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Juvenilla; Prosa ligera

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La cuestión del idioma

I

Las primeras impresiones positivamente desagradables que sentí respecto a la manera con que hablamos y escribimos nuestra lengua, fué cuando las exigencias de mi carrera me llevaron a habitar, en el extranjero, países donde también impera el idioma castellano. Hasta entonces, como supongo pasa hoy mismo a la mayoría de los argentinos, aun en su parte ilustrada, sentía en mí, al par de la natural e instintiva simpatía por la España (y al hablar así me refiero a los que tenemos sangre española en las venas) cierta repulsión a acatar sumisamente las reglas y prescripciones del buen decir, establecidas por autoridades peninsulares. Era algo, también instintivo, como la defensa de la libertad absoluta de nuestro pensamiento, como el complemento necesario de nuestra independencia. Eso nos ha llevado hasta denominar, en nuestros programas oficiales, "curso de idioma nacional" a aquel en que se enseña la lengua castellana. Tanto valdría nacionalizar el catolicismo, porque es la religión que sostiene el estado, o argentinizar las matemáticas, porque ellas se enseñan en las facultades nacionales.

A mi juicio el estado de ánimo, por lo menos de la generación a que pertenezco, respecto a esa cuestión, provenía principalmente de la educación intelectual, recibida casi exclusivamente en libros franceses y en el gusto persistente y legítimo por la literatura de ese país, que por su criterio, su novedad y la potencia de sus escritores, estaba entonces muy arriba de la contemporánea española. Empleado el tiempo de la lectura, bien corto en nuestra agitada vida política, en leer novelas, versos y libros de historia en francés, alejados con horror de las publicaciones hebdomadarias de la prensa española, raro era aquel de entre nosotros que conociera pasablemente el siglo de oro de la literatura española y que poseyera la colección de Rivadeneira más que como un simple adorno de su biblioteca, a la manera con que figuran hoy la "Historia Universal" de Cantú o la "Historia de la Humanidad" de Laurent, venerables monumentos que dan lustre y peso a los estantes, amén de la consideración, bona fide, que recae sobre sus propietarios. Por mí sé decir que fué bien entradito en años que leí a Solís, a Melo, a Quintana y a otros de los maestros que nos presentan el cuadro incomparable de nuestra lengua, bien manejada, apta y flexible para todo, a pesar de las deficiencias que le encontraba aquel buen señor de Ochoa, que declaraba haber pasado días enteros para verter una página de la Mariana de Sandeau, tan sutil era el tejido de los análisis psicológicos del escritor francés. Echar la culpa a la lengua en esos casos, vale romper los pinceles con los que no se alcanza a producir una obra maestra.

Era, pues, esa y lo es todavía, la causa principal de nuestro abandono. Luego, las exigencias de la Academia Española, la pobreza de su autoridad, la sonrisa universal que han suscitado algunas de sus ingenuidades, el mandarinismo estrecho de sus preceptos, fueron y han sido parte no exigua a mantener vivo el espíritu de oposición en las comarcas americanas. Don Juan María Gutiérrez, mi maestro y amigo de ilustre memoria, fué el representante más autorizado de ese espíritu, en lo que a la Argentina toca. El planteó la cuestión en su verdadero terreno: la lengua española, una e indivisible, bien común de todos los que la hablan y no petrificada e inmóvil, patrimonio exclusivo, no ya de una nación, sino de una autoridad. Nadie tal vez, en nuestro país, ha escrito el castellano con mayor pureza como nadie ha defendido las prerrogativas de una sociedad culta a mejorar, enriquecer el lenguaje, adaptándolo a todas las necesidades del progreso científico y del desenvolvimiento intelectual. Prefería don Juan María las formas arcaicas conservadas por los levantinos de raza española, como un piadoso recuerdo de sus mayores inicuamente expulsados por Felipe III, a la jerigonza estrecha y purista que pretendía implantar la Academia, sin dar oídas a las exigencias naturales de este inmenso depósito de sangre española, que se llama la América, y que es la verdadera esperanza de gloria en el porvenir de la raza.

La acción del Dr. Gutiérrez ha sido generalmente mal entendida; gentes hay que piensan de buena fe que sus preceptos llegaban hasta sancionar los barbarismos y galicismos de que nuestro lenguaje escrito y hablado rebosa y que los argentinos debíamos regirnos por la gramática del vení, vos y tomá. Nada más lejos de su pensamiento; pedía, sí, y en eso aunaba su esfuerzo al de todos los americanos competentes que se han ocupado de la cuestión, que la lengua que hablamos no considerara como espurios aquellos aportes que los vigorosos rastros de los idiomas indígenas y las necesidades o diversos aspectos de la vida esencialmente americana, traían para bien y comodidad de todos. ¿Por qué el castellano formado por las diversas capas del fenicio, el céltico, el latino (con sos raíces indoeuropeas), el árabe, etc., habría de repudiar voces guaraníes o quichuas, que simplificaban la dicción evitando perífrasis y rodeos? ¡Cuántas veces, en España, ante esos letreros de "casa de vacas" que se ven en todas partes, pensaba en nuestro tambo, tan neto y expresivo! ¡Cuántas voces, por otra parte, florecientes y usuales en el siglo XIV y precisamente de aquellas que más caracterizan nuestra lengua, están hoy relegadas por la Academia en ese enorme armatoste de "anticuadas" que revienta ya, mientras en los países americanos conservan toda su eficacia y su verdad!

La cuestión no es, pues, hacer de la lengua un mar congelado; la cuestión está en mantenerla pura en sus fundamentos y al enriquecerla con elementos nuevos y vigorosos, fundir a éstos en la masa común y someterlos a las buenas reglas, que no sólo son base de estabilidad, sino condición esencial para hacer posible el progreso.

El Dr. Gutiérrez predicaba con el ejemplo; le reputo el más puro y castizo de nuestros escritores de nota. Sarmiento era demasiado impetuoso para mantener una corrección inalterable y si bien algunas de sus páginas tienen el exquisito sabor del fuerte y viejo castellano, al dar vuelta la hoja nos encontramos con verbos estrujados, sintaxis de fantasía, construcciones propias, genuinas, como si la originalidad de las ideas exigiera igual carácter a la manera de expresarlas. El general Mitre ha leído mucho, en muchos idiomas, y la influencia de esas lecturas se ve con frecuencia; en los últimos tiempos, apurado por un trabajo de poderoso aliento, ha tenido que ensanchar su vocabulario, buscando en la historia de nuestra lengua ricos elementos olvidados, cuyo empleo le ha permitido, si bien a costa de cierta impresión de extrañeza en el lector, traducir la Divina Comedia con una paciencia de benedictino y una veneración de sectario…

II

Al recorrer el nuevo libro del Sr. Abeille, "El idioma nacional de los argentinos", recordé que entre mis viejos papeles debía haber algunas carillas sobre la materia, escritas hace ya varios años. Son las que acaban de leerse y en las que, a la verdad, encuentro tan exactamente reflejada mi opinión actual, que en nada las he modificado.

El Sr. Abeille es un filólogo distinguido, aunque hasta los profanos, como yo, echan de ver, desde luego, que su erudición, si bien fresca y moderna, no se ha formado en las fuentes originales y primitivas. Sabe muy bien lo que hombres como Darmesteter, Bréal, Paris, Havet, Schleiger, Weil y otros han escrito sobre la historia anatómica del lenguaje; pero no he notado en su libro rasgos que revelen un conocimiento directo de Bopp, Diez, Dozy, Engelmann, Pott, etc. No es esta una crítica que, por cierto, poca autoridad tendría viniendo de quien, mucho menos que el Sr. Abeille, ha llevado sus curioseos lingüísticos a esas profundidades. Pero creo poder atribuir los extremos a que llega el Sr. Abeille en el desenvolvimiento de su tesis, a las audacias atrayentes y licencias extraordinarias que con la filología se han permitido los modernos escritores franceses. Y para terminar con este punto, señalo también el desconocimiento de un libro verdaderamente admirable y que, para el completo esclarecimiento del tema abordado por el señor Abeille, era fundamental; me refiero a las "Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano" de Rufino José Cuervo, libro que, en ocho años (1876-1884) tuvo cuatro ediciones y que mereció al autor, de parte de los más eminentes filólogos de Europa, homenajes de real admiración. Si el Sr. Abeille ha leído ya ese libro, necesita releerlo, porque él le dará la nota exacta y prudente en la manera de tratar esta cuestión.

Indudablemente, si las lenguas, sin abandonar el terruño, se transforman hasta el punto de que tal vez Corbulón no habría entendido las voces de mando de Escipión o Paulo Emilio, ¿cuánto mayor no será ese cambio si ellas reviven en países lejanos al de su origen, bajo diverso ambiente, sirviendo de vehículo a nuevas ideas, expuestas a todos los ataques de los idiomas encontrados en el suelo conquistado, amén de los que de afuera vienen, también ellos, en son de conquista? Pretender, pues, fijar un idioma es tan absurdo, que cuando se consigue, no ya el hecho en sí mismo, lo que es imposible, sino la admisión de la idea como un postulado colectivo, se llega a una verdadera deformación por el estancamiento del espíritu nacional. Es el caso de la China: la lengua que hoy se habla en el imperio del Medio se parece tanto a la que allí se hablaba cuando Fidias esculpía en Atenas, como la de Pericles a la que hoy habla el rey Jorge de Grecia. La diferencia está en que mientras el idioma de Pericles, nacido como todas las lenguas humanas del monosilabismo, había llegado a su perfección, el chino, inmóvil en su forma, si bien variable en su fonética, era tan monosilábico, tan primitivo, tan "celular", como dice muy bien el Sr. Abeille, entonces como hoy.

 

¿Puede nadie pretender que el castellano se petrifique de esa suerte? ¿Puede el purista más empecinado e inflexible pretender luchar contra las mil influencias que han de determinar las modificaciones regionales que la lengua española sufrirá en América, como las ha sufrido ya en las mismas provincias peninsulares? ¿Es acaso sensato oponerse a los neologismos necesitados por los progresos de las ciencias y las artes o la adopción de nuevos usos, y si hoy, como dice Cuervo, "no hacemos melindres a voces astrológicas como sino, estrella, desastre, desastrado, jovial, saturnino, ¿por qué hemos de negar a nuestros contemporáneos el empleo oportuno de términos o imágenes suministrados por las ciencias modernas, cuando más si se considera su mayor vulgarización con respecto a los siglos pasados?"

Lo que sí se puede y se debe sostener, es que todos los aportes, los enriquecimientos, las adquisiciones por conquista, cambio, compra, violencia y todo otro modo de adueñarse de lo ajeno, se sometan a las reglas generales por las cuales se rige la comunidad. Si el quichua nos trae charqui y en el acto formamos el verbo charquear, conjuguémoslo según lo enseña la gramática castellana y no otra. Si en virtud de esos fenómenos de derivación que tan bien estudia el Sr. Abeille, de cardo sacamos el lindo y expresivo cardal, de bellaco, bellaquear, o de baquía, baqueano, añadamos sencillamente esas palabras a nuestro léxico propio, como todos los otros países americanos añadirán a los suyos las que formen por el mismo procedimiento – y hagámoslo con la seguridad de que al hacerlo en nada adulteramos los principios fundamentales de nuestra lengua que no es "el idioma de los argentinos", ni el "idioma nacional", sino simplemente y puramente el castellano.

El Sr. Abeille, que es un entusiasta de nuestra tierra (uno no puede menos que conmoverse al verle entonar el himno nacional a propósito de lingüística) tiene tal debilidad complaciente con la que hablamos y que él rotula "idioma nacional de los argentinos", que llega hasta justificar los cambios sintácticos que hemos introducido en el español, sosteniendo que "el uso de algunos de ellos es realmente criticable en una lengua fijada", pero que ese uso "debe favorecerse en una lengua en evolución como la nuestra".

Me parece ver ijadear al Sr. Abeille en su esfuerzo para defender nuestro "bajo el punto de vista", contra "del punto de vista" español. Trae un ejemplo y una explicación al respecto que entretienen bastante. Nunca le hemos de aceptar al Sr. Abeille que se diga, cuando se empleen palabras españolas, "me ha encargado de decirle" en vez de "me ha encargado decirle", porque, aunque un niño esté en formación, no hay por que habituarle a andar con las rodillas y no con los pies, que es lo natural, lo sano y lo útil, sin contar con que es esa la única manera (como en el idioma) que permite al cuerpo desplegar su esbeltez y su elegancia.

Entre las excursiones etimológicas que hace el Sr. Abeille – que son frecuentes, agradables y generalmente fructuosas – hay algunas que me han dejado pensativo, precisamente porque se refieren a voces que han echado raíces en nuestro suelo, sin que se sepa de dónde vino la semilla primitiva. Una de ellas es atorrante. Esta palabra, puedo asegurarle al Sr. Abeille, es de introducción relativamente reciente en el "idioma nacional de los argentinos". Después de haber vivido más de un cuarto de siglo la oí por primera vez en mi tierra, allá por el año 1884, de regreso de Europa, donde había pasado algunos años. Y no es que hubiera vivido en mi país entre académicos y prosistas, pues hasta cronista de policía substituto había sido en la vieja Tribuna.

Pregunté qué significaba atorrante y de dónde venía. Se me hizo la descripción del gueux, del vagabundo, del chemineux, y se me dijo entonces (no hay lomo como el de la etimología para soportar carga) que el vocablo tomaba origen en el hecho de que los individuos del noble gremio así denominado dormían en los caños enormes que obstruían entonces nuestras calles, llamados de tormenta. De ahí atorrante. Aunque sin forma clásica, esa etimología me trajo a la memoria la que da el maestro Alejo de Venegas, citado por Cuervo, de la voz alquilar.

"Alquilar se compone de alius qui illam habet, que es otro que la habita, conviene a saber, la casa ajena". (!)

El Sr. Abeille es más científico; pero lo que hay que admirar más, es la agilidad maravillosa que despliega para extraer del verbo latino torrere, que significa secar, tostar, quemar, incendiar, inflamar, el vocablo atorrante, el que se hiela, según él, porque Varro emplea el verbo citado en el sentido de quemar, hablando del frío. Yo consentiría gustoso, porque estoy curado de espanto en esa materia; pero desearía saber cómo – y poco más o menos cuándo – se ha colado ese torrere en nuestro país, y por qué causa ha hecho su evolución tan rápida, pues lo repito, y apelo a la memoria de todos los hombres de mi edad, hace veinte años, no era generalmente conocida la palabra "atorrante".

Hubiera deseado que el Sr. Abeille, con su segura información, nos hubiera dicho algo sobre el delicioso guarango de nuestro "idioma nacional", que si viene realmente de dos palabras quichuas que significan varios colores, es un hallazgo genial del pueblo – y del odioso macana, que no se acierta a comprender como ha venido a significar disparate, despropósito, de su acepción primitiva y aceptada, aun en España, de "arma contundente usada por los indios". Y llegando a las profundidades del "idioma nacional de los argentinos", anda por ahí un famoso titeo, muy campante, que amenazando de desalojo al castizo bochinche, ha invadido ya los dominios de la burla y de la broma, sin que sepamos aún qué derechos tiene, semánticamente hablando, para conducirse así.

III

La circunstancia especial de ser este un país de inmigración, hace más peligrosa la doctrina que informa el libro del Sr. Abeille y más necesaria su categórica condenación. Sólo los países de buena habla tienen buena literatura y buena literatura significa cultura, progreso, civilización. Pretender que el idioma futuro de esta tierra, si admitimos las teorías del Sr. Abeille y salimos de las rutas gramaticales del castellano, idioma que se formará, sobre una base de español, con mucho italiano, un poco de francés, una migaja de quichua, una narigada de guaraní, amén de una sintaxis toba, tiene un gran porvenir, es lo mismo que augurar los destinos del griego o del latín a la jerga que hablan los chinos de la costa o la jerigonza de los levantinos, verdadero volapuk sin reglas, creado por las necesidades del comercio. Paréceme que si el Sr. Abeille, a más de tener todo el cariño que muestra por esta tierra y que creemos sincero, fuera hijo de ella, sentiría en el alma algo instintivo, que le enderezaría el razonamiento en esta materia.

Y ahora me voy a releer la muerte de Marco Aurelio, de Renán, el discurso sobre la nobleza de las armas, de Cervantes, la pintura de Inglaterra al terminar el siglo XVII, de Macaulay o los coros del Adelghi, de Manzoni, para en seguida pedir al cielo conserve en nuestro suelo la pureza de la noble lengua que hablamos, a fin de que algún día, si no nosotros, nuestros hijos, puedan leer, de autores nacionales, páginas como aquéllas.

1900.

EN LA TIERRA

Tucumana

La hacienda del "Arrayán" dista de Tucumán poco más de doce leguas, esto es, unas buenas diez horas de marcha. Al abandonar el valle es necesario acudir a la mula o al caballo habituado a la montaña. Así se asciende lentamente, se cruzan los cuadros más bellos que pueden contemplarse en suelo argentino; cuadros cuyo aspecto va cambiando de carácter a medida que los caprichos de la ruta conducen a una garganta de la que, más que verse, se adivina el fondo, o llevan a una cúspide desde la cual se abarca un paisaje dilatado. Jamás la nieve cubrió esos montes, vírgenes del helado abrigo bajo el cual se cobija la tierra en los duros climas del Norte. La Naturaleza desnuda, siempre alegre, viviendo sin cesar, arroja en todas las formas su savia desbordante. A veces cuando el sol vibra sobre ella con tal intensidad que el suelo se entreabre, la acción generosa de los bosques que cubren los cerros como un manto real, acumula las nubes y prepara la lluvia, que empieza en largas y anchas gotas, se acelera, se enardece con el estruendo del trueno, se hace frenética, cae a torrentes, amenaza, va a herir… y se disuelve en una sonrisa de verano. El que no conoce esas fantasías del trópico no puede darse cuenta de la vida intensa y expresiva de la naturaleza…

El "Arrayán", propiedad de don Juan Andrés Segovia, ocupaba un extenso y lujoso valle completamente rodeado por colinas de poca elevación que lo defendían como una cadena de baluartes. Bien patrimonial, había quedado abandonado hasta 1860, a la merced de todo el que quería llevar allí su rebaño vagabundo. Sólo cuando la nacionalidad se constituyó y que la paz hizo nacer la esperanza, en ese momento digno de estudio en nuestro país, cuando el pueblo argentino, como al despertar de un largo sueño, empezó a palparse, a darse cuenta de las necesidades de la vida y a estudiar los recursos de nuestro suelo admirable, sólo entonces Segovia, uno de los precursores en su provincia de la implantación de la industria que debía hacer su riqueza, comprendió el inmenso valor del "Arrayán" y ensayó un pequeño plantío de caña de azúcar. Poco a poco el campo del arado se extendió y la tierra, atónita de recibir semilla de mano del hombre, gozosa de la aventura, rindió opulenta el préstamo parsimonioso.

Al rancho de paja sucedió bien pronto una habitación de material, que cinco años más tarde cedió el sitio no a un palacio, sino a uno de aquellos vastos y cómodos edificios, sin arte ni belleza, pero que el instinto del hombre más ignorante sabe construir, de acuerdo con las exigencias del clima. Sobre una pequeña altura, una masa cuadrada, flanqueada por anchos corredores y en el centro un patio enorme, cubierto de naranjales, limoneros, palmeras, arrayanes y laureles rosa.

Del mismo modo, el viejo trapiche primitivo había desaparecido ante la enorme maquinaria moderna, esa maravilla de mecánica que toma el verde tronco de la caña y lanzando el jugo que le extrae a su peregrinación fantástica, lo transforma en oro.

El ingenio propiamente dicho, se levantaba a trescientos metros de la habitación – y a su pie, una pequeña aldea se había formado, con sus casitas limpias, cuidadas, rodeadas de árboles y flores, morada de los ingenieros y empleados extranjeros y sus ranchos casi abiertos, hogar transitorio del criollo. En el centro, una pequeña iglesia levantaba su campanario blanco, frente a la escuela modesta. Los dos edificios parecían mirarse con cariño en su humildad recíproca; la una exigía una fe serena y tranquila y la ciencia que en la otra se enseñaba era bien tímida para levantar la cabeza. Los peones miraban con envidia a sus hijos ir a la escuela y pasaban largas horas de la tarde, al concluir las faenas, haciéndose enseñar los insondables misterios del alfabeto por los niños encantados de lucir su ciencia ante sus padres.

Segovia tenía predilección por su hacienda del Arrayán; no sólo era la base principal de su fortuna, sino que encontraba dulce la vida allí, rodeado de su familia y entregada el alma a esa profunda satisfacción moral que da la conciencia de ocupar útilmente el tiempo. Parecía que al descender al valle, todas las contrariedades volaban de su espíritu para dar lugar a un contento sereno e igual. El día de su llegada era caro; todos los necesitados, todos los que se habían comido anticipadamente el beneficio de la estación, todos los que se habían visto cortar el crédito por el implacable pulpero, acudían a él y rara vez volvían descontentos. Lo que le había costado más implantar, era el régimen moral. A medida que su hija Clara crecía, Segovia comprendía los inconvenientes de aquel estado social perfectamente primitivo, en el que las teorías más avanzadas del free love americano habían recibido una vigorosa aplicación inconsciente. Rara era la pareja que había pasado por otro altar que el de la naturaleza antes de consumar su unión. Segovia constataba que los resultados podían luchar con éxito con los productos más canónicos de las sociedades cultas y que esos muchachos rollizos y vigorosos, concebidos al azar de una noche de verano, bajo un cielo estrellado y la callada protección de un naranjo dormido, nada tenían que envidiar al pillete lívido de las ciudades, venido al mundo con un pertrecho completo de sacramentos y actos oficiales. En tanto que Clara fué pequeña, Segovia sostuvo impávido su teoría contra los enérgicos asaltos de su hermana, devota combatiente, y los más flojos de su mujer; pero más tarde comprendió que debía ceder y cedió. Fué entonces que se levantó la capilla y que la aldea del Arrayán presenció respetuosa la entrada solemne del señor don Isidoro, nombrado capellán del establecimiento y encargado de poner un poco de orden en aquel pequeño mundo que hasta entonces había crecido bajo la mirada directa del Señor, sin intervención de su santa iglesia.

 

Era don Isidoro un mocetón de veintiséis o veintiocho años, bien plantado, alto, robusto y hecho a torno. Visto de espaldas, parecía un granadero disfrazado, un hombre de acción y de pasiones. De frente, el problema se resolvía: jamás una cara más plácida, dulce, naturalmente tranquila y alegre, había reflejado un alma más alejada de las concepciones turbadoras de la vida. Inocente a veces hasta el exceso, se salvaba siempre no sólo de las dificultades, sino del ridículo mismo, por su bondad profunda y sana. Era español; muy niño, vino con Su humilde familia a Buenos Aires, se educó en el seminario y más tarde fué familiar de un prelado que le tomó cariño, le dió las órdenes y trató de ayudarle. Segovia le conoció en uno de sus viajes, rió un poco de su inocencia, le intrigó ese rarísimo fenómeno de perfecta pureza y concluyó por llevársele a Tucumán. Al mes de vida íntima le trataba con afección paternal; pero jamás pudo privarse de la clásica broma que hacía poner rojo a don Isidoro y que consistía invariablemente en empezar por mirarle, analizar sus formas atléticas, suspirar y lanzar su eterno "¡Qué lástima!" Don Isidoro se ruborizaba, murmuraba un "Señor don Juan Andrés!.." y sonreía incómodo. Lo que daba lástima a Segovia, era el desperdicio de un hombrón semejante, que habría hecho tan feliz a una mujer y dado tan vigorosa prole.

Lo que don Isidoro casó y bautizó en los primeros tiempos, no está escrito. Al principio quiso hacer una amonestación por separado a cada pareja; pero eran tantas, que al fin resolvió casar de 10 a 12 a. m. y luego proclamar por secciones de veinte. Aunque don Isidoro tenía su casita junto a la capilla, comía siempre en la mesa de Segovia durante la permanencia de éste en la hacienda. A más de él, había dos comensales invariables: el ingeniero principal, Mr. Barclay, un americano que había pasado casi toda su vida en la Habana y que un mal azar de fortuna arrojó al Plata. Tenía 50 años sonados, era silencioso, trabajador y no se le conocían sino dos pasiones: la música y Clara, o más bien sólo la primera, que para él se encarnaba en la segunda. Luego don Benito Morreón, español, maestro de primeras letras, soltero, de cuarenta años, rubio, descolorido, con anteojos, apasionado por la filología, pero sin hablar jota de francés, ni de alemán, ni de inglés, ni de nada, en una palabra, aunque hacía diez años, según afirmaba, que se había entregado al estudio de los idiomas eslavos, para empezar por lo más difícil. Su sistema consistía en llevar un libro enorme en el que copiaba, junto a la voz española, la correspondiente en bohemio, en croata, en serbio, en rutheno, o en ruso, echando el alma en la transcripción de los caracteres gráficos de cada idioma, sin avanzar jamás en su conocimiento. El sueño de don Benito era llegar a tener discípulos capaces de comprender el curso de bello ideal, como llamaba a la literatura, curso que pretendía dar, así que su pan intelectual hubiera fortificado el espíritu de sus educandos. Pero éstos, tan pronto como sabían leer, escribir y contar, tomaban el machete y se iban a cortar caña. Don Benito presentaba sus quejas a Segovia, quien le demostraba pacientemente que un peón no debe jamás tener una educación superior a su posición en el mundo. D. Benito no se desanimaba y esperaba con calma la explosión de un genio entre los chinitos descalzos que poblaban su escuela. Católico ferviente, ayudaba invariablemente la misa de don Isidoro, con quien mantenía excelentes relaciones.

Luego venía Toribio, el hombre de confianza de Segovia, capataz del establecimiento en su ausencia, pero sin jurisdicción sobre Barclay, rey y señor allá en sus máquinas. Toribio no comía en la mesa; peón había sido, peón había quedado. Decía a Clara "niña Clarita", amansaba él mismo los caballos destinados a su silla, se sacaba el sombrero delante de don Isidoro o don Benito y trataba a los peones como amigos, lo que no impedía que de tiempo en tiempo demoliera uno o dos de un puñetazo. La hacienda, durante las faenas, contaba más de doscientos hombres entre los cortadores de caña y los adscriptos a las máquinas, con otras tantas mujeres y un sinnúmero de chiquillos. Manejar todo ese mundo no era cosa sencilla y se necesitaba, a más de los puños de Toribio, su aureola de soldado valeroso, como lo atestiguaban las medallas que lucía su pecho, en las grandes fiestas de iglesia.

Como Segovia, su mujer y Clara amaban la hacienda. No sólo encontraban allí una vida de paz y tranquilidad, sino también aquel secreto halago que tan profundamente han de haber sentido nuestros padres y que para nosotros se ha desvanecido por completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo democrático: la expresión de respeto constante, la veneración de los subalternos como a seres superiores, colocados por una ley divina e inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano. ¿Dónde, dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente?.. El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor. Pero en las provincias del interior, sobre todo en las campañas, quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa…

De pie con el sol, Segovia recorría la hacienda a caballo, vigilaba el corte, charlaba con Toribio; rara vez, al volver, dejaba de encontrar a Clara, habituada también a esos paseos matinales deliciosos, en los que el aire puro de los campos entra a raudales a vigorizar los pulmones. Padre e hija se daban los buenos días, buscaban espacio para galopar un momento y volvían contentos y pidiendo a voces el almuerzo. Durante el día, Clara ponía un poco de orden a sus numerosas preocupaciones de caridad, cosía ropa para los chiquillos, visitaba a los enfermos, celebraba conferencias con D. Isidoro, instándole para que se armara de los rayos de la iglesia contra el peón Silvano, que bebía, contra Ruperto, que había estado tres días ausente sin decir nada a su mujer, o contra Santiago, que no enviaba sus hijos a la escuela. El momento de la comida era la hora grata por excelencia. Parecía increíble que la monotonía de aquella vida suministrara tanto tema de conversación. Un observador habría podido constatar que cada uno de los interlocutores decía siempre la misma cosa; pero como todos se encontraban en igual caso, nadie lo notaba. Cada uno, con la persistencia tenaz de la pasión, pero sin salvar los límites de las conveniencias, procuraba llevar la conversación al terreno grato a su alma. D. Isidoro hacía un viaje al paraíso cada vez que Clara, por satisfacerle, recomenzaba la narración de su recepción en Roma por el papa; Barclay daba giros de veinte leguas para hacerle repetir sus impresiones en las óperas de Wagner y D. Benito trabajaba como un benedictino por traer a colación el viaje a Rusia, en el que encontraba conexiones con su estudio favorito. Clara le había traído gramática y diccionarios de casi todas las lenguas eslavas; el día que los recibió, don Benito sintió un nudo en la garganta, rompió a llorar y estuvo a punto de caer a sus pies. Desde entonces miraba a Clara con una veneración profunda. – Después de comer, Segovia hacía su eterna partida de bésigue con su mujer, ésta asesorada por D. Isidoro y su marido por el maestro de escuela. Barclay ocupaba su sillón no lejos del piano e inmóvil, silencioso, oía con recogimiento a Clara, asombrado de encontrar bello todo lo que tocaba, sin darse cuenta muchas veces de que Clara tocaba precisamente lo que él encontraba bello.

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