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Juvenilla; Prosa ligera

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A pedido de Castellar, Lorenzo facilitó el salón de su casa, el mismo en que había tenido lugar la reunión de que hablara a Narbal, para celebrar todas las que fueran necesarias. Lo hacía con placer, porque en realidad estaba profundamente indignado. Además, ese movimiento, esa actividad ajena a sus monótonas ocupaciones diarias, le había galvanizado, haciéndolo volver a los viejos tiempos en que andaba siempre por los extremos, pensando en soluciones violentas a todas las cuestiones de la vida. Su casa había tomado el aspecto de un cuartel electoral, para desesperación de su mujer, que veía fusiles en todos los rincones, a los chiquitos jugando con sables o arrastrando cartucheras, al par que la descomponía el olor frío de tabaco, pegado a las cortinas y a los muebles. No comprendía bien ese patriotismo por asuntos de tierra extraña, pero con una confianza absoluta en la nobleza de los sentimientos de su marido, se resignaba poniendo al mal trance la mejor cara posible. Jaramillo, que comía todos los domingos allí y quien tenía la viva simpatía que el abierto riojano inspiraba generalmente, le repetía que los orientales le deberían una buena parte de su libertad y la exhortaba a bordar con sus propias manos la bandera del cuerpo expedicionario. Herminia, desarmada, sonreía.

III

La reunión que se celebraba esa noche tenía una importancia capital, porque, a más de recapitular los elementos de que se disponía, Castellar pensaba proponer la realización inmediata de la empresa. Cada uno debía dar cuenta de la comisión que le fuera encomendada y el coronel Galindo, por primera vez, sometería su plan de campaña.

La reunión tenía lugar en el comedor, más vasto y sobre todo, por la disposición de la casa, más aislado que el salón. Estaban reunidas unas veinte personas, entre las que se encontraban cinco o seis personajes de Montevideo, otros tantos jóvenes, algunos militares y sólo tres argentinos, esto es, Lorenzo, Jaramillo y un amigo del primero, que debía dar cuenta de su trabajo en el sentido de obtener un vapor. Todos estaban más o menos exaltados, pero la expresión era diferente. Lorenzo hablaba poco pero se movía mucho, Jaramillo se movía y hablaba con abundancia, los jóvenes orientales dominaban mal su impaciencia, los viejos procuraban poner cara de palo y Galindo, como los oficiales que le acompañaban, se sentían incómodos.

Castellar habló primero.

– El caballero, dijo, que nos da la hospitalidad y cuyo nombre recordaremos siempre los orientales como el de uno de los más generosos y desinteresados entre los amigos de nuestro país, va a exponer a ustedes el estado de las cosas. Debo declarar, porque así me lo ha repetido con frecuencia, que en todos aquellos de sus compatriotas a quienes ha acudido, ha encontrado una acogida simpática, que se ha traducido en hechos. Eso nos prueba una vez más, añadió, – no sin echar una rápida mirada a un hombre de hermosos cabellos plateados y fisonomía abierta y expresiva, que lo miraba con sus ojos claros y dulces, – eso nos prueba una vez más, que el destino ha hecho a nuestros dos países para marchar y desenvolverse en armonía, cada uno según su índole y las exigencias de su historia, pero unidos por los mil vínculos en que el pasado nos liga y el porvenir estrechará. Como se verá dentro de un momento, podemos pensar ya en la realización inmediata de nuestra empresa. Cada día que pasa es una vergüenza más para nuestra patria y un peligro, porque el tiempo sanciona lentamente los hechos consumados. Los elementos necesarios están reunidos, tenemos confianza en el éxito y estamos dispuestos a dar la vida con júbilo. Por mi parte, si en la empresa la pierdo, estoy recompensado por la confianza que no sólo mis amigos, sino también los hombres venerables que me escuchan, han depositado en mí. Sólo me resta presentar a ustedes a nuestro futuro jefe, el coronel Galindo, un patriota probado, cuyo valor y experiencia son una garantía de éxito.

– A mi vez, agradezco a Castellar sus palabras de gratitud, dijo Lorenzo. No las merecemos, porque es difícil obrar bajo la idea de que los orientales nos son extranjeros. Por lo pronto, declaro que siento los dolores de su patria de ustedes como los de la mía propia. Es un deber recíproco de ayudarnos en las horas amargas, en nombre de la solidaridad de la civilización. Tendámonos la mano, pues, guardemos en el fondo del alma el sentimiento que nuestros actos nos inspiren y obremos.

Luego tomó algunos papeles y continuó:

– He aquí lo que hemos podido reunir hasta este momento: 160 rémington, cuarenta carabinas, éstas como los primeros con su correaje correspondiente, ochenta sables y otras tantas lanzas. Se han adquirido 20.000 cartuchos. Todo está depositado en un corralón de mi propiedad. La suscrición, contando con lo gastado en las municiones, ha producido, por nuestra parte 7.500 pesos fuertes.

Agregue usted 5.000 más que he recibido de una suscrición privada, hecha en Montevideo, dijo uno de los venerables, como les había llamado Castellar.

Hubo un murmullo de satisfacción, Lorenzo iba a continuar, cuando alguien golpeó la puerta del comedor. Lorenzo abrió y un criado le entregó una tarjeta. Apenas echó los ojos sobre ella, sintió una emoción violenta, se puso pálido y dió un paso hacia la puerta. Dos o tres personas corrieron hacia él inquietas. Lorenzo se detuvo y, haciendo un esfuerzo, se serenó rápidamente.

– Pido a Vds. disculpa, señores. Pero un amigo, el mejor de mis amigos, el hombre que más estimo y quiero sobre la tierra y a quien no veía hace cinco años, que para él han sido muy amargos, acaba de llegar y me envía esta tarjeta de al lado de la cuna de uno de mis hijos: "Llego en este momento y sé que tienes una reunión referente al noble propósito sobre el que me escribes. Te ruego pidas en mi nombre a esos caballeros me concedan el honor de combatir en sus filas por la dignidad del país en cuyo suelo nací". ¿Quieren Vds. permitirme, señores, presentar a Carlos Narbal?

Todos asintieron calurosamente y antes que Lorenzo hablara, Jaramillo, que estaba fuera de sí, se precipitó hacia la puerta. El riojano había conservado un culto por Carlos; el alejamiento silencioso de éste, sus propias preocupaciones políticas, le habían impedido mantener correspondencia con Narbal, como lo hubiera deseado. Pero jamás le olvidó y quedó en su recuerdo como la personificación del hombre elegante, generoso, aristocrático de gustos, robusto de ascendiente moral, que era su tipo ideal, realzado aún por la circunstancia de haber sido su introductor en el mundo porteño. Cuando guiado por el sirviente, se halló de pronto frente a Carlos que hablaba con Herminia teniendo en sus rodillas un delicioso muchacho de tres años que acababa de despertarse y que le había tendido los brazos como a un viejo amigo, Jaramillo tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar la emoción que el cambio de Carlos le producía. Se echó en sus brazos con un ímpetu de cariño tan sincero, que Narbal lo estrechó con verdadera afección. Un instante después entró Lorenzo. Largo tiempo, en silencio, sus corazones latieron unidos; cuando Lorenzo apartó a Carlos para mirarle, teniéndole de las manos, sus ojos estaban húmedos. Herminia lloraba sencillamente y el niño, con los ojos muy abiertos, miraba la escena con asombro. Un nuevo afecto que echa su noble raíz en el corazón o un viejo cariño que se despierta con energía, aumentan la intensidad de todas nuestras afecciones, como, en el suelo tropical, la soberbia robustez de un árbol, aumenta la lozanía de las plantas que lo rodean, protegiéndolas con su sombra y dando a la tierra un impulso de vida. Lorenzo oprimió las manos de Herminia, besó a su hijo, dió un vigoroso shakehands a Vespasiano, que lloraba como un becerro y tomando a Carlos del brazo, le dijo:

– Vamos; nos esperan.

Narbal comprendió y siguió a su amigo en silencio.

Un momento antes de abrir la puerta del comedor, Lorenzo, casi inconscientemente se detuvo.

– ¿Es cosa resuelta? dijo.

Carlos sonrió tristemente. Lorenzo sintió la puerilidad de su pregunta y abrió la puerta con resolución.

Narbal fué acogido con respetuosa simpatía. Los viejos habían conocido a su padre y para los jóvenes tenía ese atractivo curioso que los contrastes serios de la vida dan a los hombres. Respondió a las manifestaciones cariñosas de que era objeto y fué a colocarse silenciosamente en una silla al lado de Jaramillo, que hacía esfuerzos enormes, pero fructuosos, para no hablar de cosas que tenían una conexión sumamente remota con los sucesos orientales.

Lorenzo continuó:

– Reuniendo, pues, las sumas obtenidas hasta hoy, se puede disponer, a más de lo gastado, de diez mil patacones. He declarado ya a mi amigo Castellar que mi intervención no tenía más alcance que la reunión de fondos y elementos y que esperaba que el sentimiento que me dictaba esa línea de conducta fuera bien comprendido. Es necesario no dar a los adversarios la enorme ventaja de acusar a Vds. de apelar al extranjero. Sé que sería un absurdo; pero nada hay más terrible que el absurdo cuando toma una forma definitiva y neta. Sólo me resta, rogar a nuestro amigo Martínez quiera dar cuenta de la comisión que tuvo a bien aceptar.

– El vapor Urano, dijo el interpelado, está a nuestra disposición, mediante cinco mil duros y los gastos de seguro. Es un buen buque, no muy grande, pero que puede fácilmente transportar trescientos hombres. Lo manda un italiano, el capitán Lamberti, que me parece un hombre digno de confianza. Como el seguro ofrece muy serias dificultades, tal vez insuperables, he propuesto, salva ratificación de parte de Vds., que los propietarios mismos se encarguen de asegurarlo. Esto importará un gasto considerable.

– ¿Han aceptado?

– Sí, pero piden diez mil duros.

– No será difícil encontrarlos, dijo Lorenzo.

 

– Bien. Ahora, ocupémonos un poco del plan general, dijo Castellar. ¿Qué piensa el coronel Galindo?

El bravo coronel era un hombre de fisonomía simpática y esencialmente criolla. A primera vista, se notaba la ausencia del golpe de cepillo social, pero en cambio se veía el valor. Algo bajo y grueso, el pelo bastante largo, bigote y pera entrecana, brazos cortos y pies anchos. Se levantó, pero, al hablar, juzgó sin duda que así era más difícil y se volvió a sentar.

– Conozco dos o tres puntos en que el desembarque será fácil, dijo. Escribiendo unos días antes a los amigos de la costa, estoy seguro que nos esperan quinientos hombres con caballada suficiente. Luego se lanza el manifiesto, entramos en campaña y…

– ¿Qué manifiesto? dijo uno de los ancianos.

– ¡Pues!.. ¡el manifiesto… el manifiesto que se lanza siempre! dijo Galindo mirando con asombro al que le interrumpía.

– Es necesario ponernos de acuerdo sobre ese documento, dijo el viejo formulista.

– Cuatro líneas bastarán, señor, contestó Castellar. Una vez presentados los hechos en toda su brutalidad, no creo necesario agregar una palabra más.

– Sí, pero creo conveniente, creo indispensable determinar de una manera fija el objetivo de la expedición y anunciar el uso que se piensa hacer del triunfo.

– Es precisamente lo que pienso que debe evitarse, dijo Castellar con cierta impaciencia. Mi pensamiento es éste: el manifiesto no debe ser ni blanco ni colorado…

– Sin embargo, replicó el tenaz anciano, el atentado inicuo ha sido hecho en nombre del partido colorado…

Castellar iba a replicar, tal vez sin suficiente calma, cuando Narbal le previno.

– Puesto que se juzga necesario un manifiesto ¿no creen Vds., señores, que el llamado a dirigirlo al pueblo oriental, sea el Presidente constitucional de la República, que acaba de ser depuesto de una manera violenta? Nadie puede tener mayor autoridad que él. Una palabra suya pondrá las cosas en su lugar: ellos los revolucionarios, nosotros los defensores del orden legal.

El silencio que siguió no era sólo consideración por Narbal. Dos o tres personas sonrieron irónicamente y la fisonomía de Castellar se obscureció.

– A mí me parece que el señor tiene razón, dijo Galindo con franqueza.

– Conviene que Vd. sepa lo que sucede, señor Narbal, dijo Castellar con tristeza, puesto que tan noblemente nos trae su concurso. El doctor Erauzquin, Presidente de la República Oriental, es un hombre esencialmente inerte, sin ambiciones, sin resolución para ser enérgico, teniendo todos los elementos para conseguirlo y que llevamos al poder haciendo violencia a su voluntad. En su derrocamiento sólo vió su liberación y el medio de volver a la vida privada. Se encuentra actualmente en el Brasil, donde su fortuna le permitirá vivir tranquilamente, si es que no pasa a Europa en breve. Se le ha escrito, se le ha instado, se han tocado todas las cuerdas que suponíamos vibraran aún en él para decidirle a venir a ponerse a nuestro frente. Nos ha contestado ofreciéndonos dinero para ayudar a los compatriotas proscriptos que se encuentran sin recursos, pero añadiendo que por ningún motivo tomaría parte en ningún movimiento político. Es inútil contar con él. Me es doloroso hablar así, no sólo porque comprendo la falta que nos hará su adhesión moral, sino porque soy amigo particular del Dr. Erauzquin.

Había algo de súplica en las últimas palabras de Castellar; todos lo comprendieron.

Un hombre viejo, el último de su grupo, no había abierto aún sus labios. Cuando el coronel Galindo habló, algo como una expresión de ira o de desprecio pasó por su cara. Al concluir Castellar, no pudo contenerse.

– Quieran los jóvenes aquí presentes, dijo, prestar un poco de atención a un hombre cargado de años y de experiencia. He estado encerrado ocho años en Montevideo, durante el sitio que es y será nuestra página de gloria nacional. Desde 1852 hasta la fecha, he tomado parte activa en la política del Río de la Plata, con los vencedores pocas veces, muchas con los vencidos. No es esta la primera vez que me encuentro en una reunión semejante. Como ustedes he sido joven, me he indignado, me he batido, he quedado tendido en los campos de batalla, he evitado el golpe de los asesinos, conozco bien nuestra triste vida nacional. Hoy, ante el derrumbe de todas mis ilusiones, ante la realidad repugnante que destruye en un minuto tantos años de esfuerzo, siento que hablar es un deber, aunque vaya a chocar contra el noble sentimiento que anima a ustedes. Pero ustedes son nuestros hijos, ustedes son la esperanza única del país y no puedo conformarme en silencio al sacrificio estéril que van a imponerse. No, coronel Galindo, no encontrará usted quinientos hombres al desembarcar; encontrará usted mil, dos mil, semibárbaros, guiados por caudillos locales que sostendrán frenéticamente el nuevo régimen de Montevideo, porque importa la derogación de toda ley y sujeción. Aunque no lo quiera, tendrá usted que hacer pie firme y presentar combate, porque sus soldados se lo exigirán. Y este puñado de jóvenes, lo más noble, lo más digno del país, el grano del porvenir, caerán uno a uno, luchando contra gauchos salvajes, cuya existencia sólo tiene importancia vegetativa. Robustecidos por un triunfo fácil e inevitable, los hombres de Montevideo se afirmarán en el poder y toda esperanza de volver a la libertad y al decoro se alejará por muchos años!..

Castellar había oído mordiéndose los labios.

– ¡No puedo suponer que usted nos aconseje la aceptación de los hechos consumados! – dijo.

– Lo que propongo a ustedes es el único temperamento que la historia de todos los pueblos que han cruzado épocas análogas señala como eficaz: la expectativa, la perseverancia. Los lobos acaban siempre por devorarse entre ellos, nuestros dictadores crían siempre serpientes en su seno y en ese mundo moral la traición es elemento normal. Esperemos: dentro de seis meses, esos hombres se separarán en dos bandos. ¡Entonces llevaremos nuestra fuerza intelectual, nuestra autoridad, qué digo! toda la autoridad de la sociedad culta, a aquel de ambos que ofrezca probabilidades de reacción contra la barbarie. Y así, lentamente, favoreciendo a unos contra otros, inoculando con paciencia nuestras ideas, hemos de ver, verán ustedes, seguramente, el orden definitivo imperando, porque se basará sobre el cimiento de granito de una evolución pacífica y no sobre la sangre, que en nuestra tierra marea y enloquece…

– ¡No! – exclamó con voz vibrante el hombre de ojos claros y largos cabellos plateados a quien Castellar había mirado con intención al hablar de la independencia oriental. ¡No! también soy viejo, también mi vida ha transcurrido en la lucha, también he conocido la proscripción, puesto que vivo en ella hace 20 años. Respeto el móvil de mi digno amigo; pero no puedo consentir en silencio en que nuestras canas nos den derecho para venir a ahogar esa explosión de viril indignación que inflama hoy el alma de los jóvenes orientales. ¿Por qué ese error de la sangre? Es el rocío sagrado sin cuyo riego jamás un pueblo llegó a nada grande. Luchamos contra bárbaros, luchamos contra fieras y la palabra es inútil. Un pueblo que acepta silenciosamente la opresión y que busca la redención en combinaciones bizantinas, es un pueblo que abdica. Ustedes, jóvenes, son hoy el pueblo oriental, llevan en su corazón el depósito de su dignidad y en sus brazos el estandarte de su gloria. El movimiento que les impulsa a la lucha es la obediencia a la voz de la patria que llama e implora. ¿Seréis vencidos? Y bien, queda el ejemplo. No se pierden jamás los rastros de la sangre derramada por una causa santa y como el polvo de los Gracos engendró a Mario, así la sangre vertida en las hecatombes del año 40 clamó al cielo y Caseros fué…

De pie, con su elegante figura, con los ojos chispeantes, todos le contemplaban bajo una atracción misteriosa. Habló largo rato con palabra de fuego, colorida, poco lógica, pero irresistible. El argumento flameaba como una bandera de guerra y él mismo creía sentir el olor del combate.

¿Cómo rebatir esas cosas? ¿Cómo hacer oir la razón cuando el corazón late a reventar? Las manos se estrecharon en un movimiento impetuoso que hizo acallar todas las dudas, y la resolución suprema se adoptó. El porvenir podía ser obscuro, los negros vaticinios del anciano realizarse, el esfuerzo ser inútil, pero, en el fondo, jamás un grupo de hombres tuvo la conciencia más pura en el momento de aceptar el sacrificio. Allá, a lo lejos, en el seno de las sociedades secularmente organizadas, hay una eterna sonrisa para nuestras asonadas americanas, y, sin embargo, ¡cuánta virilidad, cuánta altura de pensamiento importan muchas veces! Esa fatalidad histórica es nuestra cruz; llevémosla sin desesperar, porque, en el fondo del caos aparente, se mueven ya los elementos de la organización definitiva.

1884.

Aguafuerte

D'après Zurbarán.

…El corazón de Rejalte yace en silencio, había dicho alguien del fraile. Tal era la impresión que recibía el que por primera vez veía a ese hombre, cuyo aspecto helado, seco, en vez de la consunción por el fuego de una pasión íntima, revelaba la mediocridad de una naturaleza moral sin resortes para la exaltación. Hijo de un obscuro maestro de escuela de la colonia, cuya vida entera había trascurrido en Córdoba, Rejalte había heredado de su padre una inteligencia limitada, un carácter porfiado hasta el absurdo y una moralidad circunscripta y severa. Educado en el seminario, corrió allí su juventud fría, sin sentir una sola vez el impulso de curiosidad por conocer lo que pasaba en el mundo fuera de las cuatro paredes que formaban su horizonte. Cuando llegó la adolescencia, la savia primaveral que trepa al tronco de las palmeras más opulentas como al de los arbustos más raquíticos, llenó un instante el corazón y la cabeza del flaco seminarista. En la estrechez de su devoción, Rejalte sintió con horror esa agitación desconocida y con la tenacidad de un sectario, la combatió por la abstinencia y la oración, por el cilicio, las largas horas pasadas en el claustro desnudo y la concentración del pensamiento en el Sér divino que su inteligencia le permitía concebir, no un Dios de amor y de paz, manso y perdonador, sino el Jehovah bíblico, oculto y temible, reinando en el paroxismo de la ira, la mano pronta a la venganza y rápida.

Rejalte había perdido a su padre muy niño aún; cuando al cumplir los veinte años salió del seminario para recibir las órdenes y ejercer el sacerdocio, su alma no había sentido un solo cariño humano, una sola afección capaz de suavizar la rigidez impresa en su espíritu por la tristeza de la atmósfera en que había vivido. Era un hombre vulgar, sin pasiones, sin luchas íntimas, sin exigencias intelectuales. Jamás tuvo una duda, jamás se permitió una lectura que pudiera arrojar un germen de turbación en él, no por temor, sino por falta de curiosidad y por la disciplina estricta que le apartó toda su vida de los libros marcados en el Index. Como un soldado, veía el camino recto ante él. No aspiraba a ascender, no tenía ambiciones ni necesidades. Los grandes problemas de la filosofía religiosa, esa agitación moral que el estudio sincero y venerado de la teología despierta en el alma de la mayor parte de los sacerdotes de buena fe, no existían a sus ojos. Durante el curso de sus estudios especiales, continuados en todo tiempo, no levantó una sola vez la cabeza del libro sagrado, para perder la mirada en el espacio y caer en el sueño penoso de la especulación. Sabía su oficio como un buen oficial sabe la táctica. Para él, los nombres de Lamennais, de Montalembert, de Falloux, del mismo Ozanam, tenían idéntica significación que los de Lutero, Calvino o Zwingle. No conocía uno solo de los libros de controversia escritos en nuestro siglo; jamás leyó una página de Renan, no por temor, lo repito, sino por la ausencia absoluta, por la atrofia nativa de toda curiosidad intelectual. Su religión era un conjunto de reglas claras, concretas, definidas, cuya enumeración encontraba en la historia canónica y cuya observancia no permitía la menor desviación. Jamás se encontró frente a un conflicto, porque el mundo de carne y pasiones, para cuyo gobierno moral se ha hecho la religión, no existía en su concepto. La fe no se revestía a sus ojos de los caracteres celestes con que la cubrió la predicación inmaculada de Jesús; era simplemente un deber, idéntico al del obrero honrado que en las horas de trabajo no escasea el esfuerzo ni la perseverancia. La palabra fanatismo, que pesó constantemente sobre él, no le era aplicable. El fanatismo importa calor y pasión, es capaz de crear, renovar, agitar ideas y suscitar emociones. La religión de Rejalte era fría, definida y sin ideal. Nunca sintió tampoco rozar su alma, ni aun en los largos años pasados en la tumba claustral de un convento boliviano, por las alas de aquel misticismo callado que nace en las soledades y que, bajo la meditación, consuela. No fué un acceso de amor divino, no fué una necesidad moral la que le llevó al triste convento; para él el mundo entero era un convento. Ni en la sociedad ni en el claustro necesitó jamás esfuerzo. No había metodizado su vida, ni disciplinado su espíritu. Como la hoja que, al brotar en el árbol en un botón imperceptible, tiene ya marcada su forma y su color, la vida espiritual de Rejalte, por un capricho de la naturaleza, se había sustraído a la ley de variación que la influencia del mundo determina.

 

Pasó cinco años en el convento, simple fraile, sin pretender a los pequeños honores que en aquella existencia de desesperante monotonía y sordas rivalidades, se persiguen con igual tenacidad que las grandezas de la tierra. El no pensó en ellas y nadie pensó en él. Cuando pasaba por el claustro con su fisonomía yerta, sin un vestigio de pasiones, pero también sin el reflejo soberano que da la serenidad conquistada sobre el tumulto moral vencido, los tristes frailes, jóvenes aún, que morían lentamente, minados por el invencible recuerdo de su vida destrozada, le miraban con cólera y envidia. Rejalte no los veía, no los comprendía. Nunca el aspecto de un hombre heló más la expansión en el labio ajeno. El cumplimiento de los deberes mecánicos del culto, llenaba gran parte de su tiempo; durante el resto, leía siempre los mismos libros sin que jamás una idea nueva se levantara. Para su alma nada era sugestivo. Comprendía la letra y la letra le bastaba. La vivificación por el espíritu no tenía sentido para él. En el orden de las criaturas animadas, tal cual la naturaleza lo ha creado, Rejalte era un monstruo. Esa frialdad, sin dolor y sin pesar, habría sido terrible como base de una inteligencia de vuelo elevado. La mediocridad absoluta de ésta fué, en este caso, la defensa del calor vital que se anida en la aglomeración humana.

Uno de sus viejos profesores, espíritu débil, sin voluntad, vegetativo, fué hecho obispo y le llamó a su lado. En 1870 acompañó al prelado a Roma. La influencia que la atmósfera de la ciudad eterna ejerció sobre Rejalte, puede compararse a la que tendría un veneno o un bálsamo vivificante sobre un cuerpo inanimado. En San Pedro, sus ojos no vieron más que el altar durante el oficio y el libro. Asistió a una sesión pública del concilio y no volvió. Esperó el resultado sin premura, sin impaciencia, sin agitación. Una vez conocido, lo anotó. En adelante, el Papa era infalible, como Cristo está presente en la hostia; era un dogma, sin época, sin ubicación en el tiempo y el espacio, sin conexión con el estado de la iglesia; era un dogma. Vino el Syllabus: sus autores mismos pretendieron explicarlo, atenuar la letra por el espíritu. Para Rejalte el comentario no existía, su inteligencia no lo necesitaba ni lo comprendía. Lo anotó como había anotado la infalibilidad, como anotó el dogma de la Inmaculada Concepción.

Su vida material en Roma, en cuanto era posible, fué la misma que en los Claustros del convento boliviano. El espíritu luminoso de Esquiú, turbado por la absorción en una sola idea, lanzó un grito de alarma al encontrarse por primera vez frente al progreso humano, profético en su adivinación, señalando en él el germen de muerte del catolicismo. Rejalte no vió nada de eso; cruzó los mares y media Italia sin adquirir una noción, sin el inquieto germinar de una nueva idea. Vió y habló un día al Papa; habituado al respeto mecánico de la idea encarnada en el Pontífice, la forma visible no le impresionó. Se arrodilló ante él como al alba, allá en el convento lejano, sobre la dura losa, para la oración de la mañana. Y nada más.

Volvió a la tierra, quedó al lado del obispo durante un año, y al vacar la vicaría de Tucumán fué nombrado para desempeñarla. No la había solicitado, no la rehusó. Se instaló en su nuevo puesto, pobre y humildemente. Jamás había tenido en su poder más dinero que el estrictamente necesario para la vida material. A los seis meses vió que el curato de Tucumán era rico. La idea de reunir una pequeña fortuna no pasó un instante por su espíritu. La caridad era un precepto y lo cumplió, sin sacrificio y sin placer. No tenía el secreto de aumentar, de centuplicar el valor de un don con la palabra generosa que lo realza y lleva el consuelo al alma, al par que el pan al cuerpo, como tampoco la facultad de gozar de esa profunda y serenadora fruición que es el premio divino del ejercicio de la caridad. Sabía que su guardarropa, su cocina, su casa, consumían tanto al año; tanto las exigencias del culto. Una vez reservada la cantidad necesaria, daba el resto de una manera mecánica. Todos los sábados la vieja ama de llaves formaba en fila, en el patio de la vicaría, los pobres habituales y hacía el reparto. Rejalte no aparecía jamás.

En aquella pequeña sociedad tucumana, llena de movimiento, vida e imaginación, Rejalte cayó como un soplo helado. Las mujeres se sobrecogieron y los hombres fruncieron el entrecejo. Durante un mes la sociedad y el vicario se miraron como dos adversarios que se estudian. Pero Rejalte no estudiaba la sociedad; en la parroquia más mundanal de París o en Burgos, en el siglo XVII, se habría conducido lo mismo. Tenía una inflexibilidad orgánica que era su modo genial de ser, arriba de toda contingencia. La reserva que se le manifestó, si es que de ella se apercibió, no le hizo la menor impresión. Al fin se habituaron a él. Las autoridades civiles desarmaron las primeras. Rejalte no tomaba la menor ingerencia en la política militante, que le era absolutamente indiferente, en tanto que no tocara en nada a los derechos de la iglesia, el menor de los cuales formaba para él la base y la esencia de la religión. En ese terreno habría sido de una intransigencia de hierro. Así, las autoridades laicas huyendo y temiendo todo conflicto de carácter religioso, se tranquilizaron al constatar que Rejalte, el primero, no lo crearía. La sociedad al mes no pensó más en el vicario, cuya vida silenciosa se sustraía al comentario. El hecho de su caridad, por otra parte, le hizo ganar en consideración, y ayudado por la insignificancia de su personalidad, sintió pronto el tiempo correr sobre él, sin que un día se distinguiera sobre otro. Las tímidas criaturas, habituadas a abrir su alma al viejo vicario muerto ya, que las había visto nacer y que las acogía suavemente y con cariño, sentían, sí, al aproximarse al confesionario en cuyo fondo se dibujaba la rígida figura de Rejalte, cierto temor instintivo, justificado por la severidad del confesor que les quitaba todo el consuelo que las almas religiosas encuentran en esa práctica católica. Las viejas beatas, por el contrario, nadaban en la gloria; Rejalte era para ellas el ideal y pronto su nombre sonó en labios secos y descoloridos con la unción con que pronunciaban los de los bienaventurados. El vicario tenía la misma palabra, el mismo acento e idéntica expresión para la virgen de diez y seis años que venía temblorosa a mostrarle sus tenues nubes morales, sus tímidas y secretas aspiraciones, efluvios con que el aliento de la primavera llenaba sus pechos, – que para la devota solterona que a los cuarenta años tenía el alma seca y arrollada como un pergamino…

1884.

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