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En viaje (1881-1882)

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CAPITULO VI
En el mar Caribe

Mal presagio. – El Avila. – De nuevo en la Guayra. – El hotel Neptuno. – Cómo se come y cómo se duerme. – Cinco días mortales. – La rada de la Guayra. – El embarco. – Macuto. – Una compañía de ópera. – El "Saint-Simon". – Puerto Cabello. – La fortaleza. – Las bóvedas. – El general Miranda. – Una sombra sobre Bolívar. – Las bocas del Magdalena. – Salgar. – La hospitalidad colombiana

Salí de Caracas el martes, 13 de diciembre; el día y la fecha no podían ser más lúgubres. Pero, como en cada día de la semana y en cada uno de los del mes he tenido momentos amargos, he perdido por completo la preocupación que aconseja no ponerse en viaje el martes, ni iniciar nada en 13. En esta ocasión, sin embargo, he estado a punto de volver a creer en brujas, tantas y tan repetidas fueron las contrariedades que encontré en el camino.

Una vez más volví a cruzar el Avila, buscando el mar por las laderas de las montañas, desiguales, abruptas, caprichosas en sus direcciones, con sus valles estrechos y profundos. Los trabajos del ferrocarril se proseguían, pero sin actividad; es una obra gigante que me trajo a la memoria los esfuerzos de Weelright para unir a Santiago de Chile con Valparaíso, los de Meiggs para trepar hasta la Oroya, y los que esperan en un futuro próximo a los ingenieros que se encarguen de cruzar los Andes con el riel y unir Mendoza con Santa Rosa. El ferrocarril de la Guayra a Caracas, es, a mi juicio, obra de trascendencia vital para el porvenir de Venezuela, así como el de la magnífica bahía de Puerto Cabello a Valencia. La nación entera debía endeudarse para dar fin a esas dos vías que se pagarían por si mismas en poco tiempo.

Al fin llegamos a la Guayra, después de seis horas de coche realmente agobiadoras, por las continuas ascensiones y descensos, como por el deplorable estado del camino. Apenas divisamos la rada, tendimos, ávidos, la mirada, buscando en ella el vapor francés que debía conducirnos a Sabanilla y que era esperado el referido día 13. Me entró frío mortal, porque, al notar la ausencia del ansiado Saint-Simon, pensé en el Hotel Neptuno, en el que tenía forzosamente que descender, por la sencilla razón de que no hay otro en la Guayra. Allí nos empujó nuestro negro destino y allí quedamos varados durante cinco días, cuyo recuerdo opera aún sobre mi diafragma como en el momento en que respiraba su atmósfera.

Los venezolanos dicen, y con razón, que Venezuela tiene la cara muy fea, refiriéndose a la impresión que recibe el extranjero al desembarcar en la Guayra. En efecto, la pobreza, la suciedad de aquel pequeño pueblo, su insoportable calor, pues el sol, reflejándose sobre la montaña, reverberando en las aguas y cayendo a plomo, eleva la temperatura hasta 36 y 38 grados, y el abandono completo en que se encuentra, hacen de la permanencia en él un martirio verdadero. Pero todo, todo lo perdono a la Guayra, menos el Hotel Neptuno.

Creo tener una vigorosa experiencia de hoteles y posadas; conozco en la materia desde los palacios que bajo ese nombre se encuentran en Nueva York, hasta las chozas miserables que en los desiertos argentinos se disfrazan con esa denominación. Me he alojado en los hoteles de nuestra campaña, en cuyos cuartos los himnos de la noche son entonados por animales microscópicos y carnívoros; he llegado, en medio de la Cordillera, camino de Chile, a posadas en cuya puerta el dueño, compadecido sin duda de mi juventud, me ha dado el consejo de dormir a cielo abierto, en vez de ocupar una pieza en su morada; he dormido algunas noches en las postas esparcidas en la larga travesía entre Villa Mercedes y Mendoza; he pernoctado en Consuelo, comido en Villeta y almorzado en Chimbe, camino de Bogotá… pero nada, nada puede compararse con aquel Hotel Neptuno que, como una venganza, enclavaron las potencias infernales en la tétrica Guayra. ¿Describirlo? Imposible; necesitaría, más que la pluma, el estómago de Zola, y al lado de mi narración, la última página de Nana tendría perfumes de azahar. Baste decir que el mueblaje de cada cuarto consiste en un aparato sobre el que jinetea una palangana (que en Venezuela se llama ponchera) con una media naranja de mugre invertida en el fondo. Luego, una silla, y por fin, un catre. Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cobertores y con una almohada que, en un apuro, podría servir para cerrar una carta en vez de oblea. El piso está alfombrado…¡de arena! No penséis en aquella arenilla blanca y dulce a la mirada, que tapiza los cuartos en las aldeas alemanas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en que se marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar en la habitación de Margarita; el piso hollado por los pies de Hermann y Dorotea. No; una arena negra, impalpable y abundante, que se anida presurosa en los pliegues de nuestras ropas, en el cabello y que espía el instante en que el párpado se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupila. Allí se duerme. El comedor es un largo salón, inmenso, con una sola mesa, cubierta con un mantel indescriptible. Si el perdón penetrara en mi alma, compararía eso mantel con un mapa mal pintado, en el que los colores se hubieran confundido en tintas opacas y confusas; pero, como no puedo, no quiero perdonar, diré la verdad: las manchas de vino, de un rojo pálido, alternan con los rastros de las salsas; las placas de aceite suceden a los vestigios grasosos… Basta. Sobre esa mesa se coloca un gran número de platos: carne salada en diversas formas, carne a la llanera, cocido y plátanos, plátanos fritos, plátanos asados, cocidos, en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Luego que todos esos elementos están sobre la mesa, se espera religiosamente a que se enfríen, y cuando todo se ha puesto al diapasón termométrico de la atmósfera, se toca una campana y todo el mundo toma asiento. Así se come.

Así pasamos cinco días, fijos los ojos en el vigía que desde la altura anuncia por medio de señales la aproximación de los vapores. De pronto, al tercer día, suena la campana de alarma. ¡Un vapor a la vista! ¡Viene de Oriente!..¡Francés! ¡Qué sonrisas! ¡Qué apretones de mano! ¡Qué meter aprisa y con forceps todos los efectos en la valija repleta, que se resiste bajo pretexto de que no caben! Un paredón maldito frente al hotel quita la vista del mar; esperamos pacientemente y sólo vemos el buque cuando está a punto de fondear… ¡No es el nuestro!

Pasábamos el día entero en el muelle, presenciando un espectáculo que no cansa, produciendo la punzante impresión de los combates de toros. El puerto de la Guayra no es un puerto, ni cosa que se le parezca; es una rada abierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar a los bajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidad y violencia increíbles. Hay días, muy frecuentes, en que todo el tráfico marítimo se interrumpe, porque no es materialmente posible embarcarse. Por lo regular, el embarco no se hace nunca sin peligro. En vano se han construido extensos tajamares: la ola toma la dirección que se le deja libre y avanza irresistible. ¡Ay de aquel bote o canoa que al entrar o salir al espacio comprendido entre el muelle y la muralla de piedra, es alcanzado por una ola que revienta bajo él! Nunca me ha sido dado observar mejor esos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigidos por un espíritu consciente y libre. Qué fuerzas forman, impulsan, guían la onda, es aún cuestión ardua; pero aquel avance mecánico de esa faja líquida que viene rodando en la llanura y que, al sentir la proximidad de la arena, gira sobre sí misma como un cilindro alrededor de un eje, es un fenómeno admirable. Al reventar, un mar de espuma se desprende de su cúspide y cae bullicioso y revuelto como el caudal de una catarata. Si en ese momento una embarcación flota sobre la ola, es irremisiblemente sumergida. Así, durante días enteros, hemos presenciado el cuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, volviendo de su tarea ennoblecida por el peligro y zozobrando al tocar la orilla. Saltan al mar así que comprenden la inmensidad de la catástrofe y nadan con vigor a pisar tierra, huyendo de los tiburones y tintoreras que abundan en esas costas. El embarco de pasajeros es más terrible aún; hay que esperar el momento preciso, cuando, después de una serie de olas formidables, aquellos que desde la altura del muelle dominan el mar, anuncian el instante de reposo y con gritos de aliento impulsan al que trata de zarpar. ¡Qué emoción cuando los vigorosos marineros, tendidos como un arco sobre el remo, huyen delante de la ola que los persigue bramando! ¡Es inútil; llega, los envuelve, levanta el bote en alto, lo sacude frenética, lo tumba y pasa rugiente a estrellarse impotente contra las peñas!

Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, situado a un cuarto de hora de la Guayra, perdido entre árboles colosales, adormecido al rumor de un arroyo cristalino que baja de la montaña inmediata. Es un sitio de recreo, donde las familias de Caracas van a tomar baños, pero no tiene más atractivo que su belleza natural. El lujo de las moradas de campaña, tan común en Buenos Aires, Lima y Santiago, no ha entrado aún en Venezuela ni en Colombia. Siempre que nos encontramos con estas deficiencias del progreso material, es un deber traer a la memoria, no sólo las dificultades que ofrece la naturaleza, sino también la terrible historia de esos pueblos desgraciados, presa hasta hace poco de sangrientas e interminables guerras civiles.

Al fin del quinto día el vigía anunció nuevamente un vapor que asomaba en el horizonte oriental; esta vez no fuimos chasqueados. Pero, como el Saint-Simon no debía partir hasta el día siguiente, empleamos la tarde, en unión con la casi totalidad de la población de la Guayra, en presenciar el desembarco de la compañía lírica de debía funcionar en el lindo teatro de Caracas. El mar estaba agitado, «venía mucha agua», según la expresión de los viejos marineros de la playa, y los conductores de las lanchas ocupadas por los ruiseñores exóticos iban a poner a prueba su habilidad. Al menor descuido la ola estrellaba la embarcación contra las rocas o el muelle y el mundo perdía algunos millares de sis bemoles. En el fondo de la primer lancha, vi a un hombre de elevada estatura, con calañés, en posición de Conde de Luna cuando pregunta desde cuando acá los muertos vuelven a la tierra; era el barítono, seguramente. A su lado, una mujer rubia, y buena moza, apretaba un perrito contra el seno y tenía los ojos agitados por el terror. ¿Perrito? Contralto. En el segundo bote, la prima donna, gruesa, ancha, robusta, nariz trágica, talle de campesina suiza; junto a ella, el «primo donno», su esposo o algo así, ese utilísimo mueble de las divas, que firma los contratos, regatea, busca alojamiento y presenta a la Signora los habitués distinguidos. Por último, tras el formidable bajo, que tenía todo el aire de Leporello, en el último acto de Don Juan, el tenor, el sublime tenor, que el empresario, según anunció en los diarios de Caracas, había arrebatado a fuerza de oro al Real de Madrid. El referido empresario venía a su lado, sosteniéndolo a cada vaivén, interponiéndose entre su armonioso cuerpo y el agua imprudente que penetraba sin reparo, mensajera del resfrío. ¡Cuál no sería mi sorpresa al reconocer en el melodioso artista, que se dejaba cuidar con un aplomo regio, a nuestro antiguo conocido el tenor Abrugnedo! Miré con júbilo al Saint-Simon, que se mecía sobre las aguas y que debía partir al día siguiente. Más tarde, vi toda la compañía reunida, comiendo, los desgraciados, en la mesa del Hotel Neptuno. El plátano proteiforme, la yuca, el ñame y demás manjares indígenas, les llamaban la atención, y el bajo italiano que se hallaba entre bastidores sonaba en agudezas de carbonero, mientras algunos jóvenes de Caracas, casualmente allí, analizaban los contornos de la contralto con una detención que revelaba, o afición a la anatomía o designios menos científicos. Yo, entretanto, dejaba a mi espíritu flotar en el recuerdo de un delicioso romance de George Sand, aquel Pierre quiroule, en el que el artista sin igual pinta la vida vagabunda y caprichosa de una compañía de cómicos de la legua, para detenerme ante esta ligera insinuación de mi conciencia: ¡En cuanto a vagabundo!..

 

Al día siguiente, por fin, procedimos al embarco. Cuestión seria; una de las lanchas que nos precedían y que, como la nuestra, espiaba el instante propicio para echarse afuera, no quiso oír los gritos del muelle ¡viene agua!, e intentando salir, fue tomada por una ola que la arrojó con violencia contra los pilotes. La lancha resistió felizmente; pero iban señoras y niños dentro, cuyos gritos de terror me llegaron al alma. – «No se asuste, blanco», – me dijo uno de mis marineros, negro viejo que no hacía nada, mientras sus compañeros se encorvaban sobre el remo. Sonrío hoy al recordar la cólera pueril que me causó esa observación, y creo que me propasé en la manera de manifestársela al pobre negro. Fuimos más felices que nuestros precursores y llegamos con felicidad a bordo del vapor en que debíamos continuar la peregrinación a los lejanos pueblos cuyas costas baña el mar Caribe.

¿Encontraré piedad en las almas ideales que viven de ilusiones, si hago la confesión sincera de haber sentido un placer inefable, en unión con mi joven secretario, cuando nos sentamos a la mesa del Saint-Simon, que se nos dio una servilleta blanca como la nieve y recorrí con complacidos ojos un menú delicado, cuya perfección radicaba en el exiguo número de pasajeros? Creo que es la primera vez, en mis largas travesías, que he deseado una ligera prolongación en el viaje. La oficialidad de a bordo, distinguida, el joven médico que no creía en la eficacia de la quinina contra la fiebre y que me indicaba preservativos para la malaria del Magdalena, que me hacían preferir el mal al remedio; un distinguido caballero de la Martinica que me daba los datos sobre la situación social de la isla que he consignado anteriormente, su linda y amable mujer, y por fin, un joven suizo de 22 años, que se dirigía a Bogotá, contratado por el gobierno de Colombia para dictar una cátedra de historia general y que, no hablando el español, se sonrojaba de alegría cuando supo que debíamos ser compañeros de viaje. Inspectores de la Compañía Transatlántica que iban a Méjico y Centro América, guatemaltecos, costariqueños, peruanos, todo ese mundo del Norte, tan diferente del nuestro, que no nos hace el honor de conocernos y a quienes pagamos con religiosa reciprocidad.

A la mañana siguiente de la salida de la Guayra, llegamos a Puerto Cabello, cuya rada me hizo suspirar de envidia. El mar forma allí una profunda ensenada, que se prolonga muy adentro en la tierra y los buques de mayor calado atracan a sus orillas. Hay una comodidad inmensa para el comercio, y ese puerto está destinado, no sólo a engrandecer a Valencia, la ciudad interior a que corresponde, como la Guayra a Caracas y el Callao a Lima, sino que por la fuerza de las cosas se convertirá en breve en el principal emporio de la riqueza venezolana. Las cantidades de café y cacao que se exportan por Puerto Cabello, son ya inmensas, y una vez que el cultivo se difunda en el estado de Carabobo y limítrofes, su importancia crecerá notablemente.

Frente al puerto, se levanta la maciza fortaleza, el cuadrilátero de piedra que ha desempeñado un papel tan importante en la historia de la colonia, en la lucha de la independencia y en todas las guerras civiles que se han sucedido desde entonces. En sus bóvedas, como en las de la Guayra, han pasado largos años muchos hombres generosos, actores principales en el drama de la Revolución. De allí salió, viejo, enfermo, quebrado, el famoso general Miranda, aquel curioso tipo histórico que vemos brillar en la corte de Catalina II, sensible a su gallarda apostura y que lo recomienda a su partida a todas las cortes de Europa; que encontramos ligado con los principales hombres de Estado del continente, que acepta con júbilo los principios de 1789, ofrece su espada a la Francia, manda la derecha del ejército de Dumouriez en la funesta jornada de Neerwinde, cuyo resultado es la pérdida de la Bélgica y el desamparo de las fronteras del Norte; que volvemos a encontrar en el banco de los acusados, frente a aquel terrible tribunal donde acusa Fouquier-Tinville y que acaba de voltear las cabezas de Custine y de Houdard, el vencedor de Hoschoote. Con una maravillosa presencia de espíritu, Miranda logra ser absuelto (el único tal vez de los generales de esa época, porque Hoche debió la vida al Trece Vendimiario) por medio de un sistema de defensa original, consistente en formar de cada cargo un proceso separado y no pasar a uno nuevo antes de destruir por completo la importancia del anterior en el ánimo de los jueces. Salvado, Miranda se alejó de Francia, pero lleno ya de la idea de la Independencia Americana. Hasta 1810, se acerca a todos los gobiernos que las oscilaciones de la política europea ponen en pugna con la España. Los Estados Unidos lo alientan, pero su concurso se limita a promesas. La Inglaterra lo acoge un día con calor, después de la paz de Bâle, lo trata con indiferencia después de la de Amiens, le escucha a su ruptura, y el incansable Miranda persigue con admirable perseverancia su obra. Arma dos o tres expediciones en las Antillas contra Venezuela, sin resultado, y por fin, cuando Caracas lanza el grito de independencia, vuela a su patria, es recibido en triunfo y se pone al frente del ejército patriota. Nunca fue Miranda un militar afortunado; debilitadas sus facultades por los años, amargado por rencillas internas, su papel como general en esta lucha es deplorable, y vencido, abandonado, cae prisionero de los españoles, que lo encierran en Puerto Cabello, de donde se le saca para ser trasladado a España, entregado por Bolívar. Esta es una de las negras páginas del Libertador, a mi juicio, que nunca debió olvidar los servicios y las desgracias de ese hombre abnegado. Miranda murió prisionero en la Carraca, frente a Cádiz, y todos los esfuerzos que ha hecho el gobierno de Venezuela para encontrar sus restos y darles un hogar eterno en el panteón patrio, han sido inútiles…

Pero mientras se me ha ido la pluma hablando de Miranda, el buque avanza, y al fin, dos días después de haber dejado Puerto Cabello, notamos que las aguas del mar, verdes y cristalinas en el Caribe, han tomado un tinte opaco, más terroso aún que el de las del Plata. Es que cruzamos frente a la desembocadura del Magdalena, que viene arrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda especie, durante centenares de leguas y que se precipita al Océano con vehemencia. Henos al fin en el pequeño desembarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. No hay más que cuatro o seis casas, entro ellas la estación del ferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla. Se me anuncia que el vapor Victoria debe salir para Honda, en el alto Magdalena, dentro de una hora, y sólo entonces comprendo las graves consecuencias que va a tener para mi el retardo del Saint-Simon, al que ya debo los atroces días de la Guayra. Todo el mundo nos recibe bien en Salgar y el himno de gratitud a la tierra colombiana empieza en mi alma.

CAPITULO VII
El río Magdalena

De Salgar a Barranquilla. – La vegetación. – El manzanillo. – Cabras y yanquis. – La fiebre. – Barranquilla. – La "brisa". – La atmósfera enervante. – El fatal retardo. – Preparativos. – El río Magdalena. – Su navegación. – Regaderos y chorros. – Los "champanes". – Cómo se navegaba, en el pasado. – El "Antioquía". – "Jupiter dementat…" – Los vapores del Magdalena. – La voluntad. – Cómo se come y cómo se bebe. – Los bogas del Magdalena. – Samarios y Cartageneros. – El embarque de la leña. – El "burro". – Las costas desiertas. – Mompox. – Magangé. – Colombia y el Plata

Un ferrocarril de corta extensión (veinte y tantas millas) une a Salgar con Barranquilla. Es de trocha angosta y su sólo aspecto me trae a la memoria aquella nuestra línea argentina que, partiendo de Córdoba, va buscando las entrañas de la América Meridional, que dentro de poco estará en Bolivia y en la que, viejos, hemos de llegar hasta el Perú.

El breve trayecto de Salgar a Barranquilla es pintoresco, no sólo por los espectáculos inesperados que presenta el mar que penetra audazmente al interior formando lagunas cuya poca profundidad no las hace benéficas para el comercio, sino también por la naturaleza de la flora de aquellas regiones. A ambos lados de la vía se extienden bosques de árboles vigorosos, cuyo desenvolvimiento mayor veremos más tarde en las maravillosas riberas del Magdalena. Pero la especie que más abunda es el manzanillo, que la naturaleza, pródiga en cariños supremos para todo lo que se agita bajo la vida animal, ha plantado al borde de los mares, colocando así el antídoto junto al veneno. El manzanillo es aquel mismo árbol de la India cuya influencia mortal es el tema de más de una leyenda poética de Oriente. Su más popular reflejo en el mundo europeo es el disparatado poema de Scribe, que Meyerbeer ha fijado para siempre en la memoria de los hombres, adornándolo con el lujo de su inspiración poderosa. Debo decir desde luego que, desde el momento que pisé estas tierras queridas del sol, el África suena en mis oídos a todo momento, sea en las quejas da Selica al pie de los árboles matadores, sea en sus cantos adormecedores, sea en el cuadro opulento de aquel indostán sagrado donde el sol abrillanta la tierra.

Es un hecho positivo que el manzanillo tiene propiedades fatales para el hombre. Sus frutas atraen por su perfume exquisito, sus flores embalsaman la atmósfera, y su sombra, fresca y aromática, invita al reposo, como las sirenas fascinaban a los vagabundos de la Odisea. Los animales, especialmente las cabras, resisten rara vez a esa dulce y enervante atracción, se acogen al suave cariño de sus hojas tupidas y comen del fruto embalsamado. Allí se adormecen, y cuando, al despertar, sienten venir la muerte en los primeros efectos del tósigo, reúnen sus fuerzas, se arrastran hasta la orilla del mar y absorben con avidez las ondas saladas que les devuelven la vida. Se conserva el recuerdo de unos jóvenes norteamericanos que, echándose el fusil al hombro, resolvieron hacer a pie el camino de Salgar a Barranquilla. El sol quema en esos parajes y el manzanillo incita con su sombra voluptuosa, cargada de perfumes. Los jóvenes yanquis se acogieron a ella, unos por ignorancia de sus efectos funestos, otros porque, en su calidad de hombres positivos, creían puramente legendaria la reputación del árbol. No sólo durmieron a su sombra, sino que aspiraron sus flores y comieron sus frutos prematuros. Llegaron a Barranquilla completamente envenenados, y si bien lograron salvar la vida, no fue sin quedar sujetos por mucho tiempo a fiebres intermitentes tenacísimas.

 

He ahí el enemigo contra el que tenemos que luchar a cada instante: la fiebre. La riqueza vegetal de aquellas costas, bañadas por un sol de fuego que hace fomentar los infinitos detritus de los bosques, la abundancia de frutas tropicales, a las que el estómago del hombre de Occidente no está habituado, los cambios rápidos de la temperatura, la falta forzosa de precaución, la sed inextinguible que origina transpiración de la que aquel que vive en regiones templadas no tiene idea, la imprudencia natural al extranjero, son otros tantos elementos de probabilidad de caer bajo las terribles fiebres palúdicas de las orillas del Magdalena. Y lo más triste es que los preservativos toman todos, en aquel clima, caracteres de insoportables privaciones. Las frutas, el agua, las bebidas frías, todo lo que puede ser agradable al desgraciado que se derrite en una atmósfera semejante, es estrictamente prohibido por el amistoso consejo del nativo.

Llegamos a Barranquilla, pequeña ciudad de unas veinte mil almas, a la izquierda del Magdalena y sobre uno de sus brazos o caños, como allí llaman a las bifurcaciones inferiores del gran río. Barranquilla ha adquirido importancia hace poco tiempo, desde que, construido el ferrocarril que la liga con el mar se ha hecho la vía obligada para penetrar en Colombia por el Atlántico, quitando, por consiguiente, todo comercio y el tránsito a la vieja y colonial Cartagena y a Santa María. No tiene nada de particular su edificación, pues la mayor parte, casi la totalidad de sus casas, tienen techo de paja y ofrecen la forma de lo que en nuestra tierra llamamos ranchos. Pero indudablemente ese pequeño centro progresa a la par de Colombia entera. Las calles todas son de una arena finísima y espesa, que levanta en torbellinos lo que allí llaman la brisa del mar y que frecuentemente toma las proporciones de un verdadero vendaval. En cuanto a la temperatura, es insoportable. Un francés, M. Andrieux, que ha escrito para Le tour du Monde una prolija descripción de sus viajes en Colombia, asegura que desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde no se ve en las calles de Barranquilla, sino perros y alguno que otro francés, que persiste en sostener la reputación de la salamandra, que se les ha dado en el Cairo. Es un poco exagerado; pero el hecho es que se necesita una apremiante necesidad o una imprudencia infantil para aventurarse bajo aquel sol canicular que, reverberando en la arena blanca y ardiente, quema los ojos, tuesta el cutis y derrama plomo en el cerebro. Se espera la brisa con ansia, a pesar de los inconvenientes del polvo impalpable que se levanta en nubes. Todo el mundo anda en coche cuando se ve obligado a salir, y el pueblo tiene por vehículo un burrito microscópico, sobre el cual el jinete va sentado, con los pies apoyados en el pescuezo y animándolo con un pequeño palo cuya punta, ligeramente afilada, se insinúa con frecuencia en el anca escuálida del bravo y paciente cuadrúpedo.

El aspecto de la ciudad es análogo al de las colonias europeas en las costas africanas; pesa sobre el espíritu una influencia enervante, agobiadora, y para la menor acción es necesario un esfuerzo poderoso. Desde que he pisado las costas de Colombia, he comprendido la anomalía de haber concentrado la civilización nacional en las altiplanicies andinas, a trescientas leguas del mar. La raza europea necesita tiempo para aclimatarse en las orillas del Magdalena y en las riberas que bañan el Caribe y el Pacífico.

Llegué a Barranquilla el 20 de diciembre a las tres y media de la tarde, en momentos en que partía para el alto Magdalena el vapor Victoria, el mejor que surca las aguas del río. Fue entonces cuando comprendí todo el mal que me había hecho el retardo de cuatro días del Saint-Simon, sin contar con la permanencia en la Guayra, que, en calidad de sufrimiento pasado, empezaba a debilitarse en la memoria, sobre todo, ante la expectativa de los que me reservaba el porvenir. Si el Saint-Simon hubiera llegado a Salgar en el día de su itinerario, habríamos tenido tiempo sobrado de hacer en Barranquilla todos los preparativos necesarios, y embarcándonos en el Victoria, nos hubiéramos librado de las amarguras sufridas en el Magdalena.

Porque los preparativos es una cuestión seria, que exige un cuidado extremo. Desde luego, es necesario proveerse de ropas impalpables; además de una buena cantidad de vino y algunos comestibles, porque en las desiertas orillas del río no hay recursos de ningún género, y por fin, que es lo principal, de un petate y un mosquitero. Petate significa estera, y el doble objeto de ese mueble es, en primer lugar, colocarlo sobre la lona del catre, por sus condiciones de frescura, y en seguida, sujetar bajo él los cuatro lados del mosquitero, para evitar la irrupción de zancudos y jejenes.

Perdido el Victoria, tenía que esperar hasta el próximo vapor-correo, que sólo salía el 30; es decir, diez días inútiles en Barranquilla. Supe entonces que el 24 salía un vapor extraordinario, pero cuyas condiciones lo hacían temible para los viajeros. Es necesario explicar ligeramente lo que es la navegación del río Magdalena, para darse cuenta de las precauciones que es indispensable para emprenderla. Como no hago un libro de geografía ni pretendo escribir un viaje científico, siendo mi único y exclusivo objeto consignar simplemente mis recuerdos e impresiones en estas páginas ligeras, me bastará decir que el Magdalena, junto con el Cauca, forman uno de los cuatro grandes sistemas fluviales de la América del Sur, determinados por las diversas bifurcaciones de la cordillera de los Andes; los otros tres son: el Orinoco y sus afluentes, el Amazonas y los suyos, y por fin el Plata, donde se derraman el Uruguay y el Paraná. Todos los demás sistemas son secundarios. Los españoles, al descubrir los dos ríos que nacían juntos y se apartaban luego para regar inmensas y feraces regiones y volvían a unirse poco antes de llegar al mar para entregarle sus aguas confundidas, les llamaron Marta y Magdalena, en recuerdo de las dos hermanas del Evangelio; sólo predominó el nombre del segundo, mientras el primero conservó el bello y eufónico de Cauca, que los indios le habían dado. De ambos, el Magdalena es más navegable; pero aunque su caudal de agua es inmenso, sólo en las épocas de grandes lluvias no ofrece dificultad. La naturaleza de su lecho arenoso y movible que forma bancos con asombrosa rapidez sobre los troncos inmensos que arrastra en su curso, arrebatados por la corriente a sus orillas socavadas; su anchura extraordinaria en algunos puntos, que hace extender las aguas, en lo que se llama regaderos, sin profundidad ninguna, pues rara vez tienen más de cuatro pies; la variación constante en la dirección de los canales, determinada por el movimiento de las arenas de que he hablado antes; los rápidos, violentos, llamados chorros, donde la corriente alcanza hasta catorce y quince millas: he ahí, y sólo consigno los principales, los inconvenientes con que se ha tenido que luchar para establecer de una manera regular la navegación del Magdalena, única vía para penetrar al interior. Hasta hace treinta años, el río se remontaba por medio de champanes, esto es, grandes canoas sobre cuya cubierta pajiza los negros bogas, tendidos sobre los largos botadores que empujaban con el pecho, conducían la embarcación por la orilla, en medio de gritos, denuestos y obscenidades con que se animaban al trabajo. El viaje, de esta manera, duraba en general tres meses, al fin de los cuales el paciente llegaba a Honda; con treinta libras menos de peso, hecho pedazos por los mosquitos, hambriento y paralizado por la inmovilidad de una postura de ídolo azteca. El general Zárraga, uno de los ancianos más honorables que he conocido, y padre del Dr. Simon Zárraga, que ha hecho de la tierra argentina su segunda patria, me contaba en Caracas, que en 1826, siendo ayudante de Bolívar, fue enviado por el Libertador a la costa para conducir a Bogotá dos caballeros franceses que venían en misión diplomática cerca de él. Uno de ellos era el hijo del famoso duque de Montebello. Cuando supieron que era necesario entrar al champan, tenderse en el fondo, en la misma actitud de un cadáver y permanecer así durante dos o tres meses, uno de los diplomáticos inició una enérgica resistencia, que Montebello sólo pudo vencer recordando el deber y la necesidad. Después de haber hecho ese viaje, cada vez que un anciano me refiere haberlo llevado a cabo en su juventud, y no pocas veces, en champan, lo miro con el respeto y veneración con que los italianos jóvenes de 1831 debían saludar a Maroncelli, cruzando las calles sobre su pierna de palo, o al pálido Silvio Pellico con el sello de sus diez años de Spielberg grabado en la frente.

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