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En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XX
En Nueva York

El Alene. – El Turpial. – El práctico. – El puerto de Nueva York. – Primera impresión. – Los reyes de Nueva York. – Las mujeres. – Los hombres. – El prurito aristocrático. – La Industria y el arte. – Un mundo "sui generis". – Mrs. X… – La prensa. – Hoffmann House. – Los teatros. – Los hoteles. – El lujo. – La calle. – Tipos. – La vida galante. – Una tumba. – Confesión

Era el Alene un pequeño vapor construido en Glasgow, fuerte, sólido y marinero. Encontré a su bordo algunas familias colombianas que se dirigían a Nueva York, así como numerosos americanos e ingleses procedentes de California o de los puertos del Pacífico sudamericano.

Cruzamos a la vista de la isla de Cuba, enfrentamos las Bahamas y nos detuvimos a tomar carbón en una de las islas Barbadas: tales fueron todos los accidentes del viaje. Mi único entretenimiento a bordo era cuidar un turpial que traía una niña de Colombia. El ave melodiosa me pagaba sus atenciones con su silbo de una dulzura melancólica y profunda. La garganta del turpial no posee esa virtuosité extraordinario del ruiseñor o del canario; la agilidad le es desconocida. Pero su canto, igual y monótono, es como esos trozos delicados de música que siempre despiertan sensaciones nuevas… Concluí por tomar verdadero cariño al turpial, lo que fue para mí una fuente de amargura. Cuando fondeamos, un marinero a quien la jaula incomodaba para alguna maniobra, la colocó impensadamente sobre la parte de la caldera que sobresalía en la cubierta. En el momento de bajar a tierra, la pobre niña, con la alegría expansiva de la llegada, vino corriendo, tomada de mi mano a buscar el turpial… El pobre animal agonizaba; medio asado por el calor de la caldera, había tenido el instinto de refugiarse dentro del receptáculo del agua que todas las mañanas se le colocaba en la jaula. Desde dos médicos que venían a bordo, basta el último pasajero, todos ideamos veinte remedios diferentes sin resultado. El pobre pájaro murió un instante después. La niñita lloraba sin consuelo y no podía desprenderse del turpial, que tenía apretado contra el seno, como queriendo darle su vida… Yo me paseaba como un imbécil en el puente, renegando contra mí mismo y mi estúpido sentimentalismo que me hacía pasar un mal rato por la muerte de un turpial, cuando anualmente me absorbía un sinnúmero de aves, muertas para mi uso particular, con la más perfecta tranquilidad de conciencia. Hago una salvedad, sin embargo, aunque no se refiere a una ave. Hace cerca de dos años que no como tortuga. He aquí por qué: una mañana, remontando el Magdalena, los bogas habían cogido una tortuga inmensa, cuya concha, a lo largo, no tendría menos de medio metro. Por una casualidad había descendido a la cocina, cuando me encontré a uno de los ayudantes en vía de matar a la tortuga; pero aquel bárbaro, a fuerza de hacha y machete, trataba de separar el cuerpo de su cáscara sin pensar en matar previamente al pobre animal, cuya cabeza pendía y cuyos ojos se entrecerraban a cada golpe de hacha… ¡Se la quité de entre las manos, lo obligué a matarla en el acto, pero no he vuelto a probar tortuga!

En la mañana del octavo día, vimos, lejos aun, cinco o seis pequeñas velas al norte y al oeste. Eran los prácticos, en sus pequeños y veloces yates, con los que se aventuran a veces hasta dos y trescientas millas de Nueva York, corriendo un verdadero steeple-chase en busca de navíos que conducir al puerto. Hay dos compañías rivales, felizmente, lo que explica esa solicitud. En realidad, el puerto de Nueva York es tan conocido y está tan bien balizado, que los capitanes no necesitan del auxilio del piloto para entrar con seguridad. Pero, como en caso de un contraste, siempre posible, las compañías de seguros no pagan si no se han tomado todas las precauciones, el personaje se hace indispensable. Como el viento les era contrario, pasamos un buen rato observando las habilísimas maniobras, las maravillosas bordadas que hacían para ganar terreno, aproximándose al vapor. Por fin, uno de los yates, cuando su rival estaba sólo a veinte brazas, logró coger una amarra que se le echó por babor; el otro viró de bordo en el acto, sin hacer la menor observación y puso la proa a un punto negro que se divisaba en el horizonte, algún buque sin duda que seguía nuestra ruta. Un hombre, con toda la barba, pero sin bigote, de levita y sombrero alto, grave y solemne, apareció en la cubierta del yate, con un diario en la mano. Es el último número del New York Herald que han tomado antes de partir, para obsequiar al capitán. El que olvida ese requisito está seguro de ser evitado por el capitán en el próximo viaje, por medio de una simple maniobra, si el número de su yate (pintado en la vela), se ve entre los candidatos probables.

La llegada del práctico es siempre un acontecimiento a bordo; parece tener un aire de ciudad, cierto aspecto de tierra que alegra el espíritu. Viene de entre los vivos, sabe lo que ha pasado en el mundo, es la encarnación de esa esperanza de la llegada que en los últimos días se hace áspera y violenta… Estábamos todos apiñados en la escalera. El práctico saludó gravemente «¿Qué hay de nuevo?» – preguntó alguno. «Garibaldi is died». Así tuve la primer noticia de la muerte del héroe de San Antonio. No sé qué me hizo más impresión, si la noticia en sí misma o la manera cómo la recibí. En 1870, al subir a bordo el práctico que debía introducirnos en el puerto de Southampton, nos dijo, al ser interrogado sobre las novedades: «Carlos Dickens ha muerto». A mi regreso, en 1871, supe también por un práctico, en un puerto de tránsito, la muerte de Alejandro Dumas. Estas curiosas coincidencias me impresionaron de una manera inexplicable, y desde entonces miro a los prácticos como aves de mal agüero.

Ahora bien, ¿quién obtendría el New York Herald, después del capitán? Cuestión grave. El lobo se encerró en su cuarto, y creo que, no sólo leyó hasta los avisos el muy miserable, sino que corrigió hasta las faltas tipográficas. Cuando lo conseguimos, no encontramos nada capaz de satisfacer nuestra curiosidad. Parece mentira que las cosas humanas marchen de una manera tan monótona, que haya tan pocos choques de ferrocarriles, dada la extensión de líneas férreas y tan raros crímenes horribles, dadas las condiciones de nuestra amable especie.

He ahí, por fin, el famoso puerto de Nueva York. Indudablemente, esa ensenada profunda, bordeada por colinas caprichosas, salpicadas de montes, chalets relucientes, aldeas y castillos modernos, presenta un aspecto encantador. Pero no, no es la bahía de Río de Janeiro, ese orgullo de la zona tropical, con su cielo de un azul intenso como sus aguas, sus montañas, sus palmares y cocoteros, sus islas sonrientes. No es tampoco la calma poética y serena del golfo de Nápoles, reflejo del alma de Virgilio, que se impregnó de ese cuadro de celeste tranquilidad. Pero, a la verdad, la bahía de Nueva York sorprende gratamente al que pisa el suelo de la gran nación americana con el espíritu dispuesto sólo a la contemplación del lado positivo de la vida humana, a los espectáculos estupendos de la industria, y no a las bellezas naturales…

Todo nuevo, todo fresco y rozagante. Los techos y las paredes de los elegantes chalets relucen como si los limpiaran cada mañana. En las construcciones de piedra, imitando lo antiguo, el tono gris oscuro de la pintura que pugna por ser vetusta, no consigue engañar la mirada, como las artistas jóvenes que creen hacerse viejas en las tablas blanqueándose el cabello y conservando la lozanía del cutis, no alcanza a producirnos la ilusión buscada… A lo lejos, en el confuso dibujo de la ciudad, algo inmenso que se extiende entre dos pilares colosales, casi perdidos en la bruma, es el puente de Brooklin. Pero el ojo ávido no descubre una torre de forma arcaica, un monumento, una columna, algo que hable del pasado… Es que ese pueblo ha confundido en una las tres edades históricas; no busquemos el arte en esas costas, sino lo que en ellas, hay…

Pero, lo repito, la bahía es realmente bella. Mil vapores la cruzan en todas direcciones, ostentando sus formas poco esbeltas de palacios flotantes que traen a mi memoria el triste recuerdo de la «América» y la catástrofe en que sucumbió.

Los primeros elementos del juicio que formé de Nueva York, después de una corta permanencia, al calificar la inmensa ciudad de «paraíso de las mujeres y de los niños», fueron recogidos en la mañana de mi desembarco. Mandé mi equipaje anticipadamente al hotel, es decir, lo entregué a una de esas agencias comodísimas que reemplazan en todo lo que es molesto la acción individual, y me eché a vagar por las calles. Eran las 8 de la mañana de un espléndido día de julio. El sol iluminaba las anchas avenidas, y ya numerosos grupos de hombres fatigados buscaban reposo a la sombra de los árboles corpulentos que bordan las aceras y pueblan los squares. Por todas partes, mujeres y niños, solos, tranquilos, con su cartera de colegiales a la espalda, rosados, rozagantes de vigor. Marchan con el paso firme de soberanos. Al llegar a una esquina, donde la afluencia del tráfico hace imposible el tránsito, se detienen y miran simplemente al policemán, que de pie en medio de la calle, con la gravedad de una estatua, vigila con ojo activo cuanto pasa a su alrededor. El policemán espera la reunión de cinco o seis criaturas, toma la más pequeñita sobre su brazo izquierdo, y rodeado de la bulliciosa tribu, se lanza al piélago, levantando en la diestra el bastón, símbolo de la autoridad. Tranvías, carros, fiacres, carruajes de lujo, todo vehículo se detiene en el acto y los niños atraviesan tranquilos y sin peligro la calzada, guiados por el amor del pueblo, representado en ese momento por el correcto funcionario. Llegados a buen puerto, el policemán deposita en tierra su graciosa carga, sonríe a sus diminutos clientes que se despiden de él como de un amigo y rehace el camino andado al frente de una expedición análoga.

 

Más de una vez me he detenido por largo rato a contemplar ese cuadro. Es la única ciudad del mundo en que he visto esa vigilante tutela de la autoridad sobre los débiles y los enfermos. ¿Quién no recuerda las angustias de las madres, teniendo a sus hijos convulsivamente de la mano y tratando de salvar estos torrentes de Oxford-Street, de la City, de los bulevares, de la plaza de la Opera o de la avenida de los Campos Elíseos? A cada instante, los diarios de Londres, París o Viena, anuncian desgracias ocurridas a niños derribados por vehículos. En Nueva York la infancia es sagrada. Para ella los parques dilatados, cubiertos de árboles, tapizados de césped, no de simple ornamentación, sino para que el niño corra sobre él sin peligro, pruebe sus fuerzas y las desenvuelva. Para él un square en cada esquina, donde las niñeras se instalan con el alegre escuadrón, armado de palos, picos y azadas, para remover la arena, hacer fosos y murallas, cubrirse de tierra hasta los ojos, moverse, agitarse, jugar, en una palabra, que es la vida de los niños, como el vuelo es la vida de los pájaros.

¡Cuántas veces, al atravesar Madison Square o los espacios sin fin del Central-Park, al verme rodeado de innumerables criaturas rubias, rosadas, respirando a pleno pulmón ese aire vivificante, encarnizadas en todos los juegos infantiles conocidos, he pensado en nuestros hijos, metidos entre los cuatro muros de la casa, creciendo sin color, como flores de invernáculo, sin más recurso que ir a sentarse sobre un triste banco de plaza, para ser retado por el gendarme apenas su piececito travieso pisa el césped amarillo y sediento! ¡Cuántas veces he envidiado esa educación física, desenvuelta a favor de las garantías y seguridad que arraigan la conciencia del derecho y comunican la confianza en la propia fuerza! Es ese, indudablemente, el principal secreto de la fabulosa prosperidad americana; el cuerpo se desarrolla en toda la intensidad de que es susceptible, el espíritu toma el aplomo y equilibrio característico de los yanquis, y cuando llegan a la virilidad, hace luego largo tiempo que son hombres.

En cuanto a la mujer, no hay parte alguna del mundo en que sea más respetada. Esas costumbres de independencia femenil, que nos asombran a los latinos y que en los últimos tiempos han empezado a ser fuente de preocupación para los mismos yanquis, han dado por resultado la confianza tranquila que sostiene a las mujeres en todos los sitios públicos. La moral neoyorquina no es ni más severa ni menos lata que la de cualquier centro europeo; pero es un hecho, que cualquier extranjero habrá podido observar, que, ni aun en las horas de la noche, en el seno de las grandes corrientes de Broadway o de la calle 18 o de la Tercera Avenida, se notan esas solicitaciones repugnantes que hacen imposible a las familias el acceso a los bulevares de París o de ciertas calles de Londres. La tenue de las mujeres, aun en aquellas que un no sé qué vago revela a ojos experimentados pertenecer al gremio tan característicamente llamado en Francia de las horizontales, es siempre correcta y digna. La máscara caerá al pisar la puerta de calle; pero todo hombre puede pasearse con su mujer o sus hijas sin temor de presenciar escenas escandalosas.

Nada más brillante que los puntos de reunión en las calles de Nueva York a las horas de tono. La belleza de las mujeres asombra; las correctas líneas británicas, templadas por una gracia indecible, la elegancia de los trajes, el aire suelto y fácil con que son llevados, hacen de la neoyorquina un tipo especial. Dicen los que han vivido mucho tiempo en el seno de esa sociedad, que la atracción invencible del exterior nada es al lado de los encantos del espíritu y de la dulzura exquisita del corazón. No lo sé, ave de paso, extranjero, he pasado más de una hora en la intersección de la Quinta Avenida y Broadway, con ese aire imbécil que tiene un huésped instalado en la puerta del hotel que habita, saciando mis ojos con el cuadro encantador que se renovaba sin cesar. No puedo decir que los hombres me hayan seducido tan francamente; el tipo general es de una vulgaridad aplastadora. Parece faltarles el pulimento final de la educación, las formas cultas que sólo se adquieren por un largo comercio con ideas ajenas a la preocupación de la vida positiva. No critico ni exalto el modo de civilización yanqui; me limito a hacer constar que, fuera de las mujeres, se puede recorrer la gran ciudad en todo sentido sin encontrar nada que despierte las ideas altas que el aspecto del arte suscita. Calles espaciosas, cómodas, muy bellas algunas, como Broadway o la Tercera Avenida, parques suntuosos, iglesias monumentales, de todos los estilos conocidos, pero nuevecitas, en hoja, acabadas de salir de la caja, edificios soberbios, regulares, todos los progresos de la edilidad moderna, teatros pequeños pero elegantes, ferrocarriles y tranvías en todas direcciones… pero jamás aquellas encrucijadas de París, de Viena y de las ciudades italianas, en las que un viejo balcón saliente detiene la mirada, o un mármol ennegrecido por el tiempo serena el espíritu con la armonía de sus líneas.

¿Puede haber nada más abominable que ese ferrocarril elevado que corre sobre un puente tendido en todo el ancho de la calle, de tercer piso a tercer piso? Debajo, un crepúsculo constante, la falda eterna del sol. ¡Ay de los infelices que allí viven! ¡¡Pero se va más ligero!! Ninguna policía europea permitiría el embarco de los pasajeros en el tren elevado de la manera que se hace; pero aquí cada uno se cuida a sí mismo, y si hay alguna desgracia, las compañías pagan. Transporte democrático, símbolo perfecto de la igualdad, convencido. Entretanto, en la aristocrática Tercera Avenida no hay elevado, ni tranvías, y al Central Park no entran los humildes fiacres que estamos habituados a ver en el Bois de Boulogne. No critico la medida, pero hago constar la falta de lógica. Puedo asegurar que no hay pueblo sobre la tierra que apegue más importancia a las preocupaciones humanas que radican en la vanidad. En eso, todas nuestras repúblicas se parecen, pero ninguna ultrapasa la de los buenos yanquis. El prurito de la aristocracia es curioso entre ellos. No hablo del Sur, donde se conserva aún la tradición de la aristocracia de raza; me refiero al Norte, a ese mundo de financistas, industriales y comerciantes. Es curiosa la influencia que tiene entre ellos un título nobiliario; en el centenario de Yorkstown los miembros de la comisión francesa, casi todos titulados, eran objeto de un estudio detenido para todo el mundo. Una cinta, una decoración, un botón multicolor con que hacer florecer el ojal de la levita, es su sueño constante. Hay algo de ingenua puerilidad en eso. ¡Ay, mis amigos! ¡Si aristocracia quiere decir distinción, delicadeza, tacto exquisito, preparación intelectual para apreciar los tintes vagos en las relaciones de la vida, fuerza moral para elevarse sobre el utilitarismo, pasarán aún muchos siglos antes que la correcta huésped descienda sobre el suelo americano! Contentáos con el lote conquistado, con ese admirable sentido práctico que os distingue entre los hombres; multiplicad los productos de Chicago y las balas de algodón; vivid libres y felices bajo el amparo de la Constitución que os rige; poblad, edificad, trazad rutas nuevas; pero no olvidéis nunca a aquel general romano que amenazaba a los encargados de llevar una estatua de Fidias, de Atenas a Roma, con hacérsela rehacer si llegaban a destruirla. La concepción de la vida, tal cual los americanos del Norte la comprenden, puede proporcionar quizá la mayor suma de bienestar material sobre la tierra. Pero las naciones son como los hombres: para brillar incomparablemente en la historia, necesitan desgarrarse el seno en una gestación dolorosa; para crear el arte, es indispensable esa actividad intelectual, lírica, fantástica, reñida con la práctica, que trae las fatales confusiones entre el sueño y la realidad, que determinan la guerra del Peloponeso, él torbellino italiano del siglo XVI o la monstruosa sacudida del 89. Rousseau no ha sido ni es posible en los Estados Unidos; ese pueblo seguirá a un hombre que le muestre el becerro de oro como la meta suprema; jamás el estilo, la teoría, el calor del sentimiento, el arte en sus formas más elevadas, estremecerán esa masa flemática, embotada por una educación tradicional.

Mi permanencia en Norte América fue muy corta; circunstancias especiales me hicieron abreviar el tiempo que pensé consagrar a la gran república. No me es, pues, posible hablar con detalle de un país que he visitado tan rápidamente. La impresión predominante es que uno se encuentra en un mundo nuevo, extraño, diferente a aquel en que estamos acostumbrados a vivir. Juzgo que para un latino cuya vida ha pasado en el seno de sociedades cultas y educadas, será difícil connaturalizarse con el modo de ser yanqui, áspero y egoísta en sus formas. La preocupación del dinero predomina sobre todas; el público sabe casi diariamente, por la publicidad de los periódicos, el estado de fortuna de un Vanderbilt o de un Stewart, lo que gastan en su mesa, la materia de que se componen los utensilios más insignificantes o característicos del hogar. Aquéllos que gimen sobre los abusos de la prensa en Sud América o en Francia, podrían difícilmente citarnos el ejemplo de los Estados Unidos. No he visto jamás una injuria más sangrienta lanzada a la faz de una sociedad entera, que una caricatura que se me mostró. Hay un espléndido palacio en la Tercera Avenida, que es el Faubourg Saint-Germain de Nueva York, que fue construido por una famosa partera, cuya habilidad y discreción le habían valido esa opulenta clientela. Las malas lenguas aseguran que los procedimientos secretos de Missis X. han impedido de una manera notable el aumento de la población neoyorquina. Muerta la dama, un diario de caricaturas publicó un dibujo representando la Tercera Avenida llena de niños, que corrían de un lado a otro jugueteando. Al pie, esta leyenda: «La Tercera Avenida, dos años después de la muerte de Missis X.». Paréceme que en cualquier otro país del mundo las costillas del caricaturista no habrían quedado intactas.

Si en alguna parte el aforismo de Girardin sobre la impotencia de la prensa tiene aplicación, es en Norte América. Los diarios se tiran a centenares de millares y constituyen uno de los géneros de empresa industrial que reportan más beneficio. Pero es el anuncio y la información lo que les da vida y no la opinión política. ¿Qué le importa a un yanqui lo que piensa un diario? Lo compra, lee los telegramas y luego los avisos.

La verdad es que en el día la prensa universal tiende a tomar ese carácter. El valor e importancia del Times consiste en su preocupación incesante de reflejar la opinión, con todas sus aberraciones y cambios, en vez de pretender dirigirla.

Uno de los establecimientos más característicamente yanquis que he visto, es el opulento bar-room llamado Hoffmann House y situado frente a Madisson Square. Se me ha asegurado que su propietario pasó diez años en una penitenciaría por haber dado muerte a un hombre en un momento de celos. Tiempo tuvo para madurar su idea, que en realidad le salió excelente. Debe haber empleado sumas enormes en construir aquellos lujosísimos salones, cuyas paredes están tapizadas de obras maestras de la pintura moderna. Sólo «Las ninfas sorprendidas por faunos», de Bouguereau, le ha costado diez mil dólares, y poco menos la «Visión de Fausto» y otras telas de un mérito igualmente excepcional. Estatuas, bustos, autómatas, todo lo que puede atraer la mirada humana. Salas de lectura, de correspondencia, posta, telégrafo, y en un vestíbulo especial, tres aparatos de ese maravilloso telégrafo automático que va desenvolviendo constantemente la cinta de papel en que están consignadas, minuto por minuto, las noticias políticas, el movimiento de la Bolsa, y la oscilación en el precio de los cereales, algodones, etc. En el fondo del bar-room, un inmenso mostrador, cubierto de todo lo que un buen gastrónomo puede apetecer para hacer un lunch delicado y suculento. Entráis allí como en una plaza pública, leéis los diarios, los telegramas, escribís vuestra correspondencia, y si os sentís con apetito, elegís lo que se os antoje, que os es servido inmediatamente con toda civilidad. Todo, absolutamente gratuito. ¿Pero dónde está el negocio, diréis? Simplemente en las bebidas. No es obligatorio pedirlas, ni son más caras que en otras partes. Pero es tal la cantidad de gente que se sucede sin cesar, que el pequeño beneficio de cada whisky cocktail o de cada vaso de cerveza, no sólo cubre los gastos de las vituallas que se dan gratis, sino que al fin del día dejan una ganancia considerable. Preguntando a uno de los directores del establecimiento cómo se explicaba que el bajo pueblo no hiciese irrupción y se instalase a almorzar, comer y cenar diariamente y de balde, me contestó que M. Hoffmann conocía mucho el corazón humano, que sabía que en los centros lujosos y brillantes sólo se encuentra cómoda la gente de las clases elevadas, aquella que, si pellizcaba, un sandwich, se cree moralmente obligada a tomarse tres cocktails, sacrificio a que se resigna con bastante facilidad.

 

Estuve en dos o tres teatros. Son de estilo inglés, generalmente pequeños y bonitos. En uno de ellos vi la famosa opereta Patience, crítica acerba de la última plaga de la literatura inglesa, el estetismo; esto es, la lánguida aspiración al ideal, traducida en maneras vaporosas, en posturas de virgen rosácea, en grupos de un helenismo rococó. La música es trivial y agradable, pero como comedia, la pieza se arrastra de una manera matadora. El jefe de la escuela estética viajaba entonces en los Estados Unidos, contratado por un empresario como un simple tenor y obligado a producir frases estéticas bien limadas, en sitios como Mount-Vernon, el Niágara, el Capitolio, etc. Su presencia en el suelo americano daba sabor de actualidad a la crítica.

En otro teatro la eterna Mascotte, en inglés, arreglada, como hacen los directores en Londres, al gusto británico. Aquí era al gusto yanqui. Los calembours, los coq-à-l'âne, se referían siempre a incidentes locales. Naturalmente, Lorenzo XVII y Rocco se convierten en irlandeses en el último acto y hablan con el rudo acento de los hijos de la verde Erin, según la designación que ha prevalecido, como si la Inglaterra fuera amarilla y la Escocia violeta. Un gigante de seis pies que hacía el papel de Pippo, había tomado la cosa a lo serio, y en el balido del gracioso dúo creía oír el estentóreo aullar de un cuadrúpedo antidiluviano. En farsas americanas, prefiero las dislocaciones y el bango de los minstrels a todas las imitaciones francesas.

Oí también una vez al célebre trágico Edwin Booth, de la familia del asesino de Lincoln; más tarde tuve ocasión de seguir sus interpretaciones de Shakespeare en Berlín, donde trabajaba con una compañía que le daba la réplica en alemán. La analogía de idiomas evitaba aquel defecto deplorable que desgarraba los oídos de mi querido Rossi, cuando en Londres daba el Hamlet en italiano con una compañía inglesa. Encuentro a Booth inferior a Rossi y a Salvini en sus grandes papeles saquesperianos. Su cuerpo se presta admirablemente para el Hamlet, pero el estetismo lo preocupa demasiado, ¡y yo venía de ver «Patience»!

Viajeros latinos, no descendáis jamás en Nueva York en un hotel de los llamados de plan americano, esto es, en los que es obligatorio pagar la comida junto con el departamento. Se está bien, los cuartos son cómodos, limpios; el agua sale, en todos los tonos de la temperatura, de un sinnúmero de bitoques; hay profusión de campanillas eléctricas… pero la mesa es deplorable. Salmón cocido y rosbeef crudo; he ahí el menú. Si queréis un cambio, tomad primero el rosbeef y luego el salmón, si es que no preferís principiar por la eterna compota que cierra la marcha y que hasta ahora no he podido averiguar si pertenece a la familia de las sopas o a la de los postres. En cambio, tenéis el restaurant Delmónico o el Brunswich que no le ceden en nada a Bignon, al London House de Niza o al Bristol de Londres. Delmónico está lleno siempre y sus precios son exorbitantes. Quisieron los propietarios disminuirlos, pero la clientela yanqui declaró que el día que un cotelette valiera menos de un dólar, o una botella de Mumm extra dry menos de diez fuertes, abandonarían la casa. Obligados por la ley a sufrir la presencia de la gente de color en los tranvías y paseos, no tienen más valla que oponer a la invasión democrática que el bolsillo. Y lo emplean largamente. Hay que hacer justicia, y plena, a los yanquis a este respecto. No hay un punto de la tierra más gastador, más generoso, más abierto. El oro rueda a rodos; para ellos, lo más caro de la Europa: sus vinos más exquisitos, sus joyas, sus brillantes, sus artistas más aplaudidos. El lujo es inaudito; en ninguna parte del mundo la impresión de la pobreza se siente con más intensidad. Pero un hombre de gusto, con la mirada habituada a la percepción de las delicadezas europeas, nota al instante cierto tinte especial: el sello del advenedizo, que no ha tenido tiempo de completar esa dificilísima educación del hombre de mundo de nuestro tiempo, capaz de distinguir, al golpe de vista, un bronco japonés de uno chino, un Sévres de un Saxe; una vieja tapicería de una moderna. Hay un inexplicable rococó aun en los centros mejor frecuentados. Un francés del buen mundo, con treinta mil francos de renta, hace maravillas, a las que un yanqui con doscientos mil no alcanzaría.

La calle, un museo de artes incoherentes. ¡Qué tipos maravillosos exhibiéndose con una tranquilidad y un aplomo inconcebibles! ¡Qué sombreros piramidales, vastos como necrópolis, unos invisibles, otros izados a lo alto de un cráneo puntiagudo por un milagro de equilibrio! ¡Qué corbatas! El pueblo que usa esas corbatas no producirá jamás un colorista de genio. Debe haber un daltonismo hereditario en la masa. Es imposible que vean el rojo con el mismo tinte que se nos ofrece. El verde los seduce; es necesario haber vivido un año entre cotorras para habituarse a aquellos plastrons imposibles. En cambio, el grupo de los swell se viste con una elegancia sólo comparable a la alta clase inglesa. Los dandys de Broadway no les ceden en nada a los de Hyde Park Corner… Pero de pronto pasa un pantalón al tobillo, a cuadros habana, con un jacquet invisible, a manera de cornisa, que os arroja en la más profunda desolación. En general, los hombres parecen de viaje, camino de la estación, con cierto temor vago de perder el tren. Cada uno lleva lo que ha comprado: un cacho de bananas, un conejo, un salmón, una canasta de frutas, un cuadro o un baño de asiento. El beg your pardon es menos común aun que en Inglaterra. No piden ni dan cuartel; os pisan y empujan con la misma calma que sufren la recíproca. No se levantan para ceder su asiento a una señora, porque sostienen que una señora no debe entrar en un tranvía donde no hay asiento. Pero que un hombre insulte a una mujer, que un niño pida auxilio, y veréis toda esa indiferencia desaparecer en el acto. Poco político, si queréis, pero, una vez amigos podéis contar con ellos como un inglés que os ha estrechado la mano.

¿Morales? Ni más ni menos que el común de los mortales. La vida galante de Nueva York no es por cierto lo que ofrece menos encantos en este triste mundo donde ese culto tiene tantos adeptos. En general, los países donde se bebe mucho champaña dejan bastante que desear desde el punto de vista de la austeridad de costumbres. Ahora bien, en ninguna parte se bebe más champaña que en Norte América. La Francia entera, desde Cherbourgo a Mentón, y desde Bayona a Belfort, cubierta de viñas, no bastaría para el consumo de un año. Así, fuera, naturalmente, de los grandes centros, nada más fantástico que las bebidas que allí se expenden bajo el nombre de champaña.

Sí, les gustan las mujeres, como les gustan a los ingleses, aún los domingos. Cerrado el escritorio, preparado el espíritu para una pequeña sesión, suelen armar algunas… al lado de las que las explosiones latinas son idilios. Es que también, para un hombre joven y aficionado, el teatro no puede ser más agradable. La contribución a la flora neoyorkina es universal, desde los productos franceses de serre-chaude, hasta esas rosas robustas que sólo brotan en la tierra de los madgiares.

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