Za darmo

En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XIX
El Canal de Panamá

Corinto, Suez y Panamá. – Las viejas rutas. – Importancia geográfica de Panamá. – Resultados económicos del canal. – Dificultades de su ejecución. – La mortalidad. – El clima. – Europeos, chinos y nativos. – Fuerzas mecánicas. – ¿Se hará el Canal? – La oposición norteamericana. – M. Blaine. – ¿Qué representa? – El tratado Clayton-Bulwer. – La cuestión de la garantía. – Opinión de Colombia. – La doctrina Monroe. – Qué significa en la actualidad. – Las ideas de la Europa. – Cuál debe ser la política sudamericana. – Eficacia de las garantías. – La garantía colectiva de la América. – Nuestro interés. – Conclusión. – El principal comercio de Panamá. – Los plátanos. – Cifra enorme. – El porvenir

Una simple mirada a la carta geográfica de la tierra ha hecho nacer en el espíritu de los hombres la idea de corregir ciertos caprichos de la naturaleza en el momento de la formación geológica del mundo. Los Istmos de Corinto, de Suez y de Panamá, han sido sucesivamente, en el tiempo y en el espacio, objeto de preocupación para todos aquellos que buscaban los medios de aumentar el bienestar de la raza humana. Los griegos, con sus ideas religiosas que los impulsaban a la personificación de todos los elementos, consideraban un sacrilegio el solo intento de modificar los aspectos del mundo conocido, y Esquilo atribuye el desastre de Jerjes a la venganza divina, por la altiva manera con que el monarca persa trató al Helesponto. Los romanos, poco navegadores, ni aun fijaron su mirada en el Istmo de Suez, porque sus legiones estaban habituadas a recorrer la tierra entera con su paso marcial.

Ha sido necesario el portentoso desenvolvimiento comercial del mundo de Occidente, para que el sueño de abrir rutas marítimas nuevas y económicas se convirtiese en realidad. La vieja vía terrestre que conducía al Oriente, fue abandonada cuando Vasco de Gama dobló el Cabo de las Tempestades, y a su vez el itinerario del ilustre portugués cedió el paso al que trazó el ingenio moderno tan admirablemente personificado en el «Gran Francés», como se ha llamado a M. de Lesseps. Lo que impone respeto en la obra de este hombre, no es la concepción de la idea, que corría hacía ya muchos años en el campo intelectual. Es la perseverancia para habituar el espíritu público a encarar una empresa de tal magnitud con serenidad, con las vistas positivas de un negocio fácil y rápido; es la tenacidad de su lucha contra Inglaterra, que cree ver en ella comprometidos sus intereses. ¡La experiencia de Suez se ha embotado contra la implacable resistencia británica, y dentro de diez años se leerá con indecible asombra el libro que acaba de publicarse, en el que los hombres más notables de Inglaterra declaran un peligro para su independencia la perforación del túnel de la Mancha! ¡Tal así, vemos hoy el artículo sarcástico del Times, burlándose de Stephenson que pretendía recorrer con su locomotora una distancia de veinte millas por hora!

El Istmo de Panamá es uno de esos puntos geográficos que, como Constantinopla, están llamados a una importancia de todos los tiempos. Punto céntrico de dos continentes, paso obligado para el comercio de Europa con cinco o seis naciones americanas, natural es que haya llamado la atención del gran perforador. Los americanos, construyendo el ferrocarril que lo atraviesa y estableciendo las tarifas más leoninas que se conocen en la tierra28, creyeron innecesaria la excavación del canal, que, dignos hijos de los ingleses, nunca miraron con buenos ojos. La perseverancia de Lesseps triunfó una vez más, y la nueva ruta recibió su trazo elemental29.

¿Cuál será el resultado económico del Canal de Panamá? Desde luego, la aproximación, por la baratura del transporte, de todas las tierras que baña el Pacífico, desde el Estrecho de Behring hasta Chile mismo, con los grandes centros europeos. La ruta de Magallanes será abandonada por la misma e idéntica causa que se abandonó la de Vasco de Gama, y la importancia comercial de ese estrecho que ha estado a punto de encender la guerra en el extremo Sur de la América, habrá desaparecido por completo.

Aun en el día, el comercio entero del Perú y el movimiento de pasajeros, se hace por Panamá, a pesar de las incomodidades y retardos del trasbordo y la enormidad del flete del ferrocarril istmeño. Los chilenos mismos suelen preferir esa vía, que les evita los rudos mares del Sur y el cansancio de esa navegación monótona, mientras la ruta del norte presenta mares tranquilos y las frecuentes escalas que aligeran la pesadez del viaje. Una vez abierto el canal, raro será, pues, el buque que vaya a buscar el Estrecho de Magallanes para entrar en el Pacífico. Para los chilenos, y tal vez para los peruanos, sólo un camino luchará con ventaja contra la vía de Panamá; será el ferrocarril que una a Buenos Aires con Chile. Esa será la ruta obligada de la mayor parte de los americanos del Pacífico, en tránsito para Europa, porque será más corta, más rápida y más agradable.

Ahora bien, ¿se hará el canal, con el presupuesto sancionado y en el tiempo indicado en el programa de M. de Lesseps? Avanzo con profunda convicción mi opinión negativa. No se trata aquí, y M. de Lesseps empieza a comprenderlo ya, de una obra como la de Suez. Falta el Khedive, faltan los centenares de miles de fellahs, que morían en la tarea, como sus antepasados de ahora cuarenta siglos en la construcción de las pirámides que quedan fijas sobre las arenas, como monumentos de esas insensatas hecatombes humanas.

El pasajero que hoy cruza el Canal de Suez, bostezando ante el monótono paisaje de arenas y palos de telégrafo, no piensa nunca – y hace bien, porque no hay motivo para agitarse la sangre en un sentimentalismo retrospectivo – en los cadáveres que quedaron tendidos a lo largo de esos áridos malecones. Eran fellahs, esclavos sin voz ni derecho, y nadie habló de ellos.

Pero en Panamá no hay khedives ni fellahs y las condiciones generales de salubridad son aún inferiores a las de Suez. Basta conocer el nombre de algunos puntos del trayecto del Istmo, nombres que vienen de la conquista, como el de «Mata cristianos», para darse cuenta del ameno clima de esas localidades. No resiste el europeo a ese sol abrasador que inflama el cráneo, no puede luchar contra la emanación que exhala la tierra removida, tierra húmeda, pantanosa, lacustre. ¿Cuántos han muerto hasta hoy de los que fueron contratados, desde el comienzo de la empresa? No busquéis en las estadísticas oficiales, que ocultan esas cosas, sin duda para no turbar la digestión de los accionistas europeos. Buscadlos en las cruces de los cementerios, en las fosas comunes repletas, y formaos una idea del número de bajas en ese pequeño ejército de trabajadores, recordando que muchos ingenieros, con el principal a la cabeza, gente toda cuya higiene personal les servía de preservativo, han sido de los primeros en caer bajo las fiebres del Istmo.

Se ha detenido ya la corriente de europeos, y un momento se ha pensado en los chinos. Pero, como éstos son más hábiles que fuertes, y como, a pesar de chinos, son mortales, creo que se ha desistido de ese proyecto. Hay además una razón económica, en todas esas grandes empresas: el dinero de los peones, en sus tres cuartas partes, reingresa en la caja, por conducto de las cantinas numerosas y provisiones de todo género que se establecen sobre el terreno. Los chinos no consumen nada, lo que no los hace por cierto muy simpáticos a la empresa.

Por fin, se ha echado mano de los nativos, eso es, de los que, estando habituados al clima, podrían resistirlo, y se ha contratado un gran número de panameños, samarios, cartageneros, costarriquenses, buscando reclutas hasta en las Antillas próximas. Pero toda esa gente sin necesidades, habituada a vivir un día con un plátano, no es ni fuerte, ni laboriosa, ni se somete a la disciplina militar indispensable en compañías de esa magnitud.

Falto de hombres, M. de Lesseps apeló a la industria y contrató la construcción en Estados Unidos de enormes máquinas de excavación, cuyos dientes de hierro debían reemplazar el brazo humano. Es necesario ver trabajar esos monstruos para saber hasta dónde puede llegar la potencia mecánica. El ingeniero constructor del motor fijo que daba movimiento a las infinitas poleas de la Exposición Universal de Filadelfia, decía que, si tuviera un punto fuera del mundo para colocar su máquina, sacaría a la Tierra de su órbita.

 

Tenía razón, como la tenía Arquimedes.

Pero no hay máquina que pueda luchar contra las lluvias torrenciales que en Panamá se suceden casi sin interrupción durante nueve meses del año. Abierto un foso, en cualquier punto de la línea, cavado hasta tres y cuatro metros de profundidad, viene un aguacero, lo colma y derrumba dentro la tierra laboriosamente extraída un momento antes.

Es inútil pensar en agotarlo, porque cinco minutos después estará de nuevo lleno. Viene el sol al día siguiente, abrasador, inflamado, se remueve el barro para continuar los trabajos, y los miasmas deletéreos infeccionan la atmósfera.

¿Se hará el canal? Sin duda alguna, porque no es una obra imposible y los recursos con que hoy cuenta la industria humana son inagotables. Pero, en vista de las dificultades que he apuntado y que me es permitido creer no se tuvieran en vista al plantear los lineamientos generales de la obra, me es lícito pensar, de acuerdo con todas las personas que han visitado los trabajos, observando imparcialmente, que el canal no estará abierto al comercio universal antes de 10 años y después de haber consumido algo más del doble de la suma presupuesta (seiscientos millones de francos).

No veo sino a M. de Lesseps capaz de llevar a cabo la empresa que tan dignamente coronará su vida. ¡Quiera el cielo prolongar los días del ilustre anciano para su gloria propia y para el beneficio del mundo entero!

Son conocidas las dificultades suscitadas por los Estados Unidos a la empresa del Canal de Panamá, los ardientes debates a que esta cuestión dio origen en el Congreso de Wáshington y la idea, un momento acariciada, de proteger con todo el poder de la gran nación, el proyecto rival de practicar el canal interoceánico a través de Nicaragua. La entereza y tenacidad de M. de Lesseps triunfaron una vez más contra el nuevo inconveniente; pero los Estados Unidos, lejos de declararse vencidos, reanimaron la cuestión bajo la forma diplomática, tocando el papel primordial en el memorable debate que en el momento de escribir estas líneas aun no se ha agotado, a M. Blaine, cuyo rápido paso por el Gobierno de la Unión ha marcado una huella tan profunda, y cuya reputación, después de la caída, ha sido desgarrada tan sin piedad por sus adversarios. Para éstos, M. Blaine no ha sido sino un político aventurero e impuro, que ha pretendido variar la corriente de vida internacional que durante un siglo había conducido sin tropiezo la nave de la Unión. Los asuntos del Pacífico; el engaño inexcusable de un pueblo en agonía que tiende sus brazos desesperados a una promesa falaz; los misterios de la Peruvian Guano Company; la palinodia vergonzosa de los señores Trescott y Blaine en Santiago de Chile, han suministrado no escasos elementos de acusación contra el primer ministro del presidente Garfield. Paréceme, sin embargo, que si un extranjero imparcial estudia un poco el pueblo americano actual, encontrará que es muy posible que el juicio del momento sobre M. Blaine no sea corroborado por la opinión pública dentro de diez años. Es innegable que hay hoy en Estados Unidos una corriente de poderosa reacción contra la política de aislamiento, que ha sido la base del sistema americano y tal vez de su prosperidad. Sueños y ambiciones patrióticas de un lado, vistas profundas sobre el porvenir, del otro, y en el centro, la ponderación, siempre grave, de intereses mezquinos, de lucro rápido y fácil, han determinado la iniciación de la propaganda de que M. Blaine se hizo eco en el Gobierno. Una nación compacta de más de cincuenta millones de almas, con elementos de riqueza, ingenio, cultura, iguales por lo menos a las primeras naciones de Europa, no puede ni debe, dicen, permanecer indiferente a la política europea.

Por de pronto, los asuntos todos de la América deben ser de su exclusivo resorte, ejerciendo la legítima hegemonía a que su importancia le da derecho. Desde el Cabo de Hornos a los límites del Canadá no debe existir otra influencia que la de los Estados Unidos, ni escucharse otra voz que la que se levante en Wáshington.

Tal es la idea fundamental, que pronto dará vida y servirá de lábaro a un partido, a cuyo frente no dudo ver aún a M. Blaine, a pesar del estruendo de su caída. Y tal es la influencia que ejerce sobre el espíritu colectivo, que a ella se debe el último recrudecimiento de la doctrina de Monroe, que en estos momentos sostiene M. Frelinghysen con igual perseverancia que su antecesor. El debate iniciado entre lord Grenwille y M. Blaine se continúa en el día, sin que se vea hasta ahora probabilidades de que ninguna de las dos partes ceda.

No historiaré el tratado Clayton-Bulwer, conocido por todos los que en estas cuestiones se interesan; recordaré solamente que fue una transacción, un modus vivendi mejor dicho, que permitiese extenderse las influencias inglesa y americana en las Antillas y las costas de Centro América, de una manera paralela que no diese lugar a conflictos.

Pero, si los americanos encontraban cómodo el tratado cuando se trataba de factorías insignificantes o islotes diminutos, no juzgaron lo mismo respecto al futuro Canal de Panamá y denunciaron listamente el tratado, reclamando la garantía exclusiva de la libre navegación y neutralidad del Istmo, para sí mismos. Los ingleses, como es natural, rechazaron la denuncia y propusieron, en vez de esa garantía exclusiva, la de todas las potencias de Europa, en unión con los Estados Unidos. Tal es la cuestión; volúmenes de notas se han cambiado, sin que aun se vea un paso positivo.

Entretanto, ¿cuál es la opinión de Colombia, que al fin y al cabo, teniendo la soberanía territorial y la jurisdicción directa, paréceme que puede reclamar algún derecho a ser oída? Desde luego, es bueno recordar que Colombia ha tenido más de una vez que interponer reclamaciones serias contra los avances de los Estados Unidos en las costas atlánticas del Istmo. A veces ha necesitado gritar muy fuerte para ser oída en Europa, y sólo así, los americanos han largado la presa de que perentoriamente, con el derecho del león, se habían apoderado, saltando sobre el tratado Clayton-Bulwer mismo. Pero un ministro colombiano, de paso para Europa, pues ni aun en Wáshington estaba acreditado, tuvo la ocurrencia de firmar con el Gabinete americano, un protocolo, por el cual Colombia declaraba satisfacerse y preferir la garantía exclusiva de los Estados Unidos. Esa convención fue solemnemente desaprobada en Bogotá; pero Colombia, comprendiendo, a mi juicio bien, sus conveniencias, tira son épingle du jeu, y dejó frente a frente a la Inglaterra y a la Unión, manifestando, por lo demás, merced a la voz de su prensa y a la palabra de sus oradores en el Congreso, sus simpatías indudables por la garantía unida, propuesta por la Inglaterra.

En el fondo, la doctrina Monroe no es sino una opinión, un desideratum, el anhelo de un pueblo, que formula así sus intereses generales. Pero de ahí a convertir esa opinión en un principio de derecho público, hay distancia y mucha. Además de que los principios de derecho, no sólo en nuestro siglo, sino en todos los tiempos, han influido muy débilmente en la solución de las cuestiones de hecho, los americanos ni aun pueden pretender que la doctrina Monroe sea admitida por el consenso universal. Lejos de eso; desde el presidente que le dio su nombre hasta el actual, ninguno la ha formulado con sus variantes en el tiempo, sin que la Inglaterra, y en muchos casos la Europa, haya dejado de protestar. ¡El pobre Monroe ha hecho muchas veces el papel del lobo! ¡el lobo! de la fábula; pero, como los americanos jamás mostraron la garra, ni cuando la expedición de Méjico, ni cuando el bombardeo de Valparaíso, en el que las balas españolas pasaban casi sobre buques que llevaban la bandera estrellada, nadie cree ya en eso espantajo.

La Inglaterra contesta que, teniendo indiscutibles intereses en el Pacífico, y siendo el Canal de Panamá una ruta para la India, es natural que quiera tomar parte en la garantía. Entonces reclamo mi parte también, contestan los Estados Unidos, en la garantía del canal de Suez. La Inglaterra sonríe… e insiste.

Es seguro que la intención de M. Blaine, al convocar el Congreso americano, que debía reunirse en Wáshington en noviembre de 1882, con el pretexto de buscar medios para evitar la guerra entre las naciones americanas (sic), era simplemente echar sobre el tapete la cuestión de la garantía del Istmo, y tal vez, ante la perseverancia de la Inglaterra, que no cede, proponer, en lugar de su garantía exclusiva, la de todos los Estados que componen ambas Américas. ¿Qué actitud aconsejaba a éstas la inteligencia clara de sus intereses? ¿Qué habría dicho la Europa a semejante proposición?

Vamos por partes. Noto que salgo por un momento del tono general de este libro de impresiones, en el que sólo he querido consignar lo que he visto y sentido en países casi desconocidos para nosotros. Pero como la cuestión en primer lugar, refiriéndose a Colombia, entra en mi cuadro, y toca por otra parte, no ya a un interés del momento, sino a la marcha constante de la política americana, no creo inoportuno consignar aquí las ideas que un estudio detenido me permite considerar como las más sanas y convenientes para todos.

«América para los americanos»; he ahí la fórmula precisa y clara de Monroe. Si por ella se entiende que la Europa debe renunciar para siempre a todo predominio político en las regiones que se emanciparon de las coronas británica, española y portuguesa, respetando eternamente, no sólo la fe de los tratados públicos, sino también la voluntad libremente manifestada de los pueblos americanos; si ese alcance de la doctrina, estamos perfectamente de acuerdo, y ningún hombre nacido en nuestro mundo dejará de repetir con igual convicción que Monroe: America for the americans. Pero… ¿se trata de eso? ¿Piensa hoy seriamente algún gobierno europeo en reivindicar sus viejos títulos coloniales; pasa por la imaginación de algún estadista español, por más visionario que sea, la reconstrucción de los antiguos virreinatos y capitanías generales de la América?

¿Puede la Gran Bretaña acariciar la idea de volver a atraer las colonias emancipadas en 1776? Portugal, un pigmeo, ¿absorbe al Brasil, gigante a su lado? Seamos sinceros y prácticos reposando en la convicción de que no sólo la independencia americana es un hecho y un derecho, sino que nadie tiene la idea de atentar contra las cosas consumadas. España se reorganiza y aún tiene mucho que hacer para recuperar una sombra de su importancia en el siglo XVI. La Francia, desgarrada, fijos sus ojos en el Rhin, mantiene a duras penas sus posesiones del África… y sus mismos límites europeos. La Inglaterra mira crecer con zozobra la India, desenvolverse el Canadá, y avanzar sordamente la democracia, que considera una amenaza de disolución. La Alemania se forma, endurece sus cimientos, trata de homogeneizarse mientras el Austria, perdido su viejo prestigio europeo, comprende, bajo la experiencia de la desgracia, que la verdadera ruta de su grandeza es hacia Oriente, a la cabecera del «hombre enfermo». ¡El Portugal!.. Seamos serios, lo repito; nadie atenta contra la independencia de América, y para los más desatinados aventureros o ilusos está vivo aún el recuerdo de Maximiliano, que pagó con su vida una concepción absurda y un negocio indigno, ignorado de su espíritu caballeroso. Puede la América inflamarse en una guerra continental, comprometiendo graves intereses europeos como los que tanto han sufrido en la inacabable guerra del Pacífico; la Europa no desprenderá un soldado de sus cuadros ni un buque de su reserva. Pasaron los tiempos de la intervención anglofrancesa en el Plata o en Méjico, y la Europa podía, y esta vez con razón, variar la fórmula de Monroe repitiendo: Europe for the europeans!

¿Qué significado actual, real, positivo, tiene hoy, pues, la famosa doctrina? Simplemente éste: la influencia norteamericana en vez de la influencia europea, el comercio americano en vez del europeo, la industria americana en vez de la de Europa. ¿Es ese un deseo legítimo? Indudablemente, pero es una simple aspiración nacional, egoísta en su patriotismo, exclusiva en su ambición, pero que no está revestida, como antes dije, de los caracteres de un principio de justicia, de derecho natural, que sea capaz de imponerse a la América entera. Que dentro de cinco años el desenvolvimiento pasmoso de la República Argentina, su industria desbordante, los inagotables recursos de su suelo, inspiren a nuestros hombres de Estado la resurrección de la doctrina Monroe en beneficio del pueblo argentino, nada más natural. Pero ¿qué contestarán entonces las nacionalidades americanas que no hayan alcanzado su grado de progreso, más aún, que la geografía coloque fuera de la órbita de influencia argentina? Precisamente lo que debemos contestar hoy a los Estados Unidos franca y abiertamente, sea en la mesa de un Congreso americano, sea por la discreta voz de las cancillerías, y eso no sólo nosotros, sino todos los países desde Panamá a Buenos Aires: «No debemos, no queremos, no nos conviene romper con la Europa en beneficio de una teoría sin sentido político en el momento actual; de la Europa nos vienen la vida intelectual y la vida material. Ella y sólo ella puebla nuestros desiertos, compra y consume nuestros productos, reemplaza las deficiencias de nuestra industria, nos presta su dinero, su genio y su ciencia; es, en una palabra, el artífice de nuestro progreso. En cambio, ¿qué recibimos de ustedes, señores? La jurisprudencia institucional, que en medio de sus ventajas, nos trae la fuente de todos nuestros conflictos institucionales, porque imitamos sin discernimiento, y el mal resultado, que allí se pierde bajo la imponente ponderación de la masa, nos desequilibra y nos arroja en sendas funestas. ¿Respecto a industria? Maderas de pino y balas de algodón. Venid a comprar nuestras lanas y nuestros cueros; vendemos, a precios más bajos que la Europa, tejidos y artefactos; abridnos vuestros mercados monetarios; ayudadnos a hacer ferrocarriles y canales; estableced, en una palabra, el intercambio comercial e intelectual que hoy mantenemos con el Viejo Mundo, desbancadlo, ¡qué diablos! bajo las leyes que rigen la economía de las naciones, y entonces… ¡oh! entonces no tendríamos, ni ustedes ni nosotros, necesidad de desgañitarnos gritando: America for the americans, sino que la fórmula sería un hecho indestructible por la fuerza misma de las cosas. Tales son las ideas que impone la más ligera observación de nuestro estado actual; la más leve desviación sólo podría ser momentánea, y el retorno a la inicua Vía costará tal vez a nuestros hermanos de Méjico (vecinos, sin embargo), no pocos sacrificios.

 

Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra actitud sudamericana respecto a la cuestión de la garantía del Canal de Panamá? Se desprende claramente de las premisas anteriores: la preferencia indiscutible de la garantía colectiva de la Europa y la América sobre la garantía exclusiva de la Unión. Debo declarar, sin merecer a mi juicio el reproche de escéptico, que fundo hoy poca importancia en esta cuestión de garantías, tratados que se lleva el viento cuando hincha la vela de los intereses30. Y en ese rumbo de positivismo marcha hoy el espíritu humano; los publicistas gritan, pero la Europa se encoge de hombros cuando Wolseley echa mano del Canal de Suez, y en obsequio de una operación militar interrumpe el tránsito, no a la bandera insurreccional de Arabí, sino al comercio universal. Echar mano y luego cambiar notas, he ahí toda la política. ¿Es la buena, es la moral, es la justa? No lo sé, pero es la única que da resultados, y por lo tanto, todo hombre de Estado, gimiendo por la depravación de las ideas, la seguirá siempre que ame a su patria, tenga el corazón bien puesto y vea un poco claro.

Con todas las garantías de la tierra o con la suya propia, los Estados Unidos, en el momento preciso, han de apoderarse del Canal de Panamá. Lo devolverán sin duda; sí, después de la paz y de mucho cambio de notas.

La importancia de la cuestión para los países sudamericanos radica, por consiguiente, en rechazar indirectamente, por medio de su adhesión a la garantía colectiva, toda solidaridad con la doctrina de Monroe, tal cual la entienden y la practican los americanos. No habría razón, ni justicia, ni sentido común, en seguir estúpidamente a los Estados Unidos, que pretenden dictar una nueva bula de Alejandro VI, dividiendo los dos mundos en provecho propio. Nuestro porvenir está en Europa y con ella debemos estrechar cada día nuestras relaciones, confundir, si es posible, nuestra vida con la suya, más aún, aspirar sus ideas de orden, de conservación, de pureza administrativa, que han de fecundar nuestra democracia vigorosa…

Me he preguntado qué contestaría la Inglaterra si los Estados Unidos le propusieran la substitución de su garantía exclusiva por la garantía colectiva de todos los países de ambas Américas. Se reiría simplemente; ¿qué podríamos hacer nosotros en el caso probable de que a nuestro enorme aliado se le ocurriese hacer lo que se le diera la gana?

La verdadera política sudamericana, pues, en el caso de la convocación del Congreso proyectado por los Estados Unidos, o en toda ocasión propicia, es manifestar firmemente sus deseos de no apartarse de la Europa, tratando al mismo tiempo de insinuarse en el concierto general, reclamando un modesto asiento en toda conferencia en que de intereses americanos se trate. El conde de Cavour metió 15.000 hombres por una rendija en Crimea, y luego los maniobró tan bien, que hizo la unidad italiana. Nuestros nacientes países no tienen hoy un propósito tan vital que perseguir; pero los resultados de una aproximación general y las ventajas de marchar en la misma línea de las grandes naciones, tan sólo sea una vez, pueden ser de incalculable importancia…

Pido ahora perdón por estas últimas páginas; pero, como el fin de la jornada se acerca y pronto vamos a separarnos, cuento con que serán leídas con aquella paciencia, llena de vagas esperanzas, con que se oye el último párrafo de un fastidioso que tiene el sombrero en una mano y la otra en el picaporte.

Cuando me dirigí al Alene, que debía partir a la mañana siguiente, encontré un sinnúmero de hombres y mujeres descargando cerca de cincuenta vagones que una locomotora acababa de dejar al costado del vapor, al que transbordaban el contenido. ¿Sabéis lo que era? ¡Plátanos! Jamás he visto una cantidad semejante de bananas. Millares, millones de racimos se apilaban en las vastas bodegas de tres vapores que cargaban simultáneamente. Ha tomado tal desenvolvimiento esa industria en el Istmo, que se han fundado compañías de vapores exclusivamente destinadas al transporte de plátanos. Más tarde, en Nueva York, me expliqué ese consumo extraordinario. Las calles están plagadas de vendedores de frutas, y raro es el yanqui que al pasar no compra un par de bananas, que pela bravamente con los dientes y engulle sin disminuir su paso gimnástico. Ha llegado hasta tal punto la cosa que ha sido necesario un edicto de policía penando con una fuerte multa a los que arrojan cáscaras de banana en la calle, suministrando así ocasión a más de un desgraciado para romperse la crisma.

Ahora, ¿sabéis a cuánto ha ascendido el valor de la exportación de plátanos por el puerto de Colón en el año 1881? A un millón doscientos mil pesos inertes, esto es, seis millones de francos o sea treinta millones de pesos moneda corriente (Buenos Aires). Doy la cifra en varios tipos monetarios para que su enormidad no se atribuya a un error31.

¿Os figuráis la pirámide de racimos de plátanos que se necesita, pagados a ínfimo precio, para alcanzar esa suma? Y, sin embargo, uno de los más fuertes exportadores, el iniciador de la idea, cuenta doblar la exportación en dos años más, habituando a la banana a toda la región central de los Estados Unidos que aun no ha mordido la blanda fruta. Es bueno advertir que el plátano de Panamá, que es el mejor del mundo, se da todo el año. Poro, como al principio las plantas existentes estaban lejos de bastar a las necesidades de la exportación, los propietarios han contratado inmensos plantíos, y en el día no se ven sino bananeros repletos de fruta a lo largo del ferrocarril de Colón a Panamá. El plátano se embarca verde, empieza a dorarse a los cuatro o cinco días, y llega en completa sazón a Nueva York, donde pronto desaparece ante el formidable consumo.

Si, como se espera, los cincuenta millones de habitantes de los Estados Unidos se habitúan a comer bananas en la proporción que hoy lo hacen los neoyorquinos y en general la gente del litoral, el porvenir de Panamá está asegurado. Dejando a la savia tropical trepar gozosa a la palma e hinchar el dorado fruto, puede convertirse ese Estado en el más rico de Colombia.

28La línea de Colón a Panamá tiene setenta y cinco kilómetros y el pasaje de primera clase cuesta 5 libras esterlinas, ¡oro! La empresa del Canal se ha visto obligada a adquirir la mayor parte de las acciones de la vía férrea, lo que le ha permitido imponer una rebaja de un 80 % para el transporte de los materiales de excavación y del personal.
29La política y la opinión en Estados Unidos respecto al Canal de Panamá variaron por completo después de la guerra con España, que les hizo ver el peligro que podrían correr en una lucha internacional, por el retardo en reunir sus elementos navales, obligados a doblar la punta sur de América para venir del Pacífico al Atlántico. Si se agrega a esto la persuasión adquirida de que la ejecución del canal interoceánico por Nicaragua es impracticable, fácilmente se explicarán los sucesos ocurridos últimamente en el Istmo. Pero en 1883 los americanos eran tan opuestos al Canal de Panamá, como los ingleses lo habían sido al de Suez hasta después de iniciados los trabajos de éste.
30¡Los Estados Unidos, por tratado, garantizaron la integridad territorial de Colombia! (1903).
31Ese comercio es hoy diez veces mayor. (1903).

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