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En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XV
El Salto de Tequendama

La partida. – Los compañeros. – Los caballos de la sabana. – El traje de viaje. – Rosa. – Soacha. – La hacienda de San Benito. – Una noche toledana. – La leyenda del Tequendama. – El mito chiboha. – Humboldt. – El brazo de Neuquetheba. – El río Funza. – Formación del Salto. – La hacienda de Cincha. – Paisajes. – La cascada vista de frente. – Impresión serena. – En busca de otro aspecto. – Cara a cara con el Salto. – El torrente. – Impresión violenta. – La muerte bajo esa faz. – La hazaña de Bolívar. – La altura del Salto. – Una opinión de Humboldt. – Discusión. – El Salto al pie. – El Dr. Cuervo. – Regreso

Al fin llegó el día tan deseado del paseo clásico de Colombia, la visita al Salto de Tequendama, la maravilla natural más estupenda que es posible encontrar en la corteza de la tierra. Desde que he puesto el pie en la altiplanicie andina, sueño con la catarata, y cuando, al cansado paso de mi mula, llegué a aquel punto admirable que se llama el Alto de Robe, desde el cual vi desenvolverse a mis ojos atónitos, la inmensa sabana, pareciome oír ya «del Tequendama el retemblar profundo».

Ha llegado el momento de ponernos en marcha; el día está claro y sereno, lo que nos promete una atmósfera transparente al borde del Salto. A las tres de la tarde, la caravana se pone en movimiento. Somos ocho amigos, sanos, contentos, jóvenes y respirando alegremente el aire de los campos, viendo la vida en esos momentos color de rosa, bajo la impresión de la profunda cordialidad que impera y ante la perspectiva de las hondas emociones del día siguiente. Son Emilio Pardo, tan culto, tan alegre y simpático; Eugenio Umaña, el señor feudal del Tequendama, en una de cuyas haciendas vamos a dormir, caballeroso, con todos los refinamientos de la vida europea por la que suspira sin cesar, músico consumado; Emilio del Perojo, Encargado de Negocios de España, jinete, decididor, pronto para toda empresa, con un cuerpo de hierro contra el que se embota la fatiga; Roberto Suárez, varonil, utópico, trepado eternamente en los extremos, exagerado, pintoresco en sus arranques, incapaz de concebir la vida bajo su chata y positiva monotonía, apasionado, inteligente e instruido; Carlos Sáenz, poeta de una galanura exquisita y de una facilidad vertiginosa, chispeante, sereno, igual en el carácter a un cielo sin nubes; Julio Mallarino, hijo del dignísimo hombre de Estado que fue presidente de Colombia, espiritual, hábil, emprendedor, literato en sus ratos perdidos; Martín García Mérou, meditando su oda obligada al Salto, y por fin, yo, en uno de los mejores instantes de mi espíritu, nadando en la conciencia de un bienestar profundo, con buenas cartas de mi tierra recibidas en el momento de partir y con la tranquilidad que comunican los pequeños éxitos de la vida.

Volábamos sobre la tendida sabana, gozando de aquella indecible fruición física que se siente cuando se corre por los campos sobre un caballo de fuego y sangre, estremeciéndose al menor ademán que adivina en el jinete, la boca llena de espuma, el cuello encorvado y pidiendo libertad, para correr, volar, saltar en el espacio como un pájaro.

No he montado en mi vida un animal más noble y generoso que aquel bayo soberbio que mi amigo J. M. de Francisco tuvo la amabilidad de enviarme a la puerta de mi casa, aparejado a la orejón, como si dijéramos a la gaucha. Verdad que el caballo de la sabana de Bogotá es una especialidad; todos ellos son de paseo, y es imposible formarse una idea de la comodidad de aquel andar sereno, cuya suavidad de movimientos no se pierde, ni aun en los instantes de mayor agitación del animal. No tienen aquel ridículo braceo de los caballos chilenos, tan contrarios a la naturaleza; pero su brío elegante es incomparable. Encorvan la cabeza, levantan el pecho, pisan con sus férreos cascos con una firmeza que parte la piedra y fatigan el brazo del jinete que tiene que llevarlos con la rienda rígida. La espuela o el látigo son inútiles; basta una ligera inclinación del cuerpo para que el animal salte, y como dicen nuestros paisanos, pida rienda. Y así marchan días enteros; después de un violento viaje de diez y seis leguas, con sus carreras, saltos, etc. He entrado en Bogotá con los brazos muertos y casi sin poder contener mi caballo, que, embriagándose con el resonar de sus cascos herrados sobre las piedras, aumentaba su brío, saltaba el arroyo como en un circo y daba muestras inequívocas de tener veleidades de treparse a los balcones. Todos los animales que montábamos, eran por el estilo; en el camino llano que va a Soacha, sólo una nube de polvo revelaba nuestra presencia. Volábamos por él, y los caballos, excitándose mutuamente, tascaban frenéticos los frenos, y cuando algún jinete los precipitaba contra una pared baja de adobes o contra un foso, salvaban el obstáculo con indecible elegancia.

El traje que llevábamos es también digno de mención, porque era el que usa todo colombiano en viaje. En la cabeza, el enorme sombrero suaza, de paja, de anchas alas que protegen contra el sol, y de elevada copa que mantienen fresco el cráneo. Al cuello, un amplio pañuelo de seda que abriga la garganta contra la fría atmósfera de la sabana al caer la noche; luego, nuestro poncho, la ruana colombiana, de paño azul e impermeable, corta, llegando por ambos lados sólo basta la cintura. Por fin, los zamarros nacionales, indispensables, sin los cuales nadie monta, que yo creía, antes de ensayarlos, el aparato más inútil que los hombres hubieran inventado para mortificación propia, opinión sobre la que, más tarde, hice enmienda honorable. Los zamarros son dos piernas de calzón, de media vara de ancho, cerradas a lo largo, pero abiertas en su punto de unión, de manera que sólo protegen las extremidades. Cayendo sobre el pie metido en el estribo morisco que semeja un escarpín, dan al jinete un aire elegante y seguro sobre la silla. Son generalmente de caoutchouc, pero los orejones verdaderos, la gente de campo, los usan de cuero de vaca con pelo, simplemente sobados17. Si se tiene en cuenta que en aquellas regiones los aguaceros torrenciales persisten las tres cuartas partes del año, se comprenderá que estas precauciones son indispensables para los viajeros en la montaña, en climas donde una mojadura puede costar la vida.

Pronto estuvimos en Bosa, distrito del departamento de Bogotá, antiquísimo pueblo chibcha, que fue el cuartel general de Gonzalo Jiménez de Quesada, antes de la fundación de Bogotá, y lugar de recreo del virrey Solís, que podía allí dar rienda suelta a su pasión por la caza de patos.

Una hora más tarde cruzábamos bulliciosamente las muertas calles de la triste aldea de Soacha, de dos mil quinientos habitantes y con un metro de elevación sobre el nivel del mar por habitante. En las inmediaciones de Soacha, y a 2660 metros de elevación, dice Humboldt que encontró huesos de mastodonte. ¡Deben esos restos de un mundo desvanecido haber reposado allí muchos millares de años antes de ser hollados por la planta del viajero alemán!

Los visitantes comunes del Salto hacen noche en Soacha, para madrugar al día siguiente y llegar a la catarata antes que las nieblas la hagan invisible. Pero nosotros íbamos con el señor de la comarca, pues la región del Tequendama, pertenece a la familia Umaña, por concesión del rey de España, otorgada hace doscientos y tantos años. Nos dirigíamos a una de las numerosas haciendas en que está subdividida, la de San Benito, a la que llegamos cuando la noche caía y el viento fresco de la sabana abierta empezaba a hacernos bendecir los zamarros y la ruana cariñosa. Allí nos esperaba una verdadera sorpresa, en la mesa luculiana que nos presentó el anfitrión, con un menú digno del Café Anglais, y unos vinos, especialmente un Oporto feudal, que habría hecho honor a las bodegas de Rothschild.

Allí pasamos la noche, es decir, allí la pasaron los que, como Pardo, Perojo y yo, tuvimos la buena idea de dar un largo paseo después de comer. Mientras, tendidos en el declive de una parva, hablábamos de la patria ausente y contemplábamos la sabana, débilmente iluminada por la claridad de la noche y las cimas caprichosas de las pequeñas montañas que la limitan, llegaban a nuestros oídos ruidos confusos desde el interior de la casa, rumor de duro batallar, gritos de victoria, imprecaciones, himnos. Cuando, dos horas más tarde, entramos en demanda de nuestros lechos, los campos de la Moskowa, de Eylau o de Sedán, eran idilios al lado del cuadro que se nos ofreció a la vista. Aún recuerdo una almohada que era un poema. Como aquellos sables que en el furor del combate se convierten en tirabuzones, la almohada, abierta de par en par, dejaba escapar la lana por las anchas heridas, mientras que un débil pedazo de funda procuraba retenerla en su forma pristina. Mesas derribadas, sillas desvencijadas, botines solitarios en medio del cuarto y en los rincones, sobre los revueltos lechos, los combatientes inertes, exhaustos. El cuarto diplomático había sido respetado, y ganamos nuestras camas con la sensación deliciosa del peligro evitado.

Como al amanecer debemos ponernos en camino del Salto, ha llegado el momento de explicar su formación, buscando previamente su fe de bautismo, su filiación en la teogonía chibcha. La imaginación de los americanos primitivos, que ha creado las leyendas originarias del Méjico y del Perú, tiene que brillar también en estas alturas, donde la proximidad de los cielos debe haberle comunicado mayor intensidad y esplendor.

No fatigaré exponiendo aquí toda la mitología chibcha, raza principal de las que poblaban las alturas de lo que hoy se llama Colombia, cuando en 1535 llegaban por tres rumbos distintos los conquistadores españoles. Entre éstos, Quesada, el más notable, recogió las principales leyendas, y aunque desgraciadamente su manuscrito se perdió, los historiadores primitivos del nuevo reino de Granada las han conservado salvándolas del olvido.

 

Humboldt, refiriéndose a las tradiciones religiosas de los indios respecto al origen del Salto de Tequendama, dice así:

«Según ellas, en los más remotos tiempos, antes que la Luna acompañase a la Tierra, los habitantes de la meseta de Bogotá vivían como bárbaros, desnudos y sin agricultura, ni leyes, ni culto alguno, según la mitología de los indios muíscas o moscas. De improviso se aparece entre ellos un anciano que venía de las llanuras situadas al este de la Cordillera de Chingasa, cuya barba, larga y espesa, le hacía de raza distinta de la de los indígenas. Conocíase a este anciano por los tres nombres de Bochica, Neuquetheba y Zuhé, y asemejábase a Manco Capac. Enseñó a los hombres el modo de vestirse, a construir cabañas, a cultivar la tierra y reunirse en sociedad; acompañábalo una mujer a quien también la tradición da tres nombres: Chia, Yubecahiguava y Huitaca. De rara belleza, aunque de una excesiva malignidad, contrarió esta mujer a su esposo en cuanto él emprendía para favorecer la dicha de los hombres. A su arte mágico se debe el crecimiento del río Funza, cuyas aguas inundaron todo el valle de Bogotá, pereciendo en este diluvio la mayoría de los habitantes, de los que se salvaron unos pocos sobre la cima de las montañas cercanas. Irritado el anciano, arrojó a la hermosa Huitaca lejos de la Tierra; convirtiose en Luna entonces, comenzando a iluminar nuestro planeta durante la noche. Bochica, después, movido a piedad de la situación de los hombres dispersos por las montañas, rompió con mano potente las rocas que cerraban el valle por el lado de Canoas y Tequendama, haciendo que por esta abertura corrieran las aguas del lago de Funza, reuniendo nuevamente a los pueblos en el valle de Bogotá. Construyó ciudades, introdujo el culto del Sol y nombró dos jefes a quienes confirió el poder eclesiástico y secular, retirándose luego, bajo el nombre de Idacanzas, al valle Santo de Iraca, cerca de Tunja, donde vivió en los ejercicios de la más austera penitencia, por espacio de 2000 años».

Es necesario haber visto aquella solución de la montaña por donde el Funza penetra bullicioso y violento, aquellas rocas enormes, suspendidas sobre el camino, como si hubieran sido demasiado pesadas para el brazo de los titanes en su lucha con los dioses, para apreciar el mito chibcha en todo su valor. Hay allí algo como el rastro de una voluntad inteligente y de la tutela eterna y profunda de la naturaleza sobre el hombre, tiene que haber sido personificada por el indio cándido en la fuerza sobrehumana de uno de esos personajes que aparecen en el albor de las teogonías indígenas como emanaciones directas de la divinidad.

La mañana estaba bellísima, y el aire fresco y puro de los campos exalta la energía de los animales que nos llevan a escape por la sabana. Pronto llegamos a la hacienda de Tequendama, situada al pie del cerro, en una posición sumamente pintoresca. Pasamos sin detenernos, entramos en las gargantas y pronto costeamos el Funza, que como el hilo de la virgen griega, nos guía por entre aquel laberinto de rocas, piedras sueltas ciclópeas, desfiladeros y riscos.

El río Funza o Bogotá se forma en la sabana del mismo nombre de las vertientes de las montañas, y toma pronto caudal con la infinidad de afluentes que arrojan en él sus aguas. Después de haber atravesado las aldeas de Fontibon y Cipaquirá, tiene, al acercarse a Canoas, una anchura de 44 metros. Pero, a medida que se aproxima al Salto se va encajonando y, por lo tanto, su ancho se reduce hasta 12 y 10 metros. Desde que abandona la sabana, corre por un violento plano inclinado, estrellándose contra las rocas y guijarros que le salen al paso como para detenerlo y advertirle que a cierta distancia está el temido despeñadero. El río parece enfurecerse, aumenta su rapidez, brama, bate las riberas, y de pronto la inmensa mole se enrosca sobre sí misma y se precipita furiosa en el vacío, cayendo a la profundidad de un llano que se extiende a lo lejos, a 200 metros18 del cauce primitivo. Tal es la formación de Salto de Tequendama.

Luego de haber seguido el río por espacio de media hora, gozando de los panoramas más variados y grandiosos que pueden soñarse, nos apartamos de la senda y comenzamos a trepar la montaña. El ruido de la cascada, que empezábamos ya a oír distintamente, se fue debilitando poco a poco. No había duda que nos alejábamos del Salto. Era simplemente una nueva galantería de Umaña que quería mostrarnos la maravilla, primero, bajo su aspecto puramente artístico, idealmente bello, para más tarde llevarnos al punto donde ese sentimiento de suave armonía que despierta el cuadro incomparable, cediera el paso a la profunda impresión de terror y que invade el alma, la sacude, se fija allí y persiste por largo tiempo. ¡Oh!, ¡por largo tiempo! Han pasado algunos meses desde que mis ojos y mi espíritu contemplaron aquel espectáculo estupendo, y aún, durante la noche, suelo despertarme sobresaltado con la sensación del vértigo, creyéndome despeñado al profundo abismo…

De improviso apareció, en una altura, la poética hacienda de Cincha, desde la que se distingue una vista hermosísima. A la izquierda, la curiosa altiplanicie llamada la Mesa, que se levanta sobre la tierra caliente. A la derecha, Canoas, con las faldas de sus cerros, verdes y lisas, donde se corre el venado, soberbio y abundante allí. Abajo, San Antonio de Tena, medio perdido entre las sombras de la llanura y las luminosas ondas solares. Todo esto, contemplado por entre la abertura de un bosque y al borde de un precipicio, donde el caballo se detiene estremecido, prepara el alma dignamente para las poderosas sensaciones que le esperan.

Empezamos el descenso por sendas imposibles y en medio de la vigorosa vegetación de la tierra fría, pues respiramos una atmósfera de 13 grados centigrados. Pronto dejamos los caballos y continuarnos a pie, guiados por entre la maleza, las lianas y los parásitos que obstruyen el paso, por dos o tres muchachos de la hacienda que van saltando sobre las rocas gregarias y los troncos enormes tendidos en el suelo, con tanta soltura y elegancia como las cabras del Tyrol.

Así marchamos un cuarto de hora, conmovidos ya por un ruido profundo, solemne, imponente, que suena a la distancia. Es un himno grave y monótono, algo como el coro de titanes impotentes al pie de la roca de Prometeo, levantando sus cantos de dolor para consolar el alma del vencido…

– ¡Preparad el alma, amigo!

Quedamos estáticos, inmóviles, y la palabra humilde ante la idea, se refugió en el silencio. Silencio imprescindible, fecundo, porque a su amparo el espíritu tiende sus alas calladas y vuela, vuela, lejos de la tierra, lejos de los mundos, a esas regiones vagas y desconocidas, que se atraviesan sin conciencia y de las que se retorna sin recuerdo.

¿Cómo pintar el cuadro que teníamos delante?

¿Cómo dar la sensación de aquella grandeza sin igual sobre la tierra? ¡Oh! ¡cuántas veces he estado a punto de romper estas pálidas y frías páginas, en las que no puedo, en las que no sé traducir este mundo de sentimientos levantados bajo la evocación de ese espectáculo a que los hombres no estamos habituados!

Figuraos un inmenso semicírculo casi completo, cuyos dos lados reposan sobre la cuerda formada por la línea de la cascada. Nos encontrábamos en el vértice opuesto, a mucha distancia, por consiguiente. Las paredes graníticas, de una altura de 180 metros, están cortadas a pico y ostentan mil colores diferentes, por la variedad de capas que el ojo descubre a la simple vista. De sus intersticios a la par que brotan chorros de agua formados por vertientes naturales y por la condensación de la enorme masa de vapores que se desprenden del Salto, arrancan árboles de diversas clases, creciendo sobre el abismo con tranquila serenidad. En la altura, pinos y robles, las plantas todas de la región andina: en el fondo, allá en el valle que se descubre entre el vértigo, la lujosa vegetación de los trópicos, la savia generosa de la tierra caliente, la palmera, la caña, y revoloteando en los aires que miramos desde lo alto, como el águila las nubes, bandadas de loros y guacamayos que juguetean entre los vapores irisados, salen, desaparecen y dan la nota de las regiones cálidas al que los mira desde las regiones frías. Figuraos que desde la cumbre del Mont-Blanc tendéis la mirada buscando la eterna mar de hielo, como un sudario de las aguas muertas y que veis de pronto surgir un valle tropical, riente, lujoso, lascivo, frente a frente a aquella naturaleza severa, rígida e imperturbable.

Quitad de allí el Salto si queréis, suprimid el mito, dejad en reposo el brazo potente de Neuquetheba: siempre aquellas murallas profundas y rectas, aquel abismo abierto, insaciable en el vértigo que causa, siempre aquella llanura que la mirada contempla y que el espíritu persiste en creer una ficción, siempre ese espectáculo será uno de los más bellos creados por Dios sobre la cáscara de la tierra.

Ahora, apartad los ojos de cuanto os rodea: y mirad al frente, con fuerza, con avidez, para grabar esa visión y poder evocarla en lo futuro. La mañana, clara y luminosa, nos ha sido propicia y el sol, elevándose soberano en un cielo sin nubes, derrama sus capas de oro sobre la región de los que en otro tiempo lo adoraron. Las temibles nieblas del Salto se disipan ante él y las brumas cándidas se tornasolan en los infinitos cambiantes de un iris vívido y esplendoroso. Las aguas del Salto caen a lo lejos, desde la altura en que nos encontramos, hasta el valle que se extiende en la profundidad, en una ancha cinta de una blancura inmaculada, impalpable. Todo es vapor y espuma, nítida, nívea. Hay una armonía celeste en la pureza del color, en la elegancia suprema de los copos que juguetean un instante ante los reflejos dorados del sol y se disuelven luego en un vapor tenue, transparente, que se eleva en los aires, acoge el iris en su seno y se disipa como un sueño en las alturas. Por fin, de la nube que se forma al chocar las espuman en el fondo, se ve salir, alegre y sonriente, como gozoso de la aventura, el río que empieza a fecundar, en su paso caprichoso, tierras para él desconocidas, en medio de la templada atmósfera que suaviza la crudeza de sus aguas.

Nada de espanto ni de ese profundo sobrecogimiento que causan los espectáculos de una grave intensidad; nada de bullicio en el alma tampoco, como el que se levanta ante un cuadro de las llanuras lombardas. Una sensación armoniosa, la impresión de la belleza pura. No es posible apartar los ojos de la blanca franja que lleva disueltos los mil colores del prisma; una calma deliciosa; una quieta suavidad que aferra, al punto que lo hace olvidar de todo. La óptica produce aquí un fenómeno puramente musical, la atracción, el olvido de las cosas inmediatas de la vida, el tenue empuje hacia las fantasías interminables. El ruido mismo, sordo y sereno, acompaña, con su nota profunda y velada, el himno interior. Es entonces cuando se aman la luz, los cielos, los campos, los aspectos todos de la naturaleza. Y por una reacción generosa e inconsciente, se piensa en aquellos que viven en la eterna sombra, sin más poesía en el alma que la que allí se condensa en el sueño íntimo, sin esos momentos que serenan, sin esos cuadros que ensanchan la inteligencia, y al pasar fugitivos en su grandeza, ante el espíritu tendido y ávido, le comunican algo de su esencia.

Así permanecimos largo rato sin cambiar más palabras que las necesarias para indicarnos un nuevo aspecto del paisaje, cuando sonó la voz tranquila de Umaña, invitándonos a desprendernos del cuadro, porque el día avanzaba y nos faltaba aún ver el Salto.

– Pero no es posible, amigo, encontrar un punto de mira más propio que éste – le dije con el acento suave del que pide un instante más.

– Usted ha visto un panorama maravilloso; pero le falta aún la visita íntima, cara a cara con el torrente, la visita que hicieron Bolívar, Humboldt, Gros, Zea, Caldas, uno de los Napoleones, y en el remoto pasado, Gonzalo Jiménez de Quesada y los conquistadores, atónitos.

 

Nos pusimos en marcha, trepando a pie la misma senda que con tanta dificultad habíamos descendido. Una vez montados, recorrimos de nuevo el camino hecho, pero en vez de subir a Cincha, bajamos nuevamente por una senda más abrupta aún que la anterior. La vegetación era formidable, como la de todo el suelo que se avecina al Salto, fecundado eternamente por la enorme cantidad de vapores que se desprenden de la cascada, se condensan en el aire y caen en formas de finísima e impalpable lluvia. El ruido era atronador; la nota grave y solemne de que he hablado antes, había desaparecido en las vibraciones de un alarido salvaje y profundo, el quejido de las aguas atormentadas, el chocar violento contra las peñas y el grito de angustia al abandonar el álveo y precipitarse en el vacío. Marchábamos con el corazón agitado, abriéndonos paso por entre los troncos tendidos, verdaderas barreras de un metro de altura que nos era forzoso trepar. No habituado aún el oído al rumor colosal, las palabras cambiadas eran perdidas.

De improviso caímos en una pequeña explanada y dimos un grito: las aguas del Salto nos salpicaban el rostro. Estábamos al lado de la caída, en su seno mismo, envueltos en los leves vapores que subían del abismo, frente a frente al río tumultuoso que rugía. La apertura de la cascada, formando la cuerda que uniría los dos extremos de la inmensa herradura o semicírculo de que antes hablé, tienen una extensión de 20 metros. Las aguas del río se encajonan, en su mayor parte, en un canal de cuatro o cinco metros, practicado en el centro, y por él se precipitan sobre un escalón de todo el ancho de la catarata, a cinco o seis metros más abajo, donde rebotan con una violencia indecible y caen al abismo profundo con un fragor horrible.

Sobre el Salto mismo existe una piedra pulida e inclinada, que uno trepa con facilidad, y dejando todo el cuerpo reposado en su declive, asoma la cabeza por el borde. Así, dominábamos el río, el Salto, gran parte de la proyección de la masa de agua, el hondo valle inferior y de nuevo el Funza, serpeando entre las palmas, en las felices regiones de la tierra templada.

Aquel que penetra en los inmensos y silenciosos claustros de San Pedro de Roma, en uno de esos tristes días sin luz en los cielos y sin movimiento en la tierra, siente que se infiltra lentamente en su alma un sentimiento nuevo, por lo menos en su intensidad. El de la nada, el de la pequeñez humana, al lado de la idea grandiosa que aquellos muros colosales, esas cúpulas que parecen contener el espacio, representan sobre el mundo. Puedo hoy asegurar que no hay templo, no hay salida de manos de los hombres, ideada por aquellos cerebros que honran la especie, que pueda compararse a uno de estos espectáculos de la naturaleza. Para aquéllos que viviendo tristemente alejados del beneficio inefable de la fe, nos refugiamos, en las horas amargas, en el seno de ese sentimiento vago de religiosidad, que en todos nosotros duerme o sueña, estas sensaciones profundas toman los caracteres de la oración.

¡Qué estupor inmenso! ¡Qué agitación creciente en el fondo del ser moral, mientras el cuerpo se estremece, tiembla y aspira, mudo y angustioso, a separarse de la fascinación del abismo!

Las aguas toman vida; aquel que una vez tan sólo las ha visto venir rugiendo por el declive violento del río, enroscarse sobre sí mismas, caer atormentadas y frenéticas al peldaño gigante, y de allí lanzarse al abismo, en medio del estertor que resuena en la montaña y va a herir el oído del viajero que cruza silencioso las cumbres, aquel que ha visto ese cuadro, no lo olvida jamás, aunque vuelva a habitar las llanuras serenas, los campos sonrientes o las vegas llenas de flores.

Las olas se precipitan unas sobre otras, blancas y vaporosas ya: al caer al vacío, la transformación es completa. Una nube tenue, impalpable, se levanta, el iris la esmalta, brilla un segundo, y de nuevo otra nube de diversa forma, caprichosa, cubriendo como un velo los tormentos de la caída, la reemplaza para desaparecer a su vez un instante después.

¡Qué triste palidez en mi palabra! ¡Qué desaliento el de aquel que siente y no alcanza a expresar! Veo el cuadro entero, vivo, palpitante, ahí, delante de mis ojos; retorno con el alma a la sensación del momento, al terror vago que me invadió, a aquel grito de amenaza y ruego con que hice retirar a un niño que se inclinaba curioso a mirar el abismo y que quedó absorto contemplándome sin comprender ni mi angustia ni su peligro; veo el hondo, hondo valle allá abajo, llega aún a mis oídos el romper de las aguas contra las rocas de la llanura, escena terrible que se desenvuelve misteriosa, sin que el ojo humano jamás la observe, envuelta en la nube diáfana de los vapores irisados: veo las ciclópeas murallas de granito, severas en su inmovilidad, sus florescencias gigantescas, el agua que parece brotar de sus entrañas pletóricas de savia en chorros violentos, como la sangre saltando de una ancha herida… ¡y me revuelvo en la impotencia para pintar ese espectáculo sin igual en esta ínfima porción de lo creado que nos fue dado conocer!

Cuando nos dejamos deslizar por la suave pendiente de la piedra y nos reunimos alrededor del almuerzo que estaba ya preparado allí mismo, nos notamos los rostros pálidos y el respirar fatigoso. Una grave pesadez nos invadía, un deseo imperioso de dejarnos caer al suelo y dormir, dormir largas horas. Es el fenómeno constante después de toda emoción profunda, consejo instintivo de la naturaleza, que exige la reparación de la enorme cantidad de fuerza gastada.

El almuerzo fue sereno, casi severo; la alegría había desaparecido en su forma bulliciosa, y algo como una solemnidad inquieta reinaba en los espíritus. Por momentos, alguno de los compañeros bebía una copa de vino, se levantaba en silencio e iba de nuevo a tenderse sobre la peña y hundirse en la muda contemplación. Así quedé largo rato; las voces humanas que sonaban a mi espalda, apartaban de mí la sensación de soledad que habría sido terrible en ese momento. Creo que pocos hombres sobre la tierra tendrán una atrofia tan absoluta del sistema nervioso, un dominio tan completo sobre su imaginación y una firmeza tal de cabeza, que les permita pasar impasibles una noche, sólo, al lado del Salto. Por mi parte, declaro con toda sinceridad que, si tal cosa me pasara, habría un loco más sobre el mundo a la mañana siguiente…

– Desde que los conquistadores pisaron la sabana de Bogotá hasta la fecha, decía Roberto Suárez con voz grave, se habrán suicidado en estas inmediaciones no menos de diez mil personas. Entre ese número infinito de causas que hacen la vida imposible, ¡cuántas, radicando en la imaginación, la exaltan, la enloquecen! Y, sin embargo, hasta hoy, no se sabe de un solo hombre, que dando un grito de orgullo satánico, se haya arrojado desde esa peña al abismo. ¡Al fin, morir así o partido el cráneo de un balazo, todo es morir!

Pero cuando se está frente al Salto, viviendo en su atmósfera, contemplando su grandeza soberbia, se comprende que la cantidad de valor necesaria para pegarse un tiro o hundirse un puñal en el corazón, es un átomo insignificante, al lado de la resolución soberbia e impasible que animaba a Manfredo en la cumbre del Jung-Frau y que se desvanecía ante la grandiosa serenidad de la muerte bajo esa forma. Sólo en aquel momento pude comprender la verdad profunda del poema de Byron; el cazador que detiene a Manfredo cuando tiene ya un pie en el vacío, es el instinto miserable del cuerpo, es la debilidad ingénita de nuestra naturaleza, que nos aferra al lodo de la tierra en el instante en que el alma, bajo una inspección alta y vigorosa, quiere mostrar que en vano pretende una patria celeste…

No habría a mis ojos héroe mayor en el tiempo, en el espacio que aquel que, sereno y consciente, de pie en el borde del abismo mirara un instante sin vértigo el vacío extendido a sus pies, y luego…

– ¿Cuál de ustedes renovaría la hazaña de Bolívar, mis amigos? – dijo una voz.

El Libertador, en una de sus visitas al Salto, encontrándose con numerosa comitiva, precisamente frente a frente del punto en que nos hallábamos, del lado opuesto del torrente, oyó que uno de los circunstantes decía: «¿Dónde iría, general, si vinieran los españoles?» – ¡Aquí! – dijo Bolívar, – y antes de que pudieran detenerlo, ni aun lanzar un grito, dio un salto y quedó de pie, a pico sobre el abismo, sobre una piedra de dos metros cuadrados, por cuyo costado pasaba, vertiginoso y fascinante, el enorme caudal de agua que, medio segundo después, cae al vacío.

17Los elegantes de Bogotá los usan de cuero de león.
18Como se verá más adelante, no hay dato exacto a este respecto.

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