cólera en el campo castellano; y aunque no faltaron diversos pareceres, por no creer muchos que estuviesen después de los pasados trabajos en disposición de emprender el sitio de Barcelona, se resolvió al fin comenzar los ataques, fijándose todos los ojos en la toma del castillo de Montjuich, como natural principio de la empresa. Esta montaña, que domina á todo Barcelona y á la cual hace la posición esencialísima para su defensa, había estado hasta aquellos tiempos sin fortificación alguna; pero ahora, viendo los cabos catalanes el peligro de que la ocupase el ejército real, levantaron en breves días en lo más eminente un castillo en forma de cuadro, bastante fuerte, y lo artillaron y guarnecieron muy bien con gente escogida de naturales y algunas compañías de veteranos franceses. Probóse con esto que Barcelona no puede estar sin aquel castillo, porque bien los ciudadanos para su defensa, bien los enemigos para la ofensa, necesitan de él forzosamente. Montjuich extiende su falda por una parte hasta el mar y por otra hasta las murallas de Barcelona: la subida es escabrosa y larga, y á la sazón estaba cortada con muchas zanjas, y defendida, sin la fortaleza mayor, con muchas trincheras; de suerte que con esto y con estar tan cerca de la ciudad, toda puesta en armas y asistida de no pocos capitanes y soldados franceses, era de expugnación muy ardua. Pera el ardor de los Vélez no reparó en nada. Todavía el ejército real, aunque muy disminuído por la hambre, por la guerra y las enfermedades, y principalmente por las guarniciones que iba dejando detrás, era numeroso; y aun contándose en él mucha gente bisoña, tenía bastantes soldados viejos para ser temible. Gobernábanlo, bajo las órdenes del marqués de los Vélez y de Carlos Caracciolo, marqués de Torrecuso, su Maestre de campo general, D. Juan de Garay, que acababa de llegar del Rosellón, el duque de San Jorge, hijo de Torrecuso, el marqués Cheli de la Reina, D. Alvaro de Quiñones y otros capitanes, de nota algunos, todos muy antiguos en el ejercicio de las armas; y la artillería, con la desembarcada últimamente del Rosellón, era buena y mucha. Pero había en el corazón de aquel ejército un mal profundo, incurable, y era el poco acuerdo y división de los capitanes, producido principalmente por el mando del marqués de los Vélez.

Como este Marqués ignoraba el arte de la guerra y no sabía, por tanto, proveer en ella lo que convenía; como no podía alegar grandes servicios y menos en las armas, carecía de la autoridad necesaria para el mando, y era incapaz de contener las pretensiones opuestas y exageradas de tantos capitanes orgullosos con los servicios que habían prestado y que no acertaban á igualar con el propio ningún merecimiento. Así acontecía que el de los Vélez, ó no daba provisión alguna en las ocasiones más críticas, ó si las daba eran olvidadas y contradichas de los capitanes, que ni lo respetaban á él ni se guardaban entre sí respeto alguno; con que no había quien mandase ni quien obedeciese, causa bastante para perderse en las armas. Habíase advertido ya este mal en diversas ocasiones durante aquella corta campaña; mas ahora delante de Barcelona fué donde sirvió de ejemplo horrible de lo que la mala elección en el general puede hacer en un ejército, por poderoso que sea.

Llegada la hora prefijada para el ataque de Montjuich, se puso en marcha el ejército real, repartido de esta suerte: dos trozos de mosquetería, cada uno de mil hombres escogidos al mando el uno, del conde de Tyron, irlandés, y el otro al de D. Fernando de Ribera, Maestre de campo, se encaminaron á subir la montaña donde aquella fortaleza está sentada, aquél por el costado derecho, entre la campiña y la eminencia; éste por el costado izquierdo, entre la eminencia y la ciudad: seguía luego por el centro un escuadrón de ocho mil infantes, que se extendió en batalla por el monte, como en reserva de los dos primeros escuadrones y lo restante de la infantería se escuadronó haciendo frente á la ciudad. La artillería y caballería, á los costados en los sitios más á propósito que se hallaron, atendían á evitar la salida de los de la ciudad y la retirada de los de Montjuich, gobernando toda la gente destinada contra éstos Torrecuso, y lo que quedaba contra aquéllos D. Juan de Garay. Mandaba dentro de Montjuich, por los catalanes, M. d'Auvigné, y en la ciudad M. Du Plessis y el diputado militar Tamarit; y Seriñán, con la caballería francesa y catalana, se apostó fuera de las puertas, en un llano entre Montjuich y las murallas, al abrigo de las muchas baterías con que éstas estaban coronadas.

Tal descripción se necesita para comprender el inopinado suceso que allí hubo. Subieron á la eminencia los dos primeros escuadrones de mosquetería destinados al asalto; pero llegaron muy fatigados y con mucha pérdida por haber tenido que ir desalojando de las trincheras de la cuesta á los enemigos. Puestos allí, sin embargo, no había más que dar el asalto, que era éxito seguro; mas al intentarlo se notó el inconcebible olvido de no haber traído escalas ni instrumentos algunos para el caso; entonces envió á pedirlos Torrecusa al marqués Cheli, que dirigía la artillería situada á la falda del monte, y la infantería, en tanto, quedó formada enfrente de las murallas de la fortaleza y expuesta á todo el fuego de las baterías enemigas. Pasaron horas y horas, y las escalas no vinieron, y nuestra infantería aguardó con increíble valor, sin perder terreno, cayendo sin defensa uno tras otro los más valientes de los capitanes y soldados. Había comenzado el ataque á las nueve de la mañana, y á las tres de la tarde continuaba todavía la matanza de los nuestros, hecha á mansalva por los catalanes desde sus muros. Ya á esta hora faltaba el aliento en los pechos más heroicos. Torrecuso, que era el que tenía la mayor culpa del estrago con aquella imprevisión fatal, corría de una en otra parte, desesperado, desatándose en injurias contra Cheli, que le dejaba abandonado sin instrumentos ni escalas, y sin recordar que él era aún más digno de ellas por no haber traído consigo lo que convenía.

Mas en un punto quiso Dios que con el mayor castigo que pudiera recibir, se le ocasionase también la total rota que temía. Estaba á la falda del monte dando frente á la ciudad el duque de San Jorge, su hijo, con la caballería del costado derecho; comenzaron los enemigos á molestarle con escaramuzas de la caballería de Seriñán y alguna infantería que sacaron fuera de las puertas emboscadas; y él, no escuchando más que la voz de su valor, que era muy grande, determinó acometerlos y obligarlos á refugiarse en la ciudad. Consultó su intento con D. Juan de Garay, que mandaba las tropas de toda aquella parte, el cual, como soldado viejo, le mandó que no se moviese de su puesto. Pero este género de órdenes no hacían en aquel ejército efecto alguno: insistió el San Jorge; tomó alguna infantería de la que estaba cercana y desalojó á los enemigos de la emboscada; y luego, como se sintiese allí más molestado de los enemigos del muro, despachando aviso á D. Alvaro de Quiñones, que mandaba la caballería del costado izquierdo para que embistiera al propio tiempo, se arrojó sobre la caballería enemiga debajo de sus mismas baterías. No hizo caso el D. Alvaro del aviso de San Jorge y lo dejó arrancar solo. Fué el ataque de éste tan temerario, que llegó á azotar con su espada los mismos muros; pero allí, rodeados él y los suyos por todas partes, combatidos á un tiempo de la caballería de Seriñán y de la mosquetería de los muros, cayeron los más valientes, desordenáronse los otros, y el duque de San Jorge quedó muerto acribillado de heridas. Era mozo de valor heroico, aunque imprudente, y á ejemplo de su padre, muy leal á la Corona de España.

Con este triunfo cobraron más brío los barceloneses, y haciéndoles señas los de Montjuich de que les enviasen socorro, se determinaron á enviarlo, y lo ejecutaron á punto que ya los españoles que coronaban la cima del monte no podían sostenerse. Entonces los del socorro y defensores hicieron una salida, y aunque pocos en número, como estaban de refresco y hallaron tan desalentados á los nuestros, arrollaron fácilmente á los primeros, y los otros ya sin más espera se dejaron caer en derrota desde la cima á la falda del monte. Fué fatalidad que Torrecuso supiese en aquel momento mismo que Dios le había castigado de su imprevisión con la muerte del hijo, y en lugar de dictar alguna disposición ó concierto, se entregó á los mayores extremos de desesperación, sin cuidar de su vida ni de la de los otros. En tanto los catalanes bajaban del monte degollando y sembrando de cadáveres el suelo, sin hallar en ninguna parte resistencia, trayendo á los nuestros en total dispersión. Debióse á D. Juan de Garay que todo el ejército no se perdiese aquel día. Con sin par destreza, recogió á los fugitivos, reanimó á las tropas que no habían entrado en combate y dispuso la retirada á Tarragona, sin que el marqués de los Vélez, que ignoraba casi todos los accidentes de la batalla, supiese otra cosa en aquel trance que llorar su desdicha, enviando en el instante á Madrid la dimisión de su empleo. Tal fué la jornada de Montjuich, que nos costó dos mil soldados de los mejores que á la sazón hubiese en nuestras banderas.

Con la noticia de este suceso y la obediencia prestada en Barcelona al Rey de Francia, se determinó Richelieu á enviar considerables fuerzas á Cataluña, viendo que aquél era entonces el punto más vulnerable de España. Nombró por general del ejército á M. de la Motte Hodancourt, y envió tropas, que formaron con algunas catalanas un ejército de nueve mil infantes y dos mil quinientos caballos, el cual se puso en marcha para Tarragona, donde los nuestros estaban retirados, al propio tiempo que el Arzobispo de Burdeos con una armada cerraba la boca de aquel puerto. Ascendía la gente nuestra á poco más de catorce mil hombres, restos de veintitrés mil con que se comenzó la campaña, y había venido á mandarlos después de la dimisión y salida del marqués de los Vélez, Federico Colona, condestable de Nápoles y príncipe de Buttera, que se hallaba de Virrey en Valencia, reemplazándole allí el marqués de Leganés, que acababa de llegar de Italia. Quedaron bajo las órdenes del de Buttera el marqués de Torrecuso y D. Alvaro de Quiñones, porque D. Juan de Garay, á quien tanto se debió en la retirada de Montjuich, había ido ya á servir bajo la conducta del conde de Monterrey en el ejército formado en las fronteras de Portugal.

 

Era el nuevo General no mucho más hábil que el marqués de los Vélez y algo más indócil; de suerte que no quería escuchar consejo alguno de los que sabían más que él en materia de armas; así acabó de traer al último extremo al ejército; porque dado que en los primeros impulsos de la retirada fuera conveniente meterse en Tarragona, debió luego salir de ella el ejército, dejándola bien guarnecida y provista: donde no había de verse forzosamente lo que sucedió, y fué que, levantado en armas todo el país, fortificados todos los pasos y las plazas entre Tarragona y las fronteras de Aragón y Valencia con un ejército al frente y una escuadra en el mar, había de quedar el ejército encerrado y reducido á la última extremidad de la miseria y el hambre. Pronto se hicieron sentir tales efectos. Los enemigos, después de algunos choques parciales sin consecuencia, se apoderaron de Reus, de Constantí, de Salou y los demás lugares del campo de Tarragona, y acampados á media legua de la plaza, la apretaron, de suerte que de un día á otro se esperaba ya la rendición del ejército. Para colmo de desgracias, la poca autoridad y destreza del General no tardó en engendrar las naturales discordias de los nuestros; y por otra parte, entrando las enfermedades en la plaza, postraron al mayor número de los capitanes, y entre otros al mismo príncipe de Buttera. Sólo Torrecuso conservó alientos para el mando, y acaso si él hubiera sido General no habrían venido á tal punto las cosas, porque era, á pesar de sus yerros, el más diestro de los capitanes que tuviésemos en aquel ejército. Dió orden el Conde-Duque al de Villafranca para que acudiese con su armada, que estaba en Valencia, al socorro. Dudó y temió mucho éste por hallarse con pocas fuerzas; pero al fin se determinó á intentarlo, y entrando valerosamente en el puerto de Tarragona con cuarenta galeras y algunos buques menores, á pesar de la escuadra del Arzobispo, metió algunos víveres. Mas éstos fueron destruídos en parte por el fuego de los franceses, y en parte consumidos por la gente de la armada, que separada sin pensar del resto cuando se retiraba, tuvo que recogerse al puerto; de modo que al poco tiempo se encontró el ejército en los mismos apuros que antes. Entonces la Corte determinó hacer un esfuerzo supremo para enseñorearse del mar, mientras que por tierra se esforzaba también en juntar ejércitos que bastasen á ahuyentar á los enemigos.

Reunióse una armada poderosísima, compuesta de casi todos los bajeles armados que llevaban entonces nuestras banderas. Vinieron los bajeles de Dunquerque, gobernados por el almirante Francisco Feijóo, los napolitanos del duque de Nájera, los bergantines y galeras mallorquinas de aquel famoso D. Pedro Santa Cilia, las napolitanas de D. Melchor de Borja, las genovesas de Juanetín Doria y algunas toscanas, y juntándose con la armada del de Villafranca y Fernandina, compusieron entre todos treinta y un navíos, veintinueve galeras, catorce bergantines y otros cincuenta buques menores. Constaba la armada francesa de treinta navíos, diez y nueve galeras y muchos bergantines y buques menores; pero no osando esperar á la nuestra, entró el socorro sin obstáculo; bien que fué muy sentido en Madrid el que no se la obligase á entrar en combate. El ejército cuando llegó el socorro se hallaba ya muy disminuído, y casi acabado por las enfermedades y el hambre, con muerte de muchos capitanes. Entre ellos murió á los pocos días el mismo general D. Fadrique de Colona, príncipe de Buttera, á quien no le dió la suerte ni una sola ocasión en que justificase la torpe elección que de él hizo el Conde-Duque. Sucedióle interinamente el marqués de Hinojosa, mientras se nombraba otro que lo reemplazara.

Entonces Richelieu, para conquistar el Rosellón, envió allá un ejército al mando de Condé, que se apoderó de Elna, mal defendida por los soldados walones que la guarnecían. Y más cuidadoso de ganar aquella provincia, que sabía que podría conservar, que no á Cataluña, cuya pérdida tenía al fin por inevitable, metió en ella nuevas tropas y generales, ordenando también que de los ejércitos de Cataluña una parte se acercase al Pirineo para dar calor á la meditada conquista, y otra se quedase en observación de Tarragona y la frontera de Aragón. Había ido á mandar las armas en Rosellón por nuestra parte el marqués de Mortara, D. Juan Orozco Manrique de Lara, soldado de glorioso nombre desde la victoria de Fuenterrabía; y aunque entresacando guarniciones de las plazas había logrado formar un pequeño ejército, se hallaba sin fuerza para contrarrestar al enemigo. Dió orden nuestra Corte al marqués de Torrecuso para que de los soldados de las galeras formase tercios, y con ellos y alguna gente de la que estaba en Tarragona, con pocos caballos, se embarcase en la armada y fuese á prestar socorro al de Mortara. Con esta orden desembarcó Torrecuso en Rosas; pasó el Tech, con el agua hasta el cuello; caminó sin descanso, cargados los soldados con las municiones y víveres á la espalda y ahuyentó á los trozos de gente enemiga que le salieron al paso.

El mariscal de Brezé, nombrado á la sazón lugarteniente de Cataluña por el Rey de Francia, y los cabos catalanes, noticiosos de su intento, estaban ya fortificados en el paso de Argeles con seis mil infantes y mil doscientos caballos, alargando sus trincheras hasta el mar para detenerlo. Sorprendió Torrecuso durante la noche las centinelas enemigas, entró en uno de sus cuarteles y lo desbarató; de manera que halló, libre el paso, como quería, y habiendo avisado su llegada al de Mortara, que estaba en Perpiñán, vino éste á juntársele con su gente. Aún el mariscal de Brezé quiso impedir esta reunión, y en el momento de verificarse atacó á Mortara furiosamente y logró desordenarlo un tanto; pero no pudo impedir que Torrecuso con su ejército viniese á incorporarse con él, reuniendo entre ambos siete mil infantes y seiscientos caballos. Entonces se empeñó una recia batalla: la caballería de los enemigos era doble que la nuestra, y la infantería, con la que acudió de los contornos al oir el fuego, era igual; pero Torrecuso y Mortara hicieron de modo que los enemigos fueron obligados á retirarse, dejándoles dueños del campo. Honrada acción, que recordó al mundo cuanto podía esperarse aún de los ejércitos españoles bien dirigidos. Fueron bastante provechosas las resultas. Rindióse luego Argeles y muchos lugares del Rosellón, y entre otros el de Santa María, que era muy importante, cayó en poder de los nuestros; metiéronse en Perpiñán provisiones de boca y guerra para un largo sitio y se reforzó la guarnición de Coliure. Hecho esto, como si no hubiera más peligro que temer, en obediencia sin duda de las órdenes de la Corte, se embarcó Torrecuso con una parte del ejército que había llevado y se vino á Tarragona; y de allí á Madrid, cuando era más necesario en Cataluña. Quedó gobernando las armas en Perpiñán el marqués de Flores Dávila; en Coliure ó Colibre, el marqués de Mortara, y en Salsas, D. Benito de Quiroga, todos con buenas guarniciones, pero sin ejército bastante para correr el campo. Por lo mismo, no tardaron los franceses en recobrar á Santa María y amenazar de nuevo toda la provincia. Entretanto se formaba á toda prisa en Aragón un ejército que fuese á reforzar las reliquias de los Vélez, aún acuarteladas en Tarragona. Eligióse para el mando al marqués de Pobar, hijo primogénito del difunto duque de Cardona, joven sin ningún conocimiento en las armas, ni experiencia en el mando, que no tenía otros méritos que los de su familia y los de su lealtad, verdaderamente acrisolada, con cuyo nombramiento desacertadísimo se prepararon desde luego nuevos desastres. Fuése formando el nuevo ejército con las tropas que había de antemano reunidas en aquella frontera, principalmente extranjeras, y algunas nuevamente levantadas en el reino, que acudieron de varias partes.