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En viaje (1881-1882)

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Chile, inspirado por un orgullo nacional mal entendido, ha dificultado la acción de los gobiernos que en nombre de sentimientos de humanidad y alta política hubieran deseado ofrecer sus buenos oficios para preparar una solución. Fue un error cuyas consecuencias sufre en este momento.

En cuanto al Perú, su situación es tan deplorable, que no se concibe que la prolongación de la lucha pueda empeorarla. Rara vez se ha visto en la historia la desaparición más completa de un país, en sus formas ostensibles. Pero esta larga y terrible crisis ha puesto de manifiesto la profunda debilidad de su organización y los vicios que la minaban. Cuando la paz se haga, y algún día se hará, el Perú saldrá lentamente de su tumba, pensando en hacer vida nueva, en la paz, en el orden y el trabajo. Maldecirá los raudales de oro del guano y el salitre, y sólo se ocupará de cultivar su suelo admirable. La lección ha sido sangrienta; pero la vida de los pueblos no es de un día, y pronto las amargas horas pasadas aparecerán a los peruanos como el punto de partida de una época de prosperidad.

En las páginas que van a leerse, dedicadas en su mayor parte a Colombia y Venezuela, se verá cuál es la situación de ambos países. He sido relativamente parco en mi apreciación de la actualidad de Venezuela, porque se encuentra en un momento de plena evolución. El hombre que hoy la gobierna, el general Guzmán Blanco, representa sin duda un régimen al que los argentinos tenemos el derecho histórico de negar nuestras simpatías. Pero sería una torpeza confundirlo con los vulgares dictadores que han ensangrentado el suelo de la América. El progreso material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible, y la paz, que ha sabido conservar en un país donde la guerra hasta ahora diez años era el estado normal, le será contada como uno de sus mejores títulos por el juicio de la posteridad. Pero, lo repito, no es este el momento de formular una opinión sobre Venezuela; ensaya sus nuevas instituciones, tantea la adaptación de nuevas industrias a su suelo maravilloso y pasarán algunos años antes que su reciente organización tome caracteres definitivos.

Los países americanos situados sobre el Atlántico han sentido más rápida e intensamente la acción de la Europa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguido emanciparse más pronto de la rémora colonial. Es con legítimo orgullo cómo un argentino puede hablar hoy de su país, porque no hay espectáculo que levante y consuele más el corazón de un hombre, que el de un pueblo laborioso, inteligente y ávido de desenvolvimiento, marchando con firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en el camino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudencia admirable que en sus relaciones internacionales ha dado la República Argentina, no será infecundo para la América. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado a la lucha constante, para el que los combates, como para los viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, sosteniendo causas consagradas por un derecho palmario, hemos sabido acallar los enérgicos ímpetus del patriotismo entusiasta, para encerrarnos y perseverar en una política correcta y prudente que al fin, honorablemente, nos ha dada la más grande de las victorias que puede alcanzar un pueblo americano: la paz.

Erigido el principio de arbitraje en invariable línea de conducta, resolvimos por ese medio las cuestiones que había suscitado la guerra con el Paraguay, a la que tan bárbaramente se nos provocó en 1865. Más tarde, la larga controversia de límites con Chile fue resuelta por una transacción directa que, no sólo satisfizo el honor de ambas naciones, sino que aseguró al comercio universal la libre navegación y la neutralidad del Estrecho de Magallanes. Sólo tenemos pendiente en el día de la fijación definitiva de nuestras fronteras con el Brasil. En documentos que han visto la luz pública, el gobierno argentino ha propuesto ya al gabinete de San Cristóbal la adopción del arbitraje. Sea por este medio, sea por transacción directa, hay el derecho de esperar que la cuestión será resuelta sin necesidad de apelar a la guerra, cuyos resultados serían fatales seguramente a aquel de los dos pueblos cuya obstinación la haga imprescindible.

La era de las discordias civiles se ha cerrado también en el suelo argentino, porque las causas que la producían han cesado, con la organización definitiva de la nación. Desde los extremos de la Patagonia a los límites con Bolivia, desde los márgenes del Plata al pie de los Andes, no se oye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, no se ven sino movimientos de tierra, colocación de rieles, canalizaciones, instalaciones de máquinas, cambios diorámicos de suelos vírgenes en campos labrados. Las ciudades se transforman ante los ojos de sus propios hijos que miran absortos el fenómeno; las rentas públicas se duplican; el oro europeo acude a raudales, para convertirse en obras de progreso; el crédito se extiende y se afirma; la emigración aumenta. Tenemos motivos de pura satisfacción, pero al mismo tiempo graves responsabilidades. Es necesario conservar la paz interna a todo trance y hacer una verdad constante de nuestras instituciones; en una palabra: seguir la ruta en que marchamos.

Si hay algún país americano en estos momentos cuya situación requiera calma, prudencia sabia, en una palabra, es indudablemente el Brasil; gobernado por un príncipe que ha sabido conquistar el cariño de sus súbditos y el respeto del mundo, tiene elementos en su seno para conjurar los graves peligros que lo amenazan. Su situación financiera no es tranquilizadora; el aumento de los gastos sin una progresión análoga en los ingresos, los empréstitos sucesivos en vista de la adquisición de elementos de guerra y las deficiencias dolorosamente comprobadas en el sistema administrativo: he ahí las causas principales de una crisis que no tardará en tomar proporciones alarmantes. Por otro lado, pronto desaparecerá – y para siempre – de la constitución brasileña la triste sombra de la esclavitud. Sea falta de previsión en el gobierno, sea enceguecimiento sistemático de los propietarios rurales, el hecho es que, si bien esa liberación será un honor para el Brasil, su industria va a pasar por un momento angustioso cuando sea necesario acudir al trabajo libre para reemplazar al trabajo esclavo. La aparición de la cuestión de salarios, de las huelgas, la escasez de brazos por la insignificante inmigración, la difícil vigilancia policial sobre el millón y medio de negros que de la noche a la mañana van a recuperar su libertad, muchos de ellos lleno el corazón de odios, todas las dificultados de un cambio radical van a constituir una crisis económica formidable.

Por otro lado, la situación política amenaza perturbaciones, el espíritu democrático gana camino cada día, así como los síntomas de segregación en un porvenir no lejano. Falta homogeneidad en ese vasto y despoblado territorio; las aspiraciones de los tres grupos del Norte, Centro y Sur, no siguen rutas paralelas. Una agitación sorda trabaja las provincias del Imperio, y la dinastía, personificada en absoluto en el Emperador dignísimo que rige los destinos de este pueblo, corre grandes riesgos de desaparecer el día, que Dios aleje, de la muerte de Don Pedro II. Pueden fácilmente adivinarse el resultado y las consecuencias para el Brasil, si su mala estrella lo lleva en las actuales circunstancias a suscitar una guerra americana. Hay, indudablemente, un partido que la desea, sea guiado por sentimientos de un egoísmo antipatriótico, sea en la esperanza de romper el nudo de dificultades por el sistema de Alejandro. Bueno es no olvidar que el instrumento indispensable para esa operación es, ante todo, la espada del héroe macedonio.

El Brasil, lo repito, puede conjurar sus peligros con una política internacional franca y pacífica, con reformas radicales en su sistema financiero, y con una aplicación más práctica y verdadera del régimen parlamentario. De él, exclusivamente de él, depende vivir en paz con todos los pueblos de América, que aplaudirían sus progresos, pero que opondrían una muralla de acero a lodo acto inspirado por ambición de engrandecimiento territorial.

El Uruguay no ha salido aún de la época difícil; el militarismo impera allí y el elemento inteligente ha sido diezmado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad. Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamente dotado, constituyen hoy uno de los problemas más graves de la América. Antigua provincia del virreinato del Río de la Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mismas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su lado marcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes históricas de atracción parecen dibujar una solución mirada con ojos simpáticos a ambas márgenes del inmenso estuario común, pero que ningún gobierno argentino provocará por medios violentos. El día que los orientales pidan, por la voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el seno de la gran familia, serán recibidos con los brazos abiertos y ocuparán un sitio de honor en la marcha del progreso, como lo ocuparon siempre en las batallas donde corrió mezclada su sangre con la argentina. Entretanto, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propósitos anexionistas, se engaña por completo. En primer lugar, nuestro sistema federal no permite sino incorporaciones de Estados federativos, y en segundo término, la política argentina tiene por base inmutable el respeto a la voluntad popular. Jamás, por la violencia, se aumentará en un palmo el territorio argentino.

Amo mi buena tierra americana sobre todas las regiones de la tierra. ¿Es porque en ella se extienden los campos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque de lejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardiente de servirla? ¿Es porque en la colectividad moral de los hombres que la habitan, veo brillar la altura del carácter, la abnegación de la vida, la lealtad y el honor? No lo sé; pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpáticos se oscurecen, cuando la corrupción yanqui me subleva el corazón o la demagogia de media calle me enluta el espíritu en París, reposo en una confianza serena y me dejo adormecer por la suave visión del porvenir de la América del Sur; ¡paréceme que allí brillará de nuevo el genio latino rejuvenecido, el que recogió la herencia del arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantas cosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado la historia!

 

Si es una ilusión, perseveremos en ella y hagámonos dignos de que nos visite con frecuencia; sólo pensando en cosas grandes se prepara el alma a ejecutarlas. Que un americano descienda a lo más íntimo de su ser, donde palpita un átomo del alma de su pueblo, que la consulte, y luego de comprobadas sus pulsaciones vigorosas, se atreva a negar que está pronto a todas las evoluciones que puedan llevar a la cumbre. Los hombres no son nada, las ideas lo son todo. Las rencillas locales son ínfimas miserias que enferman y esterilizan el espíritu de aquel que de ellas se ocupa; hay algo más arriba, es el porvenir, es la suerte de nuestros hijos, es el honor de nuestra raza. Al trabajo, pues; el tiempo vuela y a su amparo las transformaciones se operan como si la mano de Dios las produjera.

Septiembre, 1883.

CAPITULO I
De Buenos Aires a Burdeos

De nuevo en el mar. – La bahía de Río de Janeiro. – La rada y la ciudad. – Tijuca. – Las costas de África. – La hermana de caridad. – El Tajo. – La cuarentena en el Gironde. – Burdeos

Once more upon the waters; Yet once more!

(BYRON, Ch. II. III.)

¡Eternamente bello ese arco triunfal del suelo americano! Parece que el mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado, perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía que lo rodeaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos, que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana, que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el organismo animal.

Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití… Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!.. Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio contra la melancolía íntima de la soledad…

¡Proa al Norte, proa al Norte!

Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites… El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame prisión del camarote…

He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La falange de a bordo se aumenta; todos esos «pioneers» del África vienen quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes, deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño, irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, si Dios lo permitía… A la caída de una tarde serena se abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde, rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas… la hermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración… Cuando la noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: «No es sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír»…

¡Salud al Tajo mezzo-cuale! ¡Qué orillas encantadas! Es una perspectiva como la de esos juguetes de Nuremberg, con sus campos verdes y cultivados, sus casillas caprichosas en las cimas y los millares de molinos de viento que, agitando sus brazos ingenuos, dan movimiento y vida al paisaje. He ahí la torre de Belén, que saludo por quinta vez. ¿Cómo es posible filigranar la piedra a la par del oro y la plata? ¿De dónde sacaban los algarbes el ideal de esa arquitectura esbelta, transparente, impalpable? Hemos perdido el secreto; el espíritu moderno va a la utilidad y la obra maestra es hoy el cubo macizo y pesado de Regent's Street o de la Avenida de la Opera. Un albañil árabe ideaba y construía un corredor de la Alhambra o del Generalife, con sus pilares invisibles, sus arcos calados; todos los ingenieros de Francia se reúnen en concurso, y el triunfador, el representante del arte moderno, construye el teatro de la Opera, esto es, ¡un aerolito pesado, informe, dorado en todas las costuras!

El ancla cae; una lancha se aproxima, dentro de la cual hay dos o tres hombres éticos y sórdidos; se les alargan unos papeles en la punta de una tenaza. Apruebo la tenaza, que garantiza la salud de a bordo, probablemente comprometida con el contacto de aquellos caballeros. Estamos en cuarentena. Los viajeros flamantes se irritan y blasfeman; los veteranos nos limitamos a citarles el caso de aquel barco de vela salido de San Francisco de California con patente limpia y llegado a Lisboa, habiendo doblado el Cabo Hornos y después de nueve meses de navegación, sin hacer una sola escala y que fue puesto gravemente en cuarentena, a causa de haber arribado en mala estación. Porque es necesario saber que en Lisboa la cuarentena se impone durante los primeros nueve meses del año y se abre el puerto en los últimos tres, haya o no epidemias en los puntos de donde vinieron los buques que arriban a esa rada hospitalaria. Esta suspensión de hostilidades tiene por objeto sacar a licitación la empresa del lazareto, fuente principal de las rentas de Portugal. ¿Estamos?

Bajan veinte personas; cada una pagará en el lazareto dos pesos fuertes diarios, es decir, todas, en diez días, dos mil francos. Venimos a bordo más de 300 pasajeros, que descenderíamos todos si no hubiese cuarentena, pasaríamos medio día y una noche en Lisboa, gastando cada uno, término medio, en hotel, teatro, carruaje, compras, etc., 15 pesos fuertes; total, unos 20.000 francos, aproximadamente, de los que cinco o seis entrarían por derechos, impuestos, alcabalas, patentes y demás, en las arcas fiscales. Economía portuguesa.

¡Qué rápida y curiosa decadencia la de Portugal! La naturaleza parece haber designado a Lisboa para ser la puerta de todo el comercio europeo con la América. Su suelo es admirablemente fértil y sus productos buscados por el mundo entero. En los grandes días, tuvo el sol constantemente sobre sus posesiones. Sus hazañas en Asia fueron útiles a la Inglaterra. Vasco dobló el cabo para los ingleses, y los esfuerzos para colonizar las costas africanas tuvieron igual resultado. La independencia del Brasil fue el golpe de gracia, y en el día… ¡nadie lee a Camöens!

El golfo de Vizcaya nos ha recibido bien y la Gironde agita sus flancos, cruje, vuela, para echar su ancla frente a Pauillac antes de anochecer. A lo lejos, entre las márgenes del río que empiezan a borrarse envueltas en la sombra, vemos venir dos lanchas a vapor. Desde hace dos horas, la mitad de los pasajeros están con su saco en la mano y cubiertos con el sombrero alto, al que un mes de licencia ha hecho recuperar la forma circular y que, al volver al servicio, deja en la frente aquella raya cruel, rojiza, que el famoso capitán Cutler, de Dombey and Son, ostentaba eternamente. Una lancha, es la de la agencia. Pero, ¿la otra? Para nosotros, oh, infelices, que hemos hecho un telegrama a Lisboa, pidiéndola, a fin de proporcionarnos dos placeres inefables; primero, evitar ir con todos ustedes, sus baúles enormes, sus loros, sus pipas, etc., y segundo, para pisar tierra veinte horas antes que el común de los mortales. El patrón del vaporcito lanza un nombre; respondo, reúno los compañeros, me acerco a algunas señoras para ofrecerles un sitio en mi nave, que rehúsan pesarosas; un apretón de manos a algunos oficiales de la Gironde que han hecho grata la travesía, y en viaje.

 

Es un sensualismo animal, si se quiere, pero no vivo en las alturas etéreas de la inmaterialidad y aquella cama ancha, vasta, las sábanas de un hilo suave y fresco, el silencio de las calles, el suelo inmóvil, me dan una sensación delicada. Al abrir los ojos a la mañana, entra mi secretario. Conoce Burdeos al revés y al derecho; ha visto el teatro, los Quinquonces, ha trepado a las torres, ha bajado a las criptas y visitado las momias, ha estado en la aduana y sabe qué función se da esa noche en todos los teatros. Y entretanto, ¡yo dormía! El no lo concibe, pero yo sí. A la tarde, le anuncio que me quedaré a reposar un par de días en Burdeos y una nube cubre su cara juvenil. Tiene la obsesión de París; le parece que lo van a sacar de donde está, que va a llegar tarde, que es mentira, un sueño de convención, ajustado entre los nombres para dar vuelta la cabeza a media humanidad… Así, ¡qué brillo en aquellos ojos, cuando le propongo que se vaya a París esa misma noche, con algunos compañeros, y que me espere allí! Titubea un momento; yendo de noche, no verá las campiñas de la Turena, Angulema, Poitiers, Blois, ¡pero París! ¡Y vibrante, ardoroso como un pájaro a quien dan la libertad, se embarca con el alma rebosando llena de himnos!

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