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En viaje (1881-1882)

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En el alto mundo, el flirt, el abominable, el odioso flirt, inventado por alguna americana sin temperamento, la vanidad disfrazada de Cupido, el ridículo en vez del placer, la vanagloria en vez de la pasión, el flirt, mezcla del viejo patitismo italiano y del cant británico, gimnasia del cretinismo social, obliteración de la naturaleza, traducción grotesca de un canto divino. La única justificación del flirt, como la del Dios de Stendhal, es que en general no existe. Empiezan las cosas por ahí, porque de algún modo hay que empezar; pero pronto la naturaleza hace oír su voz, y la mano, que atrae furtivamente la mano, el pie que roza el zapato de raso… semejan esas flores que brotan en los árboles, precediendo en la vida a la fruta que las reemplaza.

Son yanquis, pero son hombres.

Las obras de ante, maravillosas; High Bridge recuerda los trabajos romanos y el puente suspendido de Brooklyn parece una fantasía de cuento árabe. El cementerio de Brooklyn es la necrópolis más lujosa que he visto en mi vida. No vale el de Pisa como arte, ni los muertos surgen a vuestro paso con todo su cortejo de gloria como en el Père-Lachaise. Sin embargo, un simple monumento, levantado por una suscripción pública, me hizo latir el corazón más aprisa que el aspecto de todas las grandes tumbas de la tierra. Es el de un bombero; ni aún su nombre recuerdo, pero en su alma brilló un instante la única chispa que puede llamarse un reflejo divino. En un incendio terrible, un niño de cuatro años, hijo de obreros, había quedado solo en una pieza del cuarto piso. Las llamas rodeaban el edificio entero; el bombero toma una escalera y después de esfuerzos inauditos, medio abrasado, alcanza la ventana desde la que el niño, enloquecido por el terror, pedía auxilio. Pero el fuego consumió la escala. El bombero tomó al niño en sus brazos y lanzó una mirada ansiosa a todos lados; las llamas entraban ya por la ventana. Entonces, delante de una muchedumbre que presenciaba la horrible escena con el corazón apretado, algo como una luz divina inundó el alma de aquel hombre, grande en ese instante como la del Cristo en la cruz. Besó al niño en la frente, lo levantó en alto en sus brazos, se puso de pie sobre el borde de la ventana y se dejó caer de una altura de cuarenta metros. Su cuerpo se estrelló contra las piedras; el niño, sostenido en sus brazos, no había tocado el suelo, cuando fue recogido por los asistentes. No conozco una muerte más bella en los anales de la historia humana, ni una tumba que merezca descubrirse ante ella con más profunda veneración.

No cerraré estas líneas trenzadas a la ligera, sin hacer una confesión que no se refiere sólo a Nueva York, sino al mundo americano todo que he conocido: mi impresión ha quedado más abajo de la ilusión formada por el dato recogido. Mirado de cerca, el organismo norteamericano presenta los mismos síntomas de enfermedad que el de las más viejas sociedades europeas. Su régimen político ha sido fuente de progreso, indudablemente; pero las ideas republicanas están lejos de practicarse con la pureza que generalmente se les atribuye. La corrupción administrativa es mayor que la de cualquier país europeo y aun sudamericano, medianamente organizado. El fraude electoral se practica en una escala que asombraría a la misma Inglaterra y de la que no hay remotos rasgos en Francia, único país en el mundo actual donde el sufragio universal se aproxime a la verdad.

El espíritu de secta, la anarquía religiosa, si bien se ejerce fuera de los límites del gobierno, no produce menos serias perturbaciones sociales.

En una palabra, si yo buscara en el mundo un ideal político, correría aún tras él.

Cincuenta millones de hombres en el afán de la producción, son una masa tan imponente, que puede ser batida sin peligro por los vicios de una organización incorrecta. Pero los Estados Unidos tienen sólo un poco más de un siglo de existencia, y eso es un instante en la vida de las naciones. ¿Qué guarda el porvenir? Tal vez una potencia monstruo, pero no espero una luz que esparza sus raudales de claridad sobre la humanidad entera.

Una fragmentación del imperio americano es probable en época no lejana, o las leyes históricas fallarán. Será el momento de prueba; en cuanto a la libertad, formando hoy la base de la concepción humana de la vida, no peligrará la desaparición del modo yanqui. Si un faro hay, persiste aún bajo las bóvedas de Westminster y el egoísmo inglés es su mejor guardián.

CAPITULO XXI
En el Niágara

La excursión obligada. – El palace-car. – La compañera de viaje. – Costumbres americanas. – Una opinión yanqui. – Niágara Fall's. – La catarata. – Al pie de la cascada. – La profanación del Niágara. – El Niágara y el Tequendama. – Regreso. – El Hudson. – Conclusión

No me era posible pensar en excursiones; el tiempo me faltaba. Pero hay una que se impone moralmente a todo el que pisa el suelo de los Estados Unidos; la visita al Niágara. Tenía indudablemente vivos deseos de contemplar la inmensa catarata, pero una mezcla de cansancio físico y de lasitud moral, me quitaban el entusiasmo que en otros tiempos me hacía andar centenares de de leguas por gozar de un nuevo aspecto de la naturaleza. Además, el raudal del Tequendama vivía en mi memoria, y mi alma le era fiel. Me parecía imposible que la impresión grabada se desvaneciese ante ninguna otra. El Niágara, por otra parte, con su notoriedad, con su fácil acceso, con la consagración universal de su belleza tiene algo de esos lieux communs de las literaturas clásicas, que, admirados por los hombres de todos los tiempos, concluyen por convertirse en estribillos. En fin, estaba a una noche de distancia y tenía aún por delante cinco o seis días; me puse en camino. Resolví irme por la línea del Erye que va a Búffalo y a Niágara Fall's, correr las fronteras del Canadá hasta Albany, y luego de allí descender a Nueva York por el Hudson.

A las siete y media de la noche entré en uno de esos soberbios palace-car, que sólo se encuentran en las líneas americanas y tomé posesión del compartimento reservado de antemano. Los sleeping-car americanos, arreglados con más lujo que los europeos, son incontestablemente más cómodos. Un corredor al centro, y a ambos lados, pequeñas divisiones que se aíslan fácilmente por medio de cortinas y tabiques ligeros; las camas están colocadas en el sentido del vagón. Anchas, limpias y abrigadas. En cada compartimento hay dos, una abajo y otra arriba; pero mientras no se tienden, los dos sofás, vis-a-vis, pueden contener cuatro personas. Yo había retenido el lecho de abajo; así, me llamó la atención, al llegar a la división que me correspondía, ver instaladas ya dos personas. Eran un hombre de barba blanca, de unos 60 años de edad, y una niña de 20, esbelta, de facciones agradables y finas. Faltaba aún un cuarto de hora para la partida del tren, y yo empezaba a alarmarme por la noche que me esperaba en caso de que hubiera habido error en la asignación de las piezas.

– Perdón, señor – dije en mi mal inglés; – en este compartimento no hay más que dos camas, y yo tengo el billete de una de ellas. Como calculo que habrá error, sería bueno corregirlo antes de que el tren se ponga en marcha.

– No, señor – me contestó el yanqui; – yo desciendo. Mi hija va sola hasta Utica.

Me incliné en silencio, ligeramente intrigado. Padre e hija continuaron conversando, sin cuidarse de mi presencia, sobre asuntos del hogar, recomendaciones para la salud, recuerdos de familia, etc. Un hombre que ha corrido un poco el mundo se engaña difícilmente: aquella criatura era pura y honesta. Dos fuertes besos, un largo abrazo, un saludo para mí, y el padre descendió, mientras el tren se ponía en movimiento, tomando pronto aquella marcha vertiginosa que sólo en las líneas americanas se ve. La noche había caído y cada una de las veinte o treinta personas que ocupaban el sleeping, comenzó a hacer lentamente sus preparativos. Sin poder leer, me puse naturalmente a contemplar a la que tan íntimamente iba a ser mi compañera de viaje. Era indudablemente bonita, grandes ojos pardos, pelo castaño, un cuerpo modelado y un pie fino y bien calzado asomaba la puntita por debajo del vestido. No pude vencer mi curiosidad; en Europa me habría abstenido de dirigirle la palabra; extranjero y en América… ¡bah!

Su itinerario cayó; el pretexto estaba encontrado. Aquí de mi inglés, me dije, y comencé:

– Señorita, según lo que he oído al caballero que acaba de bajar, y creo que es su padre de usted, usted tiene el billete de una de las dos camas de esta división. Ahora bien, como yo tengo el de la de abajo, que por muchos motivos es la más cómoda, suplico a usted quiera permitirme que le proponga un cambio. En el momento en que usted desee recogerse, me retiraré, y le prometo – añadí sonriendo – incomodarla lo menos posible.

– Mil gracias, señor. El conductor ha prometido a mi padre darme un low bed, si queda alguno vacante. En caso contrario, acepto agradecida su amable invitación. Tengo el sueño plácido y podrá usted dormir tranquilo.

Declaro que, a pesar de toda mi buena voluntad, no pude encontrar un átomo de malicia en la expresión con que fue dicha la frase. Pero tenía ya bastante para llegar a mi objeto, y proseguí:

– Mi deplorable acento le habrá hecho comprender hace rato que soy extranjero. Con ese título, ¿me permite usted que le haga una pregunta y que hablemos como dos buenos amigos para matar una o dos horas?

– With pleasure, Sir.

– Conozco un poco las costumbres americanas; pero no puedo habituarme a ellas, porque me parecen, en ciertos casos, contrarias a la naturaleza. ¿No se encuentra usted incómoda entre toda esta gente desconocida, que puede ser educada o grosera al azar, en este dormitorio común, en el que cada uno se conduce según sus hábitos más o menos discretos? En una palabra, ¿no tiene usted miedo?

 

– ¿Miedo? ¿Y de qué?

– De viajar sola, expuesta a que algún individuo ordinario le falte al respeto.

– ¿Sola? (Y sonreía mirándome con asombro). ¿Qué haría usted si uno de esos caballeros me dijera algo impertinente? ¿No tomaría usted mi defensa?

– Naturalmente.

– Esté usted seguro que, si yo diese una voz, todas las personas que ocupan el vagón, se lanzarían a un tiempo y harían pasar un mal rato al cobarde que pretendiese insultar a una mujer.

– Perfectamente; pero lo que me admira es ese triunfo admirable de la razón sobre el instinto. Las mujeres son miedosas, pusilánimes por naturaleza. Si razonaran, serían tan bravas como nosotros, que a veces afrontamos peligros serios únicamente sostenidos por la voluntad.

– La educación lo hace todo. Ustedes los europeos (me creía español), educan mal a las mujeres. Las costumbres americanas…

Y aquí todos los argumentos conocidos en favor de la emancipación social de la mujer, expuestos con un orden que revelaba la frecuencia de ese género de disertaciones. Luego, empezó a hacerme preguntas sobre la Europa, hasta que el conductor vino a decirle que la cama baja del compartimento frente al mío, separado simplemente por el corredor de una vara, estaba a su disposición.

Le deseé buena noche y me fui a recorrer el tren de un extremo a otro. Nada más cómodo que esa facilidad que permite estirar las piernas y distraerse con el cambio de aspectos. ¡Cómo volaba aquel monstruo para cuya carrera la tierra parecía ser pequeña! Vista desde el último vagón, la vía daba vértigo. La claridad de la noche permitía ver las llanuras cultivadas, los bosques y colinas, los canales que rayaban el paisaje con sus líneas blancas y caprichosas. Fume un cigarro, me puse a «echar globos», como llaman en Bogotá al fantaseo indefinido del espíritu, y volví en busca de mi cama.

Mi vecina acababa de desaparecer tras las cortinas de la suya; al sentir mis pasos, sacó la cabecita y me largó un good evening, sir! que esta vez no me pareció del todo exento de picardía. ¿Qué mujer no tiene un grano de malicia, a veces inconsciente, esparcido en la sangre?

Yo creí que se recostaría simplemente, vestida como estaba. Me había engañado, porque, a poco rato, la cortina se entreabrió de nuevo, y una mano apareció sosteniendo dos botines largos y delgados, que dejó caer sobre el piso. Luego, una o dos vueltas, la inmovilidad y el respirar sereno e igual. Buenas noches.

Más tarde contaba en Nueva York la aventura a un amigo mío, americano, y el buen yanqui movía tristemente la cabeza.

– No tengo la menor duda – me decía, – que su compañera era una mujer honesta. Pero, para ella, era usted un hombre cualquiera, un desconocido. Figúrese que un muchacho audaz que hubiese sabido encontrar el camino de su corazón, se hubiera arreglado de manera para reservarse… su sitio de usted. ¿Cree usted que las cosas habrían pasado de la misma manera? Es necesario tener siempre en cuenta la materia de que somos formados y la poca influencia que tienen sobre ella, en momentos especiales, los hábitos y convenciones nacionales. Nuestras costumbres de independencia femenil eran perfectamente aceptables hace cincuenta años; pero, créame, la vida europea que conquista terreno diariamente entre nosotros, los espectáculos teatrales que enseñan más de lo que se cree, las novelas francesas, leídas hoy con avidez, las gacetas de los tribunales, las revistas de policía con sus ilustraciones iconográficas, han abierto nuevos rumbos en el espíritu de las mujeres americanas. No creo que hoy sea un timbre de honor para las costumbres de nuestro país esa independencia social de la mujer, sino una causa de decadencia en el nivel moral. Es muy cómodo convenir en que nunca se abusa; pero la realidad empieza a desalentar a los más obstinados sostenedores de tal régimen.

Más de un hombre piensa hoy como mi amigo yanqui en los Estados Unidos. Por mi parte, no he tenido pruebas… personales.

Sea porque largo tiempo hacía que no viajaba en ferrocarril, sea porque el ir y venir de los compañeros de vagón me incomodaba, sea, en fin, porque la lucha eterna entre el sentido común y el sentido… a secas, hubiera convertido mi cabeza en un campo de batalla, el hecho es que el sueño huyó de mí. Me envolví en mi manta, vestido, corrí las cortinas que cubrían los cristales, la luna inundó mi cuartujo, y en compañía de un punch organizado a la ligera y de una serie de cigarros, esperé tranquilo la mañana.

A las 5 a. m. mi vecina se levantó, humedeció una esponja diminuta, se refrescó la cara, sacó el reloj, consultó su itinerario, arregló sus maletas, y como yo hiciera mi aparición en ese momento, me tendió la mano, dándome un gracioso good morning. Nos salimos a la plataforma; media hora después (el día empezaba a clarear), el tren se detenía en Utica; mi compañera me daba el último adiós, en la vida tal vez, y descendía en una estación solitaria, con un paso tan firme y sereno como si fuese acompañada por toda su familia. Cuando el tren se puso en marcha nuevamente, volvió la cabeza y me hizo un saludo con la mano. Me volví al vagón de mal humor.

Niágara Fall's es una aldea que vivo exclusivamente de la atracción del torrente. Eternamente mecida por el ruido atronador de la cascada, paréceme que, si una mano omnipotente detuviera un instante las aguas en su caída, el silencio haría levantar hasta los muertos de sus tumbas. Desde la llegada, se oye a lo lejos el rumor inmenso, como un eco de la catástrofe suprema, que sin cesar se reproduce en el despeñadero salvaje. En el estado de mi espíritu hubiera dado un mundo por poder entregarme a mí mismo, llegar a la catarata sin más guía que su gemido cesante, y solo, en medio de la naturaleza, detenerme de pronto frente a frente y entregarme sinceramente a la impresión… ¡Veinte, cuarenta ómnibus, estaban alineados en la estación, y otros tantos individuos gritaban a voz en cuello el nombre de sus hoteles, encomiando sus golpes de vista, la maravilla de sus panoramas exclusivos, la baratura de sus precios! Cinco o seis empleados me pedían el boleto de mi equipaje, otros me metían tarjetas de casas de comercio, aquél me incitaba a no olvidar el Burning Spring, éste los rápidos, etc. Aquí y allí, una chimenea, la fatigosa actividad de una fábrica, tráfico por todas partes, mercerías, bar-rooms, tiendas, la calle moderna, con sus enormes anuncios, sus letreros, sus reclamos, un inmenso cuadro de madera Take the Erye Railroad!, el hormiguero humano en el afán del lucro… ¡y el Niágara bramando a lo lejos!

¡O mi soberbio Tequendama, dónde estás, con tu acceso difícil, tus bosques vírgenes, tus sendas abruptas, tus rocas salvajes!

Heme instalado en un hotel trivial, el más próximo a la caída. Consulto mis instrucciones y recuerdos y hago mi plan. Me echo a la calle, contrato un carruaje para dentro de una hora, por verme libre del asedio de los cocheros, me guío por el estruendo, y de improviso, heme frente a la catarata.

¿Quedé absorto? No, no comprendí. Aquello es inmenso, inaudito. Todo el esfuerzo de la imaginación no alcanza a dar una imagen de la realidad, una vez que la serena y lenta contemplación ha dado tiempo a que el espíritu se sature de la belleza del cuadro.

En centenares de grutas y en millares de libros corre la descripción del Niágara: su formación, su origen, su destino, el volumen de sus aguas, su bifurcación en el momento de la caída, etc. No intentaré, ni es mi propósito, rehacerla; cuento mi impresión y basta. Si en el Tequendama he sido más prolijo, es porque el gran salto, perdido en las entrañas de la América, es casi desconocido por las dificultades que hay para llegar hasta él.

Cada segundo, cada momento de contemplación aumenta en mí el asombro, la fascinación irresistible. Como grandeza, no hay nada igual. Aquella masa de agua colosal que se arrastra rugiendo por un plano ligeramente inclinado, que confluye en dos raudales anchos y profundos, para caer de pronto, con indecible majestad, en el cauce inferior, produce la impresión de un dislocamiento general del orden creado. No es la altura de la caída (80 a 100 pies) lo que impone; es el volumen de las aguas, el espesor titánico de la curva enorme que se forma al borde de la catarata. Del lado del Canadá – pues el río determina la línea divisoria con los Estados Unidos, – la caída se extiende a todo el ancho del curso, formando una herradura cuya parte cóncava queda al centro; en tierra de la Unión, el brazo es mucho más angosto, y la caída, sin la imponente solemnidad de la canadiense, tiene cierta gracia esbelta, una armonía de formas que seduce la mirada.

He dicho que las aguas, al precipitarse, proyectan una curva que se quiebra en el plano horizontal, unido y espeso, especie de cortina que cubre eternamente el corte vertical de la roca. Uno de los aspectos recomendados es al pie de la catarata, en el abismo de fragor y tinieblas que existe entre la base de la roca y la columna de agua que cae rugiendo.

Preferiría mil veces el aspecto grandioso y soberbio de la cascada, desenvolviendo su fuerza salvaje bajo los cielos. Pero es necesario verlo todo, y así, sin entusiasmo, sin convicción, tomé el ferrocarril hidráulico que conduce al pie de la catarata, del lado de la Unión. Excusado es decir que ya había pagado al entrar en el parque general que rodea al Niágara, que a cada paso que daba para mirar de un lado a otro, se me aparecían empleados con sus tiskets y talones, etc. ¡Con cuánto placer habría dado una suma redonda, superior al monto de las pequeñas y sucesivas contribuciones con que me incomodaban sin cesar!

Una vez en el fondo, a orillas del río que se forma después de la caída y cuyas aguas tranquilas parecen aún absortas de la catástrofe reciente, manifesté mi deseo, me indicaron un cuarto y procedieron a envolverme, pies, cuerpo y cabeza, en zapatos, traje y sombrero de, caoutchout, con el objeto de preservarme de una mojadura. Sofocaba allí dentro, y estaba a punto de desistir, cuando mi compañero desconocido, pues el guía toma dos personas, una de cada mano, salió de su cuarto vestido con un ligerísimo traje de baño. Su idea me sedujo y a mi vez me coloqué en condiciones de desear el agua en vez de temerla. Nos hicimos un saludo cordial y nos lanzamos.

Para llegar al pie de la roca, detrás de la espléndida tapicería líquida que en ese instante brillaba bajo el sol con mil reflejos irisados que jamás alcanzaron las más ricas telas de Persia o la China, era necesario marchar paso a paso, saltando de piedra en piedra o pasando por pequeños puentes de madera que se deshacen con frecuencia. Estamos aún a un centenar de varas de la caída, y las espumas nos azotan el rostro, mientras el ruido nos aturde. El guía nos habla a gritos, pero yo me limitaba a aferrarme firmemente a su mano. A cada paso, la marcha se hacía más difícil; pero en los momentos en que el vapor de agua, los torbellinos de espuma y los cambiantes prismáticos, sucediéndose con una rapidez eléctrica, no nos enceguecían, el cuadro que teníamos por delante, el reventar de la mole inmensa contra la roca, el torbellino níveo que se levantaba, el fragor de ese trueno constante, eran compensaciones más que suficientes a las angustias de la marcha. Un instante nos concertamos con el compañero, un joven alemán, para detenernos; nos bastó un minuto de reposo dando la espalda al torrente y con el corazón inquieto seguimos avanzando. Henos detrás de las aguas. Un ruido infernal atruena mis oídos, algo así como cien mil cañones disparados a un tiempo y sin discontinuar, y una honda y densa oscuridad me rodea. El alemán repite a cada instante el clásico Donnerwetter! con voz apagada, y otras interjecciones que empiezan o terminan con el teufel! Yo procuro entreabrir los ojos, hago un esfuerzo y veo un momento, un décimo de segundo, la profunda pared líquida, veteada por fugitivos rayos de luz. Un instante más, y nos asfixiábamos. ¡Con qué delicia respiramos a la salida! Teníamos las caras rojas, candescentes y los ojos saltados. Nos tendimos con deleite entre las mansas ondas del río, dejando reposar el cuerpo y teniendo por delante el más estupendo cuadro de la naturaleza.

He visto al Niágara, desde todos sus aspectos oficiales, he descendido a los rápidos, allí donde el capitán Webb, ese suicida sublime, con un corazón digno de la tumba que encierra, acaba de caer vencido en su lucha insensata con el gigante americano. Lo repito: a cada instante la impresión crece. Se opera en el espíritu un fenómeno análogo al que produce la contemplación de las bóvedas de San Pedro, que van creciendo lentamente a medida que la mirada se habitúa a la percepción de la inmensidad. Pero los americanos han echado a perder esa maravilla que la naturaleza arrojó en su suelo. Arrancad de la capilla Sixtina la figura de Isaías y ponedle un marco esculpido por Doré, pequeños Amores trepando gozosos por la viña ensortijada, faunos diminutos persiguiendo a ninfas cocottes y tendréis una idea del efecto que produce ese Niágara inmenso, severo, rugiendo como un titán enfurecido, y rodeado de pequeñas villas coquetas, chalets suizos en ladrillo rojo, surcado por puentes de ferrocarril, rodeado de molinos, bar-rooms, albergues cubiertos de anuncios de Lanmann y Kemp, de la Marfilina, de la Almohadilla de Parry, ultrajado, profanado, como el Coliseo romano por las lápidas de mármol blanco y letras doradas que pretenden consagrar glorias efímeras y raquíticas.

 

Otra vez, ¿dónde está mi Tequendama? El volumen de sus aguas es infinitamente inferior al del Niágara, pero se precipita de una altura ocho veces mayor. Su voz poderosa reina solitaria y altiva entre las gargantas de la montaña, sin confundirse con el rechinar de las máquinas a vapor o con el crujir de las ruedas de molino. En el Salto, el espíritu ve palpitante una escena de la formación primitiva del mundo, y la visión, por largo tiempo, reproduce el vértigo. Su acceso está defendido vigorosamente por la naturaleza, y la transición de la flora de las cumbres a la lujuria tropical del hondo valle no tiene igual sobre la tierra. El Niágara es mil veces más grande, más imponente; para mí, la palma de la belleza queda al Tequendama.

¿Qué sería el Niágara cuando por primera vez lo contemplaron los ojos atónitos de los conquistadores? La leyenda dice que los grandes jefes indios, después de la batalla suprema en que caía la tribu entera, se echaban en sus canoas que abandonaban al rápido correr del río, y, fijos los ojos en el sol, desaparecían en el abismo. ¡Los primeros europeos que hayan contemplado ese cuadro necesitan haber tenido el corazón de acero para no caer fulminados por la violencia de la impresión!

Quedé sólo un día en el Niágara. A la noche tomé el ferrocarril y amanecí en Albany, de donde descendí el Hudson hasta medio camino de Nueva York, haciendo el resto de la ruta en un drawingcar, en el delicioso ferrocarril que corro sobre las aguas mismas del río. El Hudson tiene un aspecto especial; sin el encanto poderoso de los grandes ríos americanos de orillas desiertas, sin la belleza melancólica que la historia da al Rhin, cómo cubriéndolo de un encaje de recuerdos, los panoramas del Hudson, en la estación estival, tienen una gracia fresca y suave que serena la mirada. Pero los palacios, las villas y chalets que cubren sus bordes, no tienen carácter alguno… y no hay cuadro que resista cuando hacen su aparición esos comodísimos y horribles vapores, blancos y cuadrados, tortugas rápidas, símbolo del arte americano.

En Nueva York permanecí aún una semana, y por fin, a bordo del Labrador, después de un viaje agradable, llegué al Havre, pisando tierra europea, justo un año después de haberme embarcado en Saint-Nazaire con rumbo a las costas septentrionales del continente sudamericano.

En mi larga narración he tenido que describir países, costumbres y aspectos sociales. Desde el punto de vista literario, la crítica me dirá el mérito de mi trabajo; pero, en lo que se refiere a la veracidad de los hechos, afirmo una vez más que no he tenido otro guía fijo y constante en mi relato. La descripción característica de mi viaje por Colombia habría sido sumamente difícil tratándose de otro pueblo; pero la inteligencia clara y elevada de los granadinos sabrá apreciar el conjunto de mi impresión, la más grata que haya sentido hasta hoy en tierra extranjera.

Cierro estas páginas saludando con gratitud a aquel que hasta aquí me haya acompañado. ¿Quién sabe si aun no haremos otro viaje juntos? Mi destino, por mil combinaciones diversas, parece imponerme el movimiento continuo; y mi pasión por la pluma es incorregible.

Tall. Gráf. L. J. Rosso y Cia
Belgrano 475 – Buenos Aires

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