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En viaje (1881-1882)

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CAPITULO V
En Venezuela

La despedida. – Costa-Firme. – La Guayra. – Detención forzosa. – La cara de Venezuela. – De la Guayra a Caracas. – La Montaña. – Una necesidad suprema. – Ojeada sobre Venezuela. – Su situación y productos. – El coloniaje. – La guerra de la independencia. – El decreto de Trujillo. – La anarquía. – ¡Gente de paz! – La lección del pasado. – La ciudad de Caracas. – Los temblores. – El Calvario. – La plaza de toros. – El pueblo soberano. – La cultura venezolana

Pasamos tres días en la Martinica dándonos el inefable placer de pisar tierra y respirar otra atmósfera que la de a bordo. La fiebre amarilla reinaba, aunque no con violencia, y debo declarar que se condujo con nosotros de una manera bastante decorosa, pues, despreciando los sanos consejos de la experiencia, no sólo tomamos algunas frutas, sino que pasamos los tres días bebiendo licores y refrescos helados.

Por fin, al caer la tarde del 21 de agosto, levamos anclas, y después de despedirnos a cañonazos del gobernador, que desde la linda eminencia en que está situada su casa, agitaba el pabellón, nos pusimos en viaje, rumbo a Costa Firme. Navegamos esa noche, todo el día siguiente y en la mañana del tercero apareció la lista negruzca de la tierra. Pronto fondeamos frente al puerto de La Guayra, pequeña ciudad recostada sobre los últimos tramos de la montaña y que, a lo lejos, con sus cocoteros y palmas variadas, presenta un aspecto simpático a la mirada.

Allí nos despedíamos de aquellos que habían concluido su viaje, cuando un viejo amigo de Buenos Aires, el Dr. Dubreil, se me presentó a bordo, junto con el cónsul general de la República Argentina en Venezuela, D. Carlos R. Rohl, uno de los jóvenes más simpáticos que es posible encontrar.

Es difícil formarse una idea del placer con que se ve una cara conocida en regiones de cuya vida social no se puede formar concepto. Una sola fisonomía es una evocación de una multitud de recuerdos…

Les comuniqué mi proyecto de continuar viaje hasta Sabanilla, en las costas de Colombia, remontar el Magdalena y luego dirigirme a Bogotá, por donde debía dar principio a mi misión. A una voz me informaron que ese plan era irrealizable, por cuanto el río Magdalena no tenía agua en ese momento. Si seguía viaje, o me veía obligado a retroceder desde Barranquilla, en la boca del río, o si persistía en remontarlo, corría riesgo de quedar varado en él, sabe Dios qué tiempo, bajo un calor infernal y una plaga de mosquitos capaz de dar fiebre en cinco minutos. Resolví, en consecuencia, descender en La Guayra y comenzar mi tarea por Caracas.

El mar estaba como una balsa de aceite, lo que llamaba la atención de los venezolanos, poco habituados a esa mansedumbre, tan insólita en aquella rada de detestable reputación. Bajamos, pues, y una vez en tierra, todo el encanto fantasmagórico de la ciudad, vista desde el mar, se desvaneció para dar lugar a una impresión penosa. «Venezuela tiene la cara muy fea», me decía un caraqueño, aludiendo al aspecto sombrío, desaseado, triste, mortal, de aquel hacinamiento de casas en estrechísimas calles que parecen oprimidas entre la montaña y el mar.

El calor era insoportable; La Guayra semeja una marmita dentro de la cual cayeran, derretidos, los rayos del sol. Nos sofocábamos materialmente dentro de aquel infame hotel Neptuno, en el que, en época no lejana, debía pasar tan atroces tormentos. Contengo mi indignación para entonces y prometo no escasearla, en la seguridad de que todos los venezolanos han de unir su voz a la mía en un coro expresivo.

A las dos de la tarde tomamos un carruaje, pasamos por la aldea de Maiquetia, situada a pocas cuadras de La Guayra, a orillas del mar, y comenzamos la ascensión de la montaña. El camino, en el que se emplean seis horas, es realmente pintoresco. El eterno aspecto de la montaña, pero realzado aquí por la vegetación, los cafetales cubriendo las laderas, y aquellas gigantescas escalinatas talladas en el cerro a fin de obtener planos para la cultura, que recuerdan los curiosos sistemas de los indios peruanos bajo la monarquía incásica. Se sube, se baja, se vuelve a subir, y a cada momento una nueva perspectiva se presenta a la mirada. Todo ese camino de La Guayra a Caracas está regado por sangre venezolana, derramada alguna en la larga lucha de la independencia, pero la más en las terribles guerras civiles que han asolado ese hermoso país, impidiéndole tomar el puesto que corresponde a la extraordinaria riqueza de su suelo.

Nada más delicioso que el cambio de temperatura a medida que se asciende. Desde la línea tropical venimos respirando una atmósfera abrasadora que se ha hecho en La Guayra casi candescente. En la montaña, el aire puro refresca a cada instante y los pulmones, no habituados a esa sensación exquisita, respiran acelerados, con la misma alegría con que los pájaros baten las alas en la mañana.

El viaje en coche es pesado y mortificante, por las continuas sacudidas del camino que está destruido constantemente por las lluvias y la frecuencia del tránsito. Miro al porvenir con envidia observando los trabajos que se hacen, en medio de tantas dificultades, para trazar una línea férrea. ¿Se llevará ésta a cabo? Por lo menos, me consta que es una aspiración colectiva en Venezuela, porque de ella, como de algunas otras no muy extensas, depende la transformación de aquel país5.

A las ocho y media de la noche llegamos por fin a aquel valle delicioso tantas veces regado por sangre y en cuyo seno se ostenta Caracas, la noble ciudad que fue cuna y que es tumba de Bolívar.

Antes de pasar adelante, conviene arrojar una mirada de conjunto sobre el maravilloso país que acabo de pisar, asombrado por las mil circunstancias especiales que hacen de él una de las regiones más favorecidas del suelo americano. El Océano baña las costas de Venezuela en una extensión inmensa y sus entrañas están regadas por ríos colosales como el Orinoco, el Meta y demás afluentes, que cruzan territorios que, como el de la Guayana, tienen aún más oro en su seno que el que buscaban los conquistadores en las vetas fabulosas del Eldorado…

¿Qué productos de aquellos que la necesidad humana ha hecho precisos no brotan abundantes de esa tierra fecundada por el sol de los trópicos? El café, el cacao, el añil, el tabaco, la vainilla, cereales de toda clase, y en los dilatados llanos ganados en tanta abundancia como en nuestras pampas. Añadid su proximidad providencial de los Estados Unidos y de Europa, los dos últimos focos en la evolución del progreso humano sobre la tierra, puertos naturales, estupendos, como el de Puerto Cabello y el futuro de Carenero, y miraréis con el asombro del viajero la postración actual de ese país, no comprendiendo cómo la obra de los hombres ha podido contrarrestar hasta tal punto la acción vigorosa de las fuerzas naturales.

Una vez más tenemos los argentinos que bendecir la aridez aparente de nuestras llanuras, el abandono colonial en que se nos dejó, el aislamiento completo en que vivimos durante siglos y que dio lugar a la formación de una sociedad democrática, pobre pero activa, humilde pero laboriosa. Entre todos los pueblos sudamericanos, somos el único que ha tenido remotas afinidades con las colonias del Norte, fundadas por los puritanos del siglo XVII. Tampoco había oro allí y la vida se obtenía por la labor diaria y constante. Entretanto el Perú, cuya jurisdicción alcanzaba hasta las provincias septentrionales de la Argentina, Quito, el virreinato de Santa Fe, la capitanía general de Venezuela, eran teatro de las horribles escenas suscitadas por la codicia gigante de los reyes de España, tan ferozmente secundada por sus agentes.

La suerte de Venezuela fue más triste aun que la del Perú; vendida esa región por Carlos V, en un apuro de dinero, a una compañía alemana, viéronse aparecer sobre el suelo americano aquellos bárbaros germanos que se llamaron Alfinger, Seyler, Spira, Federmann, Urre; y que no encontrando oro a montones, según soñaban, vendían a los indios como esclavos para Cuba y Costa Rica, llegando Alfinger hasta alimentar a sus soldados con la carne del infeliz indígena. En aquellas bárbaras correrías que duraban cuatro y cinco años, desde las orillas del mar Caribe a las más altas mesetas andinas, la marcha de los conquistadores quedaba grabada por huellas de incendio y de sangre. Fue en una de esas excursiones gigantescas que el viajero moderno, recorriendo las mismas regiones con todos los elementos necesarios, apenas alcanza a comprender, dónde Federmann, partiendo de Maracaibo y recorriendo las llanuras de Cúcuta y Casanare, mortales aun en el día, apareció en lo alto de la sabana de Bogotá, a 2.700 metros sobre el nivel del mar, al tiempo que Benalcázar, salido de Quito, plantaba sus reales en la parte opuesta de la planicie, formando simultáneamente el triángulo Quesada que, después de remontar el Magdalena, había trepado, con un puñado de hombres, las tres gradas gigantes que se levantan entre el río y la altiplanicie. ¡Cómo tenderían ávidos los ojos los tres conquistadores sobre la sabana maravillosa donde pululan millares de chipchas, entregados a la agricultura, tan desarrollada como en el Perú!..

Fue en Venezuela, en aquella costa de Cumaná, de horrible memoria, donde se levantó la voz de Las Casas, llena de sentimiento de humanidad más profundo. El que haya leído el libro del sublime fraile, que es el comentario más noble del Evangelio que se haya hecho sobre la tierra, sabe que ningún pueblo de la América ha sufrido como aquél.

 

Más tarde, la independencia, pero la independencia a la manera del Alto Perú, con sus desolaciones intermitentes, con sus Goyeneche, con su Cochabamba, con los cadalsos de Padilla, de Warnes, etc.

Es aquí donde la lucha tomó sus caracteres más sombríos y salvajes; es aquí donde Monteverde, Boves, el asombroso Boves, aquella mezcla de valor indomable, de tenacidad de hierro y de inaudita crueldad, Morales, y al fin Murillo, el émulo de Bolívar, arrasaban, como en las escenas bíblicas, los pueblos y los campos y pasaban al filo de la espada hombres, mujeres, niños y ancianos. Es aquí donde el Libertador lanzó el decreto de Trujillo, la guerra a muerte, sin piedad, sin cuartel, sin ley. Leer esa historia es un vértigo; cada batalla, en que brilla la lanza de Páez, de Piar, Cedeño y mil otros, es un canto de Homero; cada entrada de ciudad es una página de Moisés. Caracas es saqueada varias veces, y en medio de la lucha se derrumba sobre sí misma, al golpe del terremoto de 1812. Sus hijos más selectos están en los ejércitos o en la tumba; pocos de los que se inmortalizaron en la cumbre de San Mateo, alcanzaron a ver el día glorioso de Carabobo.

Si alguna vez ha podido decirse con razón que la lucha de la independencia fue una guerra civil, es refiriéndose a Venezuela y Colombia. De llaneros se componían las hordas de Boves y Morales, así como las de Péez y Saraza. El empuje es igual, idéntica la resistencia. La disciplina, los elementos bélicos, están del lado de España; pero los americanos tienen, además de su entusiasmo, además de los hábitos de vida dura, jefes como Bolívar, Piar, Urdaneta, Páez y más tarde Sucre, Santander, etc. ¿Crueldad? Idéntica también, pese a nosotros. Al degüello respondía el degüello, a la piedad, rara, rara vez la piedad. El batallar continuo, la vista de la sangre, la irritación por el hermano muerto, inerme, exaltaban esos organismos morales hasta la locura. Bolívar hace sus tres campañas fabulosas y a lomo de mula recorre Venezuela en todas direcciones, hace varias veces el viaje de Caracas a Bogotá, de Bogotá a Quito, al Perú, ¡a los confines de Bolivia! Veinte veces ha visto la muerte ya en la batalla, ya en el brazo de un asesino. Páez combate como combatía Páez, en primera fila, enrojecida la lanza hasta la cuja, en ¡ciento trece batallas! ¿Qué soldado de César o de Napoleón podría decir otro tanto?..

Como resultado de una guerra semejante, la destrucción de todas las instituciones coloniales, más o menos completas, pero instituciones al fin, el abandono absoluto de la industria agrícola y ganadera, el enrarecimiento de la población, la ruina de los archivos públicos, la desaparición de las fortunas particulares, la debilitación profunda de todas las fuerzas sociales. Recuérdese nuestra lucha de la independencia; jamás un ejército español pasó al sur de Tucumán; jamás en nuestros campos reclutaron hombres los realistas. Más aún: en medio de la lucha se observaban las leyes de la guerra, y después de nuestros desastres, como después de nuestros triunfos, el respeto por la vida del vencido era una ley sagrada. Ni las matanzas de Monteverde y Boves se han visto en tierra argentina, ni sobre ella ha lanzado sus fúnebres resplandores el decreto de Trujillo.

Después… la triste noche de la anarquía cayó sobre nosotros. La guerra civil con todos sus horrores, Artigas, Carreras, Ramírez, López; más tarde, Quiroga, Rosas, Oribe, acabaron de postrarnos. Pero Venezuela tomó también su parte en ese amargo lote de los pueblos que se emancipan. Nuestros dolores terminaron en 1852 y pudimos aprovechar la mitad de este siglo de movimiento y de vida para ingresar con energía en la línea de marcha de las naciones civilizadas. Hasta 1870 Venezuela ha sido presa de las discordias intestinas. ¡Y qué guerras! La lucha de la independencia hizo escuela; en las contiendas fratricidas, el partidario vivió sobre el bien del enemigo, y al fin, la riqueza pública entera desapareció en la vorágine de sangre y fuego. Llegad a una habitación de las campañas venezolanas y llamad: en la voz que os responde, notáis aún el ligero temblor de la inquietud vaga y secreta, y sólo gira la puerta para daros entrada, cuando habéis contestado con tranquilo acento: «¡Gente de paz!»6.

¡Gente de paz! He ahí la necesidad suprema de Venezuela. El sueño está virgen aún: sus montañas repletas de oro, sus valles húmedos de savia vigorosa, las faldas de sus cerros ostentan al pie el plátano y el cocotero, el rubio maíz en sus declives y el robusto café en las cumbres.

¡Gente de paz! El pueblo es laborioso, manso, dócil, honrado proverbialmente. ¡Dejadle trabajar, no lo cercenéis con el cañón o con la espada, hacedlo simpático a la Europa, para que la emigración venga espontáneamente a mezclarse con él, a enseñarle la industria y vigorizar su sangre!

¡Gente de paz para los pueblos de América! Aquellos tiempos pasaron: pasó la conquista, pasó la independencia, y la América y la España se tienden hoy los brazos a través de los mares, porque ambas marchan por la misma senda, en pos de la libertad y del progreso. Tomo dos frases en los Opúsculos, de Bello, la primera sobre la conquista, la segunda sobre la independencia, que, en mi opinión, concretan y formulan el juicio definitivo de los americanos que piensan y meditan sobre esos dos graves acontecimientos:

«No tenemos la menor inclinación a vituperar la conquista. Atroz o no atroz, a ella debemos el origen de nuestros derechos y de nuestra existencia, y mediante ella vino a nuestro suelo Aquella parte de la civilización europea que pudo pasar por el tamiz de las preocupaciones y de la tiranía de España»7.

«Jamás un pueblo profundamente envilecido ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas. El que observe con ojos filosóficos la historia de nuestra lucha con la metrópoli, reconocerá sin dificultad que lo que nos ha hecho prevalecer en ella, es cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes y las legiones veteranas de la Iberia transatlántica fueron vencidos por los caudillos y los ejércitos improvisados de otra Iberia joven que, abjurando el nombre, conserva el aliento indomable de la antigua. La constancia española se ha estrellado contra sí misma»8.

He ahí cómo debemos pensar respecto a la España, abandonando los temas retóricos, las declamaciones ampulosas sobre la tiranía de la metrópoli, sobre su absurdo sistema comercial, que le fue más perjudicial que a nosotros mismos, y recordando sólo que la historia humana gravita sobre la solidaridad humana. El pasado es una lección y no una fuente de eterno encono.

La ciudad de Caracas está situada en el valle que lleva su nombre y que es uno de los más bellos que se encuentran en aquellas regiones. Bajo un clima templado y suave, la naturaleza toma un aire tal de lozanía, que el viajero que despunta por la cumbre de Avila, cree siempre hallarse en el seno de una eterna primavera. El verde ondulante de los vastos plantíos de caña, claro y luminoso, contrasta con los reflejos intensos de los cafetales que crecen en la altura. Dos o tres imperceptibles hilos de agua cruzan la estrecha llanura, y aunque el corte de los cerros sobre el horizonte es algo monótono, hay tal profusión de árboles en sus declives, la baja vegetación es tan espesa y compacta, que la mirada encuentra siempre nuevas y agradables sensaciones ante el cuadro.

La ciudad, como todas las americanas fundadas por los españoles, es de calles estrechas y rectangulares. Sería en vano buscar en ellas los suntuosos edificios de Buenos Aires o Santiago de Chile; al mismo tiempo que las conmociones humanas han impedido el desarrollo material, los sacudimientos intermitentes de la tierra, temblando a cada borrasca que agita las venas de la montaña, hacen imposibles las construcciones vastas y sólidas. Todo es allí ligero, como en Lima, y el aspecto interior de las casas, sus paredes delgadas, sus tabiques tenues, revelan constantemente la temida expectativa de un terremoto. Durante mi permanencia en Caracas tuve ocasión de observar uno de esos fenómenos a los que el hombre no puede nunca habituarse y que hacen temblar los corazones mejor puestos. Leía, tendido en un sofá de mi escritorio y en el momento en que García Mérou se inclinaba a mostrarme un pasaje del libro que recorría; se lo vi vacilar entre las manos, mientras sentía en todo mi cuerpo un estremecimiento curioso. Nos miramos un momento, sin comprender, el tiempo suficiente para que los techos, cayendo sobre nosotros, nos hubieran reducido a una forma meramente superficial. Cuando notamos que la tierra temblaba, corrimos, primero al jardín; pero venciendo la curiosidad, salimos a la calle y observamos a todo el mundo en las puertas de sus casas; caras llenas de espanto, gente que corría, mujeres arrodilladas, un pavor desatentado vibrando en la atmósfera. Una o dos paredes de nuestra casa se rajaron, y aunque sin peligro para nosotros, no así para aquellos que la habiten en el momento de la repetición del fenómeno.

La ciudad, en sí misma, tiene un aspecto sumamente triste, sobre todo para aquellos que hemos nacido en las llanuras y que no podemos habituarnos a vivir rodeados de montañas que limitan el horizonte en todos sentidos y parecen enrarecer el aire. Hay, sin embargo, dos puntos que podrían figurar con honor en cualquier ciudad europea: la plaza Bolívar, perfectamente enlosada, con la estatua del Libertador en el centro, llena de árboles corpulentos, limpia, bien tenida, delicioso sitio de recreo para pasar un par de horas oyendo la música de la retreta, y el Calvario.

El Calvario es un cerro pintoresco y poco elevado, a cuyo pie se extiende Caracas. En todas las guerras civiles pasadas, la fracción que ha conseguido hacerse dueña del Calvario, lo ha sido inmediatamente de la ciudad. De allí se domina Caracas por completo, y ni un pájaro podría jactarse de contemplarla más cómodamente que el que se encuentra en el lindo cerro.

Se sube en carruaje o a pie, por numerosos caminos en zigzags, muy bien tenidos, rodeados de árboles y plantas tropicales, hasta llegar a la meseta de la altura, donde, en el centro de un jardín frondoso, se levanta la estatua del general Guzmán Blanco, actual presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Se nota en todos los trabajos del Calvario la ausencia completa de un plan preconcebido; parece que se han ido trazando caminos a medida que las desigualdades del terreno lo permitían. Aquí una fuente, más adelante un banco cubierto de bambús rumorosos, allí una gruta, y por todas partes flores, agua corriendo con ruido apagado, silencio delicioso, vistas admirables y un ambiente fresco y perfumado. A pesar del cansancio de la subida, pocos han sido los días que he dejado de hacer mi paseo al pintoresco cerro. Siempre solo, como el Santa Lucía en Santiago de Chile, como la Exposición en Lima, como el Botánico en Río, como el Prado en Montevideo, como Palermo en Buenos Aires. Sólo los domingos, los atroces y antipáticos domingos, se llenaba aquello de gente, paqueta, prendida con cuatro alfileres, oliendo a pomada y suspirando por la hora de volver a casa y sacarse el botín ajustado. Nunca fui un domingo; pero las tardes serenas de entre semana, la quieta y callada soledad, el sol tras el Avila, sonriente en la promesa del retorno, las mujeres del pueblo trepando lentamente a buscar el agua pura de la fuente, para bajar más tarde con el cántaro en la cabeza como las hijas del país de Canaán, los pájaros armoniosos, buscando a prisa sus nidos al caer la noche, el camino de la Guayra, esto es, la senda por donde se va a la luz y al amor, a Europa y a la patria, perdiéndose en la montaña, cruzada por la silenciosa y paciente recua cuya marcha glacial, indiferente, parece ser un reproche contra las vagas agitaciones del alma humana; todo ese cuadro delicado persiste en mi memoria en el marco cariñoso de los recuerdos simpáticos.

 

La ciudad tiene algunos edificios notables, como el teatro, el palacio federal del Capitolio, etc.

Me llamó mucho la atención la limpieza de la gente del pueblo bajo, cuya elegancia dominguera consiste en vestirse de blanco irreprochable. Es humilde, respetuoso y honesto. En Venezuela es proverbial la seguridad de las campiñas, por las que transitan frecuentemente arrias conductoras de fuertes sumas de dinero, sin que haya noticia de haber sido jamás asaltadas.

La diversión característica del pueblo de Caracas es la plaza de toros, que funciona todos los domingos. El pobre caraqueño (me refiero al lowpeople), que no tiene los reales suficientes para pagar la función, se considera más desgraciado que si le faltara que comer. Mis sirvientes, haraganes y perezosos, adquirían cierta actividad a contar del viernes – y cuando quería hacerles andar listos en un mandado, me bastaba anunciarles que a la primera tardanza no habría toros, para verlos volar.

En la plaza, que no es mala, se aglomeran, gritan, patean, juegan los golpes, hacen espíritu, gozan como los españoles en idéntico caso, atestiguando su filiación más con su algarabía que con su idioma. Pero las corridas de toros en Venezuela se diferencia en dos puntos esenciales de las de España. En el primer punto, el toro, de mala raza, medio atontado por los golpes con que lo martirizan una hora en el toril, antes de entrar a la plaza, trae los dos cuernos despuntados. Toda la lucha consiste en capearlo y ponerle banderillas, de fuego para los poltrones, sencillas para los bravos. Una vez que el bicho ha cumplido más o menos bien su deber, sea pegando serios sustos a los toreadores, sea huyendo sin cesar con el aire imbécil, se abre un portón y es arrojado a un potrero contiguo. En cuanto a los «artistas» que tuve ocasión de ver, todos ellos criollos, eran, aunque de valor extraordinario, deplorablemente chambones. Cada vez que el toro se fastidiaba y arremetía a uno de ellos, era seguro ver al pobre capeador por los aires o hecho tortilla contra las barandas, lo que no causa mucho placer que digamos. Cuando el toro es bravo y el hombre hábil y valeroso, las simpatías se inclinan siempre al hombre; a mí me sucedía lo contrario.

La verdadera diversión consiste, pues, en la observación del público ingenuo, alegre, bullicioso como los niños de un colegio en la hora de recreo. Venía de Londres, donde, aun en las más grandes aglomeraciones de pueblo, se nota ese aire acompasado, frío, metódico, del carácter inglés; la tumultuosa espontaneidad de los caraqueños contrastaban curiosamente con ese recuerdo, pintando la raza de una manera enérgica, así como la varonil arrogancia de los muchachos corriendo con sus diminutas ruanas el novillo de postre.

Fuera de los toros, no hay otra diversión pública en Caracas, salvo los meses de ópera, al alcance sólo de las altas clases. Pero el pueblo no pide más, y si no escaseara tanto el panem, sería completamente feliz con el circenses.

Desde la época colonial Caracas fue renombrada por su cultura intelectual y citada como uno de los centros sociales más brillantes de la América Española. Su universidad famosa ha producido más de un ilustre ingenio cuya acción ha salvado los límites de Venezuela. Aún en el día posee distinguidos hombres de letras, historiadores, poetas y jurisconsultos, algunos de los cuales, arrastrados desgraciadamente por la vorágine política, han vivido alejados de su país, privándolo así de la gloria que sus trabajos le hubieran reportado.

El tono general de la cultura venezolana es de una delicadeza exquisita. Nunca olvidaré la generosa hospitalidad recibida en el seno de algunas familias que conservan la vieja y honrosa tradición de la sociedad caraqueña. Pago aquí mi deuda de agradecimiento, no sólo personal, sino también como argentino. El nombre de mi patria, querido y respetado, fue el origen de la viva simpatía con que se me recibió. Nada impone más la gratitud que el afecto y consideración manifestados por la patria lejana.

5En el momento de poner en prensa este libro se inaugura el ferrocarril de la Guayra a Caracas. La decisión y actividad del general Guzmán Blanco han hecho milagros. No será por cierto éste uno de sus menores títulos a la gratitud de sus compatriotas. Esa línea férrea va a transformar la ciudad de Caracas, convirtiéndola en una de las más brillantes de la América. (1883.)
6Este cuadro, escrito hace 20 años como un reflejo del pasado de Venezuela, es tristemente una pintura concreta de su estado actual. (1903.)
7"Repertorio Americano", tomo III, pág. 191. Tomo esta cita y la siguiente de la admirable introducción de D. Manuel A. Caro, honor de las letras americanas, a la "Historia general de la conquista del nuevo Reino de Granada", del obispo Piedrahita. Edición de Bogotá, 1881.
8Bello, "Opúsculo".

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