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Juvenilla; Prosa ligera

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Nos apretamos la mano y desde ese día somos buenos amigos, aunque no nos hemos vuelto a ver. Yo no tenía gran conciencia de ser el salvador de Juanicho; pero sin duda mi secretario debió haber arreglado a su manera la narración de la hazaña. Que no me disgustó la cosa, lo probó más tarde la propina…

Se me ha ido la pluma contando ese recuerdo de mis gratas cacerías en España, porque acabo de llegar de una partida de caza, aquí, a tres cuartos de hora de París, en una gran propiedad, con un castillo enorme y de un lujo extraordinario. Apenas bajamos del tren, subimos a un ómnibus arrastrado por un tractor automóvil, que nos llevó al castillo. Almorzamos allí, en un comedor con tapicerías de cien mil francos. Luego, en un carruaje cómodo, nos llevaron hasta el sito de la caza y los faisanes enormes como pavos, engordados a grano, comenzaron a volar pausadamente. Se tiró más o menos bien, pero el tableau fué soberbio. Nos vestimos de frac para comer, se hizo un poco de música, se jugó al whist y a las 12 de la noche estábamos de regreso en París. ¡Oh, mis ásperos cerros de Extremadura! Recordaba una vez más la linda jornada, desde el Hospicio hasta el Monasterio de Guadalupe, aquella inesperada catedral perdida entre las montañas, consagrada a la virgen maravillosa, que, según la leyenda, talló el mismo San Marcos en un tosco tronco y que por siglos ha sido venerada en toda España. A ella enviaba reverente don Juan de Austria, al día siguiente de Lepanto, la soberbia lámpara de la nave capitana, y Zurbarán cubría los muros y los altares de la iglesia de telas admirables que el tiempo empieza a destruir. Mientras mis compañeros, creyentes como buenos hidalgos, se arrastraban de rodillas en el misterioso santuario que guarda a la virgen, yo, de rodillas también, admiraba su magnífico manto cuajado de pedrerías, las innumerables joyas que la cubrían y en la sombra, su cara, su enigmática cara, casi negra, toscamente tallada. Y después de nosotros los perreros, los peones, los criados, con el rostro desencajado por la emoción, prosternándose para besar la orla del vestido de la imagen y pedirle alivio en sus vidas miserables!

Allí la naturaleza, el hombre libre, creyente y fuerte; aquí la convención y el hombre raquítico, escéptico y snob. ¡Buena y robusta tierra de España, que guardas en tu seno los huesos de mis abuelos y en medio de tus penas y dolores, en este mundo chato que la civilización nivela y hace cada día más banal, conservas aún tu altiva fisonomía y los rasgos soberanos de tu enérgica personalidad, yo te imploro, oh buena tierra de España, resiste a la ola por largos años, para que nuestros hijos trepen gozosos tus montes salvajes y en tus rincones perdidos, que el riel de hierro no cruza, sueñen, esperen y crean!

París, Enero 1897.

El arte español

ORIGEN Y CARÁCTER

Al principiar el siglo XVII, la España, que en el siglo anterior había alcanzado al apogeo de su grandeza, ejerciendo sobre la Europa entera, bajo los dos primeros príncipes de la casa de Austria, una influencia incontrastable, marchaba ya en la senda de su decadencia. Felipe III había vivido con el reflejo de su predecesor y la falta colosal de su reinado, aquella expulsión de judíos y moriscos, que dejó una cicatriz jamás cerrada en el corazón de España, no había hecho sentir aún todas sus consecuencias. Pero ya la dilatación de las fuerzas españolas que, sin la organización de la Inglaterra actual, se extendían por toda la Europa y el nuevo mundo en vías de colonización, empezaba a debilitar la metrópoli, que poco o nada había aprovechado de su grandeza pasajera.

Casi todos los pueblos que han dejado una memoria gloriosa en la historia humana, han aprovechado sus tiempos de esplendor y fuerza, para darse una organización interna estable y vigorosa, merced a la que han vivido independientes y respetados, cuando la época extraordinaria hubo pasado. No así España. Carlos V encontró la nacionalidad española fresca y flojamente constituída; el provincialismo inveterado, que era el modo de ser histórico en la Península, persistía en los hábitos y leyes locales, aun después del triunfo de unión obtenido por el enlace de los Reyes Católicos. Cada región de la monarquía era tratada según su derecho histórico; unas, como las tres provincias del Norte, que pretendían haberse incorporado voluntariamente, tenían condiciones de nobleza y privilegio. Las accedidas por aporte matrimonial, como Castilla y León, Aragón y Cataluña, tenían fueros menos considerables, y otras, como Valencia y Granada, sobre las que pesaba aún la conquista, vivían literalmente en esclavitud. De ese desquicio orgánico, Carlos V y Felipe II habían exigido esfuerzos que aun a una constitución nacional vigorosa hubiera sido difícil alcanzar. Constantes y aventuradas expediciones a América, la flor de la juventud española enrolada en los ejércitos que consumían las guerras de Italia, de Flandes y de Francia; todos los recursos del país agotados para atender a los vastos dominios de la metrópoli, una política comercial estrecha e inconcebible, y en fin, por meta suprema, un ideal teocrático, ¿cómo era posible que España resistiera? El golpe de Felipe III la hirió de muerte y desde entonces su historia es sólo la de una lenta agonía, en la que el enfermo se debate desesperadamente por momentos, asombrando por energías pasajeras, que recuerdan su viril constitución.

Jamás un hombre que medite sobre las causas generales de la decadencia española, dejará de consignar en primera línea el fanatismo religioso que circunscribió el horizonte moral de aquel pueblo, y según Buckle, le hizo para siempre impenetrable a toda idea de progreso. Ese hombre tendrá razón; pero no se puede, no se debe olvidar, que si bien la decadencia española es una consecuencia del fanatismo religioso, éste lo es y fatal, ineludible, de la historia de España. Una nación que se rehace heroicamente, reconquistando palmo a palmo su territorio invadido, durante una lucha de siete siglos, sostenida única y exclusivamente por el espíritu religioso, modela su organismo moral bajo un ideal concreto, inspirado por la inflamación de un sentimiento especial, que la gloria y la gratitud han consagrado. Si la mayor parte de las desventuras de España han venido de la exacerbación de ese sentimiento, todas sus glorias lo reconocen por origen. Sí, él encendió las hogueras de Felipe II, él inspiró los decretos de expulsión, él hizo condenar a muerte en masa al pueblo flamenco, él ensangrentó las selvas americanas con la hecatombe de indios, él clausuró el espíritu español a toda idea de libertad intelectual; pero ¿quién sino él, alentó el alma de aquel puñado de asturianos que principiaron con Pelayo la obra de la Reconquista, qué otro guía llevaba San Fernando, y quién condujo a los Reyes Católicos a las puertas de Granada? El espíritu religioso hizo la España, la hizo tal como podía hacerla y no de otra manera. No se puede hacer la crítica de la vida secular de un pueblo, sin tener constantemente en vista las condiciones especiales de su organismo propio. ¿Ha sido un bien o un mal para la humanidad la ingerencia de España como factor activo en su historia? Hay hombres que contemplando los restos soberbios que quedan de la dominación árabe, o estudiando el estado de las monarquías incásica y azteca en el momento de la conquista americana, ven en esas formas del progreso humano, verdaderas civilizaciones avanzadas y deploran la intervención de España y la imposición de su fórmula propia aniquilando aquéllas. Es una paradoja que seduce al espíritu, sobre todo en una blanca noche de luna, en el centro del patio de los Leones en la Alhambra o en el ambiente perfumado de los jardines del Alcázar de Sevilla. La civilización musulmana hizo su evolución completa, alcanzando el apogeo de su desenvolvimiento en el sentido único que el ideal del pueblo árabe y su institución religiosa permitían. Las maravillas arquitecturales que hoy contemplamos con asombro, parecen revelar un estado de espíritu culto, pulido, lleno de movimiento y luz, contrastando con la sombría órbita moral del caballero cristiano que más tarde había de cubrir los mosaicos y arabescos de las mezquitas con los símbolos de su culto ferviente. Es un error; fuera de esa arquitectura característica de decadencia, los árabes no tenían una sola idea que valiera el vigoroso y amplio ideal cristiano, susceptible de obscuridades transitorias, pero fecundo en su germen, próximo a renacer de su prolongado letargo de la Edad Media y a sacudir las cadenas del misticismo, para estallar soberbio en el cinquecento.

Organizada para la más larga y dura guerra por la fe que registra la historia, la España era una entidad moral lógica y entera, armónica en todas sus manifestaciones. Todo en ella venía de Dios y todo volvía a Dios, desde las manifestaciones poéticas de sus más preclaros ingenios, hasta el brutal valor del soldado o el caballeresco arrojo del señor. Concebida la vida nacional como un culto perenne, en su seno no tenían cabida los que no participaban de ese ideal. En un estado análogo de opinión, todas las conquistas morales de la Reforma y la filosofía del siglo XVIII, habrían sido impotentes para evitar la expulsión de los heréticos. Jamás hubo en el mundo fanatismo más sincero; no era más ilustrada y consciente la fe de un fraile mendicante que la de Felipe II o la de su hijo. Felipe IV ve al francés posesionarse de Barcelona, el Portugal segregarse de su corona, los viejos tercios españoles aniquilados en Rocroy; pero su preocupación principal es la resistencia del papa en proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Abandona el gobierno en manos de Olivares o Haro, pero su Egeria política, social, religiosa, íntima, es una obscura monja perdida en un convento de Aragón, cuyo cuerpo macerado y espíritu exaltado le dan los caracteres que la época atribuía a la beatitud. Como era natural en una sociabilidad semejante, el arte nació bajo los auspicios de la religión. El ideal primero no fué la tradición ni se ayudó de la fantasía terrena; el arte bebió su inspiración en la fe, y si el campo fué restringido, ahí están las viejas catedrales góticas para atestiguar de qué manera se explotó. Como el sacerdote que cumple los ritos del culto, como el niño que en el coro eleva su voz argentina cantando las alabanzas del Señor, como el soldado que derriba moros en nombre de Dios, así el artista poniendo piedra sobre piedra, esculpiendo las sillas del coral o trazando en el lienzo las figuras de los bienaventurados, todo acto, toda manifestación intelectual tendía al mismo objeto. La vida nacional entera era una oración colosal.

 

Luego el artista, llamado a interpretar iconográficamente los misterios del culto y los dogmas revelados, ¿no llenaba acaso una misión sacerdotal, abriendo, por su arte, el espíritu de los miserables y desheredados, a la comprensión de las cosas divinas? En esa aspiración constante del alma española hacia el cielo, el artista que reflejaba en sus telas las escenas de la vida futura o trazaba los cuadros más intensos de la Pasión, era para el clero un colaborador precioso. Así, desde que el duro batallar contra infieles termina con la conquista y que las primeras tentativas artísticas empiezan a producirse, se observa que nacen en el interior de los conventos, realizadas por obscuros frailes cuyo nombre ni aun ha conservado la historia. Figuraos un monje enterrado en un obscuro claustro americano, sin tradición, sin modelos, sin nociones prácticas del arte, luchando con la impotencia de sus medios para traducir las visiones de su alma. Tal debió ser la primitiva pintura española, vigorosa de expresión como todo lo que es sincero, pero de un tecnicismo infantil e ingenuo.

Puede contarse entre los sucesos que mayor trascendencia han tenido en la historia de España, igual en consecuencias de importancia al descubrimiento de América o a la conquista de Granada, el enlace de la hija única de los Reyes Católicos, Doña Juana, a quien la historia vacila hoy en calificar de loca, con el archiduque de Austria, Felipe, llamado el Hermoso. El origen del príncipe y su aporte matrimonial, aquellos Países Bajos que tanta sangre y dinero costaron a España, arrancaron a ésta de su aislamiento secular. Impelida por el espíritu guerrero y los hábitos de aventura contraídos en la larga lucha, volvió su energía al exterior y es desde ese momento que vemos sus ejércitos recorrer la Europa entera, fundar y conquistar reinos, sus naves surcar los mares y sus famosos capitanes fijar nombres gloriosos en la memoria humana.

Con Carlos V el espíritu europeo penetró en España, y el advenimiento del Emperador puede considerarse como el punto de partida de una nueva era. Hasta entonces España había sido un soldado, cuya vida recta y monótona está trazada de antemano. Combatir al infiel era toda su misión; de hoy en adelante, entra en la vida colectiva, necesita formarse una escuela política y ensayar las artes del gobierno para armonizarlas con sus dotes militares. Los grandes capitanes no le faltan: Gonzalo de Córdoba, Alba, Farnesio, Spínola, Villafranca. Sus políticos habrían estado a la altura de la situación, si la concentración del poder y la omnipotencia de la voluntad real en unos casos y en otros la privanza de favoritos ineptos, no hubiera ahogado su iniciativa. Si el famoso presidente La Gasca, cuya acción, desenvuelta en un mundo desconocido entonces, ha quedado en la historia borrada por la distancia, sin que no obstante sea fácil encontrarle un rival en habilidad, prudencia y perseverancia, si La Gasca, repito, hubiera estado al alcance de su soberano y bajo su constante e inmediata inspiración, la España habría perdido el Perú en el siglo XVI en vez del XIX.

Pero todos los grandes señores que comandaban por el rey en el extranjero ejércitos o provincias, se habían ido iniciando lentamente, no sólo a los hábitos más cultos y costumbres más dulces que encontraban en los enemigos que combatían o en los pueblos que gobernaban, sino también tomando gusto por las cosas del arte. La imaginación meridional, fácilmente accesible a la impresión de la belleza y la fastuosidad tradicional del magnate español hicieron el resto. Carlos V, al recoger el pincel del Ticiano, fijó el rumbo, dió el ejemplo y facilitó, ennobleciéndolo, el movimiento artístico que alcanzó su apogeo en pleno siglo XVII.

El momento no podía ser más propicio: los ejércitos españoles pasaban largos años en Italia, convulsionada aún por el Renacimiento, o en los Países Bajos, donde brillaba ya la vieja escuela flamenca, a la que, renovada, tan grandes días estaban reservados. Los nobles españoles que acompañaban a Carlos V formaban su gusto en las telas de Leonardo, que había revolucionado el arte, abriéndole surcos nuevos y fecundos, o en los mármoles del Buonarotti, y sea que entraran aclamados en la Ciudad Eterna, o por la brecha con Borbón, se presentaban por primera vez ante sus ojos las maravillas del arte antiguo. Existen rudas relaciones de soldados de aquella época que atestiguan la impresión producida por esos espectáculos inesperados. La inteligencia española no estaba aún preparada para penetrarse del espíritu del Renacimiento y las letras clásicas, puestas en boga por Petrarca y sus continuadores en el estudio de lo antiguo, dejaban fríos a aquellos hombres, que no concebían otro trabajo digno del espíritu que la teología. Pero las bellas artes tienen la incomparable ventaja de impresionar a los hombres de más opuestas tendencias morales, sin exigirles una preparación especial. No es necesario conocer y sentir a los griegos para extasiarse ante el dibujo de Miguel Angel o el color del Ticiano. La belleza habla por sí misma.

Así, el desenvolvimiento de las bellas artes en España fué debido al impulso dado por la aristocracia. Los magnates más famosos por su cuna, sus hechos o su hacienda, cifraron la gloria de sus casas en acumular en ellas riquezas artísticas o tesoros de erudición, como el reunido en Guadalajara por la ilustre casa de Mendoza.

El duque de Alba, el grande y duro guerrero de Flandes, el soberbio conquistador de Portugal, convirtió su casa de Alba de Tormes en un verdadero museo de obras de arte, que más tarde completó su hijo, ordenando a Granelo y Castello celebraran en lienzos las hazañas del padre. El gran capitán pasó los últimos años de su vida en la Abadía, antiguo castillo de Templarios, en Extremadura, creando sobre las riberas del Ambroy jardines que fueron famosos y dando hospitalidad a Lope de Vega, que escribió allí su Arcadia, en la que describía las magnificencias de la morada de su huésped ilustre.

Por fin Sevilla, que fué el emporio de la riqueza y las artes españolas en el siglo XVII, teniendo el monopolio de las comunicaciones con América, por su Casa de Contratación, era el centro donde afluían infinidad de extranjeros, deseosos de iniciar negocios y cambios con aquellas fabulosas regiones americanas, de las que llegaba oro sin cesar y que la imaginación popular se figuraba como el tradicional Eldorado. Los italianos, holandeses y alemanes que llegaban a Sevilla, traían una educación más avanzada que los españoles y un gusto formado ya por las cosas del arte. Muchos de ellos, sea por el éxito de sus negocios, sea por la razón eterna que persiste aún en el día a fijar en aquel suelo a muchos de los que llegan con ánimo transitorio, la belleza de la tierra, la pureza de la atmósfera y la suavidad del clima, concluían por formar allí su hogar y adornarlo con los nacientes productos del arte español. Su buen gusto contribuyó en mucho a modificar el carácter de la pintura sevillana, grosera hasta entonces, sin más clientela que el populacho ininteligente de las ferias. Sus relaciones de los grandes maestros extranjeros, de la sabiduría de sus composiciones, de la corrección de sus dibujos y de la armonía de su color, fueron modificando poco a poco la tendencia dominante, cuyo último representante puede decirse que fué Herrera el Viejo, pintando enormes lienzos con brocha gorda y a distancia, verdadera escenografía, absurda fuera de su aplicación natural. Las iglesias y catedrales de América, especialmente de Méjico y el Perú, únicas regiones que atraían entonces la atención de España, deben estar aún llenas de cuadros de esa época. Aun se han de encontrar algunos retratos de Sánchez Coello y de Pantoja y no pocas escenas religiosas de los Herreras, Pacheco, etc. Muchas de esas riquezas se habrán perdido y entre ellas tal vez aquellos cuadros que pintó Murillo a la carrera, dividiendo un gran lienzo en compartimentos iguales, llenándolos con su furia vertiginosa y vendiéndolos a mercaderes americanos, para con su importe trasladarse a la corte a perfeccionarse en el arte del que más tarde fué una gloria.

Bajo el punto de vista artístico, a nadie debe la España más que a dos hombres que para su felicidad y grandeza nunca debieron existir: Felipe IV y su favorito el conde-duque de Olivares. Esos dos políticos ineptos, negligente el primero hasta la culpa, ciego y soberbio el segundo hasta el crimen, parecieron concentrar sus facultades todas de inteligencia y de buen gusto en fomentar el desarrollo magnífico que el arte español tomó bajo su impulso ilustrado, favorecido por una explosión de hombres admirables, grupo estupendo que la Europa no había visto desde los días del Renacimiento. Como en el reinado anterior las letras, bajo Felipe IV brilló la pintura española de una manera incomparable. A Cervantes, Lope de Vega, Góngora, etc., sucedieron en el cielo intelectual de España, Velázquez, Murillo, Alonso Cano, Ribera y tantos otros que hicieron para la fama artística de su patria lo que sus grandes capitanes habían hecho para su gloria militar.

Son esos grandes artistas, son sus obras inimitables y, en los dos primeros, la altura moral de su vida, los únicos motivos de consuelo que encuentra el espíritu al recorrer la tristísima historia de España en esa época, y al contemplar, con la melancolía que inspiran las grandes desventuras, esa caída de un imperio colosal, levantado por el esfuerzo de hombres cuya sangre fué la misma que corre en nuestras venas.

Entre todos los grandes artistas españoles, el más personal, aquel cuyo genio propio brilla más vigoroso, fué Velázquez. Esa personalidad poderosa, tan rara en la historia del arte que sólo pueden citarse dos o tres ejemplos, no lo fué sólo en la manera o el estilo, sino en algo más profundo y decisivo, en la concepción misma del arte y en la liberación audaz de la tradición de la pintura española. Puede decirse que Velázquez, el católico sincero, el pintor de cámara de Felipe IV y su Aposentador Mayor, procede más de la Reforma que del Renacimiento. El Renacimiento emancipó la imaginación, pero la Reforma emancipó el pensamiento. Jamás ningún hombre que haya manejado un pincel ha pintado con mayor libertad de espíritu que Velázquez. Uno de los primeros y con una intuición genial, comprendió el límite que la esencia misma de las bellas artes asignaba a cada una. En pintura fué un librepensador y si la actividad de su espíritu le hubiera empujado por otra senda, mal se habrían avenido sus doctrinas con las de la Santa Inquisición.

Su maestro primero, constante y único, no fué el brutal Herrera ni el afectuoso Pacheco, no fué aun el divino Buonarotti, cuyos frescos copiaba reverente un día en la capilla Sixtina: fué la naturaleza, a la que pidió todos sus secretos, y que generosa le confió más que a ningún otro mortal. No comprendió ni podía comprender a Rafael, que "se servía de las ideas que pasaban por su mente". Para él la forma, el color y la expresión no estaban en el mundo imaginario, sino en las cosas reales y los organismos vivos. Las vírgenes convencionales, los querubes soñados, revoloteando entre nubes tenues y transparentes, los éxtasis de beatitud, el campo ideal de las deliciosas fantasías de su amigo el poeta andaluz de las Concepciones, no le decían nada, porque no los veía y la sinceridad de su arte le exigía la verdad. Velázquez llevó a cabo en pintura la misma revolución que Kant hizo triunfar dos siglos más tarde en filosofía. Como el solitario de Koenigsberg que cierra los cielos a la fantasía humana y la invita a buscar el reposo, limitándose a la ya vasta órbita de las cosas creadas, Velázquez cree que el mundo visible contiene en su seno inagotable bellezas de forma y expresión bastantes para nutrir y levantar el arte a su más alta manifestación. Es el gran naturalista de la historia del arte, es el precursor y el dechado de la escuela. Para reaccionar no necesitó las brutalidades de Caravaggio ni los horrores a que llegó Ribera siguiendo su senda. Ha concebido, extrayendo del más vulgar objeto que se ofrece a su vista, el tesoro de expresión en él escondido, y pinta: la tela es un asombro, una maravilla, Mengs se detiene y dice: "Esto no está hecho con el pincel, sino con el pensamiento"; pero, con todo, no es más que el reflejo de la verdad. Así debió ser Felipe IV, así el Bobo de Coria, y si alguna vez hubo en el mundo un Aquiles, su retrato es ese soldadote vulgar.

 

Un día vagando como de costumbre en el Museo del Prado, me detuve largo rato delante de la "Fragua de Vulcano", de Velázquez. Ninguna de sus telas es, en mi opinión, más propia para estudiar el estilo del maestro y revelar las debilidades de su pincel cuando salía de la esfera trazada por su concepción general. ¿De dónde proviene que, al lado de aquellas admirables figuras de sus herreros, maravillas eternas que el artista estudiará mientras persista el color sobre el lienzo, desfallezca de tal manera el Apolo que trae la ingrata nueva? ¿Cómo puede explicarse ese specimen de convencionalismo, esa insipidez de expresión en un cuadro donde el vigor, la verdad y la fuerza han sido llevadas a donde sólo alcanzó Miguel Angel con el cincel y Shakespeare con la pluma?

La vida de Velázquez y la histórica de esa tela me dieron la solución. El cuadro fué pintado en Italia, durante el primer viaje del maestro, y el Apolo fué una concesión a la escuela dominante, la única tal vez que Velázquez hizo al convencionalismo, que debía producir el amaneramiento mediocre de los Carlo Dolci, Guido Reni y tantos otros.

De ahí surgió en mi espíritu la idea de seguir a Velázquez en sus viajes, de estudiar la influencia producida en él por la atmósfera artística de Italia, acompañarle a Venecia, Boloña, Roma, Nápoles y observar las impresiones de esa alma soberana ante las manifestaciones del viejo arte clásico, cuyos restos veía por primera vez, y las del Renacimiento, que tan poco le dirían.

Ese fué el origen de este libro10.

1887.
10Ese libro, para el que había reunido abundantes elementos, no ha sido escrito; cuando pienso en el placer que habría sentido en vivir un año en compañía de Velázquez, en la Italia del siglo XVII, siento un verdadero pesar por haber dejado de mano ese trabajo. Otra pluma más autorizada que la mía lo ha llevado posteriormente a cabo con brillo; me refiero a la obra del profesor Karl Justi, cuyo libro "Velázquez y su tiempo" es lo mejor que se ha escrito sobre el príncipe de los pintores. —M. C.

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