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Juvenilla; Prosa ligera

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Carlos llegó a tiempo para pasar dos días al pie de su lecho y recostar en su seno la cabeza querida en el último momento.

Una desesperación honda y callada se apoderó de él. En esos instantes, los amigos no bastan. El alma aspira al dolor con una voluntad persistente e invencible. La vida de la ciudad se le hizo insoportable y fué a pasar sus horas de amargura en uno de los establecimientos de campo que formaban su patrimonio.

Su vida de dos años, con raras apariciones en la ciudad, pasada en la atmósfera serena y monótona de los campos, borró la impresión aguda, dejando sólo la melancolía del recuerdo que jamás se olvida, pegado al corazón hasta la tumba. Ese aislamiento voluntario tiene el peligro del embrutecimiento, si no hay voluntad para resistir la inerte tendencia animal que empuja a la vegetación, al acuerdo inconsciente con todo lo que vive y muere alrededor. La música, la lectura, las visitas de sus amigos, la larga correspondencia subjetiva, salvaron a Carlos. Un incidente le determinó venir a Buenos Aires. En una campaña electoral uno de sus amigos fué candidato a la diputación nacional. El comité, conociendo las relaciones de éste con Carlos y deseando atraer un hombre que en tres partidos de campaña podría presentar quinientos electores perfectamente alineados, a caballo y con facón, sin más voluntad que la de Don Carlitos, nombró secretario a Narbal. Este, a pesar de no tener gran afición a la política, aceptó en el acto, en obsequio de su amigo. Además, la plataforma de la lucha del momento era la cuestión clerical. En ese terreno Carlos, hombre de ideas liberales y tolerantes hasta el extremo, opinaba, como toda la gente razonable, que lo mejor es no meneallo. Pero como cuando hay dos que pueden menear algo, no basta que uno solo no quiera hacerlo, resultó que los clericales menearon de tal manera que fué necesario salirles al encuentro. Como siempre, el público, el pueblo, quedó indiferente. Pero la emulación intelectual, los pinchazos por la prensa, la polémica que arrebata, acabaron por comunicar a los combatientes la falsa convicción de que se encontraban en presencia de uno de los más graves problemas que se hubiera presentado desde el "día de la organización". Un artículo cualquiera fué atribuído a Carlos por una hoja clerical. Como el artículo no era bueno, la réplica fué sabrosa, sin que faltara la alusión "a la gente que mide su competencia por el número de vacas que posee" o que cree "que basta saber inglés para entender de todo". En seguida, toda la guerrilla guaranga de los sueltistas que, a pesar de tener una idea muy vaga y difusa de lo que significa patronato y que a veces dicen cañones por cánones, se tratan unos a otros de gran batata, monigote y demás gentilezas de un gusto perfecto.

Carlos se irritó. En su vida había publicado nada, pero tenía los cajones de su escritorio repletos de todas esas cosas que se escriben en la juventud. "Sueños", más o menos fantásticos, "Recuerdos", conatos de novela, biografías de próceres, versos, etc. La pluma no le era un instrumento desconocido ni la cuestión tampoco, a cuyo estudio había dedicado el último año de su vida de campo. Replicó, la polémica se hizo más extensa y levantada, creyó tener por adversarios, bajo el anónimo de la prensa, a hombres del valor de Goyena y Estrada y con el respeto de sí mismo que jamás le abandonaba, resolvió suspender la improvisación del momento que a veces desvirtúa la idea, esparciendo los argumentos, y después de un mes de laborioso esfuerzo publicó un nutrido folleto titulado "La Iglesia ante la sociedad política".

El libro hizo efecto; escrito en un estilo simple y elevado, con una cultura no desmentida y un verdadero respeto a la religión, quitó en la réplica a sus adversarios el derecho a la invectiva, sin la cual un escritor clerical de la buena escuela no hace nunca nada que valga la pena. El nombre de Carlos, hasta entonces desconocido o poco menos, tomó cierta celebridad. En la memoria del pueblo se reavivó el recuerdo de su padre y de su abuelo, hombres dignos y que habían servido bien a su país y pronto sintió Carlos que se abría ante él un porvenir que no había sospechado.

A los veintitrés años se encontró en una de las posiciones más envidiables que es posible alcanzar en nuestra tierra y en muchas otras; un nombre respetado, una fortuna sólida que crecía todos los días en el movimiento progresivo del país, con la estimación general y el cariño profundo de sus amigos, inteligente e ilustrado y todo esto acompañado de una figura elegante.

Alto, delgado, grandes ojos pensativos y de mirar abierto y franco, culto y correcto, sin aquella afectación inglesa que es la caricatura del género, un tanto callado, haciendo poco o nada por divertir la rueda, pero apreciando como el que más los buenos rasgos de espíritu, con buenas costumbres por exceso de lujo, su entrada en nuestra sociedad porteña fué sembrada de flores.

Hay hombres que apenas llegan a la plenitud de su fuerza moral, no tienen más pensamiento fijo que el de encontrar una compañera para la gran ruta de la vida. Carlos era uno de ellos; allá en el fondo, había resuelto casarse, sin comunicar su proyecto ni aun a sus más íntimos amigos, por temor, no sólo del combate diario contra las presuntas suegras, sino sobre todo de perder, en la caza implacable de que sería víctima, todas sus ilusiones y esperanzas.

Naturaleza seria y reposada, sentía una repugnancia instintiva por todas esas pueriles escaramuzas del amor, tan comunes en nuestra tierra.

– ¿Pero qué tiene eso de particular, Carlos? – le decía una noche uno de sus amigos, joven elegante, sin más pensamiento que la mujer, de eterna buena fe en sus entusiasmos, creyéndose sinceramente enamorado de la última con quien hablaba, escéptico contra el matrimonio, predestinado por lo tanto a casarse con una contralto cualquiera. – ¿Qué tiene de particular que en vez de hablar de nimiedades en un salón, se cante a una mujer joven y linda la canción soñada cuya música adivina sin que la letra haya llegado a su oído? Hay una especie de convención social que sonríe ante esos amores primaverales y no les da importancia alguna. A más, la pureza sale sin mancha de esa esgrima del sentimiento que sirve para conocerse a sí mismo y no tomar por un afecto profundo la veleidad de un atractivo pasajero.

– Te equivocas, replicaba Carlos tristemente. Esa convención social en cuya protección buscas la impunidad, no existe ni puede existir. Por lo que a la mujer toca, ¿no comprendes que en eso que has llamado la esgrima del sentimiento pierde toda la inmaculada inocencia que hacía su encanto? ¿No has oído mil veces a tus mismos amigos, en esas largas charlas del club, fijar su ideal de esposa en una criatura que hubiera abierto para él solo y único la virginidad del alma? ¿Quieres un ejemplo? Hace un año, en un gran baile sumamente fastidioso, te dió a tí mismo que me hablas, por enamorar a esa hermosa y buena criatura que se llama Julia X… Como de costumbre, esa noche te enamoraste perdidamente, lo que no impidió que a la mañana siguiente te hubieras olvidado por completo de tu campaña. – Tres meses después, Jorge tuvo la inspiración de proceder a la misma esgrima en circunstancias análogas. ¿Cuántas veces les he oído entregarse a la eterna broma de las reconvenciones recíprocas y tacharse, riendo, de deslealtad? ¿No crees que ese incidente bastaría para detener a un hombre caviloso que hubiera pensado seriamente en hacer de Julia la compañera de su vida? No es por cierto porque la pobre criatura haya desmerecido ni que su pureza sea sospechada; pero la fuerza de las cosas es así. El escepticismo fundamental de ustedes en materia de mujeres, sólo puede ser vencido por la fuerza de la inocencia absoluta, indiscutible. Una mujer que ha tenido amores con un hombre, por más ideales y castos que hayan sido, parece conservar sobre sus labios, a los ojos extraños, el rastro de un beso furtivo. Me dirás que un beso es nada; a veces es un abismo.

– Pero no se llega siempre al beso, Carlos.

– ¿Quién lo sabe? ¿Quién va a preguntarlo? ¿Quién te creerá si niegas, como es tu deber? La duda basta. ¿Además, por ustedes mismos, qué necesidad tienen de ir a buscar en el mundo donde se reclutan nuestras madres, que será el de nuestras hijas, esas vanas satisfacciones del amor propio que con un poco de dinero y audacia, se obtienen tan fácilmente en otra parte?

– ¿Quieres hacer entonces de nuestra sociedad un convento?

– No; quiero sólo una concepción vasta y completa del honor: he ahí todo. Para ustedes, la altura desinteresada en materia de dinero y la suceptibilidad exquisita que pone la espada en la mano por una nimiedad, constituyen el código completo. El engaño de una mujer joven y candorosa, que cree cuanto le dices, porque no tiene razones para dudar, el desgarramiento moral que sucede a la desilusión, el compromiso de la felicidad de su vida entera, ¿no te parece un acto tan reprochable como el de dejar de pagar tres o cuatro mil pesos a uno de esos barbones del Club, que apoyándose en su experiencia y sangre fría, te ganan todas las noches al bésigue?

– ¿Es decir, que no debemos ni aún ser sociables?

– ¡Es curioso! ¡Parece que pretendieran ustedes serlo! ¡Sociables! ¡Pero si ni idea tienen de lo que es la sociedad! Pasan ustedes la vida en el Club; jamás una visita, jamás esas atenciones cordiales que son el encanto de la vida. En el teatro, o metidos en el fondo de la avant-scéne, fumando como en un café, o paseándose en el vestíbulo en los entreactos. Viene un baile; a amar con la primera que cae, cuestión de tener a quien clavar los anteojos en Colón. – Por el contrario, les pediría más sociabilidad, más solidaridad en el restringido mundo a que pertenecen, más respeto a las mujeres que son su ornamento, más reserva al hablar de ellas, para evitar que el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su manito de tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fué amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia… Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles, cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa, ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día, los argentinos disminuímos. Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él.

 

– ¡El cuadro de la aristocracia austriaca!

– No la critiques, que tiene su razón de ser. Es la defensa de la naturaleza. Tú conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero es de derecho natural también el perfeccionamiento de la especie, el culto de las leyes morales que levantan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas, la protección inteligente del arte y de toda manifestación intelectual. Eso se obtiene por una larga herencia de educación, por la conciencia de una misión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es la razón de ser de la aristocracia en todos los países de la tierra, tenga o no títulos y preocupaciones más o menos estrechas. Entre nosotros existe y es bueno que exista. No lo constituye por cierto la herencia, sino la concepción de la vida…

Con semejantes ideas no era extraña por cierto la reputación de aristócrata que Carlos adquirió. Sonreía y dejaba decir, observándose con una rigidez implacable para poner de acuerdo sus actos con sus principios.

1884.

A las cuchillas

A Eugenio Garzón.
I

La idea de volver a la patria se había presentado al espíritu de Narbal inseparable de la de no vivir en Buenos Aires. ¿Por qué? No lo discutía, no lo analizaba. Era una aprensión nerviosa y tenaz, que le hacía considerar el retorno a la existencia de otro tiempo, como una fuente de amarguras insoportables. Además, el grupo simpático se había disuelto por los azares de la vida y era muy tarde ya para pensar en crearse nuevos cariños. Lorenzo se había casado hacía cinco años y los tres hijos deliciosos que encantaban su hogar, le habían convertido en el burgués pacífico, trabajador y tranquilo, que era a sus ojos, en épocas pasadas, el tipo perfecto del embrutecimiento humano. Muchos, la mayor parte de sus antiguos camaradas, habían seguido el mismo camino, aunque algunos sin transformarse, continuando bajo la cadena conyugal, bien ligera para ellos, sus viejos hábitos de club, de sport, de juego y todo lo que acompaña la vida fácil. A veces, Carlos, solo, por las mañanas, mecido por el paso lento e igual de su caballo, evocaba el recuerdo de los compañeros de juventud y comparaba su vida actual a la que se presentaba ante él. Uno había abrazado con pasión la carrera militar y acallando sus gustos sociales, su amor a los placeres, vivía perdido, pero no olvidado, allá en la remota frontera, batallando obscuramente con los indios, conquistando palmo a palmo comarcas enteras para entregar a la civilización, soldado y explorador, desenvolviéndose en la vida militar moderna, concebida con inteligencia. ¡Feliz él, que veía la ruta recta y luminosa abrirse ante sus pasos! Otro, en un acto de energía, se había arrancado a la patria y la servía con toda la fuerza de su espíritu y el amor de su alma, allá en lejanas tierras americanas, donde el nombre argentino estaba olvidado y que él hacía sonar perseverante y respetuoso. Aquel, joven, brillante, por quien Narbal había sentido siempre una vivísima simpatía, dejaba correr la vida insensiblemente, como algo que le fuera extraño, después de haber bebido también su cáliz y buscado la muerte honrosa del combate… Perdía, recorriendo así el pasado, la noción del tiempo; las figuras se borraban en una penumbra indecisa y le parecía que esos hombres habían vivido largos años atrás y que él mismo sobrevivía a un viejo mundo desvanecido. A veces, una figura delicada, esbelta, cruzaba su memoria e, involuntariamente, detenía su montura y entrecerraba los ojos buscando el nombre de la visión fugaz… ya había pasado y otra la reemplazaba. La asociación de recuerdos bajo la actividad del espíritu le hacía por momentos recorrer su vida entera en un relámpago. Empezaba la evocación sonriendo y concluía en un quejido.

Narbal había buscado la existencia vegetativa y la sentía a cada instante alejarse de él. Los trabajos del campo a que se entregó con vehemencia, le fatigaron al cabo de un mes. Muerta la curiosidad intelectual, los libros no le decían nada, la pluma le inspiraba repulsión, un cansancio mortal le oprimía. Vencido a medio día por el sueño, se preparaba largas noches de insomnio, de las que salía profundamente quebrantado. A la verdad, el corte definitivo estaba ya adquirido, hasta el punto que, si un milagro hubiera hecho desaparecer el pasado, el estado moral de ese hombre no se habría modificado. Más que insoportable, la vida se había hecho indiferente para Narbal: todo le era igual, nada le atraía. No hablaba, cesó de montar a caballo y los interminables días de la campaña corrían lentos sin que se moviera de su cama, en la que, tendido, fumando, dormitando, pasaba las horas muertas.

Quince días después de su llegada había recibido una larga y afectuosa carta de Lorenzo, en la que éste se quejaba con cariño de la conducta de Carlos a su respecto. Narbal contestó, sin disculparse. Una correspondencia seguida se estableció. Lorenzo, que al principio no había querido hablar de su mujer, de sus hijos, por un sentimiento de exquisita delicadeza, abordó el tema con franqueza un día. "Ven, le decía, mi hogar será el tuyo; estoy seguro de que las caricias de mis hijos te calentarán el corazón. Hay entre ellos un personaje de tres años, rubio, alegre, preguntón, con unos ojos llenos de malicia que, si recuerdo bien tu amor a las criaturas, te va a conquistar. Figúrate que te apasiones por ese muchacho; la salud moral no está lejos." Era tarde ya.

Hacía tres meses que Narbal se encontraba en la Quebrada, cuando recibió una carta de Lorenzo que produjo en él la primera impresión violenta desde largo tiempo atrás. ¿La había escrito el amigo en un momento de sincera indignación o ensayaba, bajo esa forma, estremecer las fibras anestesiadas del corazón de Carlos? Tal vez ambas cosas. La carta decía así:

"Mi querido Carlos: Te escribo en un momento, de profunda agitación para todos nosotros. Los diarios adjuntos te impondrán de lo que acaba de pasar en Montevideo. Las instituciones han sido pisoteadas, los poderes constituídos derribados por un motín de cuartel, el degüello, el viejo degüello salvaje, reaparecido en las calles, y, como siempre en ese desgraciado pedazo de tierra, la barbarie ha triunfado de la civilización. Los hombres de pensamiento y de honor, viejos y jóvenes, que no han sido asesinados o metidos en un calabozo, han tomado el camino del destierro. La mayor parte han conseguido pasar a Buenos Aires y se encuentran aquí sin recursos de ningún género y, por todo bagaje, con aquella enorme altivez que les conoces y que les impide aceptar el menor auxilio. Nuestra prensa, felizmente, ha condenado unánime el atentado. Nadie lo dice, porque sería absurdo, pero está en todos los corazones el deseo de que el gobierno, por los mil medios indirectos que tiene a su alcance, intervenga de una manera favorable a la causa de la justicia. No se trata aquí de blancos ni de colorados. La cuestión es entre los herederos de las hordas semibárbaras de un López o un Carrera y los hijos de aquellos que combatieron contra Rosas al lado de nuestros padres. O el año 20 o la marcha adelante!.."

"Anoche reuní algunos amigos en casa; no había sino un oriental, Castellar, con quien, como sabes, me liga una vieja amistad. Llego anteayer, herido. Parece que ha salvado la vida milagrosamente y que el cónsul inglés le embarcó por la noche. No tiene más que un pensamiento: organizar una expedición. Es un carácter entusiasta y generoso, que vive en la obediencia de un espíritu soñador y visionario. Cree y afirma con una convicción profunda que se comunica, que bastará la presencia de 200 hombres bien armados, en un punto cualquiera del litoral oriental, para determinar un levantamiento del país entero. Todos ellos, es decir, unos cincuenta jóvenes, están resueltos a tentar la aventura y Castellar hablaba en su nombre anteanoche. Ellos, que por nada aceptarían una invitación a comer, en la imposibilidad de devolverla, han jurado, si es necesario, ir de puerta en puerta, por las calles de Buenos Aires, para mendigar con el sombrero en la mano, pero la frente levantada, un fusil para sus manos inermes. No tienes idea del efecto que nos produjo la palabra inflamada de Castellar. Al principio, esa declamación, natural a los orientales en el estilo y en la oratoria, que nos parece una falta de gusto, trajo sonrisas sobre muchos labios. Pero cuando se empezó a sentir el calor real que los animaba, cuando Castellar habló de mujeres insultadas, de ancianos asesinados, del porvenir de toda una generación, roto en esa bacanal de sangre y robo; cuando dijo, sencillamente esta vez, que todos ellos preferían morir a la vida con el cuadro constante de esa depresión profunda de la patria; cuando se puso de pie, pidiéndonos armas, a nosotros, los felices, que habíamos salido para siempre del lodo, te aseguro que las sonrisas habían cesado y fué con viril emoción que todos lo estrechamos entre nuestros brazos, como si en ese instante representara su pobre tierra escarnecida."

"Por lo pronto, tenemos por base los cincuenta rémington y que hace tres años reunimos para defendernos del famoso golpe de mano anunciado y que felizmente nunca tomó forma. Cada uno de nosotros va a ponerse en campaña y no dudamos reunir en una semana dos o trescientos fusiles. El embarque puede ofrecer dificultades; pero Jaramillo, que acaba de ser gobernador de La Rioja, que ha llegado hace un mes de senador al Congreso y que asistió a la reunión, nos ha tranquilizado al respecto. Es amigo particular y político de los ministros de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina y no cree difícil obtener de ellos, ayudado por otra parte por el sentimiento público, que no se fijen mucho si los subalternos hacen la vista gorda."

"Pero no es eso todo; hay gastos indispensables y no hay un peso. Se trata de equipar unos cien hombres, y lo más serio, de fletar un vapor por un precio que haga aceptar al armador todos los riesgos de una empresa semejante. Hemos iniciado una lista de subscripción y tenemos ya cerca de dos mil duros reunidos. No dudando que tú me enviarías algo, pero deseando ponerte en guardia contra tí mismo, te he apuntado por 200 duros, que te ruego des orden a tu apoderado para que me los remita."

"No puedo ser más largo, porque tengo la casa llena. Mi mujer está asustada y anoche me ha hecho jurar sobre la cabeza de mis hijos que no pienso tomar parte en la expedición. Me eché a reir, pero la verdad es que respiramos una atmósfera que predispone a todas las locuras imaginables. Por lo pronto, dos o tres de los muchachos (¡los muchachos! ¡si vieras qué mal empieza a sentarnos el nombre!) irán en la expedición, unos por curiosidad, otros por hastío. Hubo un momento en que Jaramillo, ¡un venerable padre de la patria!, casi se compromete a acompañarlos. Me costó un triunfo disuadirlo; quería a toda costa poner un reemplazante, pero Castellar ha declarado que no quieren gente mercenaria y que, por otra parte, lo que va a sobrar son hombres, así que pisen el suelo oriental."

"Excuso decirte que los huéspedes forzados son los leones del día; la mecha de Eugenio está más irresistible que nunca, cubriendo la frente sombría y fatal del proscripto. Ha hecho la conquista de nuestro Vespasiano, a quien las graves ocupaciones curules no impiden, por cierto, mariposear como en los tiempos en que se levantaba una bailarina del Colón como un atleta cien kilos."

 

"Te escribo a la carrera y nervioso; la expectativa de la acción nos electriza. ¡Puedes figurarte con qué ansiedad vamos a esperar los sucesos!"

"Cariños de mi mujer y un beso de mis hijos."

Lorenzo.

– "P. D. ¿Qué has hecho del Winchester de repetición que tenías antes de tu partida a Europa? Si lo dejaste en Buenos Aires ordena que me lo entreguen. Jamás la sangre que derrame correrá más justamente."

V.

La tarde empezaba a caer cuando Narbal concluyó de leer los diarios que le había remitido Lorenzo. Nacido en Montevideo, conservaba por su cuna casual ese afecto orgánico que liga al hombre como a la bestia al punto en que viene a la vida – y sentía en su alma, ásperamente, la ignominia de ese gentil pedazo de suelo, tan bello, tan atrayente, tan hecho por la naturaleza para ser hogar de un pueblo libre y feliz… Pasó la mano por su frente, hizo ensillar su caballo y se echó a vagar por la llanura. El cielo, de una claridad admirable, empezaba a tachonarse de chispas brillantes y una calma profunda reinaba sobre los campos que se preparaban para el sueño. Y él, con la mirada perdida en ese portento de paz, pensaba en las familias que, a la misma hora, en el duelo y el llanto, temblaban por el hijo perseguido, por el viejo padre prisionero o lloraban sin esperanza el hermano bárbaramente sacrificado. Levantó la frente, una expresión viril se pintó en su rostro, que una ráfaga interior iluminó, y a lento paso volvió a su triste rancho.

II

Lorenzo decía la verdad; los sucesos de Montevideo habían producido una intensa agitación en Buenos Aires. Una fibra del corazón común había sufrido y las otras se estremecían. La política, los partidos, los antagonismos personales, todo había desaparecido ante la brutalidad de los hechos, que hacían revivir, en la memoria de los viejos, los cuadros sangrientos del pasado e inflamaban el espíritu de los jóvenes, ardientes por probar, como los mayores, que también ellos amaban la libertad y eran capaces de sacrificarse por ella.

No se hablaba de otra cosa; los diarios se habían pasado la voz, los corrillos no salían del tema obligado y hasta la rueda de la Bolsa, en los momentos de reposo, parecía moverse como un trípode espiritista, al eco de palabras generosas y maldiciones elocuentes a las que por cierto no estaba acostumbrada. El momento era propicio y convenía batir el fierro mientras estaba caliente. Así lo comprendió Castellar.

Era el tipo completo del oriental, con todas sus aberraciones y sus virtudes. Inteligencia clara, tal vez un poco superficial, pero abarcando con el extraordinario aplomo que da la inmisión prematura en la vida pública, todas las cuestiones susceptibles de determinar una opinión; fogoso, paradojal, armado de juicios hechos, definitivos y casi ásperos en su forma intransigente, bravo, lírico a fuerza de exaltado, girondino en la palabra, digno del cenáculo en el estilo, a tres mil leguas de la evolución positivista del espíritu moderno, leyendo y citando de buena fe los libros de Pelletan, encantado del "París en América" de Laboulaye, que acababa de leer y que hoy huele a moho; entusiasta por Artigas, sobre cuya acción real estaba muy vagamente informado, pero que la tradición de su país le presentaba como la encarnación de la nacionalidad; colorado fanático, pero orgulloso de la noble defensa de Paysandú; adorando a Juan Carlos Gómez, pero atribuyendo a una ofuscación del espíritu de su héroe la concepción de la patria grande, tal era el corte intelectual del joven que probaba por primera vez las amarguras de la proscripción. Entre sus compañeros había, por cierto, hombres de autoridad considerable y de pensamiento reposado; pero ellos mismos habían comprendido que lo que se necesitaba en esos momentos no eran demostraciones lógicas de que asesinar la gente y derrocar gobiernos a lanzadas es una barbaridad, sino corazones calientes que, comunicando la indignación, supieran utilizarla. Por otra parte, viejos aguerridos de la política, diez veces desterrados, diez veces batidos en empresas de reivindicación armada, su preocupación principal era ocultar a los jóvenes, llenos de entusiasmo, su invencible y fundamental desesperanza.

Cómo y por qué la elección de jefe militar de la expedición cayó en el Coronel Galindo, sería cuestión difícil de resolver. En esos momentos de exaltación, el deseo ardiente de encontrar un caudillo favorable, hace que cada uno por una complicidad inconsciente y generosa, adorne al elegido con todas las virtudes ideales a que aspira. Galindo "era un bravo, tenía una inmensa popularidad en los departamentos de la costa del Uruguay, conocía palmo a palmo el terreno de las futuras operaciones, era un hombre seguro, sobre el que nada podrían ni las amenazas ni las promesas de los que mandaban en Montevideo, tenía íntimas relaciones con muchos de los principales jefes del ejército argentino, inspiraba confianza, etc., etc." Tal lo pintaban los diarios que, con la indiscreción propia del oficio y yendo contra los intereses de la causa por la que manifestaban tanta simpatía, daban cuenta diariamente de todos los preparativos de la expedición, poniendo en serios apuros al Ministerio de Relaciones Exteriores y sirviendo de bomberos inconscientes a la gente que en Montevideo tenía la escoba por el mango. Galindo mismo, que al principio leía con asombro todos esos datos que refiriéndose a él, ignoraba por completo, acabó por convencerse de su importancia. En realidad, su vida, si bien confusa, era insignificante. Había servido en la guerra del Paraguay como teniente, se había batido bien, luego, en la patria, en una y otra revolución, había llegado a coronel, hasta que, después de la última, salvado a uñas de buen caballo por la frontera del Brasil, cinco años atrás, vino a caer a Buenos Aires. Naturalmente, al cabo de tres meses, abrió su correspondiente escritorio de comisiones, gestión de asuntos ante los dos gobiernos, despacho de aduana, órdenes de Bolsa, remates, etc., pero cuyo resultado positivo fué embrutecer por completo al joven dependiente que pasaba las horas muertas cebando mate y oyendo, dentro de una intolerable atmósfera de tabaco negro, eternas discusiones políticas en la que tomaban parte cuotidiana, a más del coronel y su socio, un rematador de Buenos Aires fundido, todos los vagos de ambas orillas del Plata que el azar empujaba hacia la calle San Martín, ubicación del famoso escritorio de Galindo y Cía.

A los tres meses, Galindo, agobiado por el peso del alquiler, se vió obligado a sacar las tablillas. Un cobro imposible al gobierno nacional se arrastraba como antes de que la sociedad lo tomara en mano y el jefe de una casa inglesa que, por una recomendación de Montevideo, había ido al escritorio de Galindo a darle una comisión, regresó de la puerta asustado por el tumulto. El bravo coronel fué a aumentar el número de despojos que flotan en las aguas turbias de la Bolsa, pescando aquí y allí, una pequeña comisión, dada por un especulador en ansia de despistar al adversario, practicando la multa con circunspección y asiduidad, atando, en fin, los hilos de fin de mes con tanto esfuerzo como necesitaba Fígaro para vivir. La palabra francesa vivoter explica muy bien ese vaivén instable de la fortuna, esa angustia perenne al principio, pero que pronto degenera (las pacientes dicen se regenera) en una indiferencia mezclada con la confianza indolente en una estrella, de poco brillo, pero que no se extingue nunca. Así vivoteó cinco años el coronel Galindo y en esa situación le encontraron los sucesos de Montevideo. Castellar, que le conocía de larga data, pero que sufría a su respecto la aberración del momento, vió en él al hombre de las circunstancias y le propuso ponerse al frente de la expedición. Galindo, pronto a todas esas aventuras por naturaleza, educación e instintos, aceptó en el acto, poniendo, por la forma, algunas condiciones referentes a la disciplina, a la absoluta independencia en la dirección de las operaciones militares, que acabaron por cimentar la confianza que se había resuelto depositar en él. Originario de Fray Bentos, aprovechó el azar para sostener sus extensas relaciones en la costa. Pidió doscientos hombres bien armados, un vapor a sus órdenes y completa latitud de acción.

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