Za darmo

Juvenilla; Prosa ligera

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Por fin llegaron los vapores de desembarco, se llenaron las formalidades sanitarias y pronto el buque quedó sólo con su tripulación y allá en la proa, los emigrantes apiñados, mirando con ojos de ingenua curiosidad cuanto pasaba a su alrededor y sintiendo pesar sobre su alma esa impresión de abandono que gravita sobre el extranjero al pisar por primera vez las playas de una tierra desconocida. Pronto la atmósfera fácil y cómoda de nuestra patria iba a borrar la nube de tristeza e iluminar la vida de esos desgraciados con las perspectivas de un porvenir seguro.

Carlos había bajado sencillamente en el vapor de la agencia, seguido de Pedro, silencioso siempre y grave en su levita abotonada hasta el cuello. Cumplidas las formalidades de aduana, Carlos hizo avanzar un carruaje y media hora después se encontraba alojado en un cuarto del hotel de Provence. A su llegada se le habían entregado cinco o seis cartas, que en ese momento leía con atención. Una de ellas, tres renglones escritos con una letra de una pulgada y con una ortografía capaz de hacer rugir de espanto a un académico español, parecía haberle causado viva satisfacción. Traducida, decía así:

"Desde el martes estoy con los caballos en el Azul, esperándole."

Tobías.

Las otras cartas eran puramente de intereses, cuentas, etc.

Carlos comió solo en su cuarto y al caer la noche encendió un cigarro y salió, después de indicar a un sirviente hiciera acompañar a Pedro al teatro Variedades.

Carlos tomó la calle de Reconquista, llegó a la plaza, la cruzó diagonalmente, entró por Victoria hasta Perú, dió algunos pasos a la derecha, pero, retrocediendo, tomó resueltamente hacia la izquierda. A cada instante, a pesar de la confianza que tenía en no ser conocido, por el cambio completo operado en su fisonomía en los últimos cinco años, ocultaba el rostro al pasar junto a alguna de sus antiguas relaciones. Iba agitado por el tumulto interior de sus sensaciones; echó una mirada vaga a los balcones iluminados del Club del Progreso, sus ojos se llenaron de sombras, inclinó la cabeza y siguió marchando lentamente. Así vagó cuatro horas, deteniéndose en un punto, mirando con atención una casa, impregnando la mirada con el espectáculo de la ciudad que tanto había querido y en la que marchaba hoy como un desconocido. A las 11 de la noche se encontraba en el Retiro, frente al río sereno y resplandeciendo bajo la luna. Uno que otro carruaje volvía de Palermo o tomaba la calle de Charcas; a veces una explosión de alegría llegaba a oídos del solitario.

Bien solo, por cierto. Esa alma debía estar enferma, rendida por una lucha sostenida tal vez sin energía, pero no por eso menos agobiadora. Y así, marchando en los sueños íntimos, llegó tristemente a su hotel, se tendió en un sofá, tomó un libro que pronto cayó de sus manos y quedó inmóvil, con la mirada fija en el techo. Su cara fué perdiendo la expresión adusta, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo ahogado pasó por su garganta. La reacción fué violenta, se puso de pie, enjugó el rostro, sonrió con desprecio de sí mismo, se paseó largo rato por la pieza y luego llamó a Pedro.

– El tren sale a las 7, Pedro. Que todo esté pronto.

Luego se acostó y empezó para él el infierno cotidiano de los que han perdido el dulce sueño reparador de la vida…

Corría el tren por los campos iguales y monótonos. En el vagón que ocupaba Carlos iban dos o tres personas desconocidas entre sí, lo que no impidió que a partir del almuerzo trabaran una larga conversación sobre los temas eternos de la vida de campo, la lluvia que hacía falta, porque los pastos estaban flojos, el cardo que tardaba, las barbaridades de los jueces de paz de los partidos respectivos a que pertenecían los viajeros, y por fin, la política, vista al microscopio, las profesiones de fe grotescas, una estrechez de espíritu inconcebible. Carlos oía con cierta atención la insípida charla; como los campos que atravesaba le traían la perdida nota impresional de la patria, así el palabreo que llegaba a sus oídos hacía revivir en su memoria el mundo normal en cuyo seno pasó su juventud. Luego sus ojos se perdían en la dilatada llanura, extensa como el mar y como él generadora de tristezas.

Pedro, solo y grave en un vagón de 2ª., miraba con asombro nuestros campos, buscando en ellos el cultivo, la subdivisión, el canal de riego, el bosque, el aspecto europeo, en una palabra. Una sensación indefinible le oprimía y a veces sacaba la cabeza por la portezuela, ansioso, en la expectativa de un cambio que no se producía.

Por fin, a la caída del día, el tren llegó al Azul; Carlos se dirigió a la posada. En la puerta del gran patio donde llegan las diligencias, carruajes y gente de a caballo, se encontraba un hombre recostado en un poste. Tendría de cuarenta a cincuenta años; alto, delgado, barba canosa, ojos negros serenos. Su traje era el de nuestros gauchos, chiripá, poncho, un modesto tirador viejo ya, un sombrero de felpa entrado en años y unas fuertes botas de baqueta, nuevas, compra sin duda de la víspera. A pesar de haber visto a Carlos, no hizo un movimiento. Este avanzó sonriendo hacia él y le puso la mano en el hombro.

– ¿No me reconoces, Tobías?

– Niño Carlos…

No pudo decir más; se sacó el sombrero, empezó a darlo vuelta entre las manos y se quedó mirando a Carlos con tamaños ojos de asombro.

– Sí, mi buen Tobías, estoy muy cambiado. Además, hace como diez años que no nos vemos. ¿Y cómo va la salud? ¿Y los hijos?

– Buenos todos, señor; los muchachos andan en tropa. Anselmo salió anteayer con una punta y Gregorio debe llegar mañana o pasado.

– ¿Y quiénes hay en la Quebrada?

– Manuel Tabares, cuatro peones y la vieja Nicasia.

– ¿Aún vive Nicasia?

– Cuando ha sabido que el niño iba a venir se ha puesto como loca.

– Bueno; tenemos tiempo de hablar. ¿Cuántos caballos has traído?

– Cuatro, por si acaso, aunque ninguno hemos de tener que cambiar.

– ¿Y el carro?

– Llegará mañana a la tarde. ¿Cuándo nos vamos, señor?

– Mañana bien temprano, para llegar con día.

– Saliendo a las seis estamos a las cinco en la Quebrada.

– Tobías, este hombre (y señalaba a Pedro, que, con un saco de noche en la mano, correcto e inmóvil, había presenciado el diálogo sin entender una palabra), este hombre es mi sirviente, pero no habla español. Dice que aunque no es muy de a caballo, quiere ir montado, en vez de esperar el carro. Dale uno de buen andar y manso.

– El moro, señor.

– Vaya por el moro. A las 5 me recuerdas con todo listo.

Desfiló el clásico menú de los hoteles de campaña en nuestra tierra. ¿Un buen puchero? ¿Un buen asado? ¡Jamás! Frituras, guisos pseudo-franceses, combinaciones de un chef que, para elevarse al arte cree deber salir de la naturaleza. Carlos recorrió la lista, recordó su experiencia pasada y pidió un ingenuo bife con dos de a caballo, una botella de cerveza inglesa y queso. ¡Ay de aquel que sale de ese régimen higiénico!

El cansancio del ferrocarril le dió algunas horas de sueño. Pero cuando a las 5 de la mañana Tobías vino a golpear su puerta, le encontró vestido y pronto a montar.

Así que dejaron el pueblo y que el espacio abierto se presentó, Carlos sintió esa sensación deliciosa que sólo los argentinos sabemos apreciar, cuando, sobre un buen caballo, se galopa por los campos en la mañana. Una leve brisa, fresca, con un olor sano e intenso, venía de oriente, donde el sol se elevaba ya, pugnando por abrir camino a sus rayos al través de un grupo de nubes. Las estancias esparcidas en la extensión de la llanura, como islas en un mar inmenso, manchaban con sus tonos obscuros la sábana de verde pálido en la que la vista se perdía hasta el confín del horizonte. Los caballos, contentos y briosos, resoplaban con energía, levantando sobre el camino resecado una nube de polvo, que iba a disolverse a la espalda en fugitivos remolinos. Un grupo de ovejas que comía al borde de la ruta se precipitaba al lado opuesto y detrás iba toda la majada, desatentada, como si corriera un peligro inmenso. Cuatro o cinco corderos quedaban rezagados, con la colita entre las piernas, enclenques, temblorosos bajo su cuero desnudo y arrugado, balando con un quejido lastimoso. Diez o doce madres habían dado vuelta cara y respondían al llamado sin cesar, como sacando la voz de las entrañas para que sus hijos las reconocieran. Un perro, girando a la carrera alrededor del rebaño, ladraba furioso al pasar junto al grupo de jinetes, cuyos caballos agachaban las orejas e hinchaban ligeramente el lomo. Luego, una manada de yeguas que sale a escape, se detiene a cincuenta varas y queda inmóvil, las orejas rectas, los ojos grandes e ingenuos. El sultán está a la cabeza, soberbio con su larga crin y opulenta cola. Brilla su pelo inmaculado como un tejido de acero. Un potrillo más audaz se acerca, hace una cabriola, rompe a la carrera, se detiene al pie de la madre y se pone tranquilamente a mamar. Las vacas son más reposadas; algunas levantan la cabeza, pero pronto la inclinan sobre la tierra y continúan rumiando. Uno que otro toro espléndido se cuadra noblemente, escarba el suelo y mira con arrogancia.

Los teros atronan el aire; parecen la bocina del derecho indio, clamando eternamente sobre la pampa contra la conquista europea. Avanzan audaces, cruzan a dos varas de los jinetes como una saeta y se pierden a lo lejos, dando la voz de alarma que hace poner en fuga a los patos que reposan en la próxima laguna, rica en juncos y pobre en agua. La lechuza, inmóvil sobre una viscachera o en la punta de un palo de alambrado, abre el pico como un resorte mecánico, lanza su grito gutural, que en la noche inquieta los espíritus más serenos, deja caer sus párpados amarillentos, que tienen más expresión que sus ojos mismos y queda en su postura egipcia. Multitud de pequeñas aves saltan a cada instante de entre el pasto; por momentos, una perdiz hiende el aire con su silbido característico y el ruido estridente de sus alas al batir precipitadas; otras se agachan, se disuelven entre los tonos grises de la tierra y quedan inmóviles. De tiempo en tiempo Tobías les lanza su rebenque, no siempre sin resultado, ante el asombro de Pedro, que contempla atónito el nuevo sistema cinegético.

 

Y así avanzan en silencio, Carlos perdido en sus reflexiones, el sirviente un tanto dolorido ya, Tobías con la indiferencia suprema del gaucho por todas las cosas de la vida. Cada media hora, Tobías da la señal de reposo deteniendo su caballo y poniéndolo a un trote suave, pero que rinde camino. Según él, el secreto para llegar pronto no está en andar ligero, sino en andar seguido. Tobías nombra las estancias que aparecen a lo lejos, a medida que se avanza y que las copas de álamos que se veían suspendidas en el aire se unen a sus troncos al cesar el miraje. A las doce se hace alto junto a un jagüel rodeado de algunos sauces y paraísos que ofrecen una sombra suficiente. Carlos no ha querido ir a una pulpería que está a diez cuadras, en una estancia donde indudablemente habría sido muy bien recibido, pero en lo que habrían tardado tres horas en matar algunos pollos y donde habría tenido que hablar sobre cuanto Dios crió. Tobías, que se ha avanzado, después de manear cuidadosamente los dos caballos de repuesto, vuelve a la media hora con un carnero muerto y degollado, pan, vino y sal, hace fuego, fabrica un asador con una rama de sauce y a los veinte minutos se presenta con un asado color de oro, chisporroteando aún y chorreando de jugo.

Diez, veinte años de París, comiendo en Bignon, cenando en el café Anglais, no alcanzan jamás a borrar en nosotros el tinte criollo, la tendencia indígena, el amor a las cosas patrias… y el gusto por el cordero al asador. Se quema uno los dedos, es cierto, queda en la boca cierto sabor empaté, pero es esa una sensación posterior, altamente compensada por las delicias del primer momento.

La charla de sobremesa animó a Tobías, que aprovechó una buena ocasión para echar fuera lo que sin duda le estaba trabajando hacía tiempo.

– Dígame, señor, ¿viene por mucho tiempo a la Quebrada?

– Por mucho tiempo, Tobías; no pienso moverme de allí hasta que vuelva a Europa.

– ¡Pero cómo va a vivir en esos ranchos, señor! ¿Cómo no se ha ido más bien a las Tunas?

– ¿Te incomoda mi visita, mi buen Tobías?

– ¡Por dónde, señor!

– Entonces, no hay que hablar.

Tobías se rascó la nuca, ensilló de nuevo los caballos y pronto la partida estaba en marcha. Fué ese el momento duro para Pedro. Al principio, el buen galope del moro recomendado por Tobías le había seducido; pero pronto le dolió la cintura, las rodillas le empezaron a arder en la parte que frotaban la silla y cuando después del reposo del almuerzo volvió a su postura de centauro, todo el cuerpo protestó en un estremecimiento. Se dominó, sin embargo, sonrió a Carlos y partió heroicamente al galope.

A las tres de la tarde, poco después de atravesar el arroyo de Chapaleofú, algunas gotas de agua empezaron a caer. El cielo se había cubierto por completo y pronto un aguacero tremendo cayó sobre los viajeros. La tierra parecía revivir bajo la onda; un olor de humedad se desprendía del suelo. El horizonte se había estrechado y los montes de las estancias más próximas se iban disolviendo entre la bruma. La lluvia redoblaba de violencia a cada instante y los viajeros estaban empapados hasta la carne.

Así marcharon dos horas, lentamente, al paso, porque el suelo se había hecho resbaladizo. Carlos, rebelde a la fatiga física, había recibido con placer la lluvia. En cuanto a Pedro, sólo Dios y él saben lo que pasó en esos momentos por su alma y la opinión que formó de nuestra tierra argentina y de sus modos de vialidad.

A las 7 de la noche, profundamente obscura, bajo la lluvia, un violento aullar de perros se hizo oir y una luz mortecina apareció a unos cien pasos.

– Llegamos, señor, dijo Tobías.

El viejo capataz se avanzó, gritó a los perros, que callaron al reconocer su voz y dió los caballos a dos o tres hombres que habían salido de la cocina. Una viejecita, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, se avanzó mirando a uno y otro lado y cuando hubo reconocido a Carlos, lo ayudó a bajar, repitiendo sin cesar: "Niño Carlitos! Dios se lo pague!"

Carlos cortó el torrente de las expansiones y ganó rápidamente la casa, seguido de Pedro, rígido como un autómata. Cambió de ropa, comió y con inmensa delicia se tendió en una cama.

A la mañana siguiente se levantó temprano, tuvo su conferencia con Nicasia, a quien pronto despachó a la cocina y dió un vistazo sobre su morada. He aquí lo que vió.

Una pequeña casa de material, con techo de hierro de media agua, ocupaba el fondo de un cuadrado. A la derecha un rancho, cocina y cuarto de peones. A la izquierda la habitación de Nicasia, sin duda, un pequeño rancho de paja. Al frente un palenque para atar caballos y en el centro del patio un ombú raquítico que se había ido en raíces. Las tres piezas de su apartamento consistían en un dormitorio casi desnudo de muebles, un comedor por el estilo y un gran cuarto donde había algunas viejas sillas de montar, bolsas, una romana, una pila de cueros secos en un rincón, diarios viejos, un tercio de yerba, una damajuana de aguardiente, barricas de azúcar, una bolsa de sal y en una pared un retrato del general Mitre en 1860. Allí había dormido Pedro.

Carlos sacó una silla al corredor, puso sobre otra las piernas y cayó en profunda meditación. El día estaba espesamente nublado y la lluvia caía por momentos. Un silencio de muerte reinaba sobre los campos y el horizonte concluía a cien varas. A lo lejos, el eco amortiguado de un cencerro o el apagado ladrido de un perro. Contra un pilar del corredor, el criado fiel, perdido en ese mundo nuevo para él, dejaba vagar su mirada por el cielo gris. Carlos sintió que el corazón se le oprimía; temió que la paz tan buscada no estuviera allí, comprendió que mientras durase la tormenta intensa era inútil buscar la tranquilidad de las cosas para darla a su espíritu conturbado y pasó la mano por su frente. De nuevo miró a su alrededor; un recuerdo pasó por su memoria, una amarga noche en que inclinaba ya su cuerpo sobre el Sena, en París, para buscar la calma en la muerte. La lluvia caía, monótona, triste, sepulcral; la llanura parecía envuelta en una mortaja. Carlos inclinó la cabeza llena de sombras, murmurando:

– Heme en el fondo del río, con una piedra al cuello.

1884.

De cepa criolla

Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga data en tierra argentina y a la que no habían faltado las ilustraciones patrióticas de la independencia ni los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el primer Narbal criollo, fué sorprendido a los veinticinco años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida colonial, un momento interrumpida por el rechazo de las invasiones inglesas, en el que había tomado una parte honorable como oficial subalterno, se vió de pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al que le empujaban más sus amistades y vinculaciones con las cabezas calientes de la juventud patricia, que sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la época, hacendado y por lo tanto fanático por D. Mariano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la primera junta para determinar el partido a que había de afiliarse. Gritó: ¡abajo Cisneros! el 25 de Mayo, sin ponerse ronco, formó parte de un grupo que arrancaba carteles, aplaudió a Passo, hizo una crítica razonable contra el discurso de recepción de Saavedra y luego, entrada la noche, como hacía frío y lloviznaba, abrió su paragua y se fué tranquilamente a su casa, donde contó la jornada a su vieja madre con la misma sencillez con que hubiera narrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de la importancia del movimiento, no tenía ambiciones ni imaginación. Era, pues, un hombre feliz de la colonia, el tipo más completo de la especie que haya vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa del café de Mallcos en que se había apurado más de lo habitual el Valdepeñas y el Jerez, varios de sus amigos declararon su intención de ir a reunirse al ejército del coronel Balcarce que operaba en el alto Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fugaz Saint-Just de nuestra revolución. No sé cómo vendría la cosa, pero nuestro hombre juró, se arrepintió un poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía, arregló su equipo a la noche, partió con los compañeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, se batió dignamente y se disgustó por completo del oficio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula Sanz. En la primera ocasión regresó a Buenos Aires, habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y pronto dos hijos le dieron el corte definitivo del hombre de hogar. El primogénito creció en aquella atmósfera ruidosa y vehemente de la revolución, tan lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido parece un siglo. Los cuentos de los viejos sirvientes de la casa, que todos habían servido, respiraban olor a combates. La nota tosca del heroísmo, la habitud de la idea de lucha se hundía en el cerebro del niño. Luego las guerras civiles, los amargos momentos del año veinte, el hogar inquieto, el padre meditabundo, la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Ituzaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entusiasta, sediento de acción, la antítesis del padre, a quien sólo debía la vida, pues su alma era hija directa de la revolución. Cuando abrió los ojos a la luz y con la virilidad llegó la dignidad, vió a su padre consumirse lentamente en la agonía moral de la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza. Rosas imperaba y la juventud se estremecía. Muerto su padre, casada su hermana con un hombre de la situación que protegería a la madre, logró una noche embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del Sud le contó entre sus soldados; batidos, deshechos, pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó, se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró en Montevideo con la ilusión perdida y el alma resuelta. ¡Cuán largos han sido para nuestros padres esos días, esos años de eterna expectativa, en que cada nueva luna traía la noticia de un nuevo desastre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando el tiempo y el esfuerzo humano! En el día la batalla estéril en la que se pierde la vida sin esperanza de que el tiempo fugitivo traiga la libertad; en la noche, el insomnio que causa la conciencia del porvenir perdido y la amargura infinita de la patria deshonrada!

Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su suerte a la de la hija de un proscripto como él, dulce criatura que había crecido atónita dentro de un infierno de odios y de sangre. Carlos nació en 1850 y desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más obscura aun. El porvenir de su hijo, sin patria desde la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confiscados por Rosas) le aterraba. Por fin brilló el bendecido momento de Caseros. Los que en ese instante grabaron el nombre del Libertador en el alma, no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera de Urquiza, como Ituzaingó la de Alvear. No se da la libertad a un pueblo ni se salva la independencia de la patria, sin que la historia olvide las debilidades humanas y consagre el tipo de los hombres en el momento trágico de su vida.

Narbal volvió a su patria y al ensanchar sus pulmones, al empezar la vida a los cuarenta años, como si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo al destierro, empujado por muchos de los que había combatido cuando doblaban la cabeza servil bajo Rosas y por la agitación insensata de una juventud ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión del porvenir. El golpe fué rudo y la tierra extraña más sola que en los amargos días de la lucha. Una melancolía profunda se apoderó de él, perdió la esperanza que un momento había brillado ante sus ojos y se extinguió en silencio en brazos de su fiel compañera, oprimiendo la mano de su hijo.

Carlos volvió a la patria; los bienes de su familia le habían sido restituídos. Su primera educación fué la de todos nosotros, superficial, arrancada a trozos a la debilidad de la madre, con sus largas estadías en el campo predilecto, los numerosos años recomenzados en el curso universitario y en la adolescencia, la vida vagabunda, un tanto compadre, que hoy se ha perdido felizmente por completo. Las hazañas de media noche, las asociaciones para el escándalo nocturno, el prurito del valor en las luchas contra el infeliz sereno, el asalto a los cafés, a los bailes de los suburbios, el contacto malsano de las bajas clases sociales cuyos hábitos se toman, el lento desvanecimiento de las lecciones puras del hogar. Los que han pasado en esa atmósfera su primera juventud y han conseguido rehacerse una ilusión de la vida y una concepción recta del honor, necesitan haber tenido de acero los resortes fundamentales del alma. La guerra del Paraguay fué, en ese sentido, un beneficio inmenso para nuestro país. Por afición a las armas, por admiración a muchos oficiales de la época, pendencieros, decidores, eternos arrastradores de poncho, tal vez un poco por el palpitar de la fibra salvaje que jamás se extingue por completo, muchos jóvenes de 18 a 25 años, de los que entonces hacían esa vida ignominiosa, partieron a campaña y se rehabilitaron cayendo noblemente en los campos de batalla o ilustrando su nombre por el valor y la buena conducta.

 

Carlos era muy joven aún. Por otra parte, su índole recta y generosa, cierto amor dilettante al estudio, sobre todo a la lectura, y por último un largo viaje para terminar su educación en Europa, que su madre, bien aconsejada, le hizo hacer, le salvaron del peligro de una vida que habría destruído su porvenir. Pasó tres años en un colegio inglés, anexo a la Universidad de Oxford y allí se operó la transformación radical de su organismo moral.

Nada como la atmósfera inglesa para regularizar este conflicto eterno que se llama el alma de un latino y más aún el alma de un sudamericano. Sea tradición de raza, atavismo revolucionario o simple influencia etnográfica, el tipo general de nuestros jóvenes se combina moralmente de excesos y depresiones curiosas en sus diversos elementos. La imaginación ocupa un espacio inmenso y su constante acción determina una insoportable prisa de vivir, de llegar, de gozar de entrada la plenitud del objetivo. Al mismo tiempo y por la misma influencia, el objetivo es vago e indefinible para los mismos que lo persiguen. El valor nos sobra, el valor instintivo, el valor de empuje momentáneo, pero la voluntad persistente nos falta. Entre nosotros todo el que ha querido ha llegado. Además, la vida de "Gran Aldea", el círculo relativamente circunscripto de nuestro mundo social, las amistades de la infancia, que se perpetúan en el contacto tenaz y obligado de una vida en común, las extensas vinculaciones de sangre que son apoyos inconscientes, determinan en nuestra juventud la atrofia de la individualidad, la pérdida de la iniciativa propia y de esa reserva legítima que aconseja hacer un fondo inviolable, personal, de fuerzas morales, en vista de la dura lucha que se prepara.

Como el gaucho de otros tiempos que vivía indolente en la seguridad de la subsistencia, vivimos tranquilos, unos reposando en la fortuna heredada, otros en el empleo infalible, los más en los recursos de la política. Nos apoyamos unos a otros, vamos rodando en común y muchas veces una fuerza individual que estalla en plena juventud con carácter de alguien, se desilusiona en el primer esfuerzo ante la necesidad de ceder a la apatía general para no marchar solo e impotente.

Tal era el corte moral de Carlos; la atmósfera inglesa pesó sobre él como una pesada máquina de nivelación. Los fuertes ejercicios físicos desenvolvieron y dieron fuerza a su cuerpo, más aún, si se quiere, acentuaron sus necesidades animales, en saludable detrimento de sus crisis morales perpetuas. El limitado trabajo intelectual de la educación inglesa permitió a su espíritu el lento y progresivo desarrollo, tan raro entre nosotros, donde la inteligencia marcha a saltos y procede por aglomeraciones de difícil digestión que congestionan el órgano. Luego, en aquella vida libre del estudiante inglés, confiado a sus fuerzas, a sus recursos, aprendió el valor de su propia individualidad, adquirió el aspecto serio que oculta la prudente reserva y se hizo un hombre de reflexión y de voluntad. Al mismo tiempo, recuperó la pureza moral de la adolescencia y cuando llegó la edad de los cariños, se encontró con el alma preparada para querer y querer profundamente.

No es cierto que la juventud sea idéntica en todas partes, como la mañana no es igual en todo el orbe. Hay en los jóvenes ingleses un reposo que nos es desconocido, un residuo de infancia que a los veinte años ha ido a reunirse, entre nosotros, con los cuentos de la nodriza y los juegos de la gallina ciega. La precocidad con que se obtienen los honores viriles, la falta de un aprendizaje en todo, la improvisación de competencias que acaba por comunicar al que las alcanza una alta opinión de sí mismo, son elementos desconocidos en Inglaterra, donde la vida se desenvuelve lenta y regular.

Llegado a los 17 años a Oxford, Carlos se encontró con un mundo nuevo que le sorprendió sin atraerle. Sus placeres no eran los mismos a que veía entregarse a sus compañeros. Su ingénita aristocracia latina repugnaba al ejercicio muscular constante y violento que era el fondo de la ocupación de sus fellows. Pero bien pronto la emulación, cierto prurito patriótico (¿dónde no va a meterse?) le determinaron a esforzarse, a trabajar, a querer y tras largas y terribles horas pasadas al sol, inclinado sobre el remo o jadeante en el campo del cricket, fué un día admitido a ocupar un puesto en la canoa de honor.

Pronto tomó gusto a la vida independiente del estudiante inglés, tuvo su apartamento, su servicio, su caballo, el valet de chambre hábil y correcto, invitó a lunchs, entró por las formidables wines partys, y como era generoso y sus medios le permitían ser espléndido, conquistó su carta de ciudadanía en el difícil mundo estudiantil en el que se requiere un tino exquisito para no ser demasiado obsequioso con un hijo de Lord o seco en demasía con el triste vástago de un cura de campaña.

Introducido por sus compañeros o por medio de cartas venidas de Londres, en el seno de algunas familias, sus ideas artificiales sobre la mujer, formadas en los bailes de suburbio en Buenos Aires o en sitios más característicos aún, empezaron a transformarse en un respeto instintivo. La atmósfera de pureza moral que respira un hogar inglés le penetró por completo y pronto, al ser tratado como un hombre de honor por un padre que le confiaba su hija, comprendió que no es necesaria una lucha tenaz con el instinto bestial que inspira infamias, para vencerlo con nobleza. Así, lentamente, sus facultades de raza, aquellas que no debemos envidiar a pueblo alguno de la tierra, se elevaron por la conciencia de sí mismas y acercaron a Carlos al ideal de un hombre, esto es, el hombre sereno, correcto, leal y reservado, cómodo en la vida, preparado por la reflexión para el porvenir, como la fortaleza prepara para la desgracia. El rasgo fundamental de su carácter fué la profundidad inalterable de sus afecciones. Quería a pocos, pero quería bien. Era un amigo de novela latente; más de una tarde, solo, pensando en la patria lejana, sonreía al ver pasar por su espíritu la imagen seductora del sacrificio en obsequio de un amigo. Todo habría hecho en caso necesario. Con una concepción semejante de la amistad, los pequeños rasguños duelen como heridas profundas.

¿Amores? El ligero flirtation del estudiante, la cinta recibida en una suave presión de mano para adornar su pecho en la regata, dos ojos azules palpitantes de júbilo el día de triunfo en el cricket, los paseos por la tarde o la lectura romántica de Tennyson. Pero ninguna impresión honda ni duradera.

A los veinte años, el primer rayo de la tormenta cayó sobre su alma serena. Un telegrama lo llamó a Buenos Aires, al lado de su madre gravemente enferma. Era su única familia, su mundo, su idolatría. Buena y dulce, no pudiendo habituarse a la separación, pero con esa fuerza de sacrificio en la que las madres concentran toda su energía, su cuerpo se fué debilitando hasta que el primer accidente la encontró sin vigor para la lucha.

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