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En viaje (1881-1882)

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Resolvimos dejarlos atrás y seguimos la marcha, cruzando Villeta como una tromba. Me habían dado un excelente caballo, habituado a la montaña, y el compañero montaba una mula escogida. Cada vez que divisábamos un camino medianamente plano, galopábamos hasta que la subida sofocaba a la bestia o el descenso nos advertía que no estaba lejano el momento de rompernos la nuca.

¡Qué cuesta aquélla para salir del valle profundo de Villeta y transponer la montaña que lo rodea! Parece imposible conseguirlo sin alas; el camino es malísimo, poco más o menos como el nuestro de Mendoza a Uspallata, en los Andes argentinos; pero, en cambio, el lujo salvaje de la vegetación reposa la vista, y los hilos de agua que descienden entre flores y follaje, alegran el paisaje. El diferente andar de los animales nos había hecho separar unos cincuenta metros del compañero, cuando éste me alcanzó rápidamente y dándome la voz de alarma, me mostró un denso nubarrón que avanzaba cubriendo el cielo, pocos momentos antes sereno y deslumbrador como una placa reflectora. No tuvimos tiempo más que para desprender la inmensa capa de cautchut que arrollada llevábamos a la grupa y envolvernos en ella, levantando el capuchón. La lluvia se descolgó, una de esas lluvias torrenciales de los trópicos que dan una idea de lo que debió ser el formidable cataclismo que inundó el mundo primitivo. Avanzábamos siempre, las bestias con la cabeza entre las piernas, y nosotros, silenciosos, inclinados sobre la cruz, enceguecidos por el agua que nos batía el rostro como por bandas, y mecidos, más que aturdidos, por el chocar de la lluvia contra los árboles. No eran gotas, era un caudal seguido y espeso; las piedras del camino, lavadas y pulidas, se hacían resbalosas y las bestias marchaban con una prudencia infinita. El diluvio duró un cuarto de hora; de pronto, el sol brilló de nuevo, los árboles sacudieron las últimas perlas suspendidas en su cabellera, el azul del cielo apareció más intonso, y el coro de los insectos entonó da capo su eterna sinfonía…

Eran las tres y cuarto de la tarde cuando llegamos a la plaza de Guaduas, que aún aguarda la estatua de la Pola26, la más noble entre las hijas del valle. En media jornada habíamos hecho el camino en que yo empleara dos a la venida; verdad que habíamos andado como «chasques» y que la gente a quien comunicábamos la hora de nuestra salida de Manzanos, no podía creernos. Mi compañero me propuso llevar a cabo la hazaña de ponernos en un día desde la sabana en Honda, lo que haría nuestro viaje legendario. Acepté por pura botaratería, porque no sólo me era igual sino preferible, llegar al Magdalena un día después, para tomar inmediatamente el vapor, evitándome así una noche en Bodegas de Bogotá, noche que se me presentaba bajo un aspecto poco risueño.

Pero en el momento de resolverlo, alcanzamos una numerosa caravana que, en orden de uno por fila, caminaba lenta y pausadamente bajo aquel sol de fuego que impulsaba a acelerar la marcha. Eran los señores Cuervo, de uno de los que he hablado ya, que iban a tomar el vapor, acompañados de varios amigos. Pensaban pasar la noche en Guadua. Además, al llegar al bonito Hotel del Valle, del único que tenía buenos recuerdos de todos los de la ruta, vi en la puerta a las señoritas Tanco que también iban a Europa. Ante la perspectiva de una buena noche en agradable compañía, renuncié a mi inútil y quijotesco propósito de llegar a Honda en el mismo día. Mi compañero, que iba a reunirse con su familia, insistió y siguió viaje. Después supe que había tenido que hacer noche en una choza próxima al Magdalena, pues la oscuridad lo había obligado a detenerse.

Entretanto, pasó el día, llegó la tarde y mi rubio tuerto, mi sabanero, portador de mi maleta más importante, no aparecía. Cuando a la mañana siguiente, todo el mundo en pie, después de una noche de reposo, se preparaba para montar a caballo, comprobé con una cólera indecible que mi tuerto maldecido brillaba aún por su ausencia. Resolví continuar el viaje, porque retroceder era inútil, y además de indagar en el camino si me había precedido, hacer jugar el telégrafo, una vez llegado a Honda.

Mientras marchábamos por los duros despeñaderos, no podía menos de admirar la resolución y la voluntad de aquellas tres criaturas delicadas, habituadas a todas las comodidades de la vida, que iban a mi lado sonrientes y conversadoras, bajo un sol de fuego, al insoportable movimiento de la mula. El señor Tanco sonreía y me recordaba que en su juventud salir a la costa era una cuestión mucho más grave que hoy. En vez del vapor que íbamos a encontrar en Honda, había que meterse bajo el toldo de paja de un champan, toldo de media vara de alto, que sólo permitía la posición horizontal. Los negros bogas corrían sobre él, medio desnudos, soeces, salvajes en sus costumbres… ¡y esa vida, sobre todo cuando se trataba de subir el río, duraba, meses enteros!

Cada cuarto de hora me detenía en la puerta de ranchos extendidos sobre el camino y comenzaba mi eterna cantilena: «¿Ha visto pasar un mozo rubio sobre una mula baya?» En una de esas tentativas, una buena mujer me contestó que en la tarde del día anterior había pasado un sabanero, tuerto, con la mula cansada. No cabía duda, era el mío. Pero, para mayor tranquilidad (tenía todo mi dinero y papeles en la maleta que llevaba mi sirviente, lo que creo explicará mi inquietud), resolví adelantarme solo y piqué mi caballo. El sol caía a plomo, y próximos ya al valle del Magdalena, el calor se hacía insoportable. A pesar de sus excelentes condiciones, mi caballo empezaba a fatigarse y me detuve un cuarto de hora bajo un árbol. Allí vi pasar un entierro de las campiñas colombianas, cuyo recuerdo aún me hace mal. El muerto, descubierto, con la cara al sol, era llevado sobre una tabla, a hombros de cuatro indios. En Bogotá había visto ya entierros de niños en iguales condiciones, cuadro que deja una impresión negra y persistente… Pero ya que estoy descansando bajo este árbol de grata sombra, voy a contar a ustedes uno de los recuerdos de los Andes argentinos, que cierta correlación de ideas me trae a la memoria. Es la historia famosa de don Salvador, el correo. Si es algo larga, cúlpese a la marcha lenta en la montaña que da tiempo para narrar.

Viajaba en la Cordillera; hacía tres días que estaba separado de los últimos vestigios de la civilización, y, montado en mi mula, de paso igual y firme, atenta al peligro, ajena a la fatiga, avanzaba entre las gargantas de los Andes argentinos, ya trepando un cerro en cuya cumbre rugían los vientos de los páramos, ya siguiendo lentamente el cauce seco de un río que esperaba el deshielo para convertirse en torrente. La senda era única e inerrable; la brújula, consultada con frecuencia por mera curiosidad, me hacía ver las caprichosas direcciones del camino. Tan pronto la bestia marchaba al norte tan pronto al sur, y casi nunca al oeste que era el objetivo. Avanzábamos derivando. Como, al levantar el campamento antes de llegar el alba, mi mula era la primera que estaba lista, tomaba siempre la delantera, mientras el guía y el mozo de mano arreglaban los cargueros. Así marchaba hasta la mitad del día, solo, perdido en mis pensamientos y dejando a veces escapar exclamaciones de sorpresa ante un cuadro cuya salvaje grandeza me hacía detener a mi pesar. Era un cerro desnudo y esbelto, brillando al sol como una placa de metal bruñido; una garganta, estrecha y sombría como una profunda herida de estileto en el corazón de la montaña; una cascada cayendo de golpe de una altura enorme, sin gracia y sin majestad, con una brutalidad feroz; un río corriendo silencioso y libre a cien metros bajo mis pies, en el seno de un cauce inmenso, de orillas torturadas por el torrente pasado, o por fin, un valle muerto y helado, sin una planta, sin un arbusto, sin un eco. Cuando el calor se hacía insoportable, me detenía a la sombra de un peñasco saliente que nos abrigaba amenazando, y esperaba allí a los peones. Una hora después sentía a lo lejos el rumor del cencerro de las bestias de carga, que no tardaban en aparecer en la cumbre vecina que yo mismo venía de cruzar, detenía allí un momento su paso cansado, levantaban la cabeza al viento y volvían a emprender la marcha resignadas. En un instante el almuerzo estaba pronto; salían a luz el charqui y los fiambres, el buen vino de Mendoza, el mate hacía los honores de postres, y luego de pasadas las fuertes horas de sol, emprendíamos nuevamente la marcha de la tarde. Los guías hablaban poco; de tiempo en tiempo una observación sobre tal mula que se iba haciendo vieja, o una consulta para arreglar los sobornos de un carguero. A veces un canto plañidero y monótono, una triste vidalita, pero en general, un silencio completo.

Una tarde, el sol acababa de desaparecer detrás de una cumbre, y a pesar de que la noche estaba lejos, las sombras caían rápidamente sobre el valle profundo en que marchaba. No había hasta entonces encontrado un solo viajero viniendo de Chile, y, como estaba completamente separado de la vida activa de los hombres, deseaba saber las cosas que habían ocurrido en el mundo durante mi secuestro voluntario. Así, con viva satisfacción vi aparecer en la cumbre de un cerro un tanto alejado del punto en que me encontraba, un hombre que me pareció cubierto de una armadura de oro y jinete en un caballo resplandeciente. Yo lo miraba desde la oscuridad, que a cada instante se hacía más densa, y él recibía, en ese momento de reposo en la altura, los rayos vivos del sol que lo iluminaban, dándole la apariencia que producía esa viva ilusión a mis ojos. Aceleré cuanto pude el paso de mi cabalgadura, asombrado de aquella transgresión de nuestro contrato, en la esperanza de unirme cuanto antes al viajero que debía darme las noticias tan deseadas. Pero el cerro estaba lejos y él lo descendía lentamente al paso mesurado de la mula prudente que afianzaba su pie con firmeza para reconocer la solidez de la senda. Los que viajan en las montañas tienen siempre un sentimiento de gratitud a la mula, cuyo esfuerzo y vigilancia contribuyen, en su vanidad, al respeto y cariño por la vida del hombre que conducen. No podría la mula contestarles, como el marinero de Shakespeare: None than I love more than myself?27.

 

Había llegado al término de mi jornada de aquel día y al punto que mi guía había designado para pasar la noche, pues de común acuerdo habíamos resuelto evitar las detestables casuchas llenas de insectos que a largas distancias figuran como posadas en la Cordillera. De todas maneras, como el camino era único, mi hombre de Chile tenía forzosamente que pasar por él. Primero llegaron mis guías, descargaron las bestias, las aseguraron bien y con las tablas de un cajón de comestibles, al que diéramos fin esa tarde, hicieron un buen fuego. Nos preparábamos a cenar, yo un tanto retirado de los peones, que nunca pudieron vencer su humildad y cenar junto conmigo, a pesar de mi invitación, cuando desembocó por un recodo mi caballero de la ardiente armadura. Los arrieros se levantaron inmediatamente y saludando al recién venido por el nombre de don Salvador, salieron a su encuentro. Nada de transportes; se dieron sencillamente la mano, a la manera gaucha, casi sin oprimirla, contentándose con un contacto fugitivo. Por las miradas de don Salvador, comprendí que el guía hacía mi presentación y narraba las circunstancias por las cuales había sido él mi acompañante principal. A mi vez, yo estudiaba un poco al don Salvador que acababa de echar pie a tierra, aunque conversando aún en la mano las riendas de su mula, pequeña, fuerte, de un color casi negro y vuelta ya a la vulgaridad de su especie, después de los pasajeros resplandores de la cumbre. Era don Salvador un hombre alto, delgado, con toda la barba canosa y representando unos cincuenta años, lo que servía de base para calcularle diez o quince más. Tenía los ojos grandes y claros; su traje era el que usa generalmente el arriero de los Andes, un fuerte poncho, botas, un pañuelo al cuello y otro cubriendo la cabeza y parte del rostro, y sobre él un sombrero de paja.

Se acercó a mí, me saludó descubriéndose, me dio todas las noticias que conocía, y me dijo que era correo entre Mendoza y Santa Rosa de los Andes. Siempre me han inspirado una simpatía profunda esos hombres valerosos cuyas filas clarea cada rudo invierno de la Cordillera. Sus sueldos son mezquinos, y hasta ahora han sido acusados de una sola infidelidad, llevando generalmente serios valores en sus valijas. Durante los largos meses que la Cordillera está cerrada por las nieves, emprenden su viaje a pie; algunos, después de quince días de luchas tenaces, llegan a su destino, extenuados, sin voz, hechos pedazos y desnudos. Se han abierto camino a fuerza de perseverancia, desplegando ese valor solitario contra los elementos, que es el timbre más alto del hombre, evitando los ventisqueros, guareciéndose tras una roca contra la avalancha que cae rugiendo, pasando a veces la noche bajo una mortaja de nieve. Otros quedan sepultados en las cumbres lívidas y al primer deshielo, sus compañeros entierran piadosamente los restos de aquel que les muestra cómo acaba la triste ruta de la vida.

Don Salvador era uno de esos hombres; su voz, ligeramente ronca, revelaba que había pasado más de una noche terrible entre los hielos. Lo invité a cenar y a pasar la noche con nosotros, puesto que su jornada había concluido también. Al alba nos separaríamos y yo le daría cartas para mi tierra. Aceptó gustoso, desensilló su mula, que unió a las nuestras, puso las valijas en un punto seguro, junto al cual tendió su cama, y en seguida se acercó al fogón y sentado en una piedra empezó a charlar, siguiendo atentamente los progresos del fuego.

Entretanto, mi lecho de campaña había sido también preparado; después de cenar me tendí en el vestido, como tenía por costumbre, y encendiendo un buen cigarro, placer inefable en la Cordillera como en todos los sitios salvajes donde las delicadezas de la civilización adquieren un mérito extraordinario, dejé vagar la mirada por los cielos y el alma por el inmenso mundo moral, más grande aún que esa bóveda que me cubría. Pocas noches de mi vida recuerdo más serenas y más bellas. Era un portento de calma; no corría el menor viento y el silencio solemne sólo se interrumpía a momentos por uno de esos ruidos misteriosos y lejanos de la montaña, que el eco suave reviste del acento de una queja apagada. A pocos metros corría con imperceptible rumor un hilo de agua. Las estrellas tenían una claridad inmensa, y el ojo se detenía extasiado ante su rápido y fugitivo fulgor. Los recuerdos venían y el sueño se alejaba…

El guía se me acercó y me dijo: ¿No puede dormir, señor? – No, pero no lo siento. La noche está muy linda. – ¿Por qué no toma un mate y hace hablar a don Salvador? Es un viejo que conoce medio mundo y sabe más que Licurgo. Ha andado por Chile, Bolivia y el Perú, y conoce palmo a palmo el terreno donde a estas horas han de estar peleando los ejércitos.

Me picó la curiosidad; me incorporé en la cama y dije en voz alta: – «Don Salvador, si no tiene mucho sueño, ¿quiere acercarse un poco? Tomaremos un mate y charlaremos». – Don Salvador se levantó inmediatamente, hizo rodar la piedra en que se sentaba hasta cerca de mí, y sonriendo se sentó nuevamente.

– ¡Figúrese, Don Salvador, que hace tres días largos que ando entre los cerros, solo y sin desplegar los labios, porque los otros se quedan siempre atrás.

– Nosotros estamos acostumbrados, señor. Pero una vez, hace ya muchos años, yo también, en un viaje largo, me fastidié de andar solo, encontré un compañero (¡que más valiera no lo hubiese encontrado!), y me puso en un caso del que no me he de olvidar nunca.

– ¿Era un bandido?

– No, señor; pero, si tiene paciencia, le contaré cómo fue aquello, para que después usted lo cuente, aunque no se lo crean. Pero le juro que es cierto, y si no, pregúntelo en el Perú, adonde dicen los amigos que usted va.

Fue entonces cuando don Salvador me narró la curiosa aventura, que a mi vez puse por escrito apenas me fue posible, en mi estilo llano y simple, no atreviéndome a imitar el lenguaje especial y pintoresco con que el narrador lo adornó.

Don Salvador era de San Juan; en su juventud, como peón, había recorrido casi todo el territorio de la República conduciendo mulas de un punto a otro, a las órdenes de un capataz. Fue así como se encontró en Salta, donde entró a servir a un arriero viejo y conocido. Allí se quedó algunos años, y luego, siempre en su oficio, pasó al Perú, se hizo un pequeño capital que bien pronto el juego disipó; obligado a volver al trabajo, tomó la profesión de chasqui o propio, para la que lo hacía idóneo su fuerza infatigable para andar a caballo, o más propiamente, en mula. Pero ese oficio, en una tierra donde el indio marcha más rápidamente que la bestia y puede pasar por sitios donde aquélla no se arriesga, no era por cierto muy lucrativo. No es mi objeto narrar las peripecias de la vida de don Salvador, cómo del interior del Perú pasó a la costa, como se hizo más tarde minero en Copiapó, pasando luego de nuevo a la República Argentina y ocupando por fin el honroso puesto de correo que desempeñaba hacía diez años.

Fue en uno de esos viajes como chasqui cuando le ocurrió el caso a que él se refería. Estaba en la provincia de Cuzco y volvía de un pequeño lugar, al norte, cerca de la raya de Junín, que se llama Inchacate. El camino es generalmente desigual hasta llegar a la vieja capital de los Incas, pero no ofrece dificultades de ningún género. Es una senda seguida y angosta, que trepa los cerros, se hunde en los valles y costea los montes altos. Hay pocos ríos y torrentes que atravesar. El clima es dulce y la naturaleza pródiga en esas regiones predilectas de la vieja raza.

Una mañana, al romper el día, D. Salvador, que había hecho noche entre Santa Ana y Chinche, después de haber dejado a su izquierda una pequeña población llamada Buenos Aires, cerca de Chancamayo, la que, según me decía, le había hecho acordarse de los porteños; una mañana, pues, se puso nuevamente en camino, con el espíritu alegre, la mula descansada y caliente el estómago con un trago de aguardiente. D. Salvador silbaba, cantaba vidalitas, pero se aburría, porque D. Salvador era hombre social y le gustaba en extremo echar su párrafo. A eso de las 8 de la mañana, le pareció distinguir bastante lejos, como a una legua larga, a un viajero que, montado como él en una mula, trepaba una cuesta. Aunque el desconocido marchaba a paso vivo y le llevaba bastante delantera, D. Salvador no desesperó de alcanzarlo, y con tal objeto, empezó a apurar su mulita. De tiempo en tiempo el viajero desaparecía a sus ojos, para reaparecer más tarde, según lo desigual del camino, sin que D. Salvador ganase sensiblemente terreno.

Así marchó hasta la parada del mediodía, que no dudaba haría también su hombre, pues sólo un loco podía seguir viaje bajo aquel sol abrasador. A eso de las tres se puso de nuevo en camino, y fuese que el desconocido hubiese prolongado más su regreso o que su mula empezase a fatigarse, el hecho fue que, poco después de las cinco, al caer a un valle, vio al viajero como a unas dos cuadras delante de él. D. Salvador ahuecó la voz, hizo bocina con sus manos y empezó a gritar lo más fuerte que pudo: «¡Párese, amigo!». El amigo seguía impertérrito su marcha, pero la distancia que los separaba disminuía rápidamente. D. Salvador gritaba, silbaba, producía todos los ruidos imaginables sin éxito ninguno. Era imposible que aquel hombre, por más sordo que fuese, no hubiera oído el tumulto que se hacía a su espalda. D. Salvador comenzó a enojarse, y dejando de gritar, consideró al altivo viajero con atención.

Montaba una mulita baya, pobremente ensillada, a lo que podía ver, y que marchaba con su paso monótono, llevando la cabeza casi entre las piernas. El jinete, que D. Salvador sólo distinguía de espaldas, era un hombre sumamente alto y erguido; llevaba un pesado poncho azul oscuro que le cubría todo el cuerpo y que descendía hasta más abajo de las rodillas. La cabeza, además de un sombrero de fieltro y de anchas alas caídas, estaba cubierta por un pañuelo colorado. Unas grandes botas completaban el traje.

D. Salvador consiguió alcanzarlo, porque la mulita baya había aflojado considerablemente el paso. Cuando estuvo cerca de él, vio que traía la cara casi completamente cubierta con el pañuelo, como quien busca ocultarse. Aunque a D. Salvador le pareció que el que así viajaba no debía andar en cosas buenas, como estaba caliente por su ronquera adquirida inútilmente, al pasar a su lado, le dijo: «Buenas tardes le dé Dios. ¿Sabe que había sido sordo?». El viajero no contestó una palabra. «Cuando un cristiano habla, se le contesta», añadió don Salvador, sin obtener respuesta alguna. Un momento titubeó entre armarla, como él decía, o seguir tranquilamente su viaje. Su buen sentido triunfó, y lanzando, de paso, al viajero su flecha en un sarcasmo, picó su mula y siguió adelante. Al caer la noche llegó a Huiro, un pueblito miserable, y se detuvo en una posada muy pobre que había a la entrada, tenida por un lindo indio viejo.

Después que desensilló la mula, se sentó en la puerta con el indio y se pusieron a charlar, cuando apareció, como a una cuadra, el viajero silencioso.

– Ahí viene D. Juan en la baya – dijo el indio viejo.

– ¿Y quién es ese D. Juan? – preguntó D. Salvador con una curiosidad mezclada de ironía.

– D. Juan Amachi, mi compadre, un indio viejo de Paucartambo. Allí tiene su familia y siempre que va al norte, pasa la noche en casa.

– ¿Y qué tal hombre es?

– Excelente y servicial con todo el mundo.

D. Salvador se mascó el bigote y puso una cara altanera, porque D. Juan llegaba en ese momento. Su mula, fatigada, se detuvo a la puerta, y el indio posadero salió a recibirlo.

Llegado junto al viajero, le habló, lo tocó y dándose vuelta, dijo sencillamente a D. Salvador:

– ¡Pobre D. Juan, viene difunto!

Más tarde, en el Perú, pude verificar la exactitud de la narración de D. Salvador. Hasta no ha mucho, se encontraban en los caminos del interior algunas mulas llevando la fúnebre carga. La huella es única, la mula marcha a su voluntad, no había otro medio de transporte, y el indio, que durante la monarquía incásica vivía y moría en el mismo pedazo de suelo, como el siervo feudal, encargaba siempre, por la tradición, de su raza, que en caso de muerte, lo confiasen a su mula fiel, que lo llevaría a reposar entre los suyos.

 

D. Salvador ensilló de nuevo su mula y se puso en marcha sin demora. Desde entonces, jamás hace esfuerzos por alcanzar a los viajeros que le preceden en las rutas de la tierra.

26Policarpa Salavarrieta.
27Tempest. I, sec. 1.

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