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En viaje (1881-1882)

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Mi curiosidad, sin embargo, no fue del todo satisfecha. La Nueva Revista había publicado ya (1881) un interesante artículo de D. José Caicedo Rojas, sobre la poesía épica americana y sobre todo colombiana1; un importante y cruditísimo (1882) estudio de D. Salvador Camacho Roldán, sobre la poesía colombiana, a propósito de Gregorio Gutiérrez González2; y finalmente (1883) un notable juicio de D. Adriano Páez, sobre José David Guarin3. En esos artículos se entrevé la riquísima y fecunda vida intelectual de aquel pueblo; pasan ante los ojos atónitos del lector centenares de poetas, literatos, historiadores, críticos, etc.; se descubre una producción asombrosa, una plétora verdadera de diarios, periódicos, folletos y libros.

Y el que está algo al cabo de las letras en Colombia, aunque resida en Buenos Aires, conoce su numerosísima prensa, sus periódicos, sus revistas, sus escuelas literarias; la lucha entre conservadores y liberales, entre los grupos respectivamente encabezados por el Repertorio Colombiano y La Patria. Y por poco numerosas que sean las relaciones que se cultiven con gente bogotana, a poco el bufete se llena con El Pasatiempo, El Papel Periódico Ilustrado, etc.

Nada de eso se encuentra en el libro de Cané. Él, periodista, ha olvidado a la prensa. Y eso que la prensa de Colombia es especial, distinta bajo todos conceptos de la nuestra.

Pero se busca en vano el rastro de Julio Arboleda, de José E. Caro, de Madiedo, de Lázaro María Pérez, de… en una palabra, de todos los que sobreviven de la exuberante generación de 1844 y 1846: Restrepo, y tantos otros. Y si esa época parece ya muy echada en olvido, queda la de 1855 a 1858, en que tanto florecieron las letras colombianas: de esa época datan José Joaquín Ortiz, Camacho Roldán, Ancizar, Ricardo Silva, Salgar, Vergara y tantos otros…! Verdad es que el señor Cané declara que «no es su propósito hacer un resumen de la historia literaria de Colombia». Bien está; pero cuando se dedica un capítulo a la inteligencia de un país, preciso es presentarla bajo todas sus faces, mostrar su filiación, recordar sus más ilustres representantes…

El autor de En viaje añade, sin embargo, a renglón seguido: «si he consignado algunos nombres, si me he detenido en el de algunas de las personalidades más notables en la actualidad, es porque, habiendo tenido la suerte de tratarlas, entran en mi cuadro de recuerdos». Valga como excusa, pero es lástima, y grande, que no se haya decidido a examinar con mayor detención tema tan rico como interesante.

En ese capítulo falta, pues, una exposición metódica, no digo de la historia literaria de Colombia, sino del estado actual de la literatura en aquel país; ni se mencionan nombres como los de Borda, Arrieta, Isaacs, Obeso y tantos otros descollantes; nada sobre la Academia, sus trabajos, y, sobre todo, ese inexplicable silencio acerca del periodismo bogotano!

Quizá haya tenido el Sr. Cané alguna razón para incurrir en esas omisiones: sea, pero confieso que no alcanzo cuál puede ser. Lo deploro tanto más cuanto que por las páginas escritas, se deduce con qué humour– para emplear esa intraducible locución – se habría ocupado de toda aquella literatura. Hay, pues, que contentarse con los rápidos bocetos que nos traza.

Pero el Sr. Cané, con esa redacción a la diable– como él mismo la califica – se deja arrastrar de su predilección: acaba de decirnos que sólo se ocupa de las personalidades «que ha tenido la suerte de tratar», y sin embargo, su entusiasmo lo lleva a dedicar gran parte del capítulo a Gutiérrez González, poeta notabilísimo, es cierto, pero que murió en Medellín, el 6 de julio de 1872…

Se ocupa largamente de Rafael Pombo, el famoso autor del canto de Edda, que dio la vuelta a América, y que mereció entre la avalancha de contestaciones, una hermosísima de Carlos Guido y Spano, «Pombo – según el Sr. Cané – es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña, boca gruesa, bigote y perilla rubia, ojos saltones y miopes, tras unas enormes gafas… Feo, muy feo. Él lo sabe y le importa un pito». Refiere el autor una aventura de la Sra. Eduarda Mansilla de García con Pombo, y a fe que lo hace con chiste y oportunidad.

Dice el Sr. Cané que Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instancias de sus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nunca ha querido publicar sus versos coleccionados. Y hace con este motivo una observación que, por cierto, ha de causar alguna extrañeza entre nosotros, porque la costumbre que se observa es diametralmente opuesta. He aquí esa curiosa observación: «Cuántas reputaciones poéticas ha muerto la manía del volumen, y cuántos arrepentimientos para el porvenir se crean los jóvenes que, cediendo a una vanidad pueril, se apresuran a coleccionar prematuramente las primeras e insípidas florecencias del espíritu, ensayos en prosa o verso…»

Pero el Sr. Cané es, a la verdad, un espíritu observador. Véase si no el siguiente chispeante retrato de Diego Fallon, cuyos cantos A las ruinas de Suesca y A la luna son de tan extraordinario mérito. «Figuraos una cabeza correcta, con dos grandes ojos negros, deux trous qui lui vont jusqû'à l'âme, pelo negro, largo, echado hacia atrás; nariz y labios finos; un rostro de aquellos tantas veces reproducidos por el pincel de Van Dyck; un cuerpo delgado, siempre en movimiento, saltando sobre la silla en sus rápidos momentos de descanso. Oídlo, porque es difícil hablar con él, y bien tonto es el que lo pretende, cuando tiene la incomparable suerte de ver desenvolverse en la charla del poeta el más maravilloso kaleidoscopio que los ojos de la inteligencia puedan contemplar… hasta que el reloj da la hora y el visionario, el poeta, el inimitable colorista, baja de un salto de la nube dorada donde estaba a punto de creerse rey, y toma lastimosamente su Ollendorff para ir a dar su clase de inglés, en la Universidad, en tres o cuatro colegios y qué se yo dónde más…»

El que eso ha escrito no es sólo un estilista, un Vanderbilt del idioma, es más aún; es un humorista, legítimo discípulo de Sterne, lector asiduo quizá del Tristam Shandy. Esa fácil ironía, ese buen humor inagotable, esa fuerza superior de sarcasmo, por momentos alegre, sonriente, burlón, en una palabra «esa rapidez de impresiones y esos contrastes siempre nuevos, son el secreto del humorista».

Y cuando pinta a Rufino Cuervo, el sapientísimo autor de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, «trabajando con tranquilidad, sin interrumpirse sino para despachar un cajón de cerveza…», – porque Cuervo no es ni más ni menos que cervecero. «Yo mismo he embotellado y tapado, me decía Rufino» agrega el señor Cané…

Hablando de Carlos Holguín, dice que «…y esto sea dicho aquí entre nosotros, Holguín fue uno de los cachacos más queridos de Bogotá, que le ha conservado siempre el viejo cariño». Ahora bien, ¿quiere saberse lo que es un cachaco? El autor se encarga de explicarlo, y lo hace con exquisita claridad. «El cachaco es el calavera de buen tono, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar a diez esfinges egipcias, organizador de cuadrillas de a caballo en la plaza, el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa; jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego, a propósito de una rifa; pronto a tomarse a tiros con el que le busque, bravo hasta la temeridad…» Y aplíquese esa retrato al respetable señor Holguín!

De don José María Samper, trae un rápido boceto: «ha escrito, dice, 6 u 8 tomos de historia, 3 o 4 de versos, 10 o 12 de novelas, otros tantos de viajes, de discursos, estudios políticos, memorias, polémicas… qué sé yo!.. Naturalmente en esa mole de libros sería inútil buscar el pulimento del artista, la corrección de líneas y de tonos. Es un río americano que corre tumultuoso, arrastrando troncos, detritus, arenas y peñascos…».

En fin, largo sería seguir al autor en estos retratos, género literario en que evidentemente descuella. Me he detenido en este punto, porque parece que ahí se revela una nueva faz del talento del señor Cané. Tiene el don de daguerreotipar a una personalidad en pocas líneas, presenta la luz, la sombra, el claro oscuro que iluminan el retrato, poniendo de relieve su lado serio y su lado cómico. Busca siempre el efecto del contraste. Y esto es lo que me mueve a decir que tiene tendencias a ser un verdadero humorista.

¿Qué es efectivamente el humour? Un crítico célebre lo ha definido magistralmente. Es, dice, el ímpetu de un espíritu dotado de la aptitud más exquisita para sentir, comprender y explicar todo; es el movimiento libre, irregular y audaz de un pensamiento siempre dispuesto, que ama esas trampas tan temidas de los retóricos; las digresiones, y que se abandona con gracia a ellas cuando por casualidad encuentra un misterio del corazón para aclararlo, una contradicción de nuestra naturaleza para estudiarla, una verdad despreciada para enaltecerla: un pensamiento al cual atrae lo desconocido por un secreto magnetismo, y que, bajo apariencias ligeras, penetra en las más oscuras sinuosidades del mundo moral, da a todo lo que inventa, a todo lo que reproduce, el colorido del capricho, y crea por el poder de la fantasía, una imagen móvil de la realidad, más móvil aún.

 

Ahora bien; léase con atención el último libro del señor Cané y se encontrará confirmada la exactitud de esa pintura en muchos y repetidos pasajes. Y casi me atrevería a asegurar que es justamente en los pasajes en que el autor se ha abandonado con más naturalidad a esa tendencia, que el lector con más justicia se complace.

Edmundo De Amicis, en algunos de sus libros afortunados, ha hablado de la página magistral, la página clásica, la página estupenda que todo escritor debe tener conciencia de haber escrito o poder escribir, para poder así llegar a la posteridad. Una de esas páginas, por ejemplo, es la que se refiere a la «riña de gallos» en el libro sobre España. En aquellas 5 o 6 páginas, dice un crítico, se hallan reunidas, amalgamadas hasta la cuarta potencia, todas las cualidades de De Amicis: la sutileza del observador, el vigor del colorido, la elegancia del estilista, y, junto con todo esto, aquella variedad, abundancia y riqueza archimillonaria del idioma, por lo cual es verdaderamente descollante.

¿Pueden aplicarse estas palabras de Barrili al señor Cané? ¿El autor de En viaje ha condensado ya todas sus cualidades, ha dado su nota más alta? En cada libro que escribe el señor Cané, se revela una faz distinta de su espíritu: esto hace difícil en extremo la tarea del crítico severo, fácil a lo sumo la del benévolo, pues en justicia hay tanto que alabar!

Por eso, una crítica justa – a pesar de que el señor Cané ha dicho que es la «que más difícilmente se perdona, como los palos que más se sienten son los que caen donde duele» – en este caso, puede con leal imparcialidad tributar cumplido elogio al escritor que se ha revelado humorista de buena ley, confirmando su vieja reputación de estilista brillante.

* * *

Y es lástima grande que con tan brillantes cualidades, no sea el señor Cané más que un dilettante en las letras. Se nota que aquel autor no siente en sí la vocación del escritor; escribe como un pis aller. Dotado como pocos para ello, jamás ha considerado a las letras sino como un accesorio, y en el fondo se me ocurre que es el hombre más desprovisto de vanidad literaria. Las letras son para él queridas pasajeras, que se toman y se dejan rehuyendo compromisos, y a las que no se pide sino el placer del momento, sin la preocupación del mañana. Su temperamento, sus más vehementes inclinaciones, lo llevan a la vida política, a la acción; es hombre de parlamento, orador nato, a quien el ejercicio del poder, sea en ministerios o a la cabeza de cualquier administración, parece producir una satisfacción que degenera en dulce embriaguez. Es un literato que desdeña las letras, y a quien la política, como Minotauro implacable, ha devorado sin remedio. Escribirá aún de vez en cuando, quizá, pero lo hará con la sonrisa de escepticismo en los labios, y como calaverada de gran señor.

La política es la gran culpable en la vida americana: fascina a los talentos jóvenes, los seduce y los esteriliza para la producción intelectual serena y elevada; los embriaga con la acción efímera, los gasta y los deja desencantados, imposibilitándolos para volver al culto de las letras, y esclavizados por la fascinación de la vida pública. Sacrifican así, esos espíritus escogidos, una gloria seria y permanente, por una gloria inconsistente y del momento.

Cané principió por dejarse seducir por el diarismo político y derrochó un espléndido talento en escribir artículos de combate que, deslumbradores fuegos de artificio, vivieron lo que viven las rosas, el espacio de unas horas. ¿Quién se acuerda hoy de ellos? Su propio autor los ha olvidado quizá, y con razón, porque son producciones condenadas de antemano a muerte prematura.

Pero, si bien se explica que un hombre de ese temple sacrifique las letras por la política, no se comprende cómo sacrifica la vida pública activa por la tranquilidad del ocio diplomático. Puede que el temperamento un tanto epicúreo del autor de En Viaje algo haya influido en este súbito cambio de frente; pero renunciar a la vida parlamentaria, a la prensa política, al gobierno activo, para refugiarse en un retiro diplomático, cuando se encontraba en plena juventud, sin haber llegado siquiera a la mitad de la vida, lleno de vigor, de aspiraciones, de sangre bullidora…! Misterio! La vida diplomática tiene, es cierto, nobilísima esfera de acción, pero para un hombre de esas condiciones se asemeja a un suicidio moral. Porque si las funciones diplomáticas permiten disponer de ocios, es preciso llenarlos, y si no se les llena con la labor literaria, un temperamento demasiado activo corre peligro de emplearlos en apurar hasta las heces el cáliz de Capua, – y ese cáliz es fatal.

Me hace acordar el señor Cané a la figura tan simpática y tan análoga de aquel brillantísimo espíritu francés que se llamó Prevost-Paradol; también fue un escritor que pudo haber fácilmente traspuesto las más altas cumbres: dotes, preparación, ambición, todo poseía. El éxito le sonrió siempre… Pero abandonó las letras por la política, y cambió la lucha activa por el reposo diplomático. Aquel bello talento se esterilizó por completo.

Se me viene a la memoria un incidente verdaderamente gráfico en la vida de Prevost-Paradol. Un día, un amigo le decía: «¿Por qué no escribe usted la historia de las ideas parlamentarias? Hay ahí un libro interesante y digno de tentar su talento. Y él respondió: Qué feliz es usted de creer todavía en los libros, en las frases, y de encariñarse con todos esos juguetes inútiles que sirven de pasatiempo a los desocupados!.. Y añadió: Sólo el poder es verdadero. Conducir a los hombres, dirigir sus destinos, llevarlos a la grandeza por caminos que no se les indica, preparar los acontecimientos, dominar a los hechos, forzar a la fortuna a obedecer, he ahí el objetivo que es preciso tener y que sólo alcanzan las voluntades fuertes y las inteligencias elevadas!»

Se me figura que el diplomático Cané más de una vez pensará con melancolía en esas palabras. Si es cierto que el epicureísmo le ha hecho desertar de la lucha ardiente, se ha vengado de tal cobardía moral ahogándolo en ese fastidio que eternamente pone de manifiesto el autor de En viaje. Aún es tiempo, sin embargo, de que reaccione; y si la voz aislada de un extraño pudiera servir de suficiente profecía, que no la considere como viniendo de una Casandra de aldea, sino que trate de no justificar aquel verso famoso:

 
L'armure qu'il portait n'allait pas a sa taille.
Elle était bonne au plus pour un jour de bataille
Et ce jour-là fut court comme une nuit d'été.
 
Ernesto Quesada.

Mayo de 1884.

Al pueblo colombiano, en estos momentos de amargura, dedica la reedición de este libro, como homenaje de respeto y cariño

MIGUEL CANÉ.
Diciembre de 1903.

DOS PALABRAS

Las páginas de este libro han sido escritas a medida que he ido recorriendo los países a que se refieren. No tengo por lo tanto la pretensión de presentar una obra rigurosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesión de cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi espíritu por la impresión. Habiéndome el gobierno de mi país hecho el honor de nombrarme su representante cerca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simple narración de mi viaje ofrecería algún interés a los lectores americanos, más al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincón de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la América española. Puedo hoy asegurar que las molestias y sufrimientos del viaje han sido compensados con usura por los admirables panoramas que me ha sido dado contemplar, así como por los puros goces intelectuales que he encontrado en el seno de sociedades cultas e ilustradas, a las que el aislamiento material a que las condena la naturaleza del suelo que habitan, las impulsa a aplicar toda su actividad al levantamiento del espíritu.

He procurado contar y contar ligeramente; pienso que un libro de viajes debe marchar con paso igual y suelto, sin bagajes pesados, con buen humor para contrarrestar las inevitables molestias de la travesía, con cultura, porque se trata de hablar de aquéllos que nos dieron hospitalidad, y, sobre todo, sin más luz fija, sin más guía que la verdad. Cuando la pintura exacta de ciertas cosas me ha sido imposible por altísimas consideraciones que tocan a la delicadeza, he preferido omitir los hechos antes que arreglarlos a las exigencias de mi situación. Rara vez se me ha ofrecido ese caso; por el contrario, ha sido con vivo placer cómo he llenado estas páginas que me recordarán siempre una época que por tantos motivos ha determinado una transición definitiva de mi vida.

En esta reedición, única que se ha hecho desde la publicación de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastante en los primeros capítulos, de los que sólo se han conservado algunos contornos trazados al pasar, que, como los de Gambetta, Gladstone y Renán, pueden interesar aún. El autor no ha agregado una sola palabra a su primera redacción. El lector podrá ver así si el tiempo ha sancionado o corregido los juicios que los hombres y las cosas de aquel tiempo y en aquella parte de América sugirieron al autor.

Diciembre, 1903.

INTRODUCCIÓN

Creo poder asegurar que el número total de argentinos que han llegado a la ciudad de Bogotá desde el siglo XVI hasta la fecha, no excederá de diez, inclusive el personal de la legación que iba por primera vez en 1881 a saludar al pueblo en cuyo seno se desenvolvió la acción de Bolívar. Ese aislamiento terrible, consecuencia de las dificultades de comunicación y causa principal, tal vez, de los tristes días por que ha pasado la América española antes de su organización definitiva, no ha sido tenido en cuenta por la Europa al formular sobre nuestro desgraciado continente el juicio severo que aún no ha cesado de pesar sobre nosotros. Nos ha faltado la solidaridad, la gravitación recíproca, que une a los pueblos europeos en una responsabilidad colectiva, que los mantiene en un diapasón político casi uniforme, y que alienta y sostiene de una manera indirecta, en los momentos de prueba, al que flaquea en la ruta. Las leyes históricas que presiden la formación de las sociedades, se han desenvuelto en todo su rigor en nuestras vastas comarcas. El esfuerzo del grupo intelectual se ha estrellado estérilmente durante largos años contra la masa bárbara, representando el número y la fuerza. La anarquía, esa cáscara amarga que envuelve la semilla fecunda de la libertad, ha reinado de una manera uniforme en toda la América y por procedimientos análogos en cada uno de los pueblos que la componen, porque las causas originarias eran las mismas. Para algunos países americanos, esos años sombríos son hoy un mal sueño, una pesadilla que no volverá, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producía. ¿Qué extranjero podrá creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino material que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral es inaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedad argentina es uno de los fenómenos intelectuales más curiosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas, me refiero a las de toda la América, aunque el fenómeno, por causas que responden a la situación geográfica, a la naturaleza del suelo y a la poderosa corriente de emigración europea, no presenta en ninguna parte el grado de intensidad que en el Plata.

Los americanos del Norte recibieron por herencia un mundo moral hecho de todas piezas: el más perfecto que la inteligencia humana haya creado. En religión, el libre examen; en política, el parlamentarismo; en organización municipal, la comuna; en legislación, el habeas corpus y el jurado; en ciencias, en industria, en comercio… el genio inglés. En el Sur, la herencia fatal para cuyo repudio hemos necesitado medio siglo, fue la teología de Felipe II, con sus aplicaciones temporales, la política de Carlos V y aquel curioso sistema comercial que, dejando inerte el fecundo suelo americano, trajo la decadencia de la España, ese descenso sin ejemplo que puede encerrarse en dos nombres: de Pavía al Trocadero. Así, cuando en 1810 la América se levantaba, no ya tan sólo contra la dominación española, sino contra el absurdo, contra la inmovilidad cadavérica impuesta por un régimen cuya primer víctima fue la madre patria misma, se encontró sin tradiciones, sin esa conciencia latente de las cosas de gobierno que fueron el lote feliz de los pueblos que la habían precedido en la ruta de la emancipación. De los americanos del Norte hemos hablado ya; hicieron una revolución «inglesa», fundados en el derecho inglés. Por menos de las vejaciones sufridas, Carlos I murió en el cadalso y Guillermo III subió al trono en 1688. Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña. La Francia, en 89 tenía mil años de existencia nacional, y si bien destruyó un régimen político absurdo, conservaba los cimientos del organismo social – 93 fue un momento de fiebre; – vuelta la calma, la libertad conquistada se apoyó en el orden tradicional.

 

Nosotros, ¿qué sabíamos? Difícil es hoy al espíritu darse cuenta de la situación intelectual de una sociedad sudamericana hasta principios de nuestro siglo. No teníamos la tradición monárquica, que implica por lo menos un ideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadora de la vida real. Jamás un rey de España pisó el suelo de la América para mostrar en su persona el símbolo, la forma encarnada del derecho divino. ¡Virreyes ridículos, ávidos, sin valor a veces para ponerse al frente de pueblos entusiastas por la dinastía, acabaron de borrar en la conciencia americana el último vestigio de la veneración por el personaje fabuloso que reinaba más allá de los mares desconocidos, que pedía siempre oro y que negaba hasta la libertad del trabajo!

No sabíamos nada, ni cómo se gobierna un pueblo, ni cómo se organiza la libertad; más aún, la masa popular concebía la libertad como una vuelta al estado natural, como la cesación del impuesto, la abolición de la cultura intelectual, el campo abierto a la satisfacción de todos los apetitos, sin más límites que la fuerza del que marcha al lado, esto es, del antagonista.

La revolución americana fue hecha por el grupo de hombres que habían conseguido levantarse sobre el nivel de profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masas los siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasaron todos los límites. Al día siguiente de la revolución, nada quedó en pie y los hombres de pensamiento que habían procedido a la acción, fueron quedando tendidos a lo largo del camino, impotentes para detener el huracán que habían desencadenado en su generoso impulso. Entonces aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el prestigio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ¿Formas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga, la influencia del comandante de campaña, la astucia gaucha de Rosas. Y así, con simples diferencias de estilo e intensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo, bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de organización racional4: ¡mírese la América de hoy, cuéntense los centenares de millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotación de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué pedazo del mundo ha hecho una evolución semejante en medio siglo!

¿Quiere esto decir que todo está hecho? ¡Ah! no. Comenzamos. Pero las conquistas alcanzadas no son de carácter transitorio, porque determinan modos humanos, cuya excelencia, aprobada por la razón y sustentada por el bienestar común, tiende a hacerlos perpetuos.

El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la forma de gobierno, que fue fatalmente determinada por la historia y las ideas predominantes de la revolución, sino la naturaleza del gobierno republicano, su aplicación práctica. La absurda concepción de la libertad en los primeros tiempos originó la constitución de gobiernos débiles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educación política, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esa debilidad produjo la anarquía, hasta que la reacción contra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio de las eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia inmediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Y así han vivido la mayor parte de los pueblos americanos, de la dictadura a la anarquía, de la agitación incesante al marasmo sombrío. Es hoy tan sólo, cuando empieza a incrustarse en la conciencia popular la concepción exacta del gobierno, que se dota a los poderes organizados de todos los medios de hacer imposible la anarquía, conservando en manos del pueblo las garantías necesarias para alejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la América ha dado ya pasos definitivos en una vía inmejorable, abandonando tanto el viejo gusto por los prestigios personales, como por las utopías generosas pero efímeras de una organización política basada en teorías seductoras al espíritu, pero en completa oposición con las exigencias positivas de la naturaleza humana. Sólo así podremos salvarnos y asegurar el progreso en el orden político. Soñar con la implantación de una edad de oro desconocida en la historia, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas y de los filósofos publicistas de la escuela de Clarke, que escribía en su gabinete una constitución para un pueblo que no conocía, es simplemente pretender substraernos a la ley que determina la acción constante de nuestro organismo moral, idéntico en Europa y en América. Reformar, lentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones bruscas e impremeditadas conservar todo lo que no sea incompatible con las exigencias del espíritu moderno; he ahí el único programa posible para, los americanos.

Puede hoy decirse con razón que el triste empleo de intendente de finanzas, en las viejas monarquías, se ha convertido en el primer cargo del gobierno en nuestras jóvenes sociedades. El estudio de las necesidades del comercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de la industria, la economía y la pureza administrativas, son hoy las fuentes vivas de la política de un país. «Hacedme buena política y yo os haré buenas finanzas», decía el barón Louis a Napoleón. En el mundo actual, una inversión de la frase debiera constituir el verdadero catecismo gubernamental.

En cuanto a la situación de la América en el momento en que escribo estas líneas, puede decirse en general que, salvo algunos países como la República Argentina y Méjico, que marchan abiertamente en la vía del progreso, está pasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendrán indiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra deplorable, por un lado, cuyo término no se entrevó aún, ha llevado la desolación a las costas del Pacífico hasta el Ecuador. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas interminables guerras civiles cuya responsabilidad solidaria arroja el espíritu europeo sobre la América entera.

La guerra del Pacífico fue el primero de los graves errores cometidos por Chile en los últimos cuatro años. No es este el momento, ni entra en mi propósito estudiar las causas que la originaron ni establecer las responsabilidades respectivas; pero no cabe duda que la influencia irresistible de Chile, la lenta invasión de su comercio y de su industria a lo largo de las costas del Océano, desde Antofagasta a Panamá, se habría ejercido de una manera fatal, dando por resultado la prosperidad chilena, más seguramente que por la victoria alcanzada. En 1879 el que estas líneas escribe visitó los países que habían iniciado ya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esa época, algunos de los que han sido publicados, veo que los acontecimientos han justificado mis previsiones, cuando auguraba la victoria de Chile y no veía más medio de poner término a la lucha que la interposición amistosa de los países que se encontraban en situación de ser oídos por los beligerantes.

Chile, por la gravedad de sus exigencias, perdió dos ocasiones admirables de arribar a la paz: después de la toma de Arica y después de la ocupación de Lima. La victoria no había podido ser más completa; Bolivia, en el hecho, se había retirado de la lucha, y el Perú estaba exánime a sus pies, desquiciado, sin formas orgánicas, sin gobierno. La desmembración exigida, el vilipendio de un vasallaje disfrazado, la dura actitud del vencedor, hicieron imposible la formación de un gobierno capaz de aceptar tales imposiciones. Actitudes semejantes traen obligaciones gravísimas; se necesita, para hacerlas fecundas, una rapidez de acción y una cantidad de elementos de que Chile no podía disponer. Después de Chorrillos, era necesario marchar, sobre Arequipa, ocupar firmemente el Perú entero, esto es, proceder a la prusiana. Chile se ha estrellado contra esa imposibilidad material; sólo es dueño de la tierra que pisan sus soldados, pero sus soldados no son numerosos y en cada encuentro, aunque la victoria le quede fiel, sus filas clarean y no es ya posible reemplazar las bajas. Si se piensa que Chile no tiene inmigración que trabaje, mientras sus hijos se baten, se comprenderá la penosa situación de la agricultura y de la minería, los dos principales ramos de la industria chilena. Luego, la creación de un elemento militar, cuyos males están aún sin conocerse por Chile, el desenvolvimiento de una inmensa burocracia por las necesidades de la ocupación, los gastos enormes que ésta importa, la corrupción, que es una consecuencia fatal de tales situaciones, el decaimiento del comercio, son razones más que suficientes para preocupar a los chilenos que aman a su país y miran al porvenir.

1Véase primera serie, tomo III, pág. 350-377.
2Véase primera serie, tomo IV, pág. 225-290.
3Véase primera serie, tomo VI, pág. 161-181.
4La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros en el sentido de dotar a la América de instituciones que favorecieran su desenvolvimiento, desapareció con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, la América y la España misma habían vuelto a caer en la tristísima situación en que se encontraban bajo el reinado del último de los Hapsburgos. El Dr. D. Vicente F. López, en su magistral introducción a la "Historia Argentina" nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada política de Aranda y Florida-Blanca bajo Carlos III; pero él mismo se ha encargado de probarnos, con su incontestable autoridad, que las leyes que nos regían eran simples mecanismos administrativos, cuya acción se concretaba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la famosa "Ordenanza de Intendentes", cuyos ensayos de aplicación fueron un desastre. No es mi ánimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a la España, que nos dio lo que podía darnos. El "motín de Esquilache", que es una página de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estado intelectual del pueblo español a fines del siglo pasado. Puede juzgarse cuál sería el de la más humilde de las colonias americanas.

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