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Juvenilla; Prosa ligera

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Sarmiento en París

Salgo del taller de Rodin; la figura de Sarmiento va tomando vida y forma. El soberbio viejo, que fué uno de los raros cultos individuales de mi vida, me llena el espíritu; su memoria suscita la de tantos otros seres queridos que la ola nos ha arrebatado, sin darles tiempo, como a él, de cumplir la misión que sus cerebros luminosos y sus almas levantadas les marcaban en la tierra… Decididamente, es bueno que por algún tiempo deje de andar entre tumbas; bastan para echar sombras persistentes sobre mi alma los diarios de la patria, que día a día me traen la noticia de que uno más ha entrado al reposo eterno. Es el lado negro de la espera del turno.

De vuelta, me echo a vagar por las calles de este París que entra a su vida normal, pasado el síncope20 y de nuevo Sarmiento surge en mi memoria, como si su personalidad absorbente saltara de la tumba para imponerse a los vivos, como en tiempo de la acción, por el vituperio o el entusiasmo, por el cariño o el odio.

Y pienso que hace cincuenta años, justo medio siglo, él también recorrió estas calles, allá en el mes de Octubre de 1846. Tenía ya más de treinta años, había publicado el Facundo, y hecho la campaña periodística de Chile que, por el vigor, la originalidad y la luz intensa que proyectó, no sólo sobre las cuestiones de su tiempo, sino sobre el porvenir y la ruta de salvación del mundo americano, no tiene rival en los fastos de ningún país. Al fin pudo realizar un sueño de su vida, y en 1845 se embarcó en Valparaíso para Europa, a completar sus estudios sobre educación popular y, sobre todo, para ver, con los ojos de su cuerpo, lo que los ojos de su espíritu habían admirado, la tradición, el arte, la cultura de este viejo mundo.

Vosotros, los que tenéis en vuestras bibliotecas sin vida, los ocho o diez tomos publicados de las obras de Sarmiento21, haced un esfuerzo sobre vuestro horror de la letra de molde y abrid, por cinco minutos, el volumen de Viajes. Y vosotros, jóvenes, los que os quejáis dolientes de que no hay atmósfera intelectual en nuestro país, hacedla revivir, volviendo a las fuentes puras e incomparables del pasado. Leed esos Libros admirables, escritos hace más de medio siglo y que, como las telas de los grandes maestros, conservan en sus líneas y en su color una frescura jamás igualada en el correr de los tiempos. Declaro que no conozco, en prosa castellana, ni aun en los grandes modelos del género, páginas comparables a algunas de las de Sarmiento en sus Viajes, al retrato de don Domingo de Oro, en sus Recuerdos de Provincia, o a esa armonía profunda con que el genio del escritor acaricia la memoria de la madre. Leed, leed esos libros, jóvenes, y veréis con qué orgullo sentiréis el alma de vuestra raza palpitar en sus páginas. Son libros genuinamente nuestros, que no han podido ser escritos en otra parte y que constituyen, hoy por hoy, la nota más clara y luminosa para ayudarnos a comprender la gestación caótica de nuestra nacionalidad. No os hablo de moral, no os hablo de patriotismo, no os hablo de que esa lectura pueda determinaros a ser pequeños Sarmientos, en lo que, por otra parte, no perderíais nada ni vosotros ni el país: os hablo de arte, os hablo de la única manera posible de resucitar entre nosotros esa atmósfera intelectual por la que lloráis; os invito a entrar a esos libros, como empujo a todos los jóvenes argentinos que hay en París, a ir al Louvre, al Colegio de Francia o a la Facultad de Letras, para que se den cuenta que hay otras cosas en el mundo que el oficio de abogado, la chicana política, la operación de bolsa o el casamiento ventajoso…

I

Sarmiento se embarca, pues, sobre la Enriqueta, uno de esos barcos de vela que fueron el martirio de nuestros padres y que deben haber sacado de quicio y arrancado a su compostura colonial, hasta a las personas más graves de nuestra revolución; sólo concibo, después de diez días de calma chicha y treinta de frejoles secos, igual, solemne, acompasado, abrochado y manteniendo su actitud con dignidad, por si los pescados le miran, a don Bernardino Rivadavia…

Sarmiento descubre, al pasar, la isla de Robinson, que describe en páginas inimitables, dobla el cabo de Hornos y, por fin, en medio de una tormenta deshecha, entra en aguas del Río de la Plata y desembarca en Montevideo. La descripción de lo que allí ve, hecha con un brío y un color incomparables, salpicada de retratos que en tres líneas dibujan una página para la posteridad, es lo único que tenemos de real, de vívido, sobre esos días de honor de nuestra historia. Un libro sobre el Sitio, hecho, no al frío resplandor de los documentos oficiales, sino iluminado por la vibración del recuerdo, con toda la pasión viril y generosa de la causa que se defendía, eso es lo que Lucio V. López, poco antes de morir, pedía a su padre, nuestro ilustre historiador, eso es lo que todos nosotros hemos pedido y pedimos al general Mitre, en vez de la labor mecánica a que ha dedicado sus últimos años de vigor intelectual.

Sarmiento pasa rápidamente por Montevideo, pero su sensación es tan fuerte y tan intensa, que creo difícilmente que ningún libro del futuro nos dé, con igual verdad, la impresión real del cuadro. Hoy que nuestro país ha entrado definitivamente en la ruta banal de la marcha de las sociedades modernas, para las que los problemas vitales de hace cincuenta años se han convertido en axiomas de archivo, que no se discuten, ese sitio de Montevideo, con sus antecedentes y sus consecuencias, toma cierto carácter de novela romántica que nadie lee ya, que se recuerda en uno que otro texto de literatura, pero cuyo estudio, como el de los poemas clásicos, tiene poca o ninguna utilidad a los ojos de los que sólo ven, como signos positivos de la grandeza de un pueblo, sus estadísticas de aduana y el kilometraje de sus caminos de hierro. Ese escepticismo, esa sonrisa despreciativa para el recuerdo de los días de mayor sufrimiento y de mayor pureza moral de nuestro pueblo, han permitido, han sugerido ya la publicación de libros, cuya buena fe no salva que sean una injuria para la memoria de los que dieron o su vida o su juventud y su felicidad en holocausto a su país.

Los que hemos nacido en los últimos años de ese asedio inmortal, bajo la bandera y en las cuadras casi de esa legión argentina que el plomo enemigo acabó por reducir a un puñado de hombres, hemos oído a nuestras madres, a los viejos servidores de la familia, durante los años de la infancia, las narraciones heroicas de aquellos días. ¡Qué desprecio por la vida! ¡Qué connaturalización con aquella atmósfera de fuego, dentro de la que se jugaba el porvenir de un pueblo, y más de cerca, no ya la existencia, sino el honor de madres, hijas, mujeres y hermanas!.. Podéis sonreir del épico momento, escépticos satisfechos que gozáis hoy, en la plena obesidad de vuestra atrofia moral, de la fortuna territorial amasada por vuestros padres a favor del acatamiento y la adulación del bárbaro sangriento que los nuestros combatían! Podéis sonreir, que nadie ni nada borrará de nuestro corazón ni de nuestro nombre el sello de nobleza de ese abolengo…

Sarmiento venía de Chile, a donde los últimos rebotes de la ola de barbarie que asolaba al pueblo argentino, le habían arrojado por sobre los Andes. Su acción intelectual de Chile la volvía a encontrar en Montevideo, pero candente y desesperada, como el jadear de los pechos en la trinchera perenne. ¿Cómo aquel apretón de manos que dió entonces a Mitre, a Gutiérrez, a Mármol, a Alsina, a Cané, no hizo sagrados, para la vida entera, a esos hombres entre sí? ¿Cómo, más tarde, la política pudo dividirlos y arrojarlos a campos opuestos?..

Al pisar la cubierta del barco que le llevaba a Río de Janeiro, en rumbo a Europa, Sarmiento debió sacudir su poderosa cabeza, como para disipar el mal sueño y preparar su espíritu a la esperanza. La bahía de Río, la estupenda aparición de la región tropical, le inspiran páginas, entre otras aquella en que pinta la esclavatura y el canto de caridad con que los miserables se sostienen y se alientan en su faena, como quisiera que de tiempo en tiempo se escribieran en nuestra lengua. ¡Qué variedad de tonos en esa paleta admirable! Todos los que en nuestra tierra leéis, conocéis el estilo general de Sarmiento, ese ímpetu un tanto desordenado, aquel atropellarse de las ideas, que se quitan el sitio unas a otras para llegar primero, aquellas indicaciones bien vagas a veces, que nos obligaban, a Del Valle y a mí, a ir metiendo en las frases los verbos ausentes22. Todos recordáis el látigo iracundo de la polémica, el apóstrofe que aplastaba a un hombre o a una camarilla para toda la siega, como también el movimiento majestuoso de su verbo, cuando, en vuelo soberano, postrándose ante la bandera, su espíritu invocaba la bendición divina sobre su pueblo. Pues bien, leed la página sobre la poesía, que le inspira su encuentro con Mármol y la lectura que el poeta proscripto le hace de sus cantos del Peregrino, y veréis la inagotable fecundidad de esa paleta, de la que el artista arranca, al pasar y sin esfuerzo, todos los tonos, todos los colores para reflejar el mar y los cielos, la tierra y el alma.

 

Allí se topa también con el pardejón Rivera, el teniente de Artigas, el teniente de los portugueses, el teniente de Lavalleja, el teniente de todas las causas, buenas y malas, por las que se derramaba sangre en las orillas del Uruguay. ¡Qué delicioso tipo de imbécil, guarango, soez y bruto, de gaucho pretencioso! Nada comparable a aquella comida en la que, delante del ministro francés y otras personas cultas, Rivera cuenta, muy suelto de cuerpo, que don Pedro I del Brasil le quiso casar con su hija doña María da Gloria, pero que él se había resistido. Sarmiento le toma el pelo en el acto y deplora que haya desdeñado de ese modo la corona de Portugal! ¡Don Frutos I, rey de los Algarbes!.. Allí en mi juventud, con Ricardo Gutiérrez, que acaba de terminar su misión de luz y caridad sobre la tierra, estuvimos a punto de persuadir a uno de nuestros compatriotas, otra cuerda que Rivera, pero también tipo genuino del país, que la impresión que había producido, en un teatro, a una reina, entonces joven, le abría el acceso a un trono de Europa, pequeño, pero confortable…

II

Al fin pisa Sarmiento tierra de Europa, remonta el Sena y por Rouen, gana París.

La carta que de allí escribe es dirigida a don Antonio Aberastain, aquel mártir del Pocito, una de las últimas víctimas de la barbarie argentina. Siendo yo niño aun, recuerdo haber visto a mi padre, con las lágrimas en los ojos y presa de una indignación profunda, dictar uno de sus artículos más enérgicos sobre aquel asesinato. – "¡Pobre Buey! repetía mi padre a la noticia de la catástrofe: ¡el hombre más puro y más sano que he conocido!" Ese apodo había sido dado a Aberastain en el colegio (se había educado en Buenos Aires) por su corpulencia obesa, pesada y la indiferencia tranquila con que miraba todo. Algunos años más tarde entraba yo al Colegio Nacional y tenía por condiscípulo en mi clase al hijo del mártir; era idéntico al retrato que de su padre había oído al mío, y pronto el apodo paterno le distinguió entre nosotros. Pedro Goyena, que empezaba, a los veinte años, a dictarnos una clase de filosofía, descubrió en el Buey una inteligencia de una claridad extraordinaria, pero de una lentitud curiosa para ponerse en movimiento. El joven Aberastain fué una de las primeras víctimas del cólera entre nosotros. Cuando tuve el honor de ser compañero de Sarmiento en el Consejo General de Educación de la provincia de Buenos Aires, le hablé un día de mi joven condiscípulo, tan prematuramente arrebatado a la vida; su fisonomía se cubrió de una tristeza profunda y sin duda pensando en el amigo de los días amargos, pensaba también en su hijo único y querido, que había dado su vida a la patria, privándole a él del bastón de su vejez…

La primera impresión de París que Sarmiento comunica a Aberastain es característica; como el joven que llega a Edimburgo o a Verona, cree ver por todas partes a María Estuardo o a Romeo y Julieta, la generación de Sarmiento sólo veía a París a través de los Misterios de Eugenio Sue. La influencia del romanticismo francés había penetrado y conquistado los espíritus americanos, con más fuerza, ayudada por la imaginación, que treinta años antes los enciclopedistas. A mis ojos, esa influencia no pudo ser más perjudicial para el porvenir de las letras argentinas. La lucha constante y la excitación intelectual que traía habían producido un núcleo de escritores que, librados tal vez a su propia inspiración, habrían reflejado en sus libros el ambiente, el color, el sabor de nuestra tierra y habrían dejado una base inconmovible a nuestra literatura nacional. Pero Byron, Hugo, Lamartine, en la poesía; Dumas, Hugo, Sue, Féval, en el teatro y la novela, se apoderaron de tal manera de la inteligencia argentina, que, desdeñando o pasando al lado sin verla, la fuente viva y fecunda del suelo y la sociedad natal, los jóvenes que manejaban una pluma, se limitaban a copiar los poemas y reflejar el ideal de los románticos en boga, como los poetas de la revolución habían imitado, en sus odas de pesado vuelo, el modelo de los poetas españoles de la decadencia. Echeverría (salvo en algunos y no muchos momentos de la Cautiva), Mármol, Gutiérrez, Domínguez (los de Rivera Indarte no eran versos, ni cosa que se les pareciera) seguían el movimiento de la lira francesa. Mitre traducía el Ruy Blas de Hugo, que cincuenta años más tarde publicaba con su valor habitual: V. F. López, lleno de Walter Scott, escribía la Novia del Hereje, en vez de dar forma a los cuadros de la Revolución, que concebía ya bajo el molde de la novela; mi padre, a quien la naturaleza había dotado de un gusto artístico exquisito y de un estilo de una galanura inimitable, doblemente impregnado por el romanticismo francés y el wertherismo italiano, a lo Ugo Fóscolo, fúnebre y sentimental, escribía su bluette de Esther o imitaba, en la Noche de boda, las más románticas concepciones de la época. Sólo dos hombres escaparon a esa influencia y, conservando su personalidad propia, buscaron en el suelo patrio la fuente de su inspiración: Sarmiento, por ímpetu interno y porque vivía, respiraba y soñaba dentro de un ideal exclusivamente americano, y Ascasubi, porque ignoraba la existencia del movimiento intelectual europeo; sintiendo como un gaucho y sabiendo hablar como él, nos dejó en sus cantos, en forma imperecedera, la nota moral de las masas argentinas de entonces…

¿Pero qué queréis? En Chile, en Montevideo, en Buenos Aires mismo, allá en los últimos rincones donde se leía aún, el Churriador, la Lechuza, Rodolfo y Flor de María, eran tan populares como un momento lo fueron en Francia los héroes de Madame Cottin o en Inglaterra Lovelace y Clarisse Harlowe. Por eso Sarmiento, frescamente desembarcado en París, da noticia de Tortillard, Brazo-Rojo y la Rigoleta, sintiendo que, por los barrios donde Rodolfo daba aquellos puñetazos fenomenales, se haya "abierto por medio de la Cité, una magnífica calle que atraviesa desde el Palacio de Justicia hasta la plaza de Nuestra Señora, iluminada a gas y bordada de estas tiendas de París, envueltas en cristales como gasas transparentes, graciosas y coquetas como una novia".

Luego se echa a vagar, a flaner, como él dice, deteniéndose extasiado ante esta palabra que ninguna otra lengua posee y que tan bien expresa ese dulce abandono del cuerpo y del espíritu, flotando entre los mil atractivos que lo solicitan al pasar. "Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy, sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los boulevares". Siento consignar este detalle, ¡oh jóvenes snobs de todas nacionalidades, inclusa y especialmente la nuestra, que llegáis a París como si hubiérais visto la luz en la ciudad ideal de todas las perfecciones y encontráis todo común, vulgar, chato y despreciable! Siento daros ese mal rato: Sarmiento se quedaba "con un palmo de boca, contemplando la Maison Dorée, el Café Cardinal o los Baños Chinescos". ¿Pero es un mal rato, en verdad, para los snobs, esa reminiscencia? Para ellos, Sarmiento no figura, acaso, entre esas cosas vulgares, chatas e indignas de atención? Por mi parte, tengo mi juicio hecho bien pronto, a favor de esa piedra de toque invariable: joven que, llegado a París, le juega indiferencia, no se admira de nada y hasta mete pullitas compadres al compañero que, como Sarmiento, se queda lelo: imbécil.

Sarmiento, vagando en las calles, se pierde a cada momento y es de ver la admiración profunda que le causa la hospitalaria cultura del pueblo francés, la solícita atención con que el primer viandante le pone en el buen camino, le acompaña si es necesario, corre tras él si de nuevo toma una calle que no va – y todo dentro de esas fórmulas exquisitas de: Ayez la complaisance… Soyez assez bon… que son la menuda moneda de la urbanidad de esta gente. Hoy mismo pasa el mismo fenómeno, y en todo tiempo los viajeros que han recorrido la Francia han consignado igual impresión. Pero a la verdad, fuera de que en Alemania o en Inglaterra cualquier pasante os pone en el buen camino (sólo entre nosotros se suele encontrar al chusco que endereza al extranjero camino del Once, cuando quiere ir al Retiro) ¿esa hospitalidad, en Francia, se encuentra también de puertas adentro? Sarmiento mismo, si la hubiera buscado ¿habría encontrado en París una acogida del género de la que recibió Gotinga, en aquel sereno centro intelectual, perdido en el fondo de la Alemania y al que no parecían llegar las brisas del mundo? Cuando un inglés os recibe en su casa, veis en su cara, sentís en la atmósfera de su hogar, que aquel accueil es sincero, completo y sin límites. Un francés os recibe sonriendo, os presenta sonriendo a su familia, que sonríe toda, os da muy bien de comer, en un comedor abrigado, os brinda buenos vinos y malos cigarros y os despide sonriendo siempre, hasta la vista. Para volver, necesitáis una nueva invitación, que reanude, por así decir, la relación. Algunos prefieren el sistema inglés, los que creen que la humanidad puede ser sincera en algunos momentos y aman verla bajo ese aspecto; otros, que creen saber a qué atenerse, piensan que todo lo que debe y puede exigirse a los hombres, es la cultura externa, y se dan por satisfechos con la sonrisa francesa, que no exige en cambio sino otro pliegue de labios y que pone a todo el mundo cómodo. Entre nosotros, el problema se ha resuelto por lo hondo: no se abre la puerta, no se recibe a nadie: la señora no está!!

III

Haciendo Sarmiento la enumeración de todos los atractivos que ofrece París para el pensador, el literato, el petimetre, el gastrónomo, el artista, etcétera, habla de un tal Leverrier, que "anda persiguiendo en los espacios celestes y llamando a todos los astrónomos que se aposten en tales o cuales lugares que él señala, para cogerlo al paso a un planeta que el dice que hay en el cielo, porque debe haberlo, por requerirlo así una demostración de las matemáticas". Neptuno estaba, en efecto, en el punto del cielo fijado por la genial penetración de Leverrier y encuentro admirable esa robusta fe en la ciencia y la razón, por parte de un joven americano, como Sarmiento, sobre el que no hace mella la burlona incredulidad del París de entonces.

Otra de las miradas penetrantes de Sarmiento, en ese momento, atraviesa el caos de la situación social y política de la Europa. "En medio de la gendarmería de las ideas dominantes, – escribe – oficiales, moderadas, ve usted moverse figuras nuevas, desconocidas, pensamientos que tienen el aspecto de bandidos, escapados al bagne, al presidio en que los han confundido con los criminales de hecho, ellos que no son más que revolucionarios". Más tarde, en Italia, su visión se completará y poco le faltará para predecir el trastorno profundo que, un año después iba a sacudir la Europa entera y abrir las puertas, por decir así, a las verdaderas corrientes modernas. La revolución de 1848 estalló en París y repercutió en Berlín, Viena, la Europa entera, cuando Sarmiento estaba ya de regreso en Chile. Esta noticia debe haberle producido el mayor júbilo de su vida, porque había regresado de Europa con la convicción de que mientras imperaran como ideas dirigentes los residuos de la Santa-Alianza o el impuro y estrecho burguesismo de Luis Felipe, no habría esperanza de regeneración para el mundo americano.

Al pasar, Sarmiento da cuenta de que también ha desaparecido, como las tabernas de la Cité, otra fisonomía del pensamiento francés, el eclectismo, que "ha muerto de muerte natural, como todas las cosas caducas que no están fundadas en la verdad". Para Sarmiento, que veía las cosas de arriba y que no iba a buscar en los programas universitarios cuál era la corriente de ideas imperante, el eclectismo, la pomada de M. Cousin, había realmente muerto. Sin embargo, en esos meses, Jacques y Simón trabajaban en el manual que debía ser, hasta poco antes del 70, el libro clásico de la enseñanza filosófica. Si en vez de perder su tiempo en visitas inútiles y empresas inspiradas por el más puro patriotismo, algún amigo hubiera llevado a Sarmiento a la bohardilla donde trabajaba Augusto Comte ¡qué admirable retrato tendríamos del ilustre pensador y con qué claridad Sarmiento habría valorado la influencia de su doctrina sobre el desenvolvimiento de la ciencia! ¡Cómo habría reído también, dentro de su barba, él, profundamente liberal, pero profundamente práctico también, si Comte le hubiera comunicado su visión de una sociedad organizada sobre los principios de su política! Después de la tiranía bestial de un Rosas, nada ha detestado más Sarmiento en su vida que el jacobinismo en todas sus formas…

 

Pero helo ya hecho un parisiense; un amigo, que no debía de ser lerdo, le da de entrada una lección de vida práctica, de gran valor para él. "No bien hubimos llegado, dice, llevóme a los Frères Provençaux, donde cenamos ambos por 60 francos; al día siguiente, por 30, almorzamos en el café de París; en un restaurant comimos por 10, en un pasaje; al día siguiente, fuimos a almorzar por 3 y a comer por 32 sueldos al Passage Choiseul; últimamente a una abominable pocilga, detrás de la Magdalena, decorada con el nombre de Hotel Inglés, donde se sirve carne cruda de procedencia más que sospechosa, porotos duros y cerveza infame, todo por un franco, para regalo de los que quieren salvar el honor de la bolsa, afectando anglomanía. Había, pues, en tres días, recorrido los siete escalones de la vida parisiense y conocido el camino que va de la opulencia a la escasez, haciéndome mi mentor este curso para precaverme de todo accidente. Lá-dessus, podía permanecer tranquilo; en una crisis financiera, conocía ya el camino del soi-disant Hotel Inglés".

He quedado pensativo después de este párrafo. ¡Cómo sería aquel Hotel Inglés, para haber hecho esa impresión sobre un estómago como el de Sarmiento! Para darse una idea de la indiferencia absoluta con que acometió – y eso hasta en su vejez – cualquier plato que se le ponía por delante, y de la conciencia de su valor en esas refriegas, no puedo resistir a la tentación de transcribir este delicioso cuadro. Sarmiento viaja en Africa y es agasajado por un jefe árabe bajo la tienda. En una postura incómoda, que él trampea un poco, a pesar de su origen árabe, levantando una rodilla a la altura de la cara, esperaba a pie firme la diffa, el banquete obligado. Pero oigámosle:

"La diffa se anunció al fin; precedíala un plato de madera lleno de tortas fritas, colocadas simétricamente para dar lugar y apoyo a una docena de huevos durísimos que formaban una pirámide hacia el centro. Un árabe se lavó sólo la punta de los dedos en una sucia y abollada vasija de cobre, en la cual se nos sirvió en seguida agua para beber, más tarde leche de oveja, y luego agua de huevo. A cada ronda que la malhadada vasija hacía, seguíanla mis ojos de mano en mano para llevar cuenta de los puntos del borde donde los árabes ponían sus labios. ¡Esfuerzo inútil! Al fin descubrí una abolladura inaccesible que me reservé desde entonces para mi uso personal. El árabe que se había lavado dos dedos lo suficiente para alcanzarse a discernir de lejos la costa firme que descubría la parte virgen de la mano, me descascaró dos huevos que engullí casi enteros, a fin de que pasase cuanto antes aquel cáliz de mi boca."

"Tenga Vd. paciencia, mi querido amigo, ya ve que cumplo con la promesa que a petición suya le hice de describirle las costumbres árabes. Las tortillas fritas vinieron en seguida, y aunque crasas y espirituosas en fuerza de lo rancio de la mantequilla, yo sostuve como un héroe mi posición, sin pestañear, sin titubear un momento, sin echar mano siquiera de uno de tantos subterfugios y engañifas de que en iguales casos se habría servido un gastrónomo vulgar. Más hice todavía. Habiéndome revelado algunos que aquel lago fangoso que se divisaba en el fondo del plato y que yo había respetado, tomándolo por sebuno depósito de la fritanga, era miel de abejas, descendí hasta él con los pedazos de las tortillas, alzando una buena porción en cada revuelco. Hasta aquí todo marchaba en el mejor orden; pero aún faltaba lo más peliagudo de la empresa, y nada se había hecho, si no lograba hacer pasar el cuscussú, verdadero quis vel quid, para estómagos europeos, de la regalada gastronomía del desierto. Es el cuscussú una arenilla confeccionada a mano, hecha con harina frita sin sal y anegada después en leche. Confieso que cuando se presentó el enorme plato que lo contenía, el cuerpo me temblaba de pies a cabeza, no obstante que nunca he tenido miedo a manjar ninguno; un sudor helado corría por mis sienes, y el estómago, no que el corazón, me latía cual gime el niño a quien el pedagogo manda al rincón. Lo peor del caso era que yo debía principiar, como el héroe de la fiesta, sin lo cual nadie era osado de hundir su cuchara de palo en la movible arena farinácea. Repentinamente, como el que al bañarse en el mar se precipita de cabeza después de haber vacilado largo tiempo, presintiendo la impresión del frío, yo enterré mi cuchara hasta el mango, y sacándola llena de cuscussú y leche la sepulté en la boca. Lo que pasó dentro de mí en ese momento resiste a toda descripción. Cuando abrí los ojos, me pareció hallarme en un mundo nuevo; todos mis tendones contraídos por el sublime esfuerzo de voluntad que acababa de hacer, se fueron estirando poco a poco, y dispersándose con la alegría de soldados que abandonan la formación después de disipada la alarma, hija de alguna noticia falsa. De todo ello he concluído que, o el cuscussú no es abominablemente ingrato; o que Dios es grande y sus obras maravillosas; o, en fin, que no se ha inventado todavía el potaje que me ha de hacer volver la cara."

IV

Un momento, Sarmiento se había halagado con la idea de que la fuerza de la oposición contra el ministerio Guizot, encabezada por M. Thiers y uno de cuyos tópicos más formidables de ataque era la cuestión del Río de la Plata, empujaría al gobierno francés a tomar una actitud enérgica no sólo en nombre de la civilización y la humanidad, sino también de la dignidad de la Francia. Para dar una idea de la indiferencia pública respecto a los asuntos argentinos, indiferencia que reflejaba con mayor vigor aún en las esferas del gobierno, Sarmiento recuerda el folletín, que era el corte periodístico literario a la moda, que acababa de escribir León Gozlan, anunciando el establecimiento de una casa donde todos los agitados de la política, de las artes, de las letras y de la finanza, encontrarían, tarifadas, las horas de sueño necesarias para reparar sus insomnios caseros. Por el momento, la receta era hacer leer, en voz alta y entre bostezos, por un empleado de la casa "noticias del Río… de… ¡aah!.. la… Plata! el Ge… ne… ral ¡aah!.. Madari… aga ha derro… ta… do…!" El remedio era infalible y todo el mundo dormía a los cinco minutos. "Ese es el lugar que en la opinión pública ocupan nuestros asuntos del Río de la Plata", agrega Sarmiento.

Ya don Florencio Varela, a pesar de la acogida personalmente simpática que recibió de altas notabilidades francesas, había hecho la misma triste experiencia, y antes que él, Rivadavia y don Valentín Gómez, como después de todos ellos cuantos han tenido por su desgracia que ocuparse de las relaciones de nuestro país con esta Francia fantástica, que ardía de entusiasmo por los griegos sometidos a la dominación, en el fondo mansa, de los turcos, y consideraba a Rosas como un gobierno conservador, estable y progresista. Lamartine, recuerda Sarmiento, preguntaba a Varela qué idioma hablábamos, y un periodista pedía al mismo Sarmiento pormenores sobre nuestras luchas con los mahometanos. Medio siglo más tarde, un ministro de negocios extranjeros de una monarquía europea, me preguntaba a mí si era cierto que la República Argentina pensaba, con el Salvador, Guatemala, Honduras, etc., formar un solo Estado… Hay que habituarse a estas cosas, trabajar en silencio y orden, hasta que nuestro país se levante tan alto sobre la línea del horizonte, que la distancia, como a los cuerpos celestes, no impida verlo y admirarlo. Si no me es permitido llevar, como Sarmiento, piedras ciclópeas para la fundación, llevemos cada uno nuestro grano de arena; nuestros hijos harán el resto, como nosotros hemos tratado de completar honradamente la obra de nuestros padres…

Sarmiento no se desanima, como no se desanimó jamás, por ese estado de la opinión y emprende su patriótica cruzada. Su primer choque es con M. Dessage, jefe del departamento político del Ministerio del Interior y brazo derecho de M. Guizot. Sarmiento le explica: "Entre nosotros hay dos partidos, los hombres civilizados y las masas semibárbaras. – El partido moderado, me corrige M. Dessage, esto es, el partido moderado que apoya a Luis Felipe, el mismo que apoya a Rosas. – No, señor, son campesinos que llamamos gauchos. – ¡Ah! los propietarios, la petite propriété, la burguesía… – Los hombres que aman las instituciones, continúo… – La oposición, me rectifica el ojo y el oído de M. Guizot, la oposición francesa y la oposición a Rosas de esos que pretenden instituciones! Me esfuerzo en hacerle entender algo, pero imposible! Es griego para él todo lo que hablo. En resumen, para ellos: Rosas igual Luis Felipe. La mazorca=el partido moderado. – Los gauchos==la petite propriété. – Los unitarios=la oposición. – Paz, Varela, etc.==Thiers, Rollín, Odilon-Barrot."

20Estas líneas fueron escritas pocos días después de la visita, a París, hecha por el tzar de Rusia.
21Son hoy (Enero 1908) 51 y no contienen una página que no haya sido escrita por Sarmiento; hay muy poco inédito, porque para Sarmiento, escribir era obrar. Así, en esa publicación, en la que, como se debía, se nos ha dado "todo" lo que en vida publicó ese espíritu extraordinario, no se encuentra, como en los "escritos póstumos" de Alberdi, una sola línea que produzca la impresión dolorosa de una profanación.
22Cuando corregíamos en el «Nacional» las pruebas de los artículos de Sarmiento.

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