Za darmo

Juvenilla; Prosa ligera

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Esa noche, la alegría general producida por los huéspedes queridos, había determinado una fiesta magna.

Los dos amigos, de regreso de su largo paseo, encontraron en el corredor sobre el que daban las ventanas del salón, tranquilamente sentado, al capataz Toribio, en actitud de paciente espera.

– Hola, amigo, ¿qué hace por aquí? dijo Pepe.

– Nada, Doctor; la niña Clara me ha dicho que Don Benito va a tocar el paine y he venido a ver cómo es.

Todo estaba ya organizado en la sala cuando los dos amigos entraron. Clara al piano, a su lado su prima María, llegada esa mañana con los huéspedes; Barclay en posesión de su sillón, Segovia, la señora y el cura al lado de la mesa de bésigue, pero sin jugar – y en la pieza contigua, sin duda D. Benito, porque se oía a cada instante una voz que decía "¿Ya?", como si se tratara de hacer partir a un tiempo diez caballos o de disparar las armas en un duelo. En las ventanas que daban al patio, una multitud de cabezas, cubiertas de pañuelos de colores, dejando escapar trenzas de cabello negro como el ébano y cubriendo fisonomías sonrientes e iluminadas por ojos llenos de vida. Eran las chinitas que se habían aglomerado para oir también a D. Benito tocar el paine, invención de Clara, a falta de otro instrumento; todo aquel pequeño mundo estaba alborotado por esa prodigiosa aplicación de tan humilde utensilio.

– Es la primera vez que el público hace esperar a los artistas, dijo Clara. Vamos, colóquense Vds. bien y prepárense a gozar. Atención D. Benito!

– ¡Ya! gritó el aludido desde la región ignota donde procuraba convertirse en eco lastimero.

– ¡No, hombre! Oiga bien el piano y entre en el acorde que le hemos indicado.

– ¡Perdón! dijo D. Benito asomando la cabeza por la puerta del cuarto y teniendo en las manos el famoso peine envuelto en papel de seda. ¡Perdón! ¿Pero no sería posible hacerme saber por algún medio visible, cuál es el acorde indicado? Hay muchos que se parecen y me puedo confundir. Además, de donde me han puesto no alcanzo a verlas y…

– ¿Pero no le queda el oído? Todos los eslavos son músicos de nacimiento, señor Morreón, y usted, por simpatía, debe tener oído.

El argumento pareció convencer a D. Benito, que desapareció asegurando que pescaría el acorde.

Clara dibujó la melodía en el piano y María empezó el triste recitativo de la serenata de Braga con su vocecita débil pero afinada y simpática. Todo el mundo había hecho silencio y el público menudo de la ventana retenía el aliento para no perder una nota. En el momento oportuno, justo después del acorde indicado, D. Benito, puntual bajo la excitación hecha a su honor panslavista, rompió denodadamente el fuego con bastante precisión. – La cosa no era muy fácil, porque la voz llevaba una melodía y el piano acompañaba, mientras D. Benito debía esgrimirse por su cuenta, concurriendo con el elemento principal al conjunto. Había empezado bien; pero en el cambio de tono, le era necesario llegar a un si bemol que había sido uno de los primeros obstáculos en el ensayo, hasta que María consiguió hacer apretar los dientes al pedagogo sobre la parte unida del peine y llegar así, por un esfuerzo que las venas del cuello revelaban, al si bemol deseado. D. Benito, todo a su tarea, apretó con tal frenesí, que la nota salió vibrante, no muy justa, pero potente de sonoridad.

¡Mirá el paine!– exclamó Toribio sin poderse contener, con medio cuerpo dentro de la ventana.

Todos soltaron la carcajada, María la primera, que interrumpió el canto – Toribio se puso como una flor de amapola, y no sabiendo qué hacer, sonrió humildemente, mientras D. Benito asomaba la cabeza con aire agitado, preguntando:

– ¿Me he equivocado?

– Al contrario, señor Morreón, merece Vd. un bravo, dijo la señora. Ha sido un acceso de entusiasmo en el público.

¡Da capo, da capo!– gritó Pepe.

La serenata, por fin, se ejecutó a la satisfacción general, sobre todo del maestro de escuela que, agobiado por las felicitaciones y vislumbrando un porvenir de gloria, preguntó a María muy seriamente si no había música escrita para el peine. La alegre criatura le aseguró que sí, prometiéndole hacer venir la partitura de una ópera de Rubinstein, transcripta para ese amable instrumento.

Luego vino el esperado duo de D. Juan, por María y Barclay. Barclay conocía la música y allá en sus tiempos debía sin duda haber cantado. La verdad es que, con su voz sin timbre, pero sumamente afinada, supo dar al "la ci darem la mano" una expresión tan característica y personal, que Carlos lo miró asombrado. Algo le revelaba que en aquel corazón silencioso y solitario pasaban cosas que la calma aparente de la vida no dejaba ver. La música es el lenguaje universal de todo lo que siente y sufre; ella sola puede traducir con la vaguedad necesaria para no profanarlos, los sentimientos más ocultos y profundos que se mueven en el fondo del alma humana. Además, Mozart tiene este rasgo característico, que la excelencia de su interpretación no depende exclusivamente del arte, sino de la inteligencia. A un artista sin talento se le puede enseñar bien una ópera cualquiera, siempre que tenga voz y sepa usarla. Eso no basta para Mozart o mejor dicho, Mozart, el único, puede pasarse de esos elementos. Fuera de Faure, a nadie he oído la serenata de D. Juan como a un hombre de mundo, casi sin voz, que la murmuraba de una manera exquisita para las ocho o diez personas que rodeaban el piano…

Así corrían las noches en la alegría, como los días en la serenidad.

La primera de "Don Juan" en Buenos Aires

Después de un largo eclipse, nunca completo, pues tras la penumbra brillaba siempre la tenue luz que muchos recordaban como una fuente deliciosa de vida y armonía, reaparece en el cielo el astro soberano en su calma serena y transparente.

¿De dónde viene el engouement actual por Mozart? En primer lugar, de la pobreza de la producción contemporánea y luego por su eterna belleza. Mozart no será olvidado jamás, y mientras la raza humana persista, continuará fascinándola. En resumidas cuentas, Mozart, Beethoven, Wagner. Todo lo demás son poetae minores, muy apreciables, pero que al lado del trío majestuoso, gravitan como partículas siderales innominadas.

Pero a mis ojos, Mozart se mantiene, persiste y triunfa, precisamente por la ausencia de algunos de los caracteres que le han sido generalmente atribuídos por la mayor parte de los escritores – y son legión – que de él se han ocupado. Todos sabéis que hasta hace diez o doce años, para el vulgo, música alemana era sinónima de obscuridad, de impenetrable profundidad, de ciencia abstrusa reservada únicamente a los iniciados, destinada a no ser comprendida jamás por el buen grueso público, a quien gusta salir del teatro tarareando los motivos de la ópera que acaba de oir. Recuerdo que en uno de los novelones de Pérez Escrich, ese ilustre predecesor de Onhet, que hizo la delicia de nuestra infancia, dos personajes conversan al salir del Real de Madrid, antes de ir al Café Fornos, que para Escrich era el summum de la elegancia. Han oído… el Fausto, de Gounod, y uno de ellos, dilettante apasionado y con autoridad en la materia, declara que el arte musical morirá a manos de esos armonistas maldecidos, que desprecian la melodía y les da por hacer música sabia e incomprensible. Y se trataba del Fausto!

Así, ¡cuánto se ha dicho de Mozart, de la profundidad de su concepción, de lo intrincado de su manera y de la preparación especial que se requiere para entenderlo! Y, sin embargo, es el mayor portento de claridad, de nitidez cristalina que la historia del arte registra. Pero a su maravillosa facilidad, al espontáneo torrente de melodía que brota de su cerebro, se unen dos condiciones tan raras, que han hecho de él el único y el inimitable: su instinto dramático, en primer lugar, que le permite, con sin igual soltura, traducir la situación, y en segundo, la elegancia, la distinción suprema de su melodía. Se le acusaba de haber puesto la estatua en la orquesta y el pedestal en la escena. Es que fué de los primeros en comprender que una batalla debe darse con todas las fuerzas de que se dispone y utilizó los pocos instrumentos con que contaba, fundiéndolos con las voces, abriendo así esa vía luminosa que Wagner debía recorrer triunfalmente hasta agotarla.

Es esa la maravilla del Don Juan; el drama está en la música más que en la palabra y pienso que hasta sin el juego escénico, se necesita ser muy lego en la materia para no sentir y comprender la intención de la frase musical y no adivinar, tras las melodías que Mozart hace cantar a su héroe, el alma voluptuosa, ligera y escéptica del seductor…

¡Pobre Don Juan! No hay cuaderno de pequeñas melodías para el primer año de piano, que no contenga, transcriptas con una ingenuidad de deletreo, el "la ci darem la mano", el "Deh! vieni a la finestra", el minuet "signore maschere" y el rondó de Zerlina. Lo mismo pasa con Virgilio: nos lo hacen annoner en la infancia, le tomamos horror y no lo volvemos a abrir en la vida, sin darnos cuenta que el magnífico poema, leído sin obligación, es una de las fuentes más puras en la que el espíritu humano puede encontrar la belleza.

Y a propósito de Don Juan, se agolpan a mi memoria recuerdos lejanos que me es grato saludar, como a una evocación de muchos seres queridos que reposan para siempre.

Hace veinticinco años o más, Ferrari11, esa columna lírico-argentina, sin sospechar aún los altos destinos a que su estrella le llamaba, había saltado, con más audacia que capital, del modesto salón de la Sociedad Filarmónica que había fundado, al escenario del Colón. Lo que había determinado de vocaciones musicales esa Sociedad Filarmónica, no es decible. Como todas las coristas eran niñas de las principales familias de Buenos Aires, los coristas, naturalmente, se reclutaban entre la flor de la juventud porteña. Se cantaban, en los conciertos, piezas concertadas o, como decían los pocos técnicos aficionados, tuttis.

 

Pero había un antagonismo de criterio respecto a la colocación, entre Ferrari y sus artistas. El maestro quería que los tenores se colocaran detrás de las sopranos, los barítonos de las mezzo y los bajos de las contraltos. Tenía, es cierto, la conciencia ancha y cuando se lo pedía con buen modo, algún tenor enamorado, conseguía que declarara soprano, a una modesta aficionada que trepaba a duras penas tres escalones. Así, recuerdo que un día apareció en los salones del Coliseo, para un ensayo, un ex alférez "largo, lampiño y un poco desgoznado"12, me pidió que lo presentara a Ferrari, porque quería tomar parte en el coro. – ¿Qué voce a? – No sé. – Allora, ¿come si fa? – Espérate. Consulté al amigo, quien, después de averiguar que una morochita que le interesaba era soprano, se declaró tenor. Ferrari, un poco desconfiado, debo declararlo, le colocó detrás de la sopranito codiciada. El ensayo empezó; se trataba nada menos que del final del tercer acto de la Traviata.

Astengo, un corredor de seguros que le jugaba música para colocar pólizas, hacía de Alfredo, mientras una niña rubia, simpática, con una voz deliciosa y verdadero talento artístico13, tenía el papel de Violetta. Nosotros, el coro, los señores y damas sin importancia, repetíamos hasta el cansancio una sola frase: Quanta pena fa al cor! Pero había que colocarla a tiempo, por lo menos. Esa pena profunda que sentíamos por la desgracia de la Traviata, debíamos expresarla oportunamente. Pero apenas ésta había lanzado su Alfredo, Alfredo!, mi amigo, aprovechando el momento en que Violetta tomaba aliento para añadir: di questo core, etc., lanzó un quanta pena fa al cor, tan extemporáneo, tan anacrónico, que Ferrari se sintió mal, dió un batutazo formidable, y dirigiéndose a mí, que baritoneaba en un rincón, rugió agitando los brazos: ma fa tacere questo pero! En aquella época, Ferrari no podía decir perro. La escena concluyó por una transacción: mi amigo continuaría siendo tenor, pero sin cantar, tenor seco, como le llamábamos.

Cuando Ferrari tomó la dirección del Colón, no le dejábamos vivir, pidiéndole que abandonara el viejo repertorio italiano y nos hiciera conocer a Mozart, a Weber y Meyerbeer. Lo primero que conseguimos de este último, fué Roberto el Diablo; la impresión fué colosal y el éxito lucrativo para Ferrari. El oía un poco entonces esa nueva música con un airecito escéptico y creo que aún hoy, en el fondo, sus gustos son los de su juventud. Pero, en fin, nuestro consejo había sido bueno, le ayudábamos cuanto nos era posible en la prensa, en la propaganda social y en aquellas agarradas musicales del Club del Progreso, que hacían poner furioso al pobre don Juan Carranza, en su eterno bezigue con Adolfo Alsina, su víctima ordinaria.

Teníamos entrada franca entre telones y ayudábamos a bien morir a Lelmi, en el Ballo in maschera, bajo el disfraz del último acto. Recuerdo que Adrián Arana quería salir una noche, de casco y barba postiza, con una escopeta de dos tiros, a cazar hugonotes en el último acto de la ópera de Meyerbeer, que ahora se suprime siempre y que tiene un hermosísimo terceto. Era íntimo amigo de un corista que se colocaba al lado de la avant-scéne en que estaba Adrián y cantaba sólo para éste, que le aplaudía con frenesí, en la esperanza, según decía, de presenciar alguna vez el estallido de la vena yugular que, allá por el si bemol, tomaba proporciones de cable en el pescuezo del corista… ¡Esa avant-scéne! Eugenio Cambaceres, con el atractivo de su talento, de su gusto artístico, de su exquisita cultura, de su fortuna, de su aspecto físico, pues todo lo tenía ese hombre que parecía haber nacido bajo la protección de un hada bienhechora, era el jefe incontestado. Luego venía Patroclo, el insigne Patroclo, senador por Jujuy, s'il vous plait, chiquito, tieso, duro, malísimo, que no podía vivir sino entre nosotros. En seguida, Icaza, el gallego Icaza, flaco, tenue, impalpable, exuberante, lleno de grandes designios, siempre irrealizados, el músico técnico de la compañía, anunciando eternamente un trabajo, alguna crítica de arte, en la que pondría las peras a cuarto y cantaría las verdades al hijo del sol, pero que nunca veíamos. De los vivos, ¿a qué hablar? Viejos magistrados unos, fruits ratés otros, buenos padres de familia los más, todos vamos siguiendo, con semblanza de conciencia, esta cómica ruta cuyo final no está lejos…

Pero vuelvo a mi Don Juan, y si en el camino me extravío por momentos, mirad esos zig-zags con indulgencia, porque me traen recuerdos de la única época realmente feliz de la vida… Habíamos, por fin, resuelto a Ferrari a poner en escena la anhelada ópera, aprovechando la contrata de no sé qué barítono italiano que cantaba bien y traía trajes pasables. Ferrari se había defendido con energía. Ma come si fa? Cinquanta mille pezzi de decorazione! (de los chicos, de entonces, pero que se estaban quietos, sin subir ni bajar). Se é un fiasco, come si fa? Para destruir esa poderosa argumentación empleamos todos los recursos imaginables, y Ferrari, que al fin y al cabo, es el hombre que nos ha hecho conocer el teatro lírico casi entero, cedió a nuestra instancia, los ensayos comenzaron y nos pusimos en campaña. Se trataba, como era natural, de hacer conocer la obra de Mozart, en un artículo magistral, que arrebatara los sufragios del público y que llenara, desde la primera noche, la vasta sala del Colón, tan llorada por todos los que a ella teníamos vinculada nuestra juventud y nuestra alegría. ¿Quién había de ser el designado para llevar a cabo la magna obra? Icaza, naturalmente, como en el grupo de Pickwick, todo lo que se refería al amor tenía su representante titular. Con tres meses de anticipación, Icaza acometió la empresa. Pasaba tres o cuatro horas encerrado, producía uno o dos párrafos, los cepillaba, los limaba, les metía unas puntitas, que él llamaba horadadoras, y cuando le preguntábamos, con cierta reserva y misterio: "Y aquéllo, ¿anda?", nos contestaba, más que con la palabra, con la expresión, porque más que cara, tenía fisonomía: "Tente tieso y ello será." Vivía en su artículo y hasta había cesado de hablar de una morena, más fea que una crisis, que le tenía sorbido el seso. Por fin, a los tres meses, llegó una noche al teatro, con aspecto fatigado, pero radiante, colgó su sombrero, y en su lenguaje apocalíptico no dijo sino estas palabras: "Abur y la de vámonos!" Eso significaba, claro como el cristal de roca para nosotros, que había terminado su artículo sobre Don Juan. No hubo medio de que nos lo leyera; ruegos, amenazas de pisotón (lo que más temía físicamente en el mundo), todo fué inútil.

Sin vacilación, todos resolvimos que el artículo se publicaría en la Tribuna. La Tribuna era el diario a la moda, el único, el indispensable. Cortado y dirigido, instintiva e inconscientemente, en el sentido de las preocupaciones porteñas, tenía una autoridad absurda, pero incontestable, y ha sido necesario todo el talento comercial de los Varela, para haber dejado agotar esa fuente de fortuna. Lo dirigía entonces, como un jinete, con espuelas y sin riendas, puede dirigir un caballo, Héctor Varela, que acababa de llegar de Europa con la aureola del discurso de Ginebra que no había pronunciado. Para él, artículos de fondo, información política y financiera, todo eso era secundario; toda su atención se concentraba en dos folletines que aparecían diariamente, algo como unos Misterios del Paraguay, con Madama Lynch por protagonista, y las Cosas, de Orión, que él redactaba bajo ese pseudónimo. La novela ofrecía pocas dificultades; Héctor había escrito los dos o tres primeros folletines y una buena mañana se había cansado; como el regente (¡oh vasto, redondo y solemne don Saturnino Córdoba, te saludo al pasar!) le pidiera materiales, tomó la primer novela que le cayó a mano, la abrió al azar, encontró un diálogo, le metió tijera y lo entregó a la composición. Los lectores (tenía y muchos) se agarraban la cabeza, no entendían una palabra, pero esperaban pacientes que aquéllo se aclararía más tarde. Esa publicación, en esa forma, duró meses enteros, y lo que es más colosal, el primer tomo apareció, se vendió y debe aún adornar alguna biblioteca.

En cuanto a las "Cosas", allí cabía cuanto Dios crió. Virutinjis, felpas, reclamos, bombos, anuncios, sablazos, disimulados o no, transcripciones, cuentos, anécdotas, versos, cuanto es posible imaginar, todo bajo la firma de Orión.

Nuestro buen Icaza puso en limpio su artículo magistral, en buen papel, tinta negra y letra clara y se lo llevó solemnemente a Héctor, que entendía de música como de cualquier otra noción racional. Este se lo recibió, agradeció al compadre Icaza (todo el mundo era compadre de Héctor, no sé por qué) su valiosa colaboración y le pidió que esa misma noche fuera a corregir las pruebas. Icaza no faltó por cierto, espulgó su prosa, teniendo por oidor al ñato Montes de Oca, de todos los errores de caja, y luego se nos presentó en el teatro, más misterioso que nunca. "Mañana y a callar!", nos dijo. Preparamos el alma a las grandes emociones, advertimos a Ferrari, nos fuimos al Club, en donde, de mesa en mesa, propalamos la buena nueva y a la mañana siguiente, nos despertamos al alba para pedir la Tribuna. En vano la recorríamos desde la cruz a la fecha: ni sombra del artículo de Icaza! Por fin, se me ocurre echar una mirada sobre las "Cosas" de Orión. Lo primero que leo es lo siguiente: "El buen gringo, mi compadre Ferrari, va a dar el Don Juan, de Mozart, ese alemán de rechupete, en el teatro Colón". En seguida, sin título ninguno, como consecuencia de esa frase trascendental, el artículo de Icaza, menos la firma. Al final, este parrafito, dedicado a Ferrari o a Mozart, el texto es confuso: "Ah, gringo lindo!" Luego la firma: Orión.

Me vestí de prisa y corrí a casa de Icaza; un sirviente gallego me recibió, trastornado: "El señorito me pidió los diarios a las 7, en seguida le dió un ataque y ahí está sin sentido; le han puesto ventosas!"

1897.

En el fondo del río 14

El último día de cuarentena tocaba a su término. Había a bordo un bullicio insólito. El piano, golpeado con más rigor que en las melancólicas noches de la última semana, exhalaba sus quejidos ásperos con tal buena voluntad, que se creía adivinara próximo el momento del reposo. Se había instalado un nueve animadísimo en una de las mesas del comedor y los maltratados en la travesía trataban de rehacerse, tentando la suerte del último día, postrera esperanza, engañosa como todas. Un coro de señoras, un tanto enrojecidas por la labor interna de la digestión, rodeaban el piano, donde una escuálida criatura de veinte años batía las teclas sin piedad, mientras su hermana o algo así, soñaba en voz alta, más o menos afinada, con bosques sombríos, claros de luna, citas de amor y mal de ausencia. Los corchos de cerveza y limonada gaseosa, con su falso ruido de champagne, saltaban a cada instante. Los sirvientes, al pasar, solían poner la mano en el hombro a algunos pasajeros y les deseaban, con un aire de superioridad incontestable, buena suerte en el piquet.15

 

Arriba, sobre el puente, la luna, el espacio tranquilo, el Plata dormido, meciendo sus olas pequeñas y numerosas, que se extinguían sin rumor contra los flancos del navío. A lo lejos, al frente, en el confín del horizonte, una faja rojiza tenue, como el resplandor lejano de un incendio, visto a través de una atmósfera cargada de vapores leves. A la derecha, también distantes, los faros de las costas y la imperceptible raya negra que el espíritu adivinaba más de lo que los ojos veían. En medio del río, vasto como un mar, multitud de luces que oscilaban lentamente en lo alto de los mástiles. De tiempo en tiempo el eco triste de una campana que daba las horas, como si recordaran al que soñaba sobre el puente que aun en el seno de esa paz silenciosa, la vida corría y las tristezas con ella.

Estaba solo en cubierta, tendido sobre un banco, el brazo apoyado sobre la baranda y la cabeza sostenida en la mano. La luna bañaba de lleno su rostro de facciones regulares, joven aun, pero fatigado. Miraba al astro velado por la niebla ligera con la persistencia de los soñadores y la vaga expresión de sus ojos anunciaba que su alma recorría el pasado.

Las horas corrían así, lentas e iguales. En el comedor se había hecho el silencio; a popa, un grupo que hablaba en voz baja, sólo revelaba su presencia por el intermitente resplandor de los cigarros.

Varias veces ya un hombre había aparecido en lo alto de la escalera que daba al puente y luego de mirar con interés cariñoso al joven inmóvil había descendido. Al fin, en una de sus últimas subidas, se acercó suavemente con un plaid en el brazo y lo tendió al joven, diciéndole en francés con respetuoso acento:

– La humedad de la noche puede hacerle mal, señor. He traído este abrigo, por si el señor piensa no recogerse todavía.

– Gracias. No descenderé aún; no podría dormir. Tráigame un poco de cognac con agua y cigarros.

El criado reapareció un momento después, el joven encendió un tabaco, se envolvió en la manta y quedó mirando con una expresión de cariñosa tristeza a su servidor.

– Mañana concluye la cuarentena, Pedro.

Pedro se inclinó.

– Y empiezan los días amargos de que le he hablado, añadió el joven sonriendo.

– Yo estoy bien en todas partes donde el señor quiera tenerme consigo.

– Sí, pero usted no conoce la vida de nuestros campos, sobre todo a donde vamos. Es el desierto, la soledad y el silencio constantes. Tendrá Vd. poco o nada que hacer allí y el fastidio puede engendrar la nostalgia. Le repito, pues, mis palabras de París: no hay compromiso ninguno entre nosotros. En el momento en que lo desee, regresará Vd. a Europa o se instalará en Buenos Aires, a su elección.

– El señor es siempre bondadoso conmigo; sólo le pido que me lleve consigo donde vaya y que me acepte a su lado mientras mis servicios le sean útiles.

– Bien, bien; tenemos tiempo de hablar. Prepare todo para descender mañana temprano. ¿No ha habido nuevos curiosos?

– No, señor; desde Río me dejan tranquilo.

El joven hizo un gesto de fastidio mientras el criado se retiraba. El hecho es que desde Burdeos había vivido a bordo en una acechanza constante, en una insoportable persecución de la curiosidad ajena. Su retraimiento sistemático, sus respuestas monosilábicas, dadas con glacial corrección a los que intentaban abrir charla con él, su silencio en la mesa, el imperioso deseo de soledad que revelaba su aspecto, le habían señalado al mundo de a bordo como un personaje original, orgulloso primero, enigmático después, sospechoso más tarde. Entre los pasajeros había pocos argentinos; la mayor parte eran familias de extranjeros radicados en el país y sin contacto con la alta sociedad porteña. Así, había duda hasta sobre el nombre del joven, que figuraba en sus maletas, en la lista de pasajeros, que no importaba misterio alguno, pero que el deseo de crear historias rodeaba de sombras en el ánimo de esa buena gente. No pudiendo sacar nada del amo se dió el asalto contra el criado, llevando la voz los que hablaban francés, porque Pedro no entendía una palabra de castellano. Pero o Pedro tenía un natural poco comunicativo o cumplía instrucciones terminantes, el hecho es que tres o cuatro respuestas secas, dadas con su aire de ceremonia, pusieron en derrota a los más audaces.

Sólo se supo a punto fijo que el joven se llamaba Carlos Narbal, que pertenecía a una distinguida familia de Buenos Aires, que tenía fortuna y que había estado muchos años ausente. Y esto, gracias a tres o cuatro cocottes que venían a Río contratadas para el Alcázar, según decían, que se daban suntuosos aires de artistas, pero que el comisario de a bordo, que debía conocerlas a fondo, amenazaba con enviarlas a perorar sur le gaillard d'avant cada noche que el alboroto promovido por las ninfas se hacía insoportable. Cuando se les pasó el mareo del golfo y entrando a las aguas más tranquilas del Océano empezaron a recibir los galanteos de la gente de a bordo, que en general ofrecía poco porvenir, sus miradas no tardaron en dirigirse sobre Carlos, cuyo aspecto auguraba un hombre de mundo. Si en alguna parte las mujeres tienen conciencia de su fuerza es indudablemente sobre la cubierta de un buque. Caras que no se han percibido en el momento del embarque, adquieren cierto atractivo a los ocho días de navegación, y a los quince, a menos de ser unos monstruos, pasan con facilidad por bellezas acabadas. El fenómeno se produce a favor de un sinnúmero de circunstancias, de las que cuentan en primera línea el aire vivificante del mar, la fuerte alimentación, la inacción forzosa y la ausencia absoluta de puntos de comparación. Pero todo eso parecía hacer poco efecto sobre el hombre único tal vez que no hacía avances. El repertorio estaba agotado, las miradas tiernas, la pantalla caída a propósito, el "Mon Dieu, qu'il fait chaud!" en los trópicos, el insinuante y audaz "est-ce que vous connaissez Rio, monsieur?", todo el arsenal de escaramuzas femeninas. Una de ellas, más crâne que las demás, había hecho jugar la gruesa artillería y una noche, antes de llegar a Bahía, cuando ya hacía rato que habían sonado las doce y que los corredores estaban desiertos, se entró sencillamente al camarote que ocupaba Carlos, que a causa del calor había dejado sólo la cortina corrida. Carlos, que no dormía, se sentó en la cama. Entonces una voz queda, pero muy queda, cuya entonación procuraba infiltrar la persuasión de que los vecinos no se despertarían, murmuró: "Pardon, monsieur, je me suis trompée de cabine". Carlos refunfuñó algo, se dejó caer sobre el lecho y la poco orientada artista declaró al día siguiente que aquello, con el aspecto de un hombre, y même pas mal, no era tal.

Luego, el aislamiento, las largas horas pasadas con los libros amigos, con el Dumas que no cansa y que se relee con el placer que da la evocación de las impresiones de la primera lectura, los buenos y sanos libros de historia, las revistas científicas, las narraciones de viaje que llevan el espíritu a regiones remotas. Y por la noche el panorama de los cielos llenos de estrellas, del mar que las refleja con cariño, de la estela que se desvanece lentamente como un sueño, la blanca espuma que se apaga murmurando, la caprichosa fosforescencia de las aguas que se abrillantan por instantes como el espíritu del que sufre, con un reflejo de esperanza, para caer en seguida en la sombra…

La última noche, pero frente a la patria, cuyo amor se levanta espléndido sobre todas las ruinas morales. Ahí estaba; bajo el crepúsculo incierto del horizonte, dormía la ciudad madre, cuna de su cuerpo, nodriza de su alma, fuente también sin duda de todas las amarguras de su vida. Miraba, miraba intensamente el reflejo lejano y a medida que su espíritu leía el pasado en la memoria, sus ojos se impregnaban de lágrimas o adquirían una dureza de acero. Luego pasaba la mano por la frente y quedaba inmóvil.

Un dolor profundo o un error inmenso pesaba sobre el alma de ese hombre; o se había estrellado contra una desventura sin remedio, de las que rompen la armonía interna y velan el porvenir o bajo un fastidio colosal, el origen de su mal se había desenvuelto e invadido todo el ser moral.

¿Quién, quién sabe las ideas que pasan por el cerebro de un hombre joven que sueña bajo los vientos dormidos, sin más horizonte a su mirada que las aguas silenciosas y monótonas?..

La campana de proa daba las dos de la mañana, cuando el criado avanzó resueltamente y con cierto aire de autoridad y un "Je vous en prie, monsieur" insistente y suave, pidió a Carlos que se recogiera. El joven descendió; la luna continuaba brillando a través de la niebla húmeda que se aumentaba por momentos, el círculo amarillento que la rodeaba se extendía y las aguas comenzaban a moverse con más rapidez en la superficie del estuario inmenso.

A la mañana siguiente, al alba, la inquieta expectativa del desembarco animaba todo el mundo. Parecía que la felicidad, abiertos sus cariñosos brazos, esperara en tierra a los que tanto ansiaban pisarla. La mayor parte, sin embargo, iban a cambiar la vida libre de a bordo con la exigua existencia detrás de un mostrador o la ingrata tarea del jornalero. Los trajes nuevos habían hecho su aparición; por todas partes cajas de sombreros, jaulas con antipáticos loros dentro, maletas de viaje, gorras, bultos.

11Aun vivía el buen maestro cuando fueron escritas estas líneas.
12Así se ha dibujado él mismo, "Treinta años después", en la deliciosa página que lleva ese título y que publicó "La Biblioteca".
13La señorita Genoveva Amadeo.
14Este fragmento, así como los dos titulados "De cepa criolla" y "A las cuchillas", formaba parte de un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento, que empecé a escribir en 1884. Ese trabajo ha quedado definitivamente sin concluir porque esas cosas, cuando no se publican de primera intención, dan más trabajo para corregirlas, que para escribirlas de nuevo. Si publico aquí esos fragmentos, es porque pueden leerse sin que choque su incoherencia, refiriéndose cada uno a un cuadro o a un asunto particular.
15Debe recordarse que en los vapores franceses ("Messageries Maritimes"), los pasajeros de 1.ª y 2.ª clases, viajan confundidos.

Inne książki tego autora