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Juvenilla; Prosa ligera

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PROSA LIGERA

Gallicæ Constructiones

ESPAÑA

Una visita de Núñez de Arce

Hace doce años, era yo ministro argentino en Madrid. Un día un criado me anunció que el señor Presidente del Ateneo me hacía preguntar si podía recibirle. En el acto dí orden de introducirle. Respetaba al Ateneo de Madrid como se respetan las cosas que se temen y ese respeto de mi parte justificaba el origen presunto de todas las religiones humanas. A pesar de mis aficiones literarias, como suponía honestamente que el gobierno argentino no me habría nombrado su representante para darme ocasión de desplegar mis talentos estéticos o mis facultades de estilo, sino para estudiar los problemas políticos o económicos de interés nacional, mis esfuerzos habían tendido a tener una actuación eficaz y activa en el más alto mundo social y en los círculos más influyentes de la política del momento. Así es que conocía – o por lo menos trataba – a muy pocos de los representantes del mundo de las letras. Fuera de Castelar, más político que literato y dulcemente afectuoso siempre con todos nosotros los americanos, – de don Juan Valera, a quien encontraba con frecuencia en el mundo diplomático al que él también pertenecía, – de Menéndez Pelayo, con quien comía a menudo en los clásicos jueves de nuestro buen amigo Bauer, muchas veces, por feliz azar para mí, al lado uno del otro, – de Grilo, a quien conocí en casa de Tamames y que nos encantaba en nuestras deliciosas correrías por Sevilla, – no había hablado, repito, ni conocía, tan sólo fuera de vista, a los demás altos representantes del pensamiento español.

"¿Quién será, me decía, este señor Presidente del Ateneo de Madrid? Yo debía saberlo y precisamente por eso no le hago preguntar por su nombre. El Ateneo, por lo demás, es la primera institución literaria de España, y sus altibajos coinciden con la exaltación o la depresión del espíritu público de este país. No sé lo que este señor Presidente vendrá a pedirme, pero hay que tratarle bien, porque…"

En esto estaba de mi soliloquio, cuando la puerta de mi escritorio se abrió, dando paso a un hombre pequeño, delgado, tan distinguido en su traje, en su fisonomía y en su expresión, que no pude, en el primer momento, darme cuenta ni de cómo estaba vestido, ni de qué cara tenía, ni de lo que era o podía ser.

– Señor, me dijo con una voz reposada y serena, a la que daba un valor que me sorprendió, la manera de mirar de sus ojos grandes, claros y tranquilos, soy Presidente del Ateneo y vengo a pedir. El Ateneo, entre otros achaques, tiene aquel que más nos seduce a todos, el de acercar hasta confundir el alma española con el alma hispanoamericana. Vamos en breve a celebrar una fiesta precursora de la gran solemnidad del centenario de Colón y vengo a pedir a Vd. (aquí un par de frases amables y muy lisonjeras para mí) que quiera honrarnos encargándose de una de las conferencias que se harán en el Ateneo con este motivo.

– Señor Presidente del Ateneo, antes de todo, ¿quiere Vd. tener la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar?

– Gaspar Núñez de Arce, señor.

Me puse de pie como movido por un resorte y un poco confuso, me incliné profundamente. A pesar de mi alejamiento voluntario de los centros literarios de Madrid, había dos hombres que deseaba vivamente conocer: Núñez de Arce y Pereda. Al primero por su inspiración gentil, vibrante y generosa, por el ropaje suntuario de su lengua opulenta, lengua mía, de mis padres y de mi raza, por la nobleza tradicional de su carácter, por la pregonada sencillez de su vida armoniosa. A Pereda, porque un día, allá por 1884, en la opaca tristeza germánica de Carlsbad, había recibido un paquete de libros acompañados por una grata carta de Martín García Mérou, que enviaba a su antiguo jefe y siempre amigo, algunos libros españoles, entre otros la Sotileza del escritor de la Montaña; lo había empezado a leer, lo había devorado y había contestado al que tal regalo me había hecho, una carta entusiasta y cariñosa que García Mérou envió a Pereda, quien me hizo decir que tenía en España dos brazos abiertos que me esperaban. Pero mi hombre estaba constantemente metido en Santander (decir que en ese tiempo meditaba Peñas arriba, esa maravilla, sin que yo lo supiera, para ir a rogarle me hiciera visitar el teatro de ese drama admirable!) y cuando venía a Madrid, lo hacía tan callandito, que los diarios anunciaban su llegada el día de su partida.

Y ahora, de pronto, sin sospecharlo, tenía en mi casa, a mi lado, para mí solo, a Núñez de Arce! Le tomé la mano, le dije que hasta entonces, al hablar conmigo, sólo había hablado con un particular, pero que ahora me ponía el uniforme diplomático, le recordaba que estaba reconocido en mi carácter de representante de mi país por Su Majestad (Q. D. G.), que en mis credenciales mi gobierno pedía al de España – y por consiguiente a todos los españoles – que prestaran fe a mis palabras – y que, por lo tanto, le pedía la suya al manifestarle la gratitud profunda de todos mis compatriotas que habían tenido la fortuna de leerle, por los puros y levantados goces de orden intelectual y moral, encontrados en las estrofas de sus cantos admirables, en los que, bajo formas nuevas e impecables que hacían valer el viejo idioma, se levantaban, sobre el chato horizonte moderno, todas las nobles ideas, todos los instintos generosos, todas las actitudes valientes, hasta la duda misma, que animan a pensar que el alma humana es algo más que una resultante fisiológica. Le hablé de sus poemas, de sus dramas, de sus trabajos anunciados – y el poeta, ante mi acento sincero, me escuchaba con placer, entretenido, quizá, en oir el elogio de su obra, hecho en algo, para él, como un idioma extraño, en el que la construcción de la frase, la cadencia del período, hasta el valor de las consonantes, parecía dibujar vagamente, no ya el español del pasado, petrificado allá en Levante en labios de los descendientes de moros y judíos, sino un castellano del porvenir, ágil, vivo, un español americano, en una palabra, listo siempre a jinetear, sin estribos, la mismísima gramática.

Nos pusimos a charlar o, mejor dicho, le hice hablar larga, afectuosa y abiertamente, suscitándole nuevos temas, así que veía que el anterior iba a agotarse. Así hablamos mucho de arte, un poco de política, a raudales del pasado español y del porvenir americano. Y a medida que los juicios del poeta se condensaban en frases no cuidadas, pero claras y de elegante movimiento, me abandonaba al placer de contemplar ese espíritu ecuánime, cuyas raíces iban a beber la fresca savia que le animaba, allá en las regiones donde el corazón encierra la bondad, la ternura, el entusiasmo y la fe, sin que ninguna se extraviara para ir a aspirar la ponzoña del odio o de la envidia.

Y el tiempo corría, la América y la España misma se habían agotado y, desaparecidos los Pirineos, entrábamos como conquistadores, a través del Rosellón, en vieja tierra de Francia. La pléyade, el cenáculo, los Parnasianos, los estéticos, los naturalistas, los decadentes, a todos los pasamos en revista, él, conteniendo con su sonrisa moderadora mis juicios impetuosos, yo animando a veces, con un rasgo atrevido, la armoniosa mesura de sus opiniones. Hace poco, leyendo, con el trabajo que mis hermanos en análoga tarea habrán apreciado, un libro de Nietzsche, me encontré con esta gráfica descripción del autor de Naná: "Zola, o el placer de heder"9. El juicio de Núñez de Arce era casi idéntico, pero la forma exquisita en que se enunciaba, le quitaba la crudeza, sin disminuir la eficacia. En cambio, como me seguía contento con su mirada animosa, al oirme decir que había más naturalismo de verdad en Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós, que en la obra entera de Zola, y más belleza en la descripción que el mismo hace de Toledo en Angel Guerra, que en todos los celebrados cuadros descriptivos del autor de L'Assommoir! Y luego, de un salto sobre la Mancha, a Inglaterra y allí, arriba, alto, a la cumbre y al honor, Dickens, Elliot y entre los poetas Keats, Shelley, el mismo Byron, los que tienen entrañas, sangre y vísceras; y luego… Se puso de pie, sacó su reloj, gentilmente me hizo ver el largo tiempo transcurrido y me repitió con mucha insistencia su amable invitación para el Ateneo. Entonces le hablé con toda franqueza.

– Ahora que conoce Vd. un poco mi espíritu, señor, no le extrañará oirme afirmar que sólo puedo hacer lo que hago con convicción y sinceridad. Hacer un discurso o conferencia sobre Colón y las relaciones históricas, hispano-americanas, de manera a que sea grato a mi auditorio (porque nadie está obligado a escribir un poema épico ni a decir, en materia de arte, cosas desagradables), será para mí algo muy difícil, porque siempre he pensado que dos de los hombres más fatales que ha tenido España (y cuidado que no se ha quedado atrás en la especie!) han sido Colón y Felipe el Hermoso, que la trajeron dos de las calamidades mayores que pueden caer sobre un pueblo, la riqueza fácil y la gloria militar. El primero, con su América y su oro, su espíritu romántico, aventurero, anti-industrial, con los sistemas absurdos que el galeón esperado e indispensable impuso; el segundo metiendo a España, con sus vinculaciones germánicas y su imperial vástago alemán, en todas las complicaciones de la Europa de entonces y a la infeliz que salía de guerrear siete siglos con árabes y moros, obligándola a desangrarse de nuevo desde las costas de Argel hasta las dunas de Holanda, sin olvidar los campos de Italia, de Nápoles a los Alpes, los llanos de Alemania y las frescas colinas de Francia y Bélgica. ¿Qué quiere Vd. que vaya a decir al Ateneo? ¿Que nosotros, los del Río de la Plata, no teníamos derecho a enviar a España más que uno o dos barcos por año, con tantos cueros consignados a tal casa de Cádiz? ¿Que se nos obligaba a ir a comprar ropa, calzado y sombreros a Panamá o Portobelo, que estaban a seis meses de distancia, ida y vuelta, con cuyo motivo comprábamos todo lo que nos hacía falta, de contrabando, bien entendido, a los portugueses de la Colonia? ¿Que todo eso, si bien nos dejó en un estado de delicioso atraso, pues no creo que haya habido pueblo más feliz que el colonial Buenos Aires, antes que los ingleses vinieran a hablarnos, a balazos, de ideas nuevas y paparruchas liberales, que todo eso remató en la triste España de Carlos II o en la dolorosa de Fernando VII? ¡Fernando VII! Figúrese Vd. que se me cruce ese nombre en mi trabajo mental; ¿puede Vd. imaginarse todos los improperios que van a salir de esta boca, por más mesura que le imponga? El tratamiento de Macaulay a Barère será de malvavisco y altea al lado del que, sin poder resistirlo, propinaré al hijo infame de Carlos IV. Y si, hablando de los autores principales del hundimiento español, llegara a plantar, delante de Cánovas del Castillo, que es Presidente del Consejo de Ministros y que seguramente estará en el Ateneo, las cuatro frescas que se merece el Conde-Duque de Olivares, que él pretende rehabilitar, ¿a dónde irá a parar mi reputación diplomática?

 

Núñez de Arce me oía sonriendo, pero como sus ojos insistían, continué:

– Pero como Vd. me ha hecho un honor muy grande y con ser de los mayores de mi vida, un placer que lo supera, viniendo a mi casa, quiero que salga Vd. en su empresa mejor de lo que pensara. ¿Conoce Vd. al actual ministro del Uruguay en Madrid? ¿No? Pues se llama Juan Zorrilla de San Martín, vive aquí a la vuelta de mi casa y si Vd. le ve con sombrero no da un real por él, ni mucho menos si le ve descubierto. Nadie le conoce aún aquí, porque ha llegado hace poco; pero el día que caiga en un cenáculo intelectual en el que haya algunos poetas, uno que otro hombre de pensamiento, un colorista y algún oído habituado a oir sonar el cristal y el templado bronce, le van a sacar en andas. Para que Vd. no olvide esta visita, regalo a Vd. y al Ateneo, a mi amigo y compañero Zorrilla de San Martín. Oiga Vd. un momento.

Tomé Tabaré en el armario vecino y le leí algunas estrofas; cuando interrumpí mi lectura para continuar, Núñez de Arce me tomó el libro de las manos y continuó leyendo en silencio. Al fin me dijo:

– ¡Pero éste es un maestro!

– ¿Sabe Vd. lo que he dicho a Zorrilla de San Martín, sobre Tabaré, en el álbum de su señora? Que versos como esos valen la buena prosa.

Volvió a sonreir Núñez de Arce con aire de dulce reproche por lo que parecía considerar una mera paradoja.

Yo me defendí; le recordé que los primeros balbuceos de la humanidad habían tomado la forma métrica y que sólo en un estado de civilización relativamente avanzada había hecho la prosa su aparición. Que recordaba también cuántos poetas consagrados enumeraba la historia literaria, desde los griegos, para no ir más arriba, hasta nosotros y que al lado de esa lista nutrida y numerosa, contara, con los dedos de la mano, que le iban a sobrar, cuántos eran los prosistas de primera fila, aquellos que nadie discute, como Platón entre los griegos, Tácito entre los romanos, o, saltando al mundo moderno, del siglo XVI al presente, Montaigne, Cervantes, Renán… Y para hacerme perdonar mi osadía, le recité de memoria, que así las sabía entonces, dos o tres estrofas de la Lamentación de Lord Byron.

Aceptó que yo hablara a Zorrilla antes de que él le invitara, y se retiró, quedando amigos ya.

Vi y vió a Zorrilla, que, sumiso y contento, no sin temor, se encargó de la conferencia en el Ateneo. Esa noche fuí allí por primera vez y con encanto respiré la culta atmósfera, tan afectuosa para nosotros. Llegado el momento, el alma vigorosa y bien templada del poeta uruguayo, subió hasta la tribuna su pequeña envoltura mortal. El público miró con sorpresa aquel rostro invadido por la hirsuta y rebelde cabellera que, al avanzar sobre la frente, parecía continuarla, para dar ancho hogar al pensamiento. Cuando empezó a hablar, el acento, la armonía de la palabra, la vibración de la idea, la lujosa forma en que salía envuelta y la gracia con que se movía, conquistaron a poco andar al auditorio, que rompió en aplausos calurosos. Por fin, cuando Zorrilla de San Martín, de pie, en la cumbre que parte el istmo americano, como Balboa, miró, no ya los dos océanos que tendieron su inmensa majestad a los ojos atónitos del rudo navegante, sino el cuadro entero de esa colosal América latina, que empieza, en el continente austral, por las regiones que baña el Orinoco y concluye en la glacial soledad del último cabo del mundo habitado; cuando, como Andrade en su canto, describió una a una las naciones desprendidas del vigoroso cuerpo de España, sus luchas feroces, herencia de su organismo pasional, sus esfuerzos por surgir a la luz, sus riquezas, sus esperanzas y su fe en el porvenir; cuando ligó todo ese pasado al pasado de la madre patria y confundió, en la imagen esplendorosa del triunfo definitivo que reservan los días venideros, a la raza entera, entonces los ojos se llenaron de lágrimas, los corazones se agitaron a romperse y las manos se buscaron instintivamente. Núñez de Arce, que estaba a mi lado, murmuraba a cada instante, a mi oído, palabras de gratitud, y fué con un abrazo estrecho que recibió a Zorrilla cuando éste descendió de la tribuna.

Pocas veces, más tarde, tuve ocasión de encontrarme con el ilustre poeta español; hacía poca vida social y su delicada salud le imponía una vida sedentaria. Pero mi admiración por su espíritu crecía a medida que nuevas obras, cada vez más perfectas y acabadas, venían a enriquecer los tesoros de nuestra lengua, como se aumentaba mi respeto y profunda estimación por su carácter, a medida que rasgos incomparables de su noble naturaleza moral me eran conocidos. Con ser tan admirado, no creo que hubiera entonces, en España, nadie más estimado que Núñez de Arce.

Dos veces, desde entonces, la muerte, rugiendo como una furia, se ha arrojado sobre él, y dos veces la naturaleza tan amada del poeta, ha sostenido por él la lucha, animosa siempre, triunfante al fin. Hoy el peligro se ha alejado y vuelve a su amplia y vigorosa plenitud el espíritu admirable y delicado que envuelve, como finísimo encaje, una de las almas más nobles y armoniosas venidas a la luz en suelo español.

1902.

Por montes y por valles

Los diarios ingleses han publicado una curiosa estadística de las hazañas cinegéticas de lord Grey, que ha de haber sido reproducida por la prensa universal. En todo caso, hela aquí. Lord de Grey, en 18 años, de 1877 a 1895, ha muerto la siguiente cantidad de animales:

111.190 faisanes, 89.401 perdices, 47.468 grouses, 24.147 conejos, 26.417 liebres, 2.735 becasinas, 2.077 coqs de bruyère, 1.363 patos silvestres, 381 ciervos rojos, 186 ciervos, 97 jabalíes, 94 aves negras, 45 paletos, 12 búfalos, 11 tigres, 2 rinocerontes y 8.450 piezas diversas: lo que hace, en conjunto, 316.699 piezas, o sea un término medio de diez mil piezas anuales.

Lord de Grey es indudablemente el primer cazador de Europa y no me extrañaría que el sindicato de fabricantes ingleses de armas y cartuchos de caza, pensara, al día siguiente de su muerte, en levantarle un monumento que consagrara su gratitud. La casualidad me hizo cazar un día en compañía de lord de Grey: era en España y los azares de la colocación hicieron que tuviese el puesto contiguo al suyo en un ojeo. La estación de la caza estaba ya avanzada y las perdices rojas españolas, difíciles siempre, flaconas y vigorosas, hendían el aire, como saetas, generalmente fuera del alcance del fusil. Yo, cazador mediocre, pero sin vanidad, hacía un fuego de todos los diablos, muchas veces con la conciencia de la inutilidad de mi tiro, pero sin poder resistir al placer de apretar el gatillo cuando tenía el ave en línea. Lord de Grey tiraba mucho menos; pero ese día no le ví desperdiciar un solo tiro. Tenía dos hombres detrás de él, que le pasaban una escopeta cargada con una rapidez extraordinaria; concluído el ojeo, los dos servidores no perdían una sola pieza de las que había abatido su señor, merced a una perrilla gris, de pobre aspecto, pero admirable de olfato.

Hay algunos cazadores que, sin ser de la fuerza de lord de Grey, no pierden generalmente un solo tiro. El príncipe de Mónaco, el feliz soberano de Monte Carlo, tiene esa reputación; pero parece que la cuida de tal manera, que a veces transcurren horas enteras sin que haga un disparo. No tira sino lo seguro.

Como nunca he podido comprender ningún aspecto de la vida a través de la vanidad, tampoco me ha sido dado entender la caza de esa manera. He tenido gran afición por ella, afición que, con los años, ya pasando, como tantas otras que son el glorioso séquito de la juventud. Por ese motivo, los puntos donde he encontrado mayor placer en cazar han sido mi tierra y España. La marcha en nuestras admirables praderas, sobre el tapiz espeso y elástico, en la llana extensión que prolonga hasta donde los ojos alcanzan, precedido por un buen perro hecho a nuestros hábitos, bajo un cielo de una transparencia sin igual y en medio de esos fugitivos fenómenos de la pampa que los hijos del suelo comprendemos y sentimos, la marcha en esas condiciones es una de las sensaciones más gratas que pueden darse. En España la empresa es más ruda. En primer lugar, la temperatura; he cazado varias veces en las regiones de Avila y Segovia en el mes de Enero, y a pesar del calor natural de la marcha y de todas las precauciones necesarias, el cañón de la escopeta nos helaba las manos. Muchas veces el suelo es pedregoso y os destroza los pies. Otras, como en San Bernardo, cerca de Toledo, la configuración del terreno es de tal manera accidentada, que se necesitan las piernas de acero que tenía nuestro inolvidable Lucio López, uno de los primeros cazadores de mi tierra, para resistir un par de horas. Pero al fin, es la caza, es la aventura, es la lucha, con sus pequeñas mortificaciones, que son recompensas. No olvidaré nunca nuestras largas excursiones, en pleno invierno, en Extremadura, allá por las sierras de Guadalupe, a caza de jabalíes, en tierras de mi amigo el marqués de la Romana.

Teníamos una noche de camino de hierro, luego un día de caballo y por fin empezábamos a trepar los montes, salvajes si los hay, precisamente por las mismas sendas, talladas en la piedra, que se practicaron hace quinientos años, cuando don Pedro el Cruel, rey de Castilla, quiso emprender cacerías en aquellas regiones desconocidas. Ya en América había observado el mismo fenómeno, al subir los contrafuertes de los Andes por los mismos escalones socavados en la piedra por el rudo brazo de los conquistadores: una vez que el español, con su tesón y su ímpetu inicial, ha trazado una ruta, las generaciones pueden sucederse infinitas, todas ellas han de tomar el mismo camino, en tanto que subsiste, pues nadie piensa en mejorarlo ni en conservarlo. Por estas gargantas, ásperas y sombrías como su carácter, subía, pues, don Pedro, camino del Hospicio, donde iba a pasar la noche para ponerse en caza al día siguiente. En el Hospicio dormimos también, vasto y tosco edificio de piedra, elevado sin arte, pero para desafiar los siglos. Los ojeadores, guías, peones y perreros, ocupaban la enorme cocina, que, con su colosal fogón en el centro, era la única pieza habitable de la casa, porque en los cuartos destinados a los señores el frío nos penetraba hasta los huesos. En ella hicimos campamento, pues, en democrática promiscuidad, y envueltos en nuestras mantas, esperamos la aurora para ponernos en movimiento. Nos despertó un ruido infernal, una jauría de perros que llegaba, nada menos que la recova del marqués de la Conquista, el noble anciano descendiente de Pizarro, que, impedido por un achaque de su edad, de tomar parte en la cacería, nos enviaba sus afamados perros, con una carta de un tono de admirable hidalguía, en la que nos pedía que no los economizáramos, porque, cuanto más numerosos fueran los que quedaran en el campo, más se colmarían sus votos de un éxito feliz. Eran ochenta perros de primer orden, hechos al combate, pequeños, fuertes y valientes, que unidos a los cincuenta con que contábamos, nos formaban una jauría de excepcional importancia.

 

La del marqués de la Conquista la dirigía el perrero más afamado de aquellas regiones, un hombre alto, seco como un alambre, vestido de recio cuero de pies a cabeza, con el hablar lento y sentencioso, conociendo todos los perros de la comarca por sus nombres y hazañas y las costumbres del jabalí mejor que las de sus semejantes. Fué él quien me inició en los hábitos, curiosos a veces, del animal que por primera vez iba a combatir. Así, mientras defendía al jabalí de ciertas imputaciones desdorosas, confesaba la malicia y la prepotencia del solitario que, llegado a la venerable edad de cuatro años, en el momento en que los colmillos próximos a retorcerse y hacerse inofensivos, son más temibles, hace vida aparte, aislado siempre, como su nombre lo indica, pero no sin hacerse preceder, tanto en marcha como en el reposo, por un javacho de un año o diez y ocho meses, al que ha aterrorizado hasta el punto de convertirlo en centinela avanzado de su seguridad, llamado a dar el alerta en caso necesario o a sufrir las consecuencias del primer encuentro desagradable. Era tan curiosa la conversación de aquel hombre, tan peregrinas las historias que contaba, que todos, amos y criados, estábamos suspensos de sus labios, al calor del hogar alimentado por enormes troncos de encina. Por fin al amanecer de un día radiante de sol, aunque muy frío en la mañana, nos pusimos en camino. Eramos ocho cazadores y seis escopetas negras. Se da este nombre a los guardas armados que cierran el circuito del ojeo; ocupan los últimos puestos a ambos extremos de la línea para tirar sobre los jabalíes que escapan a los cazadores o ultimar los heridos. Tienen una reputación de tiradores extraordinarios, pero yo creo que la deben a sus escopetas viejas y ordinarias, con el cañón reforzado por cuerdas, composturas y remiendos primitivos por todos lados. Yo les he visto errar con más frecuencia que nosotros mismos.

Llegados al sitio del primer ojeo, nos numeramos y, según la suerte, fuimos ocupando cada uno nuestro puesto, separado del vecino lo menos por trescientos metros. Cerrábamos un valle que se extendía a lo lejos, entre dos montañas. El suelo estaba cubierto de una jara espesa y bravía de más de dos metros de altura. El ojeo abarcaba cerca de una legua de valle: los ojeadores con los perros habían partido en otra dirección al iniciar nuestra marcha. Tardamos cerca de una hora en ocupar nuestros puestos y cuando todos estuvimos colocados, el guarda jefe, que nos mandaba a caballo, hizo un disparo de fusil. Un silencio de muerte reinaba en ese instante en el sombrío valle; las cumbres de los montes vecinos estaban ya bañadas por el sol, cuya luz dorada empezaba a bajar por las laderas. A mí me había tocado una pequeña hondonada; era un buen puesto, porque a mi frente, a cincuenta metros, clareaba por momentos la jara, lo que indicaba que había un sendero por allí, que probablemente tomaría el jabalí acosado. Pero entre ese punto, que era mi campo de tiro probable y yo, corría un arroyo de agua muy clara y muy fría, cuya profundidad ignoraba. Tenía a mi lado al secretario, como llamábamos al peón encargado de llevar, en la marcha, las armas, municiones y vituallas. A las ocho y media de la mañana tomé posesión del puesto que debía ocupar hasta las cuatro de la tarde y los compañeros siguieron adelante. Con gran rapidez y silencioso siempre, según los cánones, mi secretario reunió leña para hacer fuego en el momento necesario, para calentar agua. Me senté, preparé mis armas y esperé. Tartarín se habría mostrado satisfecho de mi arsenal. Tenía una carabina express, austriaca, de dos tiros, de la que el fabricante me había dicho maravillas, mi vieja escopeta calibre 16, cargada a bala, mi revólver, y al cinto, lo que me daba un aspecto feroz, un enorme cuchillo de caza, de hoja ancha y filosa, que ya había hecho jugar en la vaina, con cierto aire de d'Artagnan antes de un duelo.

Me había provisto de un libro, sabiendo de antemano las largas horas de la espera, pero estaba tan nervioso y excitado, tan penetrado por aquella naturaleza salvaje y tan empoigné por la rudeza de la caza, que no lo abrí un momento. Cuando sonó el tiro de señal, me puse de pie precipitadamente y empuñé con decisión mi carabina. Al poco tiempo empezamos a oir a lo lejos, como un eco, el ladrar de los perros, que se fué acentuando, luego disminuyendo, hasta no oirse sino el aullar penetrante, como quejumbroso, de un solo perro. "Es el latido de Juanicho, me dijo casi al oído el secretario. Ha olido algo". Juanicho era la perla de la recova del marqués de la Conquista. A los veinte minutos, por entre la jara, a nuestro frente, silenciosos ahora, pero husmeando con tesón, llegaron cuatro o cinco perros. Se cruzaban, se detenían, levantaban la cabeza como para aspirar aire fresco y de nuevo seguían rastreando. Llegaron hasta nosotros, los acariciamos un instante en silencio y volvieron a desandar el camino hecho, jadeantes y tenaces; de nuevo la calma silenciosa volvió a reinar; volví a sentarme, pero a cada movimiento de un arbusto, a cada ondulación de la jara, saltaba sobre mis pies. Mi secretario, más habituado que yo, sin embargo, saltaba también, e instintivamente llevaba la mano a su cuchillo, su única arma. Por fin, después de dos horas de espera, oímos una algarabía muy lejos; pronto cesó, los perros estaban despistados. Pero a mi frente la jara se movía de un modo casi imperceptible. Mi secretario me tocó suavemente el hombro y me alcanzó municiones, como si mis armas no estuvieran cargadas. Tendiendo la vista anhelante, ví a unos cincuenta metros y cruzando diagonalmente frente a mí, un jabalí que al trote se deslizaba cauteloso entre la jara. Yo sabía que debía esperar a que pasara por el punto más próximo. La ví bien; era una jabalina regordeta, no muy grande. Por un esfuerzo de voluntad conseguí no hacer fuego, siguiendo con el cañón de mi carabina la marcha del animal; pero en ese momento sonaron varios tiros a mi derecha e izquierda. Sin duda la banda de que formaba parte mi jabalina se habría dispersado y puesto a tiro de mis compañeros. Mi animal se detuvo, agachó la cabeza y dió vuelta como para alejarse; en ese momento tiré. La jabalina continuó su trote, que no interrumpió el segundo tiro y se perdió entre la espesa jara. Eché a un lado la carabina con cólera; yo no soy un gran tirador, ni mucho menos; pero no dar en aquel blanco, a cincuenta metros, era demasiado. Abandoné, pues, la carabina y todas sus faramallas y tomé mi vieja escopeta, compañera tranquila y segura de cinco años de campaña.

Un momento después se dejó oir gran aullar de perros en la altura que tenía frente a mí y antes de que nos diéramos cuenta, un jabalí enorme, un solitario, bajó a escape la cuesta y se detuvo jadeante, prestando el oído a los perros que se acercaban, a treinta o cuarenta metros de mí, al otro lado del arroyo. Apunté con toda la calma posible e hice fuego; el jabalí se levantó casi en sus dos patas traseras, se sacudió todo y como los perros bajaban ya, frenéticos, dió dos pasos y se espaldó en el tronco de un árbol para hacerles frente. Cuando los perros estaban ya casi encima de él, le hice mi segundo tiro, que debió darle, porque de nuevo se sacudió todo, pero no cayó. "Juanicho, señor, Juanicho a la cabeza!" me decía entusiasmado el secretario, señalándome un perrillo pequeño, ensangrentado, bravo como las armas, que del primer salto se había prendido a la oreja del jabalí que lo sacudía en el aire, mientras a colmillo limpio se defendía de los otros perros. Uno de éstos (eran cinco o seis) yacía ya con el vientre abierto y otro malherido se retiraba del combate gimiendo. Sin darme cuenta, sin atinar a cargar de nuevo la escopeta, como si el jabalí se me fuera a volar, tiré el arma, saqué el cuchillo y a escape llegué al arroyo, me metí dentro con el agua a la cintura y fría como el demonio y llegué hasta el animal que se defendía desesperadamente. "Por detrás, señorito, por detrás!", me gritaba el secretario desde el medio del arroyo. Pero yo no le oía; a gritos y puntapiés trataba de alejar los perros, que temía sucumbieran todos, incluso Juanicho, si soltaba la oreja. Al verme, el jabalí pretendió hacerme frente pero estaba muy malherido y los perros le acosaban. Por fin, ganándole el lado, conseguí meterle hasta el cabo el cuchillo en el codillo. Cayó como una masa; pero Juanicho no soltaba, a pesar de los esfuerzos del secretario por arrancarlo. Me decidí entonces a cortar la oreja del jabalí y sólo cuando se encontró con un pedazo de cuero inerte entre los dientes, que no hacía resistencia, Juanicho soltó la presa. Lo llevamos al arroyo y lo lavamos, así como a los otros perros heridos, y echando una mirada de cariño a los dos muertos en la lucha, arrastramos al jabalí hasta la orilla del curso de agua. A los tiros, y gritos, llegó el capitán (guarda-jefe); el secretario le narró el combate mientras echaba pie a tierra. Me saludó y diciéndome: "los derechos del capitán!" convirtió al jabalí en émulo del más desgraciado de los amantes de la Edad Media. No ví otro jabalí ese día; pero cuando a la noche, en la gran cocina, llamamos al perrero del marqués de la Conquista para charlar de la jornada, éste se avanzó con las manos y la cara destrozadas por las espinas de la jara y nos dijo que habíamos perdido catorce perros, diez del marqués y cuatro nuestros. Luego se adelantó hacia mí y sacándose el sombrero, me dijo con cierta alteración en la voz: "Pero nada se ha perdido, porque el señorito ha salvado a Juanicho. Dios se lo pagará!"

9Nietzsche: "Le crépuscule des idoles", traducción de Albert, pág. 172.

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