Za darmo

En viaje (1881-1882)

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

José María Samper ha escrito seis u ocho tomos de historia, tres o cuatro de versos, diez o doce de novelas, otros tantos de viajes, de discursos, estudios políticos, memorias, polémicas… ¡qué sé yo! Es una de esas facilidades que asombran por su incansable actividad. Jamás un instante de reposo para el espíritu; cuando la pluma no está en movimiento, lo está la lengua. Sale del Congreso, donde ha hablado tres horas, continúa la perorata en el Altozano hasta que cae la noche, y luego a casa, a escribir hasta el alba. Y eso todos los días, desde hace largos años. Ha sido periodista en el Perú, ha viajado por toda la Europa, ha producido más que un centenar de hombres… y aún es joven y lo alienta un vigor más intenso que nunca. Naturalmente, en esa mole de libros sería inútil buscar el pulimento del artista, la corrección de líneas y de tomos. Es un río americano que corre tumultuoso, arrastrando troncos, detritus, arenas y peñascos, pero también partículas de oro, como dice Marius Topin refiriéndose al viejo Dumas.

En Bogotá hay mucha afición por las veladas literarias, que allí llaman Mosaicos, tal vez por la variedad de temas que se tratan. Los jóvenes bogotanos comparan un mosaico a un concierto clásico a puerta cerrada… y son capaces de montar a caballo y largarse a la hacienda al menor anuncio de un festival semejante. Pero ya he dicho que los jóvenes allí son unos escépticos empedernidos, que no creen en nada, ni aun en las dulzuras de la rima con te. Por mi parte, no tuve el placer de asistir a ninguna de esas reuniones; pero poco antes de mi llegada, el señor Soffia, ministro de Chile, que es un poeta distinguidísimo, había invitado a un mosaico, en un soneto esdrújulo de una dificultad de factura agobiadora. Al día siguiente, tenía cuarenta sonetos, con las mismas rimas, aceptando la invitación. La lectura debía constituir el mosaico. ¡Samper mandó cuatro, disminuyendo una sílaba en cada uno!..

Puede Colombia a justo título estar orgullosa de dos hombres, jóvenes aún, pero cuya reputación de sabios y profundos literatos ha salvado los mares y extendídose en la península española. El primero es don Miguel Antonio Caro, hijo del inspirado poeta don José E. Caro, cuyas nobles estrofas En boca del último Inca son conocidas por todos los americanos.

M. A. Caro es el autor de la soberbia traducción de Virgilio, en verso español, de una fidelidad aterradora; se siente frío al pensar en la labor perseverante que ha sido necesaria para encerrar cada verso latino, de la rica lengua virgiliana, en el correspondiente español. Así, los que leen la traducción de Caro, encuentran en ella el mismo sabor delicioso que se desprende de la lira del cisne de Mantua, la misma fuerza y aquella suavidad exquisita e insuperable que ha hecho de Virgilio el príncipe de los poetas latinos. Ese trabajo ha sido ya juzgado por la crítica eminente de España, y el nombre de su autor se pronuncia hoy en la Academia Real con el mismo respeto que el de los más grandes peninsulares…25.

Las introducciones de Caro a la Historia General… de Piedrahita, a las Poesías de Bello, etc., son simplemente obras maestras, en las que se encuentra, a la par de una riqueza y galanura de lenguaje a que estamos poco habituados en nuestra América, la vasta y sólida erudición de un filólogo que no ignora uno sólo de los progresos de esa ciencia nueva en el mundo moderno.

Los trabajos del señor Caro imponen respeto, y es precisamente en nombre de ese sentimiento, porque, después del elogio sincero y altísimo, quiero consignar la impresión ingrata que me han dejado algunas de sus páginas.

El señor Caro es en política, en religión y en literatura, el tipo más acabado del conservador, dando a esa palabra toda la extensión de que es susceptible. Nada tengo que ver con sus ideas sobre la marcha de las cosas en Colombia, ni con las respetabilísimas inspiraciones de su conciencia; pero cae bajo el dominio de la crítica su apasionamiento ilimitado por las cosas que fueron la glorificación constante del pasado, del pasado español, contra todas las aspiraciones del presente, aun del presente español. Si la casualidad ha hecho que el cuerpo del señor Caro ha venido a aumentar la falange humana en suelo colombiano, su espíritu ha nacido, se ha formado y vive en pleno Madrid del siglo XVI. Allí respira, allí se reconoce entre los suyos, allí se apasiona y discute. Hay hombres que se detienen en un momento de la historia y por nada pasan el límite marcado por su predilección, casi diría por su monomanía. No leen ya, releen, como decía Royer Collard. En ellos es disculpable esa obstinación apasionada; no conocen sino ese mundo, y por tanto, no pueden compararlo al presente. Pero el señor Caro ha leído cuanto es posible leer en treinta años de vida intelectual; su alta inteligencia ha entrado a fondo en la literatura moderna y pocos como él podrían hablar con tal autoridad de lo que en materia de ciencias y letras se ha hecho en el mundo en los últimos cien años. Esa riña inconciliable con el presente, es, pues, un fenómeno curioso en un espíritu de esa altura, y nos sería lícito esperar que la influencia de tales ideas se limitase al respeto de la forma y no alcanzase a obrar sobre la percepción de las cosas. ¡Qué acentos de indignación encuentra Caro para increpar a Quintana su grito generoso, humano, cuando, reconociendo las crueldades de la conquista, quiere alejar de su patria la maldición de un mundo y echar la responsabilidad sobre la época! Un monje fanático, apoderado de Valverde en la Corte de España, no habría hablado con mayor vehemencia y encono… Comprendo, y soy el primero en seguir al señor Caro en ese camino, que es tiempo de poner término a la estéril declamación contra la conquista, que ha dado alimento sin vigor a la literatura americana durante veinticinco años. Pero eso de llegar a la santificación del pasado, comprendiendo la Inquisición y el régimen colonial, paréceme que es un prurito retrospectivo inconciliable con la luz natural de esa alta inteligencia…

Rufino Cuervo es el autor de ese libro tan popular hoy: Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. Es otro sacerdote del pasado, aunque menos inflexible que el señor Caro, por el que profesa, con razón, una admiración sin límites. La ciencia, los largos años de estudio que ese volumen de Cuervo revela, prueban que, también en América, tenemos nuestros benedictinos infatigables. Todas las locuciones vulgares, todas las alteraciones que el pueblo americano, bajo la influencia de las cosas y de su propia estructura intelectual, ha introducido en el español, son allí prolijamente estudiadas, corregidas y… limpiadas. (¡Limpia y fija!) Actualmente, Cuervo se encuentra en París, metido en su nicho de cartujo, levantando, piedra a piedra, el monumento más vasto que en todos los tiempos se haya emprendido para honor de la lengua de Castilla. Es un Diccionario de regímenes, filológico, etimológico… ¡Qué sé yo! Aquello asusta; cuando Cuervo me mostraba, en Bogotá, las enormes pilas de paquetes, cada uno conteniendo centenares de hojas sueltas, cada una con la historia, la filiación y el rastro de una palabra en los autores antiguos y modernos… sentía un vivo deseo de bendecir a la naturaleza por no haberme inculcado en el alma, al nacer, tendencias filológicas. «Ya están reunidos casi todos los ejemplos, me decía Cuervo; ahora falta lo menos, la redacción». Redactar cuatro, o diez, o sabe Dios cuántos volúmenes de diccionarios… ¡lo menos! ¡Y cómo redacta Cuervo, con una sobriedad, una precisión y elegancia que obligan a cincelar la frase! Si uno de nosotros, después de tres horas de redacción suelta, incorrecta, à la diable, tira la pluma con disgusto, ¿qué sería, si se levantara ante nuestros ojos, como en una pesadilla, la columna de papel blanco que hay que llenar para concluir el Diccionario de Cuervo?.. ¿Y sabéis dónde han sido concebidas, meditadas y escritas esas obras? En una cervecería. Rufino y Ángel Cuervo son hijos de un distinguido hombre de Estado, que fue presidente de Colombia. Quedaron sin fortuna. ¿Qué harían? ¿Politiquear, chicanear en el foro, morirse de hambre declamando en el jurado?.. Pouah! Fundaron una cervecería en Bogotá, sin recursos, sin elementos, y lo peor, sin probabilidades de éxito, porque había que luchar con la chicha, predilecta del indio. «Yo mismo he embotellado y tapado», me decía Rufino. «En seis años, no he tenido un día de reposo, ni aun los domingos», me decía Ángel. En diez años, lograron la fortuna y la independencia… ¿Para qué? ¿Para gozar, para vivir en París, en el bulevar, perdiendo la vida, la savia intelectual en el café y en el boudoir? No; ¡simplemente para trabajar con tranquilidad, sin interrumpirse sino para despachar un cajón de cerveza, para adquirir el derecho de perder el pelo y la vista sobre viejos infolios cuyo aspecto da frío!..

Pero la obra de Rufino Cuervo será un timbre de honor para su patria y para nuestra raza.

Repito que no es mi propósito (ni sería éste el sitio adecuado) para hacer un resumen de la historia literaria de Colombia. Si he consignado algunos nombres, si me he detenido en algunas de las personalidades más notables en la actualidad, es porque, habiendo tenido la suerte de tratarlas, entran en mi cuadro de recuerdos. De todas maneras basta con lo que he dicho para hacer comprender la altura intelectual en que se encuentra Colombia y justificar la reputación que tiene en la América entera. País de libertad, país de tolerancia, país ilustrado, tiene felizmente la iniciativa y la fuerza perseverante necesaria para vencer las dificultades de su topografía y corregir las direcciones viciosas que su historia le ha impuesto.

 

CAPITULO XVII
El regreso

Simpatía de Colombia por la Argentina. – Sus causas. – Rivalidades de argentinos y colombianos en el Perú. – Carácter de los oficiales de la Independencia. – La conferencia de Guayaquil. – Bolívar y San Martín. – Una hipótesis. – El recuerdo recíproco. – Analogías entre colombianos y argentinos. – Caracteres y tipos. – La partida. – En Manzanos. – Las mulas de Piquillo. – El almuerzo. – El tuerto sabanero. – Una gran lluvia en los trópicos. – En Guaduas. – Encuentros. – En busca de mi tuerto. – Un entierro. – Recuerdo de los Andes. – Viajando en la montaña. – El viajero de la armadura de oro. – D. Salvador. – Su historia. – Su famosa aventura. – ¡Pobre D. Juan! – Una costumbre quichua

Mi permanencia en Colombia había concluido, debiendo pasar, por disposición de mi gobierno, a ocupar una de las legaciones argentinas en Europa. Fue entonces, en medio de la agitación que siempre producen las nuevas perspectivas, los cambios radicales en el curso de la vida, cuando me di cuenta de mi cariño por el pueblo que tan abierta y generosa hospitalidad me había dado. Y no era por cierto el sentimiento exclusivo de mi gratitud personal: era algo más alto, era el afecto profundo por aquella sociedad que hablaba de mi patria con una predilección marcada sobre todas las naciones del continente y que había querido honrar en mí al representante de la tierra argentina.

Es la primera vez que hago una referencia a mi posición oficial en Colombia; pero quiero que, si algún argentino lee este libro, sepa que en Bogotá, desde los altos poderes públicos, hasta el pueblo mismo en sus ingenuas manifestaciones, no han cesado un momento de demostrarme su viva simpatía por nuestra patria, el contento generoso por sus progresos y el deseo de estrechar con ella relaciones íntimas y cordiales, en beneficio del progreso y de la paz americanos.

Esa simpatía responde a varias causas. En primer lugar, los recuerdos de la lucha de la Independencia. Todos conocernos aquella rivalidad caballerosa, que tenía por teatro la vieja Lima, entre los oficiales colombianos y los argentinos, entre los vencedores de Boyacá y los vencedores de Chacabuco. Antagonismo de héroes, combates de cortesía, como habría dicho un heraldo de armas del siglo XV. Los colombianos tenían por jefe a Bolívar, los argentinos a San Martín, y todos comprendían que esas dos glorias no cabían en el continente. Los colombianos traían marcadas en las heridas de la carne, y muchos en las del corazón, las huellas del largo batallar en las llanuras de Venezuela y en los Cerros granadinos, contra la fuerza, la arrogancia y el valor españoles. Los argentinos recordaban la incomparable hazaña del paso de los Andes, cuando en las alturas donde mora el cóndor habían librado combates inmortales. Unos y otros miraban al Perú como tierra conquistada, propia; unos y otros hacían resonar sus espuelas en el pavimento de la ciudad de los reyes con la altivez de triunfadores, y tal vez con la conciencia de la superioridad sobre los que acababan de libertar. ¡Y qué hombres! Sucre, Córdoba… de un lado; Lavalle, Necochea… del otro. ¡Nubes en presencia, cargadas de electricidad! No estalló el rayo, pero el relámpago iluminó más de una vez los varoniles rostros.

Tanto los oficiales de Bolívar como los de San Martín, pertenecían a la clase más elevada de las sociedades de Colombia y del Río de la Plata. La altivez nativa se unía a la jactancia castellana del valor. Habituados a jugar la vida a cada instante, a los triunfos fáciles en amor, al amparo de su maravilloso prestigio en América, el antagonismo no se concretaba a la reputación militar, sino que revestía sus formas más irritantes en el estrado donde la limeña hacía brillar sus ojos tras el abanico de encaje. Allí, la voz de bronce de la disciplina tuvo que sonar más de una vez para impedir que el rápido cruzar de palabras irónicas en el salón se convirtiese, en la calle, en el centellear de las espadas.

Antagonismo de cabezas ligeras y corazones calientes, como fueron todos esos oficiales de la guerra de la Independencia, aristocráticos hasta la médula, desprendidos, generosos, con el sentimiento más que con la razón de la causa por que jugaban la vida, enardecidos por la lucha y siguiendo la bandera de su jefe con la ciega obstinación de un oficial de Wallenstein en la guerra de treinta años. El largo alejamiento de la patria, la tenaz persistencia de la lucha, la efímera ocupación del suelo que reducía con frecuencia esa misma patria a los límites del campamento y en los días de batalla a la tierra del combate, la influencia, por fin, de la vida militar prolongada, habían hecho de los oficiales argentinos y colombianos el prototipo de los hombres ligeros en el pensamiento y en la acción, brillantes en la despreocupación del porvenir, viviendo au jour le jour, sabiendo que con valor pagaban, y seguros de que el caudal no concluiría.

Al fin, uno cedió. ¿El más patriota, el más razonable? ¡Cuánto se ha dicho sobre esa entrevista de Guayaquil, que algunos historiadores, para quienes las cosas de la independencia están siempre al diapasón de la tragedia, han querido cubrir con un velo misterioso y levantar al nivel de los grandes problemas históricos! Al norte del Ecuador, el acto de San Martín no fue sino el acatamiento respetuoso del genio y del derecho de su rival; al sur, la abnegación suprema de un gran corazón, la inspiración del patriotismo, en generoso sacrificio de sí mismo en obsequio de la causa americana. A mis ojos (y bien osado me encuentro para hablar de estas cosas, después de voces tan altas y autorizadas); no hubo sacrificio personal en el retiro del general San Martín. Todo es cuestión de organización moral; Bolívar, retirándose a la vida privada, o San Martín, manteniendo a sangre y fuego su primacía en el Perú, habrían sido hechos tan fuera de la lógica, tan contrarios a su carácter como naturales fueron los papeles diversos que les tocaron en el drama. Bolívar… – se me ocurre suponer a Bolívar nacido en suelo argentino, miembro de la logia Lautaro (allí Alvear habría encontrado su maestro) – vencedor en San Lorenzo, general transitorio del ejército del Norte, organizador, en fin, del ejército de los Andes. ¿Cuál habría sido su actitud ante la situación interna del país bajo el directorio de Rondeau? ¿Habría, como San Martín, desobedecido, cruzado la montaña, y dando la espalda a la anarquía, más aún, a la agonía de la patria nueva, ido a libertar al Perú? ¿ Habría, una vez vencedor en el Perú, cedido el puesto a San Martín viniendo del norte, embarcádose, y llegado frente a las playas de su tierra, negádose a pisarlas, porque la guerra civil la asolaba, para ir a terminar en la vida de un bourgeois meditabundo, su carrera de acción y de luz? Y allí, en la casita de los arrabales de Bruselas, Bolívar, en 1830, cuando un pueblo golpeaba a su puerta, pidiéndole que se pusiera al frente de la insurrección contra un opresor tan odiado como el español… ¿habría contestado a los belgas con la seca lógica de San Martín? A mi juicio, los rumbos de la historia americana habrían cambiado profundamente; el espíritu se pierde en la conjetura, pero el estudio de los caracteres de esos dos hombres permite asegurar que su acción, en medios idénticos, habría sido diversa. Bolívar ansiaba algo más que la gloria militar, que lo era todo para San Martín (me refiero a las ambiciones y no a los sentimientos patrióticos de los dos libertadores). Bolívar veía más alto y más lejos, pero San Martín veía más recto. El uno había nacido para dominar, el otro para vencer. Bolívar tenía la tela de aquellos generales romanos que se hacían proclamar emperadores por las legiones que marchaban en el fondo de la Germania o en las montañas de Hispania. San Martín era un general del tiempo de la república; habría cavado gustoso la tierra… pero después de vencer. Para Bolívar la tarea empezaba después de la batalla; para San Martín concluía. En 1826 Bolívar pedía aún una coalición americana contra el Brasil, más aún, la ofrecía… con tal que se le diera el mando supremo. San Martín quedaba silencioso en Boulogne. Insaciable el uno, por temperamento, por vibración intelectual, por el correr violento de la sangre; frío, sereno, reposado el otro, por la glacial y predominante fuerza de la razón. Caudillo, tribuno, ora cacique de barrio, ora diplomático de alto vuelo el primero; el segundo, soldado. ¿Soldado, con la religión del deber; el primero, bajo la disciplina, soldado, según la idea moderna y exacta? No lo sé; pero, sí, soldado en su corte moral, en sus propósitos, en sus ambiciones, en el ideal de su vida, trazada de antemano como la trayectoria de una bala de cañón. ¿Qué tenía que hacer semejante hombre en el Perú, después de la victoria? La independencia era un hecho ya y su consagración definitiva, Junín, Ayacucho, cuestión de días más. ¿Y luego? ¿Ser dictador del Perú, crear, por un movimiento de orgullo, ese absurdo de Bolivia, rotulándolo con su nombre, volver a Buenos Aires, hacerse dictador en el hecho, saltar una tarde por la ventana ante la conspiración que avanza, salvado por su querida, para ir a pasar la noche bajo el arco de un puente miserable y salir al alba con el rostro lívido y el traje maculado?.. No, San Martín no era el hombre de ese corte. Había concluido su misión. ¿Lo invadió, además, el desencanto profundo de los que llegan a la meta, y allí, fría el alma, repiten el triste gemido del salmista? Tal vez… Pero el hecho es que era un hombre concluido. ¿Volver a su patria, hundirse en la estéril abnegación de Belgrano, deshojar uno a uno sus laureles, luchando, como el vencedor de Tucumán, contra oscuros gauchos que lo vencían… o verse, en un consejo militar, burlado por un Moldes o un Dorrego, petulantes, irritables y escépticos, bolívares pequeños, turbulentos e implacables por trepar al poder? No era ese su corte, lo repito, y eso, felizmente para su gloria.

Tengo, pues, para mí, que San Martín, al embarcarse en el Callao para Guayaquil, y al sentarse en aquel sofá al lado de Bolívar, dominándolo con su alta talla, tenía ya resuelto en el fondo de su espíritu todo el problema. No hubo misterio, no hubo la abnegación desgarradora que se dice; hablaron un cuarto de hora sobre el tema, una hora sobre sí mismos… y todo quedó arreglado. Un fisiólogo hubiera previsto el retiro de San Martín, como un astrónomo el regreso de tal o cual cometa, siguiendo ambos las leyes de la naturaleza, inmutables en los cielos como en el microcosmos humano…

Después de la partida de San Martín, el antagonismo entre colombianos y argentinos se acentuó más aún; la arrogancia recíproca dio origen a la triste página de Arequito, lo que no impidió más tarde las heroicidades de los granadinos y de los hijos del Plata en los campos de Junín y Ayacucho. Pero, cuando sonó la hora del regreso, para volver a la patria, a morir, casi todos ellos, en las oscuras guerras civiles, salvo los elegidos que hallaron tumba gloriosa en Ituzaingó… ¡cómo se tendieron y estrecharon esas manos varoniles encallecidas por la espada y cómo se humedecieron esos ojos iluminados siempre en la batalla! Trepando en la áspera senda de la gloria, llegaron simultáneamente a la cumbre, y allí, con la cara torva, se miraron como debieron hacerlo Jiménez de Quezada y Belalcázar, al encontrarse frente a frente en la sabana de Bogotá, partidos, el uno del norte y el otro del sur, después de largos meses de martirio… Más tarde, los colombianos contaban a sus hijos el duro batallar de la Independencia, la figura de Necochea, del Murat argentino, abriéndose camino, con su sable entre el muro español… y a su vez, los argentinos, los pocos que vegetaban aún en las largas y tristes veladas de la tiranía, narraban en voz baja las hazañas pasadas, cuando Córdoba avanzaba como un héroe legendario, a la voz de «¡Paso de vencedores!» Y los dos pueblos que habían dado libertad a la América y confundido su sangre en la batalla, dejaban a la generación que los seguía, ese legado de cariño, de simpática respeto que hoy muestra Colombia para la Argentina y la Argentina para Colombia.

No nos volvimos a encontrar en las rutas de la historia. Harto que hacer teníamos con nosotros mismos, ocupados en sangrarnos hasta la extenuación, como si hubiéramos querido fecundar la tierra patria con el jugo de nuestras venas. Pasaron los años, y un día, día feliz para mí, me toca en suerte ir a decir a Colombia que el pueblo argentino no se había olvidado del pasado y que le tendía su mano, no ya para batallar, sino para avanzar unidos en la paz y en el progreso. Cómo fue recibida esa palabra, no lo olvidaré nunca, como tampoco la sensación inefable, grave y profunda, que se siente cuando el destino nos llama, en uno de esos momentos, a representar a la patria en el extranjero.

 

¿En el extranjero?.. Debía tener nuestro idioma otra palabra para designar los pueblos idénticos a nosotros. No puedo habituarme a designar con la misma voz a un uruguayo o a un colombiano, que a un alemán o a un ruso. En el corte moral somos iguales, como en el tipo físico, en las maneras, en el calor de los cariños, en la rapidez del entusiasmo, y ¿lo diré?, en la ligereza con que nos formamos opinión sobre las cosas y sobre los hombres. Concebimos bajo las mismas leyes intelectuales, como aspiramos a la fortuna con idéntico propósito, así como, con igual desenfado, la echamos por la ventana, una vez conseguida. Un bogotano, un cachaco exquisito, pobre como Adán, había tenido la suerte de ser designado por el gobierno para conducir a Quito no sé qué piedra conmemorativa de la independencia. Como es natural, recibió de antemano su viático, suma bastante redonda. Cuando llegué, era tal su cariño por la República Argentina y tal su deseo de manifestármelo, ¡que supe estaba resuelto en emplear todo su viático en darme un baile! Me costó un triunfo disuadirlo por medio de un amigo. Es el mismo cachaco que decía, no sé en qué ocasión solemne en que había de celebrar algo grande: «¡Vamos a calaverear la república!»… ¿No os parece oír hablar a un compatriota?

Luego, la sociabilidad, las mujeres… ¡Idénticas, mis amigos! Caprichosas, dominantes, ocupando en la sociedad aquel puesto de la Argentina que asombraba al escritor brasileño Quintino Bocayuva y le hacía atribuir, en gran parte, nuestro desenvolvimiento. ¿Y la historia? Una noche, el doctor Núñez, a quien había pedido me explicase la filiación de algunas aberraciones en la organización política de Colombia, lo hacía de tal manera, que me obligó a preguntarle: ¿Pero dónde ha aprendido usted tan a fondo la historia argentina? Las mismas luchas entre las ideas y las cosas, entre las teorías y los hechos fatales, nacidos del estado social; las mismas aspiraciones vagas del núcleo inteligente, estrellándose contra la atonía de la masa, como entre nosotros, contra el empuje semibárbaro del caudillaje. Agregad la identidad de origen, la petulancia andaluza, que no perdió nada al pasar el mar, unida al vago fatalismo árabe que empuja al abandono, recordad que jamás argentinos y colombianos discutieron un palmo de tierra ni cambiaron una nota agria por las mil fútiles causas que la diplomacia desocupada inventa, y comprenderéis porqué vive vigorosa y creciente esa simpatía entre los dos pueblos, que nada puede cambiar y que llevaba a la acción será un día la garantía más firme, la única, de la anhelada paz del continente sudamericano.

Hay que partir; el carruaje espera a la puerta, y los buenos amigos que van a acompañarme hasta el confín de la sabana, están listos. Rueda el coche por las angostas calles, pasamos la plaza de San Victorino, y en las últimas casas de la ciudad me vuelvo para darle la mirada de adiós. Siempre he dejado un sitio con la seguridad de volver… ¡pero Bogotá!

Las cinco horas que empleamos hasta llegar a Manzanos fueron para mí tristes, a posar de la charla animada y espiritual de Roberto Suárez, Carlos Sáenz y Julio Mallarino, que me acompañaban. Una vez en la posada donde debíamos pasar la noche, nos preocupamos de la forzosa restauración de dessous le nez, como dice Rabelais. Mallarino había sostenido que en Manzanos había vino, lo que hacía inútil el trabajo de llevarlo desde Bogotá. Una vez en la mesa, supimos que no había más que cerveza de Cuervo (a quien respeto como filólogo, como sabio, como todo, menos como cervecero) y… ¡Champaña! Pero, ¡qué Champaña, mis amigos! Suárez sostenía que era de la casa de Mallarino, y éste lo amenazaba con un juicio por difamación, olvidando que en Colombia no los hay. Al fin, nos tendimos en unas camas flacas como las vacas de Faraón, pobladas de magros insectos que bien pronto entraron en campaña. No pude dormir; al alba me levanté, hice ensillar tranquilamente mi mula; mi compañero de viaje, un simpático y respetable caballero establecido en Honda, hizo otro tanto y antes de partir, entré en el cuarto de mis amigos para darles el abrazo del estribo. Dormían y respeté su sueño. Al bajar, encontré a Sáenz, con quien me indemnicé. Me arregló mis zamarros y unas espuelas oregonas de media vara que me había regalado él mismo, me envuelvo bien en mi ruana, y apretando por última vez la mano a aquel amigo, que sabe el cielo si lo volveré a encontrar en los azares de la vida, nos pusimos en marcha. Eran las seis y media de la mañana.

Con decir que las bestias que llevábamos eran de Piquillo, he dicho su calidad superior. Del mismo modo que M. André, en la Tour du Monde, como creo que ya he contado, entregó a la execración universal al que le alquiló mulas en Honda, a mi vez, impulsado por un sentimiento humanitario y cumpliendo un acto de justicia, recomiendo a todo el que hacia aquellos mundos se lance, emplear las mulas de Piquillo. Mulitas valerosas, trepando la cuesta empinada con su pasito menudo pero incansable, nos hicieron el viaje delicioso. Marchar por la montaña en las primeras horas de la mañana, sanos de cuerpo y espíritu, bien montados y en medio de los cuadros de una naturaleza que va cambiando lentamente sus perspectivas, es una sensación de las más gratas que conozco.

Al llegar al Alto de Robles, nos detuvimos un instante y miré largo e intenso la tendida sabana rodeada de montes; y allá en el tendido fondo, entre las nubes de la mañana, el Monserrat, a cuyo pie duerme Bogotá… Y en marcha.

Descendíamos de la sabana hacia la tierra caliente; he ahí Agua Larga. Una mirada al pasar, y adelante. A ambos lados del camino, entre la espesa vegetación que cubre la falda de la montaña, y allá en el fondo del profundo valle hacia el que bajamos en cigzac, empieza a oírse esa sinfonía peculiar de la región tórrida, a la que nuestros oídos se habían deshabituado en la altura. Eran los grillos, las chicharras, ¡qué sé yo de los nombres que llevan las estridentes tribus que cantan al sol entre el tupido follaje de la tierra cálida! Los abrigos se hacían pesados, y – ¡fenómeno curioso del que se me había advertido! – los oídos comenzaban a zumbarme ligeramente. Parece que es efecto del rápido cambio de temperatura, pero pasa pronto.

A poco se nos agregó un hermano del poeta Pombo, librero de Bogotá, amateur botánico, que saludaba por su nombre, como antiguos conocidos, a los yuyos del camino. Iba a Chimbe, no sé a qué. Costábale trabajo seguirnos, porque nuestras mulitas devoraban la ruta. Con su paso igual y parejo, bajaban, subían, avanzando siempre con una rapidez que me asombraba. No las economizábamos, porque, más previsor que a la venida, había hecho preparar, como el compañero, bestias de repuesto en Villeta. La sola idea de pasar ligero por aquel horno me alegraba el alma.

¡Hola!, he ahí a Chimbe, donde nos calafatearon el almuerzo famoso de la venida; ahí está el árbol a cuyo pie, tendido, con la rienda de mi mula cansada en la mano, se me apareció la Providencia bajo la forma de un indio montado en un alazán, y allá en el fondo de su eterno embudo, Villeta, la dulce al dejarla. Hace rato que nos ha dejado Pombo; miramos el reloj. Son apenas las 11; hemos marchado más rápidamente que el correo. Nos detenemos un instante en un caserío, donde mi compañero tiene relación, y parlamentamos hasta conseguir un almuerzo que nos evita detenernos en Villeta. ¡Qué apetito aquél! La buena sopa de papas y el duro trozo de carne salada desaparecieron en el acto. ¡Quién nos hubiera dado, más tarde, esa fourchette en Nueva York o en París, para hacer honor a Delmónico o Bignon, o a los renombrados chefs de Mde. B… o de Mde. S…! Y de nuevo en camino. Poco antes de llegar a Villeta, nos detenemos en algo que debía ser casa de Piquillo, porque allí cambiamos de bestias… Me he olvidado de dos personajes importantes que nos seguían o pretendían seguirnos en nuestra marcha vertiginosa; nuestros sirvientes, montados como tales. El mío, un rubio, tuerto, sabanero, como lo indicaba su tipo, especie de letrero para la gente del camino, de la que me informaba más tarde sobre su destino, pues acabó por perdérseme; mi sirviente, repito, montaba una mulita baja, escueta, regañona, canalla, ¡y el sabanero no llevaba espuelas! El espectáculo de aquel taloneo angustioso e incesante me hacía mal, porque me recordaba las peripecias de la venida, y me veía, no bajo un prisma halagador, muy de helmuth y de poncho de guanaco, blasfemando contra mi bestia rehacia.

25Menéndez Pelayo en su obra "Traductores de la Eneida", juzga la traducción de Caro como "la mejor que existe en español". Madrid, 1879.

Inne książki tego autora