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En viaje (1881-1882)

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La piedra se encuentra aún en su mismo sitio; dar un salto hasta ella, desde la orilla opuesta, no requiere por cierto un esfuerzo extraordinario; cualquier hombre que trace sobre una llanura una senda de un pie de ancho, caminaría por ella sin dificultad; pero colocad una tabla de idéntica dimensión a cien metros de altura, y os ruego que ensayéis…

Después de una leve discusión, quedamos todos sinceramente de acuerdo en que, para llevar a cabo ese rasgo, se requiere una organización especial, una ausencia de nervios o un dominio sobre la materia, de que ninguno de los humildes presentes estábamos dotados19.

Nos consolamos pensando en que los Bolívar son raros, y en que, si ninguno de nosotros lo era, no había motivos plausibles para imponernos la responsabilidad de esa omisión.

La cuestión de la altura del Salto no está aún definitivamente resuelta, tal es la dificultad que hay en medir la distancia que separa el valle inferior del punto en que las aguas abandonan el lecho del río y tal también la autoridad de los hombres de ciencia que han dado cada uno una cifra arbitraria.

La primera dimensión que encuentro consignada, es la del buen obispo Piedrahita, que, después de narrar la leyenda del Bochica, que ya he transcripto, según Humboldt, agrega con aquel acento de sinceridad que hace inimitable a nuestro Barco de Centenera, el M. Prud'homme de la Conquista:

«…El Salto de Tequendama, tan celebrado por una de las maravillas del mundo, que lo hace el río Funza cayendo de la canal que se forma entre dos peñascos de más de media legua de alto, hasta lo profundo de otras peñas que lo reciben con tan violento curso, que el ruido del golpe se oye a siete leguas de distancia»20.

¡Cuánta razón tenía Voltaire para criticar en el Eldorado las funestas exageraciones de los viajeros de América que abultaban desde las cascadas hasta los yacimientos de oro, produciendo aquellas decepciones que se traducían en crueldades de todo género sobre el pobre indio! No hay tal media legua de altura, lo que no permitiría la formación del río inferior por la evaporación completa de las aguas. No hay tal ruido que se perciba desde siete leguas, porque, en ese caso, la proximidad inmediata del Salto haría estallar todo tímpano humano.

Humboldt, que es necesario citar siempre que uno lo encuentre en su camino, dice que el río se precipita a 175 metros de profundidad, agregando, al terminar su descripción:

«Acaban de dejarse campos labrados y abundantes en trigo y cebada; míranse por todos lados aralia, alstonia theoformis, begonia y cinchona cordifolia y también encinas y álamos y multitud de plantas que recuerdan por su parte la vegetación europea, y de repente se descubre, desde un sitio elevado, a los pies puede decirse, un hermoso país donde crecen la palmera, el plátano y la caña de azúcar. Y como el abismo en que se arroja el río Bogotá, comunica con las llanuras de la tierra caliente, alguna palmera se adelanta hasta la cascada misma; circunstancia que permite decir a los habitantes de Santa Fe que la cascada de Tequendama es tan alta, que el agua salta de la tierra fría a la caliente. Compréndese fácilmente que una diferencia de altura de 175 metros no es suficiente para influir de una manera sensible en la temperatura del aire».

He ahí precisamente lo que no comprendo, ni aun fácilmente, con la aserción del ilustre viajero. El mismo hace constar la presencia de palmeras, plátanos y caña de azúcar en el valle inferior, y afirma que una que otra palmera avanza hasta el pie del abismo. ¿No son acaso esas plantas esencialmente características de la tierra caliente? ¿No necesitan para crecer, como los loros y guacamayos que revolotean a su alrededor, para vivir, de una temperatura superior a 25 grados centigrados? Indudablemente que 175 metros de diferencia en la altura, no bastan para determinar esta variación de clima; pero encontrándose el hecho brutal, indiscutible y patente, no hay más recurso que creer en algún error por parte del señor barón en la operación que le dio por resultado la cifra indicada. Pido perdón por esta audacia, tratándose de una opinión del más grande de los naturalistas; pero el sentido común tiene exigencias y es necesario satisfacerlas.

El ingeniero D. Domingo Esquiaqui, citado por el señor Ortiz, midió la catarata con la sondalesa y el barómetro, y halló que su altura, desde el nivel del río hasta las piedras que sirven de recipiente a sus aguas, es de 264 varas castellanas o 792 pies. Tenemos ya una opinión científica que aumenta en un tercio la cifra de Humboldt.

El señor Esguerra21 da la cifra de 139 metros de altura perpendicular. El señor Pérez (Felipe)22 da 146. Ninguno de ellos cita su autoridad.

Se asegura que, descendiendo de la sabana y buscando por San Antonio de Tena la entrada al valle por donde corre el Funza, después de su derrumbamiento, es posible llegar al pie de la cascada y contemplarla como ciertos pedazos del Niágara o de Pissenvache, en Suiza, detrás de la enorme cortina de agua. Formamos el proyecto de hacer esa excursión penosa, pero mucha gente conocedora de la localidad nos hizo desistir de la idea, persuadiéndonos de que aquella enorme masa de vapores desprendidos del choque, hacía la tierra tan sumamente permeable y pantanosa, que corríamos riesgo de hundirnos, o en todo caso, de no llegar al punto deseado.

Entre las tradiciones del Salto se cuenta aquel rasgo de maravillosa sangre fría del doctor Cuervo, que, atado al extremo de un cable, se hizo descender al abismo por medio de un torno, dice que depositó una botella con un documento a unos sesenta metros más abajo del nivel de la catarata, y luego de gozar largo rato el espectáculo soberano de las aguas en medio de su caída, volvió a subir, llegando a la altura sano y salvo. Cuando, a orillas del mismo Salto, me narraron la hazaña, cerré los ojos bajo un secreto terror y sentí algo como antipatía por dicho señor Cuervo, a quien no reconozco el derecho de humillar de esa manera a sus semejantes.

Llegó el momento del regreso y emprendimos la vuelta con un cansancio extremo. Las sensaciones intensas que nos habían dominado por algunas horas, el profundo asombro que aún estremecía el alma por instantes, nos dieron una laxitud tal, que al llegar a la hacienda de Tequendama, nos desmontamos, y encontrando en un corredor algunas pieles, nos tendimos sobre ellas, quedándonos casi instantáneamente dormidos.

Un tanto reposados, nos pusimos en camino, entrando en Bogotá al caer la tarde. Durante muchos días tuve en el espíritu el cuadro soberano que acababa de contemplar, tan bello, como creo no me será dado ver otro sobre la tierra.

CAPITULO XVI
La inteligencia

Desarrollo intelectual. – La tierra de la poesía. – Gregorio Gutiérrez González. – La facilidad. – Improvisaciones. – Rafael Pombo. – Edda la bogotana. – Impromptus. – El tresillo. – Un trance amargo. – El volumen. – Diego Fallon. – Su charla. – El verso fácil. – Clair de lune. – El canto "a la luna". – D. José M. Marroquín. – Carrasquilla. – José M. Samper. – Los mosaicos. – Miguel A. Caro. – Su traducción de Virgilio. – El pasado. – Rufino Cuervo. – Su diccionario. – Resumen

He dicho ya que el desenvolvimiento intelectual de la sociedad bogotana es de una superioridad incontestable. No es por cierto mi intención trazar aquí un bosquejo histórico de la literatura colombiana, bien conocida en América y apreciada en alto grado por los críticos más ilustrados de la madre patria. Colombia ha producido, desde los primeros días de su vida independiente hasta hoy, poetas galanos, prosistas pensadores y hombres de ciencia, de los que con justo título está orgullosa. Hay allí un gran respeto por la altura intelectual; la primera queja que formula un colombiano, aun en el día, contra las crueldades de la España y los horrores de la lucha de la independencia, ¿creéis que se refiere a la secular dominación colonial? No; es la muerte de Caldas, lo que no se perdona, del sabio Caldas, de ese Humboldt americano que, sin elementos, sin recursos, sin guía ni modelo, había emprendido la obra inmensa de clasificar la flora y la fauna infinita de su patria y explorar su cielo cubierto de astros innumerables…

 

Es la tierra de la poesía; desde el hombre de mundo, el político, el militar, hasta el humilde campesino, todos tienen un verso en los labios, todos saben de memoria las composiciones poéticas de los poetas populares. Entre ellos, el dulce «cisne antioquino» Gutiérrez González, se lleva la palma. Es en sus versos donde la criatura que entreabre su alma a las primeras emociones de la vida, encuentra la fórmula que expresa la vaguedad de sus aspiraciones. En ellos vibra la nota melancólica y profunda de esas dulces noches de la tierra caliente que exaltan la imaginación, turban el alma y adormecen los dolores humanos. A Gutiérrez González no se discute, y es una grave impresión de respeto por ese hombre la que siente el extranjero al contemplar la adoración serena de un pueblo por el intérprete armónico de sus cosas más íntimas… Así recitaba la Francia las primeras meditaciones de Lamartine; así suena aún en los hogares de Escocia el eco tierno de Burns… Nacido en tierra americana, respirando la atmósfera de nuestra época, enfermo de las mismas nostalgias mortales que sombrean el espíritu de casi todos nuestros poetas, cantando en nuestra lengua… ¿en qué puede fundarse un colombiano para sotenernos que, sólo para ellos, Gutiérrez González es un gran poeta? ¿En qué se fundaba la generación anterior a la nuestra para encontrar las imprecaciones de Mármol contra Rosas, dignas de Juvenal o de Hugo, o para extasiarse ante las laboriosas estrofas de Indarte? Cuando hoy leemos esos versos, la monotonía del ritmo, la violencia de las imágenes, la exaltación continua y cierta ingenuidad chocante con nuestro intelecto refinado, nos hacen admirar el entusiasmo de nuestros padres y atribuírlo simplemente a las circunstancias. Algo así sucede con Gutiérrez González, aunque sus versos se leen hoy y se leerán siempre con placer. Es sensible y real; ve las bellezas de la naturaleza con una claridad incomparable y las refleja en estrofas felices, fáciles y armoniosas.

¡Fáciles!.. He ahí el rasgo característico intelectual de los colombianos. No es posible imaginarse una espontaneidad semejante. Aturden, confunden. En una mesa, cuando, a los postres, el vino aviva la inteligencia y la alegría común hace chispear el cerebro, ¡qué irrupción aquella de cuartetas, décimas, quintillas! Se dan pies forzados, eligiendo voces extrañas, que envuelven siempre antítesis inconciliables. El tiempo material de llenar los renglones, y he ahí una composición completa, llena de chispa, sabrosa de oportunidad. Uno la recita, y al concluir, ya se ha puesto otro de pie y comienza la suya tomando las rimas forzadas en el orden contrario. En los primeros días, acudí a mi secretario, Martín García Mérou, el más distinguido de los poetas argentinos de su edad y cuya fácil espontaneidad es bien conocida entre nosotros, pidiéndole que supliera mi inhabilidad absoluta en la métrica, haciendo frente a aquella avalancha. Lo intentó; tomó sus rimas obligadas, e inclinó la frente sobre el dorso del menú. No había aún concluido el primer verso, cuando cinco o seis levantaban en alto la décima completa. «Es imposible, son unos ¡bárbaros!»… decía Martín. Bien pronto dejan a un lado el lápiz y empieza la improvisación oral, vertiginosa, inacabable. Al fin todos hablan en verso, y es tal su facilidad de ritmo y consonante, que he oído a Carlos Sáenz hacer versos durante un cuarto de hora, sin detenerse un instante. Disparates sin sentido, con frecuencia, pero jamás un verso cojo ni una rima pobre. En general, el espíritu corre a raudales; una palabra, una frase, dan el pie a una improvisación admirable…

Si eso es la generalidad, es fácil concebir la altura de los grandes poetas colombianos. No quiero hablar del pasado; pero no puedo resistir al deseo de recordar aquí dos hombres cuya mano he estrechado con respeto y cariño: Rafael Pombo y Diego Fallon.

Un día, en un salón de Nueva York, una dama argentina, que tiene un sitio elevado y merecido en la jerarquía intelectual de nuestro país, recibía una numerosa sociedad sudamericana. Rafael Pombo estaba allí. ¿Qué hacía en los Estados Unidos? Había ido como cónsul, creo; un cambio de política lo dejó sin el empleo, que era su único recurso, y como no quería volver a Colombia, donde imperaban ideas diametralmente opuestas a las suyas, tuvo que ingeniarse para encontrar medios de vivir. ¡Vivir, un poeta, en Nueva York! ¡Me figuro a Carlos Guido en Manchester! Pombo, como Guido, nunca ha tenido la noción del negocio, y tengo para mí, que allá en el fondo de su espíritu, ha de haber una sólida admiración por esos personajes opacos que logran, tras un mostrador, labrarse, con la fortuna, la deseada independencia de la vida. ¿Qué hacer? Hombre de pluma, vivió de la pluma. No creáis que como periodista o corresponsal. Con más suerte que Pérez Bonalde, el admirable poeta venezolano, el único que ha vertido a Heine dignamente al español y que hoy redacta con toda tranquilidad en Nueva York los avisos de la casa Lamman y Kemp en siete idiomas, Pombo se puso al habla con los editores Appleton & Co., que entonces publicaban esos cuadernos ilustrados, con cuentos morales, que todos hemos visto en manos de los niños de la América entera. Antes de ir a Bogotá, no sabía yo por cierto que aquel gracioso e ingenuo cuentecito:

 
Érase una viejecita
Sin nadita que comer.
 

que mi hijita de cuatro años me recitaba, era nada menos que del inmortal autor del canto al «¡Niágara!». Más de una vez, al pasar, había admirado la maravillosa facilidad de esas composiciones puras y cándidas como los espíritus angelicales que debían entretener; más de una vez pensé vagamente en el caudal de ternura que debía existir en el alma de ese dulce y familiar poeta anónimo, iluminando, desde la sombra, millares de rostros infantiles, era Pombo, era uno de los más grandes poetas que hayan escrito en español…

Pombo, pues, como la mejor parte de los sudamericanos residentes en Nueva York, iba con frecuencia a gozar de la charla elegante y erudita de nuestra compatriota, que sostenía con éxito las más difíciles cuestiones literarias. Una noche se encaró con Pombo y le preguntó quién era esa poetisa desconocida, esa famosa Edda la Bogotana, cuyos versos, impregnados de una pasión profunda y absorbente, le recordaban los inimitables acentos de Saffo, llamando con el ímpetu del alma y el estremecimiento de la carne al hombre de sus sueños y de sus deseos.

 
Era mi vida el lóbrego vacío,
Era mi corazón la estéril nada…
Pero me viste tú, dulce bien mío
Y creome un universo tu mirada…
 

– ¿Encuentra usted esos versos dignos de atención, señora? – dijo Pombo.

– ¿Esos versos, en que vibra un alma apasionada, esos versos tan de mujer, envueltos en la adoración, en el misticismo misterioso de Santa Teresa?.. ¡He ahí los hombres! ¿Cuál de ustedes sería capaz de escribirlos?..

– Pues Edda está actualmente en Nueva York, y si usted quiere conocerla…

– ¿Que si quiero conocerla? – dijo nuestra compatriota con su ímpetu característico. – Ahora mismo me dice usted dónde vive, cómo se llama, y mañana sin falta la visito. ¡Me la voy a comer a besos!

– Pues empiece usted, señora… Edda… ¡soy yo!

Si Byron cruzara hoy las calles con el traje estrecho de brin, polainas y anteojos verdes, con que nos lo pinta Lady Blessingthon, que lo vio en Venecia, no sería mayor nuestro desencanto que el de nuestra compatriota, que no tuvo más recurso que dar un adiós a Edda, desvanecida… en la forma de una palmada en la mejilla de Pombo…

Pombo es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña, boca gruesa, bigote y perilla rubios, ojos saltones y miopes, tras unas enormes gafas… Feo, muy feo. El lo sabe y le importa un pito. Brilla en su cerebro la eterna, la incomparable belleza intelectual, y podría contestar como Ricardo Gutiérrez, un día, en Italia, a un amigo que le criticaba su indiferencia por el corte de una levita… «Yo soy paquete por dentro». Pombo es bello por dentro, por la elevación suprema de su espíritu y la dulzura de su carácter…

He ahí la inspirada bogotana cuyos versos sabe la América entera de memoria… ¡Un capricho hizo a Pombo tomar el nombre de Edda, y Edda es hoy inmortal!.. «Muchas veces, me decía sonriendo, he tenido la idea de reunir en un volumen (que no sería pequeño) todos los cantos de amor, los ecos de simpatía, los gritos apasionados de confraternidad en el dolor, que han sido dedicados a Edda desde la Argentina a Méjico, y publicarlo… ¡con mi retrato al frente!»

Una tarde encuentro a Pombo en la calle Florián y entre la charla, le digo que padezco de insomnio, que no sé si el aire de la altura me quita el sueño, etc. – «Yo he tenido un amigo, el señor Guerra, que sufría también de eso; pero se curó… ¿con qué? No me acuerdo. Mañana lo sabré y se lo diré; mire que me ha prometido ir a ver mis cuadros, no lo olvide». – Al día siguiente, al entrar en casa, supe que Pombo acababa de salir; sobre el escritorio encontré una hoja de papel suelta, un viejo borrador mío, con este verso:

 
Cumplo, amigo, mi palabra;
Cúmplala usted como yo.
Ramón Guerra se curó
Tomando leche de cabra.
 

Eso es bogotano puro. La facilidad, la precisión, la soltura del verso… Por ejemplo, los que sepan jugar al tresillo, el rey de los juegos y el juego de los reyes, apreciarán la extraordinaria exactitud de los siguientes, tomados de una composición de Gutiérrez González, la Visita:

 
Yo perdí este solo de oros
El más grande que se ve:
Seis de cuatro matadores
Rey de copas, cuatro y tres;
Por consiguiente, dos fallos…
– ¡Pero hombre, no puede ser!
¿Lo perdiste?.. – Lo perdí.
– ¿Por mal jugado? – ¡Tal vez!
Me recomieron los triunfos
Que en los dos fallos jugué,
Me asentaron los chiquitos
Y me fallaron el rey.
 

¿Y esta discusión gráfica, después de que el enterrador se la lleva?:

 
…Si yo he podido
Agachármele a su tres!
– ¡No, señor, con un triunfito
De los míos que tenga usted!
– ¡O que usted vuelva sus bastos!
– ¡O que no vuelva a oros él!..
– ¡Es puesta! – Le doy codillo!..
– ¡Si era más grande! – Da Andrés.
 

Un paréntesis, ya que de tresillo he hablado. Es el juego favorito de Bogotá; pero, a diferencia del Perú, sólo lo juegan los hombres. Sabido es que en Lima, todas las noches hay, en una o en otra casa, la clásica partida de Rocambole (tresillo), en que toman parte las señoras. En los tiempos de opulencia, durante la estación de baños en Chorrillos, se ha llegado a jugar hasta… a chino la ficha. El contrato de un chino, por tres o cuatro años, importaba 300 ó 400 pesos fuertes. El que perdía, generalmente hacendado, pasaba al día siguiente a la hacienda de su ganador, el número de fichas-chinois que había perdido la víspera… En Bogotá no se hila tan grueso… y en el Perú pasaron también esos tiempos. Pero los bogotanos son famosos por su habilidad en el tresillo. Martín, Holguín, De Francisco… no tienen rivales. Carlos Holguín, durante su permanencia en España, donde no son mancos, ha asombrado a los más fuertes espadas del Veloz… No he podido menos de sonreír al encontrar, en el admirable estudio del señor Camacho Roldán, uno de los hombres más sabios y distinguidos de Colombia, sobre el poeta Gutiérrez González, este característico comentario a los versos sobre el tresillo que he transcrito en primer término:

«La exposición de la partida es tan clara y la explicación de los azares que determinaron la pérdida de ella tan completa, que cualquier aficionado, sin ser un Miguel Ángel en ese arte divino, puede comprender en el acto que se perdió de puesta en la que el pie, que indudablemente tenía caballo y siete de copas, hizo las cuatro bazas, y el mano el fallo del rey, habiendo sido atravesado el hombre»23.

¿No es un maestro el que habla?..

 

Esa facilidad de Gutiérrez González no se desmentía un solo momento. Un día, su amigo Vicente X., lo encuentra a media noche, inclinado sobre el caño, expiando duramente las numerosas libaciones de una comida de donde salía. El que ha pasado por ese trance, sabe que no es el más a propósito para entregarse a la improvisación poética… Sin darse cuenta de lo que Gutiérrez González hacía, pero reconociéndolo, el amigo se le acerca y le pregunta naturalmente:

– ¿Qué estás haciendo, Gregorio?

– Déjame, por Dios, Vicente,

 
¡Que estoy pasando actualmente
Las penas del Purgatorio!
 

– contesta en el acto el incorregible poeta.

Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instancias de sus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nunca ha querido publicar sus versos coleccionados. Tiene horror por la masa, y cree que pocos son los poetas que resisten a un análisis del conjunto de sus obras.

En cambio, Diego Fallon, acaba de publicar sus poesías en un volumen (Bogotá, 1882). ¿Sabéis cuántas son? ¡Dos! Un canto a «Las ruinas de Suesca» y otro «A la luna». He ahí todo su bilan como composiciones de aliento.

Figuraos una cabeza correcta, con dos grandes ojos negros, «deux trous qui lui vont jusqu'à l'âme», pelo negro, largo, echado hacia atrás, nariz y labios finos, un rostro de aquellos tantas veces reproducidos por el pincel de Van Dyck. Un cuerpo delgado, siempre en movimiento, saltando sobre la silla en sus rápidos momentos de descanso. Oídlo, porque es difícil hablar con él, y bien tonto es el que lo pretende, cuando tiene la incomparable suerte de ver desenvolverse en la charla del poeta el más maravilloso kaleidoscopio que los ojos de la inteligencia puedan contemplar. ¿De qué habla? De todo lo que hay en la tierra y en los cielos, de todas esas cosas más de que Hamlet habla a Horacio y que sólo los poetas ven. ¡Qué lujo, qué prodigalidad! Yo no sé con qué ojos ese diablo de hombre mira los aspectos de la vida, pero el hecho es que jamás uno ha observado el lado curioso, la faz bella o grotesca que él señala. Aquello es una orgía intelectual, un torrente, una avalancha… hasta que el reloj da una hora y el visionario, el poeta, el inimitable colorista, baja de un salto de la nube dorada donde estaba a punto de creerse rey, y toma lastimosamente su Ollendorff para ir a dar su clase de inglés, en la Universidad, en tres o cuatro colegios y qué se yo donde más. ¡Fallon es hijo de inglés y lo educaron en Inglaterra para ingeniero!

Ese calavera, ese despilfarrador de su savia latina, ha escrito en su vida, lo repito, dos composiciones. ¿Impotencia? Hablaría en verso un día entero. ¿Desidia? Necesita más actividad moral para una charla de una hora que para un poema. No; una concepción altísima y respetuosa del arte, la idea de que el poeta debe cuidar su obra hasta llevarla al grado de perfección que es dado alcanzar al hombre. Fallon confiesa que hay cuarteta que le ha costado meses; quería encerrar en cuatro versos una idea, y, o el ritmo la desfiguraba o el verso reventaba. Así, ¡qué júbilos íntimos, qué francas y abiertas alegrías, cuando, al fin, al último golpe de cincel, la estatua aparecía pura, tal como la soñó el maestro!

Si hay un arte en el que la espontaneidad, la facilidad de la forma importa un gravo peligro, es la poesía. Hay oídos musicales de nacimiento, como hay retinas que ven más hondo que el ojo humano común. Estos privilegiados son portentos hasta los quince años, vulgaridades hasta los veinticinco, cero después. La labor fácil les ha hecho perder el sentimiento de lo bello, de lo concluido, de lo verdadero y expresivo. ¡Cuántas noches ha costado a Byron cierta estrofa que hoy vemos desenvolverse con una soltura y elegancia tal, que parece haber nacido de una pieza, como la Minerva griega! ¡Un manuscrito de Goethe o Schiller impone un grave respeto: ¡qué esfuerzo, qué tenacidad en la lucha contra la forma rebelde que no expresa, que no quiere expresar el pensamiento! ¡Quién creería que el maestro típico de la espontaneidad, el cantor de Vauclusa, el divino Petrarca, que ha escrito más sonetos que estrellas tiene el cielo, labrase el verso como Gioberti el bronce!24. ¿Y Musset y Hugo mismo? Y Manzoni y Leopardi… ¿y todo lo que vale y todo lo que queda?.. Hacía quince días que Béranger estaba preso, cuando un amigo que lo visitaba le preguntó cuántas canciones había hecho en ese tiempo: «Aun no he concluido la primera; ¿creéis que una canción se hace como un poema épico?»

La prosa vulgar se traga como el pan común; pero una «crème fouettée», insípida… no. Detesto el mal verso, y me es una fatiga enorme la lectura de esos volúmenes rimados que no dejan preocupación ni agitación; prefiero las dos composiciones de Fallon a la mayor parte de los gruesos tomos de versos que han hecho gemir las prensas de la América Española y de la España misma…

¿Quién de entre nosotros no tiene perdida en la memoria la sensación deliciosa de una noche de luna, cuando, con el espíritu tranquilo, bajo la plácida influencia de esas horas silenciosas, se sigue el rayo de luz entre los árboles, en los campos y en los cerros, poblándolo, como el haz luminoso sobre la cuna de Betlhem bajo el místico pincel de Dürer, de visiones tenues y flotantes, de sueños y recuerdos?.. ¿Cuál es aquel que, impotente para crear, no ha pedido al arte un reflejo, en el verso o en el color, encontrándolo a veces en la música, de esos diálogos íntimos entre el alma y las escenas de la noche, bajo la blanca luz de la luna? He ahí el motivo de mi predilección por la dulce poesía de Fallon; nadie como él, hasta ahora, me ha hecho leer con mayor claridad dentro de mí mismo, dando forma y vida a las ideas y sensaciones confusas que en otro tiempo, en los días de entusiasmo, la luna serena hacía brotar en mi alma… Oíd, quiero citar algunas estrofas. Reclinad la cabeza sobre el cómodo respaldo del sillón, allí, bajo el corredor, frente a los árboles que una brisa imperceptible mueve apenas, a favor de ese silencio profundo e íntimo de las noches en el campo, dejad venir los recuerdos, cantar las esperanzas… Pero, con los ojos entreabiertos bajo el párpado que la quietud adormece, mirad el cuadro…

 
Ya del Oriente en el confín profundo
La luna aparta el nebuloso velo
Y leve sienta, en el dormido mundo,
Su casto pie con virginal recelo…
 
 
Absorta allí la inmensidad saluda,
Su faz humilde al cielo levantada
Y el hondo azul con elocuencia muda
Orbes sin fin ofrece a su mirada.
Un lucero, no  más, lleva por guía;
Por himno funeral silencio santo;
Por sólo rumbo la región vacía
Y la insondable soledad por manto.
 
 
De allí desciende tu callada lumbre
Y en argentinas gasas se despliega
De la nevada sierra por la cumbre
Y por los senos de la umbrosa vega.
Con sesgo rayo por la falda oscura
A largos trechos el follaje tocas,
Y tu albo resplandor sobre la  altura
En mármol torna las desnudas rocas.
 
 
Y yo en tu lumbre difundido ¡oh luna!
Vuelvo al través de solitarias breñas
A los lejanos valles, de en su cuna
De umbrosos bosques y encumbradas peñas
El lago del desierto reverbera,
Adormecido, nítido, sereno,
Sus montañas pintando la ribera
Y el lujo de los cielos en su seno.
¡Oh! y éstas son tus mágicas regiones
Donde la humana voz jamás se escucha,
Laberintos de selvas y peñones
En que tu rayo con las sombras lucha.
Porque las sombras odian tu mirada;
Hijas del Caos, por el mundo errantes,
Náufragos restos de la antigüa Nada,
Que en el mar de la luz vagan flotantes.
 
 
A tu mirada suspendido el viento,
¡Ni árbol ni flor el desierto agita;
No hay en los seres voz ni movimiento;…
El corazón del mundo no palpita…
Se acerca el centinela de la muerte!
¡He aquí el silencio! Sólo en su presencia
Su propia desnudez el alma advierte,
Su propia voz escucha la conciencia.
Y pienso aún y con pavor medito
Que del Silencio la insondable calma
De los sepulcros es tremendo grito
Que no oye el cuerpo y estremece el alma!
 
 
El que vistió de nieve la alta sierra,
De oscuridad las selvas seculares,
De hielo el polo, de verdor la tierra,
Y de fondo azul los cielos y los mares,
Echó también sobre tu faz un velo,
 
 
Templando tu fulgor para que el hombre
Pueda los orbes numerar del cielo
Tiemble ante Dios y su poder le asombre.
Cruzo perdido el vasto firmamento,
A sumergirme torno entre mí mismo
Y se pierde otra vez mi pensamiento
De mi propia existencia en el abismo…
Delirios siento que mi mente aterran:
Los Andes, a lo lejos, enlutados,
Pienso que son las tumbas do se encierran
Las cenizas de mundos ya  juzgados…
 
 
El último lucero en el Levante
Asoma y triste tu partida llora:
Cayó de tu diadema ese diamante
Y adornará la frente de la Aurora.
¡Oh, luna adiós! Quisiera en mi despecho,
El vil lenguaje maldecir del hombre.
Que tantas emociones en su pecho
Deja que broten y les niega un nombre
Se agita mi alma, desesperada y gime,
Sintiéndose en la carne prisionera;
Recuerda al verte su misión sublime
Y el frágil polvo sacudir quisiera.
Mas si del polvo libre se lanzara,
Esta que siento, imagen de Dios mismo,
Para tender su vuelo no bastara
Del firmamento el infinito abismo!
Porque esos astros, cuya luz desmaya,
Ante el brillo del alma, hija del cielo
No son siquiera arenas de la playa,
Del mar que se abre a su futuro vuelo!..
 

No he podido rendir un homenaje más digno a las letras de Colombia, que la transcripción de esos versos de Diego Fallon.

Vencer las mayores dificultades del verso, sea en la forma, en la transposición o en la rima, derramar la gracia, el chiste, la fina ironía en sus composiciones, es un juego para D. José M. Marroquín. Ha hecho una glosa rimada de los primeros libros de Tito Livio, que no vacilo en considerar como uno de los trabajos más perfectos que en ese género se hayan escrito en nuestro idioma. Castizo, correcto, parece que buscara los trances más difíciles de la sintaxis, como para probar que los tesoros del español son inagotables. ¡Qué galana facilidad y qué facilidad de pincel! Sus versos quedan en la memoria, y siempre su recuerdo trae una sonrisa. Quién que haya leído El Cazador y la Perrilla, no verá siempre aquella perra enteca, flaca, que

 
Era, otrosí, derrengada,
La derribaba un resuello…
Puede decirse que aquello
No era perra ni era nada.
 

D. Ricardo Cascarilla tiene también composiciones felicísimas de ese género; sobre todo, a mi juicio, un curiosísimo diálogo con el Salto de Tequendama, a quien presenta un literato español, de paso por Colombia. Siento no poder transcribirlo aquí; pero, si fuera a reproducir todo lo bueno que ha producido la literatura colombiana contemporánea, no me bastaría por cierto un volumen.

19"En 1826, el general Bolívar, entusiasmado con tan magnífica escena, no pudo contenerse y saltó a una piedra, de dos metros cuadrados, que forma como un diente en la horrorosa boca del abismo. A la misma piedra salté yo en una de mis excursiones; pero con esta diferencia: que el Libertador llevaba botas con el tacón herrado, y yo tuve la precaución de descalzarme previamente; yo estaba en la fuerza de mis 18 años y esto excusa en parte mi temeridad. Un paso en falso, un resbalón, habrían bastado para que no estuviese contando el cuento. Veces hay en que se me erizan los cabellos al pensar en aquella barbaridad. —Juan Francisco Ortiz."
20Piedrahita. "Hist. Gral. de la Conq. del nuevo Reino de Granada", lib. II, cap. I, pág. 13. Ed. de 1881.
21Diccionario geográfico de Colombia.
22Geografía Física y Política de Cundinamarca.
23Gregorio Gutiérrez González, por S. Roldán. (Repert. Colombiano.)
24"He empezado este soneto con la ayuda de Dios, el 10 de septiembre, desde el alba, después de mis oraciones matinales. Será necesario rehacer estos dos versos, cantándolos e invertir el orden. – Tres de la mañana, 19 de octubre. – Esto me agrada, 30 de octubre, 10 de la mañana. – No, esto no me agrada. – 20 de diciembre, a la tarde. – Será necesario volver sobre esto; me llaman a comer. – 18 de febrero, hacia las 9: Ahora va bien: será preciso volver a ver aún… (Manuscrito de Petrarca, cit. por J. Klaczko. – "Causeries Florentines").

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