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En viaje (1881-1882)

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CAPITULO III
Quince días en Londres

De París a Londres. – Merry England. – La llegada. – Impresiones en Covent-Garden. – El foyer. – Mi vecina. – Westminster. – La Cámara de los Comunes. – Las sombras del pasado. – El último romano. – Gladstone orador. – Una ojeada al British Museum. – El Brown en Greendy

¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea! Luego al hotel, paso un momento al salón de lectura, tomo el Times para buscar si hay telegramas de Buenos Aires, leo la buena noticia de la organización definitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen humor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de dejar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, última representación del Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle, etc.; lunes, Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile du Nord, por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable… Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, recién casados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, su porvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos. Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales de esmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados; bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más que una masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada. Es la inevitable y primera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo… ¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigo que espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta, cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludo al pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en lo alto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veo el eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momento después me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.

Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspecto especial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenar de extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place… Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspecto de la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señoras cuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del frac negro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos e irregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello, rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hace pensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.

Henos en el foyer. Qué vale más, ¿este espactáculo de media hora o el encanto de la música, intenso y soberano bajo una interpretación maravillosa? Quedémonos en este rincón y veamos desfilar todas esas mujeres de una belleza sorprendente. Marchan con firmeza; la estatura elevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de un gusto exquisito y simple. Pero sobre todo, ¡qué color incomparable en aquellos rostros, en cuyo cutis parece haberse «disuelto la luz del día»; con qué tranquilidad pasan mostrando los hombros torneados, el seno firme, los brazos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los labios rosados, la frescura de una boca húmeda y un tanto altiva!.. Tengo a mi lado, en el stall contiguo, una señora que no me deja oír la música con el recogimiento necesario. Debe tener treinta años y el correcto gentleman que la acompaña es indudablemente su marido. Han cambiado pocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por mi parte, tengo clavado el anteojo en la escena… pero los ojos en las manos de mi vecina, largas, blancas, transparentes, de uñas arqueadas y color de rosa. Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras y largas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior. El pelo es de aquel rubio oscuro con reflejos de caoba que tiene perfumes para la mirada… La Patti acaba de cantar su dúo con Mazzetto; aplaudimos todos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Al inclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozó casi con mis labios su cabello… Recojo el libro, se lo entrego y obtengo en premio una sonrisa silenciosa. Cotogni está cantando con inefable dulzura la serenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques… ¡Pero el inglés que acompaña a mi vecina, debe ser un hombre feliz!

De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular, la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza.

El sentimiento predominante en el viajero que penetra en las ruinas de los templos védicos de la India, pasea sus ojos por las soberbias reliquias de Saqqarah o de Boulaq, más aún que visita los restos del Coliseo de Roma; es una mezcla de recogimiento y de asombro, una sensación puramente objetiva, si puedo expresarme así. Nuestra naturaleza moral no está comprometida en la impresión, porque los mundos aquellos se han desvanecido por completo y su influencia es imperceptible en los modos humanos del presente. No así cuando se marcha bajo las bóvedas de Westminster; no así cuando se asciende silenciosamente a ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de los Comunes cuyas paredes conservan el eco de los acentos más generosos y más altos que hayan salido de boca de los hombres en beneficio de la especie entera. En vano advierto el espíritu, alarmado por la emoción intensa, que la memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; en vano advierte que la historia inglesa no es sino el desenvolvimiento del egoísmo inglés, que esas libertades públicas, tan caramente conquistadas, eran sólo para el pueblo inglés, que por siglos enteros vivieron amuralladas en la isla británica, sin influencia ninguna sobre los destinos de la Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobre ese criterio estrecho y aparta con resolución el detalle para contemplar el conjunto. Entonces se ve claro que la lenta elaboración de las instituciones libres se ha efectuado en aquel recinto y que la palabra de luz ha salido de su seno, en el momento preciso, para iluminar a todos los hombres…

 

Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala es pequeña e incómoda, con cierto aire de templo y de colegio. Los diputados se sientan en largos bancos estrechos, sin divisiones ni mesas por delante. El speaker está metido en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondo brilla una divinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco, los ministros… Miro con profunda atención eso escaño humilde. ¡Cuántos hombres grandes lo han ocupado en lodos los tiempos! ¡Cuántos espíritus poderosos, inquietos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Me parece ver la sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojos maliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; el aire elegante de Bolingbroke, la majestad teatral de Chatham, la inquietud, la insuficiencia de Addington, la indiferencia de gran tono de North, la cara pensativa y fatigada de Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidez de un Perceval o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, la honesta y grave de Peel, el rostro fino y audaz de Palmerston, la astuta cara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyos nombres vienen a millares, cada uno con su séquito propio. En eso otro banco estaba sentado Burke, el día sombrío para Fox, en que el huracán de la Revolución Francesa, salvando el estrecho, rompió para siempre los vínculos de amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caía Sheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívido por los excesos de la orgía, y allí se levantaba para gritar a Pitt, para azotarle el rostro con esta frase que cimbra como un látigo: «¡Sí, no ha corrido sangre inglesa en Quiberon, pero el honor inglés ha corrido por todos los poros!» Allí Wilberforce, más allá Mackintosch… ¿Cómo recordar a todos? Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros, Gladstone, Bright, Forster… Pero el último romano domina a todos. En él concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres de estado en Inglaterra. La herencia de Beaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura del anciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazo que va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico, como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet. La Inglaterra lo sabe y sigue con pasión los últimos años, los últimos relámpagos de ese espíritu de incomparable intensidad, los últimos esfuerzos de esa inteligencia extraordinaria que ha salvado los límites marcados por la naturaleza. Helo ahí: ha trabajado en su despacho 12 horas consecutivas, en las finanzas, en la política externa, teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, donde el protegido de la Inglaterra cede en este momento el campo a un rival afortunado; en el extremo austral del África, donde los toscos paisanos holandeses desafían de nuevo el poder inglés; una hora para comer, y en seguida a la Cámara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho. ¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que impugna su obra magna, su testamento político, ese «bill de Irlanda» con él que ha querido contrarrestar el torrente enriquecido por tres siglos de dolores y amarguras, el bill con que quiere modificar en un día un régimen petrificado ya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguo régimen en Francia, con sus «asambleas provinciales»… De pronto, un estremecimiento agita su cuerpo; levanta la cabeza, mira a todos lados, y al fin, inclina el cuerpo, para ponerse rápidamente de pie, así que el impugnador haya concluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El primer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad. Parnell está allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell es pesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora… Oigamos a Gladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto. Habla claro y alto: su exordio tiene corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargura sombría de haber vivido tantos años para alcanzar los tiempos en que bajo las bóvedas de Westminster se oyen las palabras que acaban de herir dolorosamente su oído. Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fin toma cuerpo a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lo modela entre sus manos, y dándole una figura deforme y raquítica, lo presenta a la burla de la Cámara, como Gulliver a un liliputiense. La víctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al ver caer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la mano cansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra! Sublime manifestación de la fuerza humana, único elemento capaz de sacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobre el polvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influencia penetrante del ritmo musical, la forma de los mármoles artísticos, el color de los lienzos divinos. ¡Y entre los raudales de su luz, las olas de melodía, las formas armoniosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal, la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpe contundente de Junius el sublime anónimo!..

Hay más profunda diferencia entre la vida social y los aspectos urbanos de París y Londres, que entre Lima y Teheran. Parece increíble que baste una hora y media de navegación, el espacio que un hombre atraviesa a nado, para operar una transformación tan completa. Salir de una calle de París para entrar diez horas después en una de Londres, observar el aspecto, la fisonomía moral del Támesis, después de haber pasado un par de horas estudiando el movimiento del Sena, da la sensación de haberse transportado en el hipógrifo de Ariosto a la región de los antípodas.

Nunca me ha fatigado la flânerie en las calles de Londres; no hay libro más elocuente e instructivo sobre la organización política y social del pueblo inglés. No intento hacer una descripción de lo que en ellas he visto, sentido, porque las páginas se suceden a medida que los recuerdos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hundirme en las regiones lejanas de los trópicos.

Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida del British Museum, en que empleamos tres o cuatro horas con Emilio Mitre, cuya ilustración excepcional e inteligencia elevada, hacen de él un compañero admirable para excursiones. ¡Qué lucha aquella, de uno contra otro, pero casi siempre de ambos contra nosotros mismos! Metidos en Nínive y Babilonia, el tiempo corría insensible, mientras el Egipto, a dos pasos, nos miraba gravemente con los grandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecía oír piafar los caballos del Parthenón en los mármoles de lord Elguin… ¡Qué impresión causan, no ya la inscripción grandiosa que conserva en pomposo estilo la memoria de los gloriosos hechos de un Rhamsés o de un Sennachérib, sino esos simples ladrillos rojizos, donde, ahora quince o veinte mil años, un asirio humilde consignó en caracteres cuneiformes las cláusulas de un oscuro contrato de venta o la escritura de una hipoteca! Los detalles de la vida humana en aquellos tiempos en que los hombres tenían hasta una configuración de cráneo distinta a la nuestra, y por lo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera, nos llamaban más la atención que las narraciones del diluvio, que los sabios han desterrado de los viejos muros de Nínive con gritos de entusiasmo. Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas de terracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o doce centímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve, se siente el movimiento armónico del cuerpo! Unas encogidas, otras en marcha y aquéllas… ¿recuerdas, Emilio, la ráfaga criolla que nos envolvió?.. ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una deliciosa estatuíta sigue con avidez los giros del pequeño hueso, mientras su partner espera paciente el turno. Miramos con atención y pudimos comprobar que la taba había echado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómo desprenderse de las vidrieras que los contienen, cómo arrancar los ojos de ese vivo retrato de los grandes hombres, cuya mano parece palpitar aún en el trozo de esas líneas incorrectas pero firmes?.. ¡Y todo ese museo portentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humano en el tiempo y el espacio! No hay una fuente de sensación más pura, más alta, que la contemplación de esas riquezas artísticas y científicas; penetra en el alma, es cierto, un hondo desconsuelo, cuando la deficiencia de la preparación intelectual hace que un mármol sea mudo para nosotros; pero, sin duda alguna, los horizontes de la inteligencia se ensanchan en cada visita a un mundo semejante.

Una visita al Brown, que se mece gallardamente en las aguas del Támesis, a la altura de Greenyde. Uno de los objetos de mi viaje a Inglaterra ha sido ver la gran nave argentina. El pabellón flotando en la popa me llenó de indecible emoción, que se aumentó por la cordial acogida que recibí de la oficialidad argentina, con su digno comodoro a la cabeza. Visitamos el buque en todas las direcciones, se me explican sus maravillas, se me narra la curiosidad europea que ha despertado por su nueva construcción y mientras contemplo sus cañones poderosos, sus flancos de acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos esos bárbaros elementos de destrucción, recuerdo con alegría que, hace ya muchos años, buques de guerra argentinos surcan los mares, sin que la paz, que es nuestra aspiración y nuestra riqueza, haya sido turbada. ¡Sea igual el destino del Brown; que sus cañones no truenen sino los días de ejercicio, que su bandera respetada y amada por todos los pueblos de la tierra, no se ize jamás a su mástil en son de guerra, y si la agresión la hace inevitable, que el pecho de los hombres que lo dirijan sea tan fuerte como sus escamas de hierro, que lo sepulten en el Océano antes de arriar el pabellón blanco y celeste!

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