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Juvenilla; Prosa ligera

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RECORDANDO

Mi estreno diplomático

Los azares de la vida diplomática me han llevado desde las capitales más recónditas de la América Meridional hasta las cortes más brillantes de Europa. En los apuntes de viaje que he publicado, algo he contado de mi vida en las primeras; pero razones de un orden especial, relacionadas no sólo con mi posición oficial en esa época, sino también con hombres, que por entonces ocupaban otras quizás más elevadas, en sus respectivos países, me han impedido contar, como me gusta hacerlo, con la pluma suelta y el espíritu benevolente, pero libre, algunas escenas características, en las que era actor obligado y observador forzoso. Ocúrreseme hoy, tras largos años pasados, recordar cómo he sido recibido, en mi carácter diplomático, por los diferentes gobiernos ante los cuales fuí acreditado.

Habría deseado contar, pues, por su orden, cómo fuí recibido en Venezuela, siendo presidente el general Guzmán Blanco; en Colombia, siendo presidente el doctor Rafael Núñez; en Alemania, reinando el emperador Guillermo I; en Austria-Hungría, por el emperador Francisco José; en Sajonia, por el rey Alberto; en España, por la reina regente María Cristina; en Suecia, por el rey Oscar; en Francia, por el presidente Faure, y en Bélgica, por el rey Leopoldo II16. Como se ve, había para todos los gustos, desde la sencillez republicana hasta la pompa monárquica. Algo tal vez hubiera sido más interesante que ese tema: la pintura de los diversos cuerpos diplomáticos de que me ha tocado en suerte formar parte. Pero, además de que en el curso de aquellas páginas se habrían ido acumulando rasgos y anécdotas suficientes para caracterizar a esas amables y monótonas colectividades, quizá me hubiera repetido, porque nada he visto más parecido en el mundo que un cuerpo diplomático a otro cuerpo diplomático. La larga lucha por el ascenso, la constante sujeción, el temor de desagradar, no menos constante, el campo restringido de los estudios, el hábito de cambiar de residencia, indiferentemente, el egoísmo determinado por la falta de afección y simpatía por todo lo que se mueve y vive alrededor, el uniforme mismo, las distinciones honoríficas, casi nunca merecidas, anheladas siempre; las rivalidades de oficio, desenvolviéndose sordamente; el amor a la patria que se agria por el alejamiento; todo esto reunido, concluye por dar al espíritu del diplomático un corte sui generis, análogo a la deformación física que ciertos oficios mecánicos acaban por imprimir al cuerpo del obrero.

Recuerdo que durante una de mis licencias fuí a visitar, así que llegué a la patria, a mi jefe, el Ministro de Relaciones Exteriores, que era entonces el Dr. Eduardo Costa. Estaba en su gabinete con uno de mis colegas en el extranjero, también en congé, hombre penetrado de sus altas funciones, acompasado, creyente en su misión, fijos los ojos de su espíritu en un Talleyrand invisible, a cuyo criterio parecía someter todos sus actos y, por lo demás, tan acabado imbécil, que se me figuraba, despojado de su carácter diplomático, como una mujer flaca y sin formas, una vez caídas las artísticas ropas que disimulan sus áridos contornos. Cuando mi colega se despidió, sin que yo hubiera desplegado los labios, no pude menos que echarme a reir. El Dr. Costa, que me había tratado poco, me miró sorprendido y me dijo en voz baja: "Veo que usted no cree en el cuerpo diplomático; hágame Vd. el favor de cerrar la puerta y vamos a charlar".

Es la verdad, no creo en el cuerpo diplomático. La vida que la diplomacia impone, determina con tal rapidez un pliegue tan tenaz, que cuesta un verdadero esfuerzo deshacerlo y volver a la vida normal, a la vida humana, con penas, alegrías, expansiones, esperanzas, luchas, triunfos y caídas. Bien feliz aquel que consigue desprenderse de ella antes que sus facultades se hayan cristalizado en la estrecha órbita de una función idéntica y constante. Hasta los cuarenta y cinco años o cincuenta, con un régimen tonificante y vigoroso, empleando remedios heroicos, en el último caso, se puede volver a hacer un diplomático, un hombre; pasados los cincuenta, un diplomático, que no ha sido otra cosa, salvo muy contadas excepciones, no sirve ya para nada, inclusive, a veces, sus mismas funciones… ¡Pobres colegas, algunos tan bien dotados ab initio, a lo que se traslucía por los hermosos restos que solían vislumbrarse allá en las penumbras de su fisonomía moral! Pero a la verdad, sus discusiones, sus cuestiones, sus disputas de rango, me hicieron siempre el efecto de aquella grave disidencia sobre la manera de romper el huevo, por el lado grueso o por el puntiagudo, que dividía a los liliputienses… Me ha salido la palabra; severa, pero no tengo ánimo para borrarla.

Hice la corta travesía del Avila, montaña que separa Caracas de la Guayra, en la costa, en tres o cuatro horas y en carruaje. Llegué a Caracas con mi secretario y, naturalmente, nos dirigimos al único hotel que existía con reputación de decente. El hotel estaba lleno y a duras penas encontraron alojamiento en él mi secretario y dos jóvenes franceses con quienes habíamos hecho la travesía desde Europa. No teniendo pieza que darme, digna de mi jerarquía, como decía el hotelero, me acordó magnánimamente el anexo del hotel, que parece se reservaba para las grandes circunstancias. Era este famoso anexo una pieza baja, contigua al hotel, con una sola puerta, enorme y maciza, que daba directamente del cuarto a la calle. No habiendo otra entrada, ni nicho ni cuartujo alguno donde alojar un sirviente, el ocupante debía servirse a sí mismo de portero: abrir, cerrar, responder a los llamados y, para alcanzar los auxilios de un camarero, salir a la calle e ir en persona a buscarle al hotel.

Fatigado por el viaje, después de dar una vuelta en compañía de nuestro cónsul general en Caracas, me recogí, cerré mi puerta, me metí en cama y traté inútilmente de dormir. La excitación nerviosa de la llegada y las preocupaciones de mi misión me tuvieron desvelado hasta que, cerca ya el alba, el cansancio me rindió. Estaba en lo mejor de mi sueño, cuando desperté sobresaltado por unos rudos golpes dados en la puerta, desde la calle. Miré el reloj: eran las 7 de la mañana. Después de un "¿quién es?" mal humorado y una respuesta que no entendí, por el espesor de la puerta, como continuaran los golpes, salté de la cama y en el mismo traje sumario en que me hallaba, bajé los pasadores y entreabrí una hoja. Un hombre pequeño, recién afeitado, rigurosamente vestido de negro y con un enorme sombrero de copa, me saludó con dignidad. La gravedad del personaje me impuso y disminuí un poco la abertura, a través de la que íbamos a parlamentar.

– ¿Se puede ver al señor ministro argentino?

– ¿Es algo urgente, señor? Me parece que la hora…

– He querido apresurarme a saludarle. Soy el ministro de relaciones exteriores y…

– Mil perdones, señor. Yo soy el ministro argentino, muy agradecido a su atención, pero, por el momento, en un traje tan poco diplomático y en una instalación tan exigua, que no me es posible recibir su visita. Así que me vista, tendré el honor de pasar a saludar al señor ministro.

– No, vístase Vd. tranquilamente. Voy a dar una vuelta y vuelvo. Hasta dentro de un momento, señor ministro.

– ¿Sería abusar de la amabilidad de Vd., señor ministro, si le rogara que al pasar frente al hotel contiguo tuviera la bondad de enviarme un camarero?

– Con mucho gusto. Hasta luego.

– Hasta luego y gracias, señor.

Supe más tarde que el señor ministro de relaciones exteriores había tenido la deferencia de interponer sus buenos oficios a fin de conseguir fuera un camarero a servirme; pero, sea porque se le desconociera jurisdicción o por causas que la historia no pone en claro, el hecho es que no vino nadie y que, cuando al cabo de una hora volvió el señor ministro, casi me sorprende tendiendo con mis diplomáticas manos una colcha que ocultara el desorden de mi alborotado lecho.

Como había entrado de noche, recién me apercibí que mi cuarto no tenía ventana, recibiendo todo su aire y toda su luz por la puerta de calle. Abrí ésta cuan grande era (el señor ministro tuvo la bondad de ayudarme, encargándose de la hoja más recalcitrante, cuyo pasador inferior necesitó el empleo de una toalla torcida, a guisa de tirador), acercamos dos sillas y nos pusimos amistosamente a platicar.

Era el señor ministro el decano de los funcionarios del ministerio de relaciones exteriores, en el que había pasado su vida entera, hasta que la alta dignidad que ocupaba, le sorprendió mientras desempeñaba el puesto de archivero. Tenía el título de general, como muchos centenares de sus compatriotas civiles, pero lo había recibido como una mera distinción, sin que abrigara el menor propósito de cambiar su apacible existencia por la agitada vida militar. Era un hombre callado, taciturno, seguramente enfermo del estómago y quizá con algunas perturbaciones en el hígado. Nunca pude hablar con él sin tener que dominarme para no ofrecerle una botella de agua de Vichy. Creo, aún hoy mismo, que le habría hecho mucho bien.

Respecto a los negocios de estado, especialmente de aquellos de carácter esencialmente político, como los que yo llevaba, su modestia llegaba a tal punto que, a pesar de su innegable y reconocida competencia, no abría opinión nunca sobre ellos y hasta evitó conmigo ese género de conversación, fundándose en que todo eso tendría que hablarlo más tarde con el "ilustre americano". Como esta designación del primer magistrado de Venezuela, volviera con insistencia, por su parte, en el curso de la visita, insistí con igual tesón en llamar a dicho magistrado, cada vez que a él me refería, "el señor presidente". Por fin, mi distinguido visitante me comunicó, que, si bien Su Excelencia estaba arriba de las pequeñas vanaglorias de títulos y honores, todos los funcionarios públicos, en gratitud a los eminentes servicios prestados al país por S. E., le daban siempre, en sus comunicaciones oficiales y en el trato directo, el título de "ilustre americano" que le había sido discernido por el congreso de Venezuela. Ante esa insinuación cortés, pero luminosa en su ingenua claridad, contesté que yo trataría al señor presidente exactamente de la misma manera como le trataran mis colegas del cuerpo diplomático, para lo que me apresuraría a conferenciar ese mismo día con el decano.

 

Excuso decir, para terminar este punto, que ningún diplomático dió nunca al presidente de Venezuela tal título; más tarde, en plena confianza ya, yo sostenía al mismo presidente, que sólo la América entera, reunida en convención especial, podía discernir ese honor. A ningún argentino escapará la impresión penosa que ese título me causaba, por la triste y odiosa reminiscencia histórica que suscitaba.

El señor presidente estaba informado de mi llegada y, como se encontraba con su familia tomando campo en Antímano, pequeña población en el mismo valle de Caracas, a dos horas de ésta, me hacía invitar por el señor ministro a pasar a verle en el día, a eso de las tres de la tarde. Anuncié que lo haría, como era natural, y nos despedimos cordialmente, prometiéndome el señor ministro, en su inagotable bondad, darme cuenta de cualquier noticia que le llegara de alguna casa amueblada, donde poder instalarme con la legación, conviniendo conmigo en que, por poco que se contagiara su matinal amabilidad, me iba a extenuar en viajes, de la cama a la puerta, sin contar con los resfriados, que hacía poco probables el bendecido clima de Caracas.

Eran dos horas de viaje; a la una en punto, con la puntualidad que caracteriza a los diplomáticos y cuya observancia, para los noveles, es ya un rasgo de vaga semejanza con Metternich, tomamos un carruaje, el cónsul general y yo, y nos pusimos en camino. En efecto, el trayecto duraba el tiempo indicado, a lo largo del pintoresco valle, estrechamente encerrado por dos líneas de montaña, bien cultivado y lujoso en su vegetación tropical. Serían las tres cuando el carruaje se detuvo frente a una casa de antigua construcción española, de un solo piso, pero amplia y con vastos patios llenos de árboles y flores. Echamos pie a tierra y nos encontramos con el cuadro siguiente: En la puerta de la casa, cuatro o cinco soldados recostados contra la pared; en medio de la calle, otros soldados teniendo de la brida algunos caballos ensillados ya. Dos niñas de 7 a 9 años de edad, de singular belleza (una de ellas es la que fué más tarde duquesa de Morny y es hoy festejada en la alta sociedad de París como una de sus beautés más consagradas) y un niño, un poco mayor, esperaban que se acabara de cinchar un petizo, de aire tranquilo, pero de enorme panza, que se entregaba resignado a la operación. El operador, o sea el que cinchaba, y que debía estar dotado de una dentadura férrea, porque era a colmillo limpio que pretendía reducir el abultado abdomen del petizo, había echado hacia la nuca su kepi, en el que se contaba el número de galones necesario para hacerme comprender que me encontraba en presencia de un coronel.

Yo había sacado una de mis flamantes tarjetas, fabricadas expresamente en París, por Stern, en finísimo bristol, vírgenes aún, pero anhelando entrar en batalla. Después de mi nombre se leía: "ministro de la República Argentina". Si se me pregunta por qué no había puesto mi título exacto, esto es, "ministro residente, etc." diré que la supresión de la palabra "residente" podía dar lugar a dudas, que nunca serían resueltas para abajo y sí, algunas veces, para arriba. Los diplomáticos, mis hermanos, me comprenderán.

Armado, pues, de mi tarjeta, me avancé hacia el coronel, esperé hábilmente que un feliz golpe de colmillo hiciera llegar el clavo de la hebilla al agujero ansiado y, si bien con correcta dignidad, con acento afable, dije al guerrero en reposo:

– ¿El señor presidente está visible?

Debo decir que durante la operación, a la que acababa de dar coronado fin, nuestra llegada, descenso y avance, habían sido observados por el señor coronel, a cuyo efecto había impreso a su ojo izquierdo una desviación que, a ser definitiva, habría introducido un elemento perturbador de la armonía de su rostro; al oir mi voz, cesó la desviación, pero los ojos se dirigieron a un punto vago en el espacio, frente a él, sin duda de un interés palpitante, porque no los apartó un momento para fijarlos en nosotros. Su silencio me hizo nacer la duda de una alteración de sus órganos auditivos y repetí mi pregunta en voz más alta. Entonces contestó:

– S. E. no recibe a nadie.

– Pero habiendo tenido el honor de ser citado por S. E., creo que hará una excepción en mi favor. Tenga usted la bondad de pasarle mi tarjeta.

– ¿Qué tarjeta?

– Este pequeño trozo de papel, en el que están escritos mi nombre y calidad.

– Yo no le paso nada: a esta hora no le gusta que le incomoden y después la bronca es para mí.

– Me parece que la bronca firme le va a venir si usted no hace lo que le digo. Soy el ministro argentino, vengo de dos mil leguas de distancia a saludar a S. E., S. E. me espera y no es natural que por un capricho de usted deje de verle.

– ¡Eche leguas! ¿Cuántas dijo? ¿Dos mil? y echó una mirada a un soldado próximo que, ruborizado de mi enormidad, sonrió subordinado.

En tanto, los chicuelos, a quienes el coronel debía acompañar a caballo, le invitaban a cada instante con sus ¡vamos! apurados y se habían puesto instintivamente en contra del que amenazaba aguarles la fiesta.

Una nueva tentativa no me dió mejor resultado. Medité un momento y resolví, por si acaso aquel síntoma revelaba un sistema completo, cortar por lo sano desde el principio. Arrastré al coche al cónsul, que quería penetrar hasta por la fuerza y dí orden de volver a Caracas. Abandono a la penetración del lector las reflexiones del camino. Era mi primer acto diplomático, y el éxito, a la verdad, prometía poco para el porvenir. Luego temía dos cosas: o que la cólera me hiciera hacer una tontería o que la risa me impulsara a tomar el incidente con demasiada indiferencia. Debo recordar que yo no había aún cumplido treinta años, y el hecho es que me preocupaba enormemente la apreciación futura de mi conducta en Buenos Aires, cuando, a la noticia del incidente, dijeran los unos, con esa suave benevolencia que es el rasgo característico de mis congéneres: "¡claro! ¡de llegada, se peleó con Guzmán Blanco!" o esta otra frase en caso contrario: "¡de llegada hizo un barro, aceptando en silencio una grosería de Guzmán Blanco!" Yo no quería pelear, ni aceptar groserías de nadie. Pedí, pues, a mi cónsul general que se entregara durante el viaje a la contemplación del paisaje y me hundí, durante el regreso, en una reflexión honda y pareja que me suministró una resolución, a la que me decidí sin vacilación. Así que llegamos a Caracas, tomé la pluma y escribí una carta a mi amable ministro de relaciones exteriores, en la que le decía que, siguiendo su indicación y, de acuerdo con los deseos que me había expresado en nombre del señor presidente, me había trasladado a Antímano, a la hora indicada, siendo recibido por un jefe del ejército venezolano cuya tenacidad en no querer anunciarme al señor presidente, bajo pretexto de que éste estaba ocupado, sólo igualaba la mala crianza empleada con ese objeto. Que el hecho de no haber dado orden el señor presidente de introducirme, así que llegara, justificaba hasta cierto punto la actitud del coronel y que en vista de las apremiantes ocupaciones que embargaban, a lo que parecía, el ánimo del señor presidente, aprovechaba la circunstancia de estar también acreditado en Colombia y partiría a la mañana siguiente para la Guayra, a tomar el vapor que me acercaría a la ruta de mi nuevo destino.

Entre tanto destaqué a mi cónsul general para que explicara al señor ministro todo lo que había pasado en Antímano. En el fondo, yo estaba persuadido de que el presidente era completamente inocente de lo ocurrido, salvo de la omisión del aviso previo de mi llegada. Sabía, por tanto, que el pato de la boda iba a ser el coronel; pero me encontraba en una disposición de ánimo feroz, y esa noche habría suscrito gustoso la sentencia de un centenar de azotes en las robustas partes carnudas del guerrero indígena.

No habría pasado una hora del envío de mi epístola, cuando recibí un telegrama del presidente, datado en Antímano, en el que me pedía disculpara lo ocurrido por pura imbecilidad de un subalterno y me anunciaba que al día siguiente vendría expresamente a Caracas para recibirme, esperándome a las dos de la tarde en su casa particular. Así, cuando llegó alarmado el señor ministro de relaciones exteriores encontró que el estado de ánimo, que había determinado mi carta, real o fingido, había cedido el sitio a cierta conformidad, sin entusiasmo, pero sin rencor.

Al día siguiente tuve el gusto de conocer al "ilustre americano". Un hombre alto, robusto, cargado de espaldas, algo miope, con una enorme pera blanca, cariñosamente cuidada, sin duda, por el carácter militar que su propietario pensaba deber a ese apéndice. Cierta cultura nativa (por la madre pertenecía a una antigua familia colonial); barniz de una sola capa de ilustración general; una colosal opinión de sí mismo, una soltura incomparable para resolver, en frases sentenciosas y estudiadas, los más arduos problemas sociales y políticos; teorías constitucionales abundantes, pero propias, exclusivas, que para nada tenían en cuenta ni la experiencia de la historia, ni las dificultades que el razonamiento podía oponerles. En política americana, árbitro, materia propia, dominio inenajenable, indivisible de su inteligencia. Heredero, continuador de Bolívar, no sin señalar con cierta expresión de respetuosa compasión, los errores cometidos por el Libertador. Un desprecio por los hombres análogo al que se atribuye a Tarquino; no volteaba las cabezas de las plantas que sobrevivían, pero las islas contiguas al continente, las calles de Nueva York y de las capitales europeas, contaban entre sus paseantes y vagos, más de un venezolano a quien el talento, la fortuna o la audacia parecían ofrecer un porvenir brillante en su país17. Se aseguraba también, por aquel entonces, que las cárceles estaban bien pobladas. Tenía la reputación de no ser cruel, sino frío de alma. El cansancio de una larga e interminable anarquía, había hecho aceptar el primer gobierno fuerte que logró cimentarse en la agitación incesante de las luchas intestinas. Guzmán Blanco ahogó la libertad, llenó sus arcas e hizo bajar el nivel moral del pueblo venezolano, pero dió diez años de paz a su patria y no derramó sangre. "La paz de Varsovia!" dirá un estudiante de retórica. Eh! eh! diez años de paz representan muchos caminos carreteros, muchas escuelas abiertas, muchas hectáreas sembradas de cacao, tabaco, añil y cereales, mucho hábito de orden. No sólo de eso vive el hombre, convenido; pero si sólo se alimenta con el recuerdo de los Gracos, la declaración de los derechos del hombre y la lectura de una constitución más libérrima que el estado primitivo, paréceme que se ha de crear un tantico entecado, con un cerebro diforme, para unas piernas muy flacas y un vientre muy vacío18.

 

Mi juicio de entonces (hablo de 1881) sobre el "ilustre americano", ha persistido casi idéntico. Nunca fué de una severidad cruel; nunca olvido que esos hombres son productos de un estado social determinado, agentes inconscientes de la naturaleza en la prosecución de sus fines. Es natural que pensemos que la naturaleza se equivoca, si juzgamos su acción con el criterio (bien estrecho, hermanos míos!) de nuestra moral convencional. Mientras el hombre crea que lo bueno y lo malo son y no pueden ser de otra manera, que como él los concibe, Nerón será tratado como de acuerdo con esas nociones merece, y Vespasiano ensalzado. Pero si algún día (todo es posible, hasta Dios, dice Renán), los hombres llegan a concebir la acción de los personajes históricos, como el desenvolvimiento de fuerzas análogas a las que hacen germinar las plantas, girar los astros, subir las aguas o temblar el suelo, todos nuestros anatemas históricos, han de hacerles sonreir. Puede muy bien que el balance de Guzmán Blanco, hecho por esa remota posteridad, no le sea muy desfavorable, si es que su nombre llega hasta ella. Las acciones de Bacon se han de cotizar más altas que las de Sócrates (a esa distancia, casi contemporáneos), sin que influya, en el juicio definitivo, ni la degradación del primero, ni la cicuta del segundo. Me agita, a veces, el espíritu, el esfuerzo por concebir la idea que, dentro de dos o tres mil años, si no se queman las bibliotecas o si nuestros idiomas actuales persisten siendo inteligibles para la comunidad, se tendrá de Byron o Víctor Hugo. Paréceme que no estará distante de la que tenemos los hombres maduros de los juguetes que nos entretuvieron en la infancia…

La recepción oficial tuvo lugar de acuerdo con la rutina – un coche de gala, un oficial de ministerio, amable y sonriente, una pequeña escolta y al Capitolio. En el palacio de gobierno que lleva ese modesto nombre, perfectamente justificado porque recuerda las violencias y profanaciones de que la augusta colina fué objeto, un par de discursos, lo más breve posible el mío, verdadero trabajo de benedictino para evitar la fraseología obligada de solidaridad americana, lazos indisolubles, comunidad de origen y otras paparruchas que han de concluir por cerrar herméticamente las puertas de la diplomacia, en tierra de Colón, a los hombres de buen gusto. Porque en esto de los discursos diplomáticos pasa algo curioso; si los intereses de momento determinan en la sociedad a cuyo seno se llega, una actitud de calurosa simpatía, instintiva invitación para que el diplomático que llega, aconseje a su gobierno marchar en la senda que conviene al país que lo recibe; si la acogida es entusiasta, repito, el empleo del sentido común y del buen gusto, que aconseja discursos sobrios y moderados, resalta como una nota discordante en la armonía del conjunto y parece deshacerse en un minuto todo el camino andado. En cambio, si el diplomático, sea por contagio de la atmósfera ambiente, sea por frío cálculo, se entrega a un ditirambo desmelenado, con más retórica que una alocución tribunicia, es casi seguro que el contragolpe en el país que lo mandó, y que está lejos y frío, puede costar al enviado extraordinario su reputación y su buen nombre.

Es por eso, hermanos del futuro, diplomáticos en cierne, a quienes el porvenir, reserva tal vez recorrer los países americanos, que este viejo viajador en esos mares, os da el consejo sano de ser siempre parcos en palabras, reemplazándolas, para las efusiones, quizás indispensables del primer momento, por la opulenta gama de gestos expresivos que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición, como ser los ojos húmedos, la mano sobre el corazón, la mirada vuelta al cielo, en actitud reconocida, y cuando la cosa apura y la escena es coram populo, la elección del más haraposo de los pilletes que os circundan, para estrecharle en vuestros brazos y darle el ósculo de solidaridad americana. Con lavaros más tarde, no queda rastro, mientras que el colorete metafórico de un discurso bombástico, no se borrará ni con todas las aguas que se desprenden de los Andes…

Al día siguiente de mi recepción oficial, el "ilustre americano", por un acto de deferencia especial, se dignó visitarme en mi morada, que era ya entonces una buena, hermosa y cómoda casa, llena de luz, aire y árboles, que había tenido la fortuna de arrendar amueblada. Recibíle con los honores debidos y, mientras hablábamos, ví, a través de los cristales del salón, todos los pilletes de Caracas, a más de las mujeres del barrio, en asamblea delante de mi puerta, contemplando la brillante escolta a caballo que había acompañado al presidente, así como un piquete de infantería que guardaba todo el frente de mi casa. La presencia de esa gente de a pie me intrigó; a la despedida acompañé al presidente hasta el umbral. El coche, precedido por la escolta de jinetes, partió a escape, y atrás, con el fusil en la mano, el kepi en la nuca y la lengua de fuera, los infantes, desalados tras del coche, para no perder su contacto. Si a turno todo el ejército venezolano hubiera sido sometido a ese ejercicio, las marchas de Sylla, Aníbal o Napoleón, hubieran quedado pequeñitas ante las hazañas que aquél habría llevado a cabo.

Poco tiempo después de mi llegada, había ido a gozar, por la noche, del aire embalsamado de la principal plaza pública de Caracas, sitio habitual de reunión entonces. En el centro se levantaba la estatua, en pie, del general Guzmán Blanco. Había otra del mismo, ecuestre, enorme, de fabricación yankee; pero esa estaba en la cumbre del próximo paseo, llamado el "Calvario". Esa noche un movimiento inusitado me reveló la presencia en la plaza del "ilustre americano". Así que me vió vino hacia mí y me invitó a dar unos pasos. Caminábamos lentamente por las anchas veredas que rodean la estatua. Vivo y perspicaz, comprendió tal vez por la indiscreta dirección de mi mirada, que mi espíritu estaba preocupado por el peregrino caso que me ocurría.

– ¿No le hace a usted, señor ministro, me dijo con un acento especial, un curioso efecto pasearse con un hombre al pie de su propia estatua?

– A la verdad, señor, "es un caso original, que no me ha ocurrido nunca".

– Sí, añadió: y su fisonomía tomó una expresión de détachement completo de las cosas terrenas, un vago tinte de más allá; sí, es anómalo y admira al extranjero. No he podido evitarlo, o mejor dicho, no me he sentido ni con fuerzas ni con derecho para impedir que el pueblo glorifique su propia acción, que la Providencia ha personificado en mí. Por lo demás, yo he entrado ya a la posteridad y ese homenaje es ya un juicio póstumo…

Yo miraba a aquel hombre con la admiración profunda que me inspiran las dotes de que carezco, llevadas a su más esplendoroso desarrollo. El buen gusto, el tacto, la delicadeza moral, el sentido común, cual me aparecieron entonces como la triste impedimenta que nos obstruye a nosotros, los vulgares, el camino de las grandes situaciones y de las ilustres denominaciones! Me sentí pequeño; comprendí que no estaba predestinado, que no se fundiría el bronce que había de dar forma a la estatua que me inmortalizaría, ni aun en la plaza de un pueblo de campo de las pampas argentinas, y volví mis ojos reverentes, para admirarle una vez más, al hombre que, tranquilo y sonriente, se contemplaba a sí mismo, con cuerpo de metal, de pie, sobre granito, duras materias, resistentes al tiempo y al olvido!

Dos años más tarde, recibía en mi modesto cuarto del Grand Hotel, en París, la visita del general Guzmán Blanco, instalado en la capital francesa con su familia, en virtud de un vuelco político ocurrido en Venezuela, con caracteres de terremoto, por cuanto dió en tierra con las estatuas del "ilustre americano", teniendo la posteridad, por ese accidente, que rehacer su juicio sobre el distinguido personaje. A ella l'ardua sentenza19.

1890
16De esos proyectos, sólo he realizado el primero, en las páginas que van a leerse.
17Entre los que abandonaron la patria, buscando aire libre que respirar, se contaban los señores Zárraga y Herrera Vega, muerto el primero entre nosotros, muy joven aún, habiendo el segundo, médico insigne, conquistado altísimo puesto en la consideración y el afecto de la sociedad argentina.
18El triste y desconsolador espectáculo que ofrece Venezuela en los momentos en que se imprimen estas páginas, justifica aun más, si cabe, el juicio que precede. Cuando se piensa en lo que, en los últimos años, han hecho tres de los pueblos más cultos de la tierra, la Inglaterra en Sud Africa, los Estados Unidos en Filipinas y la Alemania en Venezuela, puede augurarse tranquilamente la muerte del derecho público, aun en su forma externa, en época no lejana. Pero hay que esperar también que la página vergonzosa de Venezuela, dentro y fuera, sea única en la historia de América.
19El general Guzmán Blanco murió en París, en Agosto de 1900. Hacía ya muchos años que había cesado de figurar en la escena política de su país.

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