Za darmo

En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XVIII
Aguas abajo. – Colón

El álbum de Consuelo. – Una ruda jornada. – Los patitos del sabanero. – El "Confianza". – La bajada del Magdalena. – Otra vez los cuadros soberbios. – Los caimanes. – Las tardes. – La música en la noche. – En Barranquilla. – Cambio de itinerario. – La Ville de París. – La travesía. – Colón. – Un puerto franco. – Bar-rooms y hoteles. – Un día ingrato. – Aspectos por la noche. – El juego al aire libre. – Bacanal. – Resolución

Me detuve un instante a almorzar en Consuelo, volví a ver el famoso cuarto en que habíamos pasado la noche a la venida, con los Mounsey y la numerosa y heterogénea compañía de que hablé. En el mismo sitio, la mesa a cuyo pie habían atado el gallo del panameño en su clavo invariable, la alpargata no menos renombrada, instrumento de suplicio de grillos y chicharras. ¡Oh vanidad humana, idéntica en la cumbre de los desiertos cerros de América como en lo alto de los campanarios de Italia! En Consuelo se me presentó… ¡un álbum! para que consignase un recuerdo o por lo menos dejase mi nombre. Había composiciones de seis páginas. ¡Para lo que cuesta a un colombiano hacer versos una vez que tiene la pluma en la mano! No era aquello por cierto un manual de trozos selectos, y en más de un ditirambo a la Montaña, o al Magdalena, la ortografía se cubría el rostro en su abandono, cuando no era el sentido común… Pero el dueño de Consuelo no se fija en esas pequeñeces; tiene su álbum y eso le basta.

El trayecto entre Consuelo y Bodegas me fue tan duro como los peores momentos de la subida. El calor era sofocante, y el sol, brillando insoportable, me recordaba la exclamación de aquel pobre oficial prisionero que hacía tres días marchaba amarrado a una mula y que en un momento desesperado miró al sol y dijo con un acento indefinible: ¡Parece que lo espabilan! Algo le hacía, de seguro, la mano oculta que alimentaba las lámparas de los cielos, porque, a medida que me alejaba de él, puesto que descendía, redoblaba su fuerza penetrante. No es posible formarse idea de esos calores sin haberlos sufrido; las rocas parecen inflamadas, la tierra enrojecida calienta el aire que abrasa la cara, irrita los ojos, turba el cerebro. Se siente una sed desesperada que nada aplaca, y se avanza, se avanza viendo el Magdalena a los pies, casi al alcance de la mano, alejarse indefinidamente entre las vueltas y revueltas del camino. Mi cabalgadura no podía más, la rapidez de la marcha y la atmósfera sofocante la habían agotado. Por fin, a las tres de la tarde, deshecho, llegué a una de las casuchas de Bodegas, me dejé caer, abandonando la bestia a su destino y pedí agua, más agua. La pulpera me obligó a tomar panela, que me pareció, por primera y última vez, una bebida deliciosa. Frente a mí, con la cara roja como una amapola, con los ojos alzados, estaba una inglesa, algo como una nodriza o sirvienta de alguna familia inglesa de Bogotá; trabó en el acto conversación conmigo, y aunque yo, fastidiado, irritado en ese instante, no le contestaba una palabra, encontró medio de contarme que había hecho sola todo el camino de Bogotá a Bodegas porque, como los peones que la acompañaban lo causaban más aprensión que confianza, les daba plata para que se fueran a beber chicha o guarapo en todas las botillerías de la ruta, sistema cuyo resultado fue que quedasen tendidos en el camino.

Un tanto reposado, pasé a la orilla del río para ver qué vapores había; ¿sabéis cual fue mi primer encuentro? Mi tuerto sabanero, sentado melancólicamente en una piedra, con mi maleta terciada a la espalda, al rayo del sol y entregado a la plácida tarea de hacer patitos en el agua con guijarros que elegía cuidadosamente.

¡Oh, santa paciencia! Tú haces trepar a los hombres la áspera ruta de la vida, tú apartas el obstáculo, tú acercas el éxito, tú sostienes en la lucha y haces fecunda la victoria, tú consuelas en la caída… ¡y tú salvas la vida a los tuertos sabaneros que hacen patitos a orillas de los ríos caudalosos!

¿Qué decir a aquel desgraciado que me contaba cómo, a media noche y con la mula casi en hombros, pues ni aún cabestrear quería, había llegado a Bodegas? La vista de mi maleta, abierta por mi descuido y de la que no faltaba ni un papel ni un peso, me predispuso, por otra parte, a la clemencia.

Sólo a la tarde llegaron la familia Tanco y los señores Cuervo. Las niñas no habían podido resistir aquel sol de fuego y se habían refugiado varias horas bajo un árbol. ¡Con qué desaliento profundo se dejaron caer de la mula! ¡Cuántas impresiones gratas les debía la Europa para indemnizarlas de esas horas de martirio! Además, el dulce nido no estaba allá, tras los mares, entre el estruendo de París, sino a la espalda, en la tendida sabana, al pie del Monserrat.

El Confianza, el más rápido de los vapores del Magdalena, partía a la mañana siguiente. Esa misma tarde nos instalamos todos a bordo. Éramos veinte o treinta pasajeros, la mayor parte conocidos, gente fina, culta, que prometía un viaje delicioso.

Bajar el Magdalena es una bendición en comparación a la subida; el descenso, sobre todo en el Confianza y con la cantidad de agua que tenía el río, no dura más que cuatro días, mientras yo había empleado quince o diez y seis a la venida. Esa misma rapidez de la marcha establece una corriente de aire cuya frescura suaviza los rigores de aquella temperatura de hoguera. Los bogas, que vuelven a Barranquilla, su cuartel general, están alegres, redoblan la actividad y la leña se embarca en un instante. Si bien aguas abajo las consecuencias de una varadura son más graves que a la subida, no temíamos tal aventura en ese momento, porque la creciente era extraordinaria. Además, y para colmo de contento, como sólo dos noches pasaríamos amarrados a la orilla, los mosquitos no tendrían sino la última para entrar en campaña. Y al fin del río, no nos esperaba ya la mula, sino un cómodo transatlántico y más allá… ¡la Europa! Vamos, la situación era llevadera.

Así, las caras estaban alegres en la mañana siguiente, cuando, soltando los cables, el vapor se puso en movimiento. Sólo unos ojos, llenos de lágrimas, seguían la marcha oblicua de una pequeña canoa que acababa de separarse del Confianza y en la que iba un hombre joven, con el corazón no más sereno que aquel que asomaba a los llorosos ojos y se difundía en la última mirada…

No repetiré la narración del viaje, tan diferente, sin embargo, del primero. ¡Cómo bajábamos aquellos chorros temidos, Perico, Mezuno, Guarinó, que tantas dificultades presentaron a la subida! El Confianza se deslizaba como una exhalación por la rápida pendiente; la rueda apenas batía las aguas y volábamos sobre ellas; mientras allá arriba, en la casucha del timonel, seis manos robustas mantenían la dirección del barco. Un aire fresco y grato nos batía el rostro, y el espíritu, ligero bajo el ayuno (la comida es la misma), se entregaba con delicia a gozar de aquellos cuadros estupendos del Magdalena, que a la venida había entrevisto bajo el prisma ingrato de los sufrimientos físicos.

¡De nuevo ante mis ojos el incomparable espectáculo de los bosques vírgenes, con sus árboles inmaculados de la herida del hacha, sus flotantes cabelleras de bejucos, sus lianas mecedoras, llevando el ritmo de la sinfonía profunda de la selva, perfumando sus fibras con la savia de la tierra generosa o aspirando la fresca humedad en el vaso de un cactus que vive en la altura, guardando como un tesoro en su seno el rocío fecundo de las noches tropicales!

De nuevo los enhiestos cocoteros, lisos en su tronco coronado por la diadema de apiñados frutos; el banano, cuyas ramas ceden al grave peso del racimo; el frondoso caracolí, cubriendo con su ramaje dilatado, el mundo anónimo que crece a sus pies, se ampara de él y duerme tranquilo a su sombra, como las humildes aldeas bajo la guarda del castillo feudal que clava la garra de sus cimientos en la roca y resiste inmutable al empujo de los hombres y al embate del huracán!

De nuevo, por fin, las pintadas aves que cubren los cielos, tendiendo en el espacio sin nubes sus rojas alas fulgurantes bajo el sol, o agitando el prismático penacho con que la naturaleza las dotó. Y de rama en rama, con sus caras de ingenua malicia, sus pequeños ojos brillantes y curiosos, suspendidos de la cola mientras devoran, aun en la fuga, el sabroso y amarillo mango que la mano tenaz no suelta, millares de micos, monos, macacos, titís, que desaparecen en las profundidades del bosque, para mostrarse de nuevo en el primer clareo de la espesura.

Duermen los caimanes a lo largo de la playa, sobre las blancas arenas doradas por el sol, tendidos, las fauces abiertas, inmutables como aquellos que ahora quince mil años reinaban, seres divinos, sobre la crédula imaginación de los egipcios. Son el reflejo vivo del arte primitivo del pueblo del Nilo; ¡he ahí la inmovilidad de las cariátides, el aplomo bestial de la esfinge, la línea grosera del cuerpo, la escama saliente y áspera de la piel, la garra tendida, fija, cimiento del grave peso que soporta, el ojo entrecerrado como si el alma que palpita dentro de la inmunda mole, estuviera embargada por la visión del más allá! No me explico ese constante fenómeno de mi espíritu; pero un buitre, con las alas abiertas, cerniéndose sobre el pico de un peñasco, hace siempre surgir en mi memoria el mito soberbio de Prometeo, como un caimán durmiendo en las arenas rehace para mí el mundo faraónico…

Cae la tarde; la cumbre del firmamento empieza a oscurecerse, mientras las nubes errantes que se han inclinado al horizonte, franjan su contorno en el iris rosado del adiós del día, cubren el disco solar en su descenso majestuoso y quedan impregnadas de su reflejo soberano cuando, concluida su tarea, se hunde tras la línea de la tierra que los ojos alcanzan, para ser fiel a la eterna cita de los que en el otro hemisferio lo esperan como al alto dispensador de la vida. Nada, nada se sobrepone a esa sensación poderosa a que el cuerpo cede en la dulce quietud de la tarde y que el espíritu sigue anhelante, porque le abre las regiones indefinibles de la fantasía, donde la personalidad se agiganta en el sueño de todas las grandezas y en la concepción de destinos maravillosos superiores a toda realidad.

 

¡Suaves y bellísimas tardes! ¡La selva contigua, inmensa arpa eólica cuyas cuerdas bate el viento con ternura, arrancando esa melodía profunda e indecisa, con sus notas ásperas de lucha y sus murientes cadencias de amor, que se levanta ante el oído del alma como una nube armoniosa; la selva íntima se extiendo a nuestro lado, mientras todos, a bordo, desde el que deja la patria atrás o marcha hacia ella, hasta el boga que vive en la indiferencia suprema de la bestia que gime en el bosque, todos caen bajo la influencia invencible de la hora solemne en que las agrias cuitas del día callan, para dar paso al cortejo celeste de los recuerdos!

No olvidaré nunca la primera noche que pasamos, amarrado el buque a la costa. Aún no habíamos llegado a la región del Magdalena, donde, bajo un calor insoportable, los mosquitos hacen su temida aparición. Una fresca brisa, en la que creíamos sentir ya tenuamente las emanaciones del Océano, corría sobre las aguas del río, rozando su superficie, que jugueteaba bajo el blanco clarear de la luna. La suave corriente sin rumor arrastraba enormes troncos de árboles, que avanzaban en silencio, mecidos por el imperceptible oleaje, atravesaban rápidamente la faja luminosa, sobre la placa del río e iban a perderse de nuevo en la oscuridad, viajeros errantes que nos precedían en la ruta. Nos habíamos reunido sobre la tolda; hablábamos todos en voz baja, coma si temiéramos romper el prisma delicioso tras el que veíamos la naturaleza y las cosas al espíritu. Así, uno de nosotros, casi murmurándola, recitó la melodía de Fallon a la Luna, que en ese instante se levantaba bajo un cielo de incomparable pureza. Jamás los versos del dulce poeta fueron a herir corazones más abiertos e indefensos contra el encanto de la poesía. Al concluir, ni una palabra de comentario, sino el tímido estremecimiento de un acorde musical, y pronto, a dos voces delicadas, imperceptibles en su exquisita dulzura, los recuerdos de la patria que atrás quedaba, en un bambuco que también traía para mi alma la nota de la errante música de mis pampas argentinas. Y otro, y diez más, y las melodías de los grandes maestros más cariñosos al oído, y por fin, el vagar poético de una mano de artista sobre las tristes cuerdas de una guitarra, que responden a la caricia acariciando… Y la noche avanzaba, el silencio del bosque se hacía más profundo, las estrellas palidecían, sin que nos diésemos cuenta del rápido correr de las horas… ¿Dónde, dónde encontrar en esta vida sin reposo, ni aun en las cumbres del arte humano, algo que iguale la impresión soberana de la naturaleza, en los instantes en que se entreabre y deja, como la Diana griega, caer sus velos a sus pies y se muestra en toda su belleza?..

Empleamos sólo cuatro días entre Honda y Barranquilla; en los dos últimos, el calor se hizo sumamente intenso, aunque no como a la subida, porque la rapidez misma de la marcha avivaba la corriente de aire que venía fresca aún de su contacto con el mar.

¡Con qué indecible placer, al llegar a la costa, regalé magnánimamente a uno de los muchachos de a bordo mi petate, mi almohada y mi mosquitero! Pero en la misma lona encerada en que había hecho envolver mi traje de viaje de la montaña, conservo religiosamente el suaza, la ruana y los zamarros que me acompañaron en la dura travesía. No olvidaré la cara de un joven diplomático que vino a verme en Viena, habiendo sido nombrado en Bogotá, y a quien mostraba esos pertrechos indispensables en los Andes colombianos. Clavaba su lorgnon en los zamarros, sobre todo, como si tuviera delante una momia frescamente salida de su hipogea. Se los puso y no podía dar un paso; trabajo me costó hacerle comprender su utilidad, una vez a caballo. Oui mais vous êtes américain!, me contestaba, tal vez con razón, en el fondo.

Era mi proyecto tomar en Barranquilla un vapor español del marqués de Campo, pasar a la Habana y de allí a Nueva York. Pero lo avanzado de la estación, que me auguraba días terribles en Cuba y el deseo de visitar el istmo de Panamá, me hicieron desistir. Además, habiendo llegado a la tarde, supe que a la mañana siguiente salía el transatlántico francés La Ville de Paris, de Salgar para Colón y resolví embarcarme en él. Me despedí de los compañeros a quienes más tarde encontraría en Europa, y heme en viaje para Salgar, acompañado del excelente cónsul argentino en Barranquilla, señor Conn. Pronto estuvimos en Salgar, y a poco a bordo, llegando precisamente en el momento en que desembarcaba un nuevo obispo para Cartagena. Saludé respetuosamente al prelado, que venía del fondo del Asia, como a un colega en peregrinación, y en breve el barco, bastante malo por cierto, surcaba las aguas del mar Caribe, siguiendo el derrotero tantas veces cruzado por las naves españolas en los tiempos en que las costas del Pacífico despoblaban a España, atrayendo a sus hijos con el imán del oro.

Pocos pasajeros a bordo, signo constante de buena comida. No puedo ocultar la viva satisfacción con que me senté delante del blanco mantel, cubierto de los mil hors-d'œuvre que nadie toma, pero que la culinaria francesa califica con razón de aperitivos plásticos.

Comerciantes en viaje para Guayaquil y Costa Rica, commis-voyageurs, y sobre todo, empleados para los trabajos del Canal de Panamá: he ahí el mundo de a bordo. Tres o cuatro francesas, unidas morganáticamente a subinspectores e ingenieros de séptima clase, que iban al Istmo a tentar bravamente la fortuna, porque sabían que probablemente sólo encontrarían la muerte. Miraba a esas mujeres alegres, cantando todo el día, apasionadas en el baccará de la noche, con un sentimiento de real compasión simpática. No iban al infierno de Panamá, arrastrados por la sed del oro, porque, si sus amantes hubieran tenido dinero, no habrían por cierto dejado la Francia; no ignoraban los peligros que corrían, porque M. Blanchet, el ingeniero en jefe del canal, acababa de morir. Las guiaba el cariño por sus hombres, que a veces las trataban con una rudeza que tal vez explique el afecto que inspiraban a esas pobres criaturas. Más de una ha de dormir hoy el sueño eterno en el poblado cementerio de la compañía del canal; pero ¡bah!, entre morir a los veinticinco años en el delirio de la fiebre, o sobre un colchón de hospital a los cuarenta, ¿qué es preferible?..

Empleamos treinta y seis horas entre Salgar y Colón, pero cuando llegamos, era ya tan entrada la noche, que nos vimos obligados a esperar a la mañana siguiente para el desembarco.

En efecto, al otro día, poco después de las diez, pisé la tierra del Istmo, o para ser más exacto, el barro del Istmo.

¿Os habéis alguna vez forjado la idea de lo que debieron ser aquellas ciudades de Levante en el siglo XVI, donde se aglomeraba el comercio de dos mundos? ¿Os figuráis el aspecto de los bajos barrios de Shanghai en el día? Algo confuso, las razas de los cuatro vientos aglomeradas, multitud de idiomas que se entrechocan en sus términos más soeces, los vicios de oriente codeando a los de occidente y asombrándose tal vez de su analogía, la vida brutal del que quiere indemnizarse en diez días del largo secuestro de la travesía, las innobles mujeres, únicas capaces de sonreír a los hombres que allí vienen a caer de todos los rumbos, como en un profundo égout… He ahí la impresión que me hizo Colón.

Los americanos y los ingleses designan este punto en sus cartas y obras geográficas con el nombre de Aspinwall, como si el vulgar yanqui que construyó la línea férrea a través del Istmo, fuera capaz de oscurecer el nombre del ilustre genovés y tuviera más título a la gloria póstuma.

Colón es un hacinamiento de casas sin orden ni plan; su simple aspecto acusa su naturaleza de ciudad transitoria, plantada allí por una necesidad geográfica, pero sin porvenir propio de ningún género. El clima es mortífero para el europeo, que escapa difícilmente a las fiebres palúdicas formadas por las emanaciones continuas que un sol de fuego hace brotar de las aguas estancadas en todo el trayecto de Colón a Panamá. La villa se formó durante la construcción del camino de hierro que atraviesa el Istmo; los yanquis derramaron el oro en grande, pero, como los franceses de hoy, poblaron también los cementerios. Al primer golpe de vista se ve la intención de sus habitantes, el deseo de lucro rápido, flotar ante los ojos. Toda esa gente vive allí en la condena de la necesidad, sin apego al suelo, detenida, en su mayor parte por el hábito que embota y es capaz de ligar al hombre hasta con la prisión.

Colón, como Panamá, son puertos francos, a la manera de Hamburgo o Trieste. Por allí pasa el inmenso comercio de tránsito que se dirige a las costas occidentales de Colombia: al Perú, al Ecuador, a Chile, a California y a numerosas islas del Pacífico. Por allí pasan también los retornos, los minerales de Chile y California, los azúcares, guanos y salitres del Perú, las taguas del Ecuador, los escasos productos colombianos que encuentran salida por Buenaventura. De uno y otro lado del Istmo hay una selva de mástiles; los buques, apiñados, se estrechan, se chocan; sus tripulaciones venidas de los cuatro ángulos del mundo, se miran con antagonismo en el primer momento, las cuchillas de a bordo relucen con frecuencia y por fin se amalgaman en la baja e inmunda vida colectiva.

Mi impresión, al descender a tierra, solo, sin conocer a nadie, en medio de aquella atmósfera pestilencial, fue la más desagradable que he sentido en todos mis viajes. A los diez minutos tuve el ímpetu de volverme a bordo, instalarme de nuevo en mi cabina y seguir a los pocos días viaje para Europa. Reaccioné recordando el deber de estudiar de cerca el Canal de Panamá para informar a quien correspondía, y seguí adelante. Una sola calle habitable; a cada dos pasos, un bar-room americano, los mostradores de estaño, las llaves de cerveza, botellas, vasos de toda forma, manojos de canutos pajizos y la lista interminable de las bebidas heladas inventadas por los yanquis. Todas esas casas, cuajadas de marineros ebrios, soeces, tambaleándose. Aquí, un hotel; entro y a los pocos instantes salgo a la calle asfixiado.

Adelante; he ahí el mejor de Colón. Entro en el bar-room que ocupa toda la sala baja; hay dos billares donde juegan marineros en mangas de camisa y mascando tabaco. Me dirijo al mulatillo de cara canalla que está fabricando un whysky-coktail y le pregunto con quién me entiendo para obtener cuarto. El infame zambo, sin quitarse el pucho de la jeta, me contesta, en inglés, a pesar de ser panameño, que arriba está la dueña y que con ella me entenderé. Fue en vano buscarla: una negra vieja, inmunda, casi desnuda, que me parecía esperar ansiosa la noche para enorquetársele al palo de escoba, tuvo compasión de mí y me llevó a un cuarto… ¡Qué cuarto aquél! La única ventana daba a un pantano pestífero; la cerré. La cama tenía esas sábanas crudas, frías, húmedas, que dan un asco supremo. A los cinco minutos de entrar sentía ya una picazón, un malestar nervioso insoportables… Vamos, coraje. Tu l'as voulu, Georges Dandín! En peores me he visto y sabe el cielo si en peores no me veré aún. Almorcemos. Paso sobre el menú por decoro. ¿Y ahora? Son las 12 del día, ¿qué hacer? El distinguido señor Céspedes, cónsul argentino en Colón, que está allí labrando su fortuna con un heroísmo incomparable, se encuentra, por mi desgracia, en cama. ¿Qué hacer? ¿Visitar la ciudad? Veinte minutos y c'est fait. Barro y casas de madera; nada. Ponerme a leer… ¿en mi cuarto? ¡Prefiero la muerte! Y aquí me tienen ustedes, tal como lo oyen, instalado en una mesa del bar-room de mi hotel, con un cocktail pro forma, por delante, estudiando, durante seis horas consecutivas, a los marineros que jugaban al billar y a los numerosos parroquianos del mostrador. Uno de ellos, un capitán mercante yanqui, entró a la una, ligeramente punteado y se absorbió medio vaso de una bebida que tenía que rodear los bordes de azúcar quemada para evitar el contacto de los labios. Durante cuatro horas, el yanqui entró regularmente cada veinte minutos y se ingurgitó una dosis de idénticas proporciones. Bajo el insoportable calor del día y en la lucha con los vapores internos que estaban a punto de hacerle estallar, los ojos del yanqui saltaban rojos… A las cuatro de la tardo cayó ebrio, muerto; dos marineros lo arrastraron a un rincón y allí quedó.

En una de las esquinas de la pieza, ocupando a lo sumo un espacio de metro y medio cuadrado, un joven suizo había instalado su vidriera y su mesita de relojero. Lo tenía frente a mí; durante media hora frotó con una gamuza un resorte de reloj; luego dejó caer la cabeza entre las manos, y cuando al final del día lo observé (¡no había llegado un solo cliente!) vi correr dos grandes lágrimas por sus mejillas. Más de una vez tuve el impulso de ir a conversar con el pobre relojero; pero a mi vez, estaba tan nervioso e irascible, que acabé por fastidiarme hasta del infeliz que tenía delante.

 

Los que no han viajado o los que sólo lo han hecho en los grandes centros europeos, no pueden darse cuenta exacta de una situación de ánimo como aquella en que me encontraba. El espíritu se forma la quimera de que es imposible salir de ella, que ese martirio se va a prolongar indefinidamente. A cada instante, y para cobrar valor, es necesario echar mano a la cartera (nunca la he cuidado como allí), decirse que hay medios para partir en cualquier momento, que los vapores esperan, y en fin, que, si uno se encuentra en ese centro, es por un acto libro y premeditado de la voluntad.

Por fin vino la noche, y cuando la recuerdo, declaro que siento una viva satisfacción por haber contemplado ese cuadro único y característico. He dicho ya que Colón se compone casi en su totalidad de una sola calle, pero he olvidado mencionar que a lo largo de la misma corre una especie de recoba para proteger las entradas contra las lluvias frecuentes. Me paseaba bajo ella al caer las primeras sombras y me llamó la atención que delante de cada hotel, de cada bar-room, de cada puerta, un individuo sacaba una pequeña mesa de tijera, se instalaba ante ella, encendía un farol, arreglaba en un semicírculo artístico algunas docenas de pesos fuertes en plata, y comenzaba a batir con estruendo un enorme cuerno provisto de dados. De los buques amarrados a la orilla, una vez que dieron las siete, empezó a salir una nube de marineros y oficiales, contramaestres, etc., que pronto obstruyeron la vía, formando grupos compactos delante de cada mesa. Como si un soplo hubiera animado el barro y formado con él cuerpos de mujeres, brotaron del suelo en un instante centenares de negras, mulatas, cuarteronas lívidas, descalzas en su mayor parte, ebrias, inmundas, que a su vez, atraídas por la fascinación del juego, se agolpaban alrededor de las mesas, rechinaban los dientes cuando perdían y saltaban a los marineros tambaleantes, pidiéndoles, en un idioma que no era inglés ni francés, ni español, ni nada conocido, una de esas monedas de a real que los americanos llaman a dime.

Los bar-rooms estaban llenos; no se oía más que la voz ronca y gutural de los negros de Jamaica, la eterna blasfemia del marinero inglés y el hablar soez de algunos gaditanos. Salían y en la primera mesa arrojaban una moneda, luego otra y, una vez exhaustos, la emprendían con el vecino, las navajas relucían y sólo con esfuerzo era posible separarlos. Uno rodaba en el barro, dos o tres mujeres ebrias bailaban al son de un órgano en el que un italiano con cara de mártir, tocaba un cancán desenfrenado. Un calor sofocante y una atmósfera insoportable, como el ruido, las maldiciones, el sarcasmo, la eterna pelea con el banquero que iba más aprisa a medida que veía a sus parroquianos más en punto… y yo reclinado en mi pilar, preguntándome qué hacía entre aquel mundo, verdadero sabat moderno y tanteándome para persuadirme que no soñaba. He ahí Colón; una licencia, una libertad absoluta para todos los vicios y las degradaciones humanas. El que paga un pequeño impuesto tiene el derecho de establecer su tapete al aire libre, ¡y qué tapete! La explotación, el robo más escandaloso al marinero ignorante como una bestia y que, bajo los vapores del aguardiente, se deja despojar del premio de un año de labor, jugando su vida en las tormentas. ¡Esas mujeres, sobre todo, esas mujeres, asquerosas arpías, negras y angulosas, esparciendo a su alrededor la mezcla de su olor ingénito y de un pacholí que hace dar vuelta al estómago!.. Pouah!..

Llegado a mi cuarto, sofocándome, sin poderme desnudar por asco a la cama, me senté en un sillón y me llamé a cuentas. Había resuelto pasar diez días en el Istmo y ese mismo día había casi retenido mi pasaje en el City of Para, que salía para Nueva York en el término indicado. Allí mismo, con toda solemnidad, me impuse el juramento de dejar Colón, renunciando a Panamá, al canal, al mundo entero, en el primer barco que zarpase, sin importarme para dónde. Cómo pasé esa noche, ¿a qué decirlo? Al alba estaba en pie, me ponía en campaña y sabía que dos días después partía para Nueva York el vapor Alene, de la compañía Atlas. Tomé en el acto mi billete e hice transportar a bordo mi equipaje, felicitándome de tener el tiempo suficiente para ir a una de las próximas estaciones del canal y poder apreciar por mis ojos la marcha de las obras y el porvenir de la empresa. Pagué mi cuenta al infame mulatillo, y cuando me encontré a bordo, en un vapor pequeño e incómodo, creí que entraba solemnemente en el paraíso.

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