Za darmo

En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XIV
La sociedad

Cordialidad. – La primer comida. – La juventud. – Su corte intelectual. – El "cachaco" bogotano. – Las casas por fuera y por dentro. – La vida social. – Un "asalto". – Las mujeres americanas. – Las bogotanas. – "Donde" el Sr. Suárez. – La Música. – Las señoritas, de Caicedo Rojas y de Tanco. – El "bambuco". – Carácter del pueblo. – El duelo en América. – Encuentros a mano armada. – Lances de muerte. – Virilidad. – Ricardo Becerra y Carlos Holguín. – Una respuesta de Holguín. – Resumen

Para el viajero en general, nada es más difícil que vivir la vida de la sociedad en cuyo seno se encuentra. ¡Cuántos de nosotros hemos visitado la Europa entera (no hablo de aquellos a quienes una posición excepcional facilita todo) sin conocer, de los países que recorríamos, más que los teatros, los hoteles y el mundo equívoco de las calles! Así son también las ideas que se forman. Algunas veces son los escritores del país mismo los encargados de pintar la sociedad con los colores más repugnantes. ¿Quién se resolvería a llevar su familia a Francia, si los cuadros sociales del Pot-Bouille de Zola fueran exactos, si la bourgeoisie francesa fuera el modelo de podredumbre que pinta vilipendiando y calumniando a su patria?

En América se abren las puertas con más facilidad.

A los dos o tres días de mi llegada, después de haber sido visitado por un gran número de caballeros y cuando volvía de la afectuosa recepción oficial, donde se me había ensanchado el corazón ante la manifestación de viva simpatía por mi país, me encontré con una atenta invitación a comer del Sr. D. Carlos Sáenz. Fue en esa primera e inolvidable comida donde empecé a conocer lo que era la sociedad bogotana. Pocos momentos más difíciles y más gratos al mismo tiempo. La reunión era selecta, y cada uno, en su amabilidad y alegría, se esforzaba en darme la bienvenida. Estaba allí bien representada la juventud de Colombia en aquellos hombres cultos, de una corrección social perfecta, de maneras sueltas y elegantes.

El corte intelectual del bogotano joven es característico. Desde luego, una viveza de inteligencia sorprendente, eléctrica en su rapidez de percepción. Además, sólidamente ilustrados, sobre todo con aquel barniz incomparable que dan el cultivo de las letras y el amor a las artes. Flotando siempre en las ideas extremas del partido a que pertenecen, nada más curioso que las discusiones humorísticas que se traban entre ellos sobre política. Las divisiones de partido, terribles, salvajes durante la lucha, se disipan al día siguiente y no salvan nunca los límites de la vida social. ¡Y las cosas que se dicen y la manera cómo un conservador me presentaba a un radical, su amigo íntimo, que le oía plácidamente decir iniquidades para, a su vez, pintarme a los godos a través de sus pasiones! El esprit chispea en la conversación; una mesa es un fuego de artificio constante; el chiste, la ocurrencia, la observación fina, la cuarteta improvisada, la décima escrita al dorso del menú, el aplastamiento de un tipo en una frase, la maravillosa facilidad de palabra… no tienen igual en ninguna otra agrupación americana. El bogotano es esencialmente escéptico; capaz de todos los entusiasmos, tiene cierto desdén de hombre de mundo por la declamación patriotera de media calle. A un colombiano pur sang se le crispan los nervios cuando se traba ante él una discusión sobre próceres, sobre si Bolívar hizo ésto o Santander aquéllo, si Racaurte en San Mateo, etc., cuando se cae, en fin, en el eterno dado americano, de la independencia, del yugo español. Tiene sobre eso frases excelentes. Una noche, después de una cena en un baile, acompañé a una señora que no había tenido inactivo el tenedor, a su asiento, donde se acomodó con voluptuosidad, saboreando una exquisita taza de café. «¿Se encuentra usted bien, señora? – Perfectamente; ¡para eso pelearon nuestros padres!». La república es bogotana pura.

El fondo de escepticismo abraza también las cuestiones religiosas; raro es el bogotano del buen mundo que se lance, en una declamación contra los frailes, etc. Tienen la epidermis intelectual nerviosa y cualquier rasgo de mal gusto los irrita. Pero al mismo tiempo, hiperbólicos, exagerados, extremosos en todo. ¿Tienen una antipatía? El infeliz que a veces no sospechaba haberla inspirado, es un «pillo, un canalla, un ladrón, un asesino, un…» el diccionario entero de denuestos. «Ya sé lo que quiere decir, habría dicho P. L. Courrier: es que tenemos opiniones diferentes».

Lo que los españoles y nosotros llamamos calavera, se llama cachaco en Bogotá. El cachaco es el calavera de buen tono, alegre, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar una ronda infernal a diez esfinges egipcias, organizador de las cuadrillas de a caballo en la plaza el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa, jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego a propósito de una rifa, pronto a tomarse a tiros con el que lo busque, bravo hasta la temeridad… y que concluye generalmente, después de uno o dos viajes a Europa, desencantando de la vida, en alguna hacienda de la sabana, de donde sólo hace raras apariciones en Bogotá. El cachaco es el tipo simpático, popular, bien nacido (como en todas las repúblicas, hay allí mucha preocupación de casta), con su ligero tinte de soberbia, mano y corazón abiertos. Pero el cachaco se va; ya los de la generación actual reconocen estar muy lejos de la cachaquería clásica del tiempo de sus padres, pero se consuelan pensando en que las generaciones que vienen tras ellos, valen mucho menos.

La vida social no es muy activa respecto a fiestas. Viene por ráfagas. De pronto, sin razón ostensible, cinco o seis familias fijan su día de recepción, donde se baila, se conversa, se pasan noches deliciosas. De tiempo en tiempo, un gran baile, tan lujoso y brillante como en cualquiera capital europea, o entre nosotros. Mis primeras impresiones al aceptar invitaciones de ese género o pagar visitas, fueron realmente curiosas. Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola de Erhard o Chickering, y sobre todo, los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que tapizaban las paredes, y pensaba en el camino de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes a que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles. En Bogotá, para obtener un espejo, si bien se pide un marco, hay que encargar cuatro lunas, de las que sólo una llega sana. Se comprende hasta cómo deben haberse devuelto las necesidades de comodidad por la cultura social, para que las familias se resuelvan a los sacrificios que instalaciones semejantes imponen.

En las reuniones, una cordialidad, una aisance de buen tono, inimitables. Se baila bien, con esa gracia de las mujeres americanas que no tiene igual en el mundo; las mujeres bailan mejor que los hombres. Me recordaban la limeña flexible como una palmera, con sus ojos resplandecientes y su ondulación enloquecedora. Cuando la reunión es íntima, una linda criatura toma un tiple (especie de guitarra, pero más penetrante), tres o cuatro la rodean para hacer la segunda voz, y como un murmullo impregnado de quejidos se levanta la triste melodía de un bambuco.

Se comprende fácilmente que los jóvenes se resistan a conformarse con la privación de esas fiestas tan gratas. Cuando llega una época de calma (que viene y se va sin saber por qué, puesto que las estaciones del año se suceden insensiblemente, sin variación notable en la temperatura), ¡qué combinaciones de genio para determinar a un patricio reacio a abrir sus salones! La intriga se arma en la calle Florián, preguntando a éste y a aquél, si están invitados a la tertulia en casa de X… y cuando llega la hora del Altozano, toda la cachaquería no habla de otra cosa. Al fin, la especie llega a oídos de la víctima elegida, que, si es hombre de buen gusto, sonríe e invita.

Cuando la maquinaria no da resultado, entra a funcionar la gruesa artillería y se organiza un asalto. Se elige una casa de confianza, se pasa la voz entre diez o doce familias, y todo el mundo cae de visita, a la misma hora, por casualidad. Mientras la dueña de casa se toma la cabeza entre las manos, éste ha abierto el piano, aquéllos han apartado la mesa del centro, uno, trepado en una silla, se ocupa de encender las velas de la araña superior, bien pronto suena un vals, la animación cunde, y cuando el dueño de casa vuelve de su partida de tresillo en lo de Silva o el Jockey, se le sale al encuentro agradeciéndole la amable fiesta que ha dado sin saberlo. En los últimos tiempos se ha introducido una ligera reforma al sistema de asaltos: se avisa un par de horas antes al propietario o a la señora de la casa designada, no para darle tiempo de defenderse, sino por pura cuestión de sibaritismo: es para que el champagne esté helado y los sandwichs frescos.

¡Cómo comprendo hoy que el extranjero se enloquezca con nuestras mujeres americanas, del Caribe al Plata! Es un ser distinto a la mujer europea; lo reúnen todo: el aire elegante y distinguido de la francesa, el cuerpo modelado a la griega de la hija de Nueva York o de Viena, la gracia española, el vigor de alma italiano, las líneas correctas de una fisonomía inglesa… ¡Pero tienen la indecible movilidad de espíritu que les es propia, esa música en la voz que embriaga, los acentos profundos inspirados por la pasión, y cuando aman, se dan, se dan con el olvido del pasado, con la non curanza suprema del porvenir, absorbidas, confundidas en el amor soberbio que las exalta! ¡Qué agitación misteriosa, intensa, debo hacer latir como una ola el corazón del alemán que se siente entrelazado por dos brazos que hablan en su presión suave, en su contacto tibio y estremecido! ¡Todo lo que ha soñado bajo la influencia de un lieder de Heine, cuando ha podido vislumbrar en el mundo delicioso que crea la imaginación, bañada el alma de una melodía de Mendelssohn lo ve palpitante ante sus ojos, irradiando la santa voluptuosidad que atrae los cuerpos en la tierra, bajo la ley constante del amor!..

 

Estas condiciones que nos distinguen entre la raza humana, y que el día en que la América ocupe su sitio definitivo en la tierra, brillarán ante el mundo, la altivez, el desprendimiento, el valor, la planta firme para alcanzar la abnegación, el desprecio profundo por las cosas bajas y rastreras, todo nos viene de la mujer americana, todo nos lo ha dado en germen la madre, todo lo desarrolla la mujer querida con la pureza serena de su mirada. No le habléis de dinero, no pretendáis ofuscarla con el brillo vano de la posición; buscad el camino del alma, si queréis llegar a ella; sed digno, generoso y bravo… ¡Sólo así se llega a la puerta del templo, pero cuando ésta se abre, cerrad los ojos y pedir la muerte en ese instante, porque habéis respirado una atmósfera sobrehumana, porque todo lo demás que la vida os guarde, será raquítico ante ese recuerdo!..

Las mujeres bogotanas no desmerecen, por cierto, de sus hermanas de América. Son generalmente pequeñas, muy bien formadas, atrayentes por la pureza de su color, y sobre todo, para uno de nosotros, por el encanto irresistible de la manera de hablar. Tienen una música cadenciosa en la voz, menos pronunciada que la que se observa en nuestras provincias del Norte. El idioma, por otra parte, tan distinto del nuestro en sus giros y locuciones, produce en aquellos labios frescos una impresión indecible. Hay entre ellas tipos de belleza completos, pero en la colectividad, es la gracia la condición primordial, el suave fuego de los ojos, la elegante ondulación de la cabeza, el movimiento, el entrain continuo, lo que convierte una pequeña sala en un foco de vida y animación.

Casi todas las familias principales han viajado, y al entrar en un salón y contemplar las toilettes que parecen salidas la víspera del reputado taller de una modista de París, nadie creería que se encontraba en la cumbre de un cerro perdido en las entrañas de la América.

No me olvidaré nunca de aquellas deliciosas comidas en casa de D. Diego Suárez, cuyo hogar hospitalario me fue abierto con tanto cariño. Nunca éramos menos de quince o veinte, y desde el primer plato, la mesa era una arena para el espíritu de los concurrentes. ¡Qué animación! ¡Cómo se cruzaban las ocurrencias más originales e inesperadas! También, ¡cómo esperar que en Bogotá encontraría una obra maestra como la bodega del Sr. Suárez! Los vinos, elegidos por él en Europa, habían triplicado de valor en su larga travesía, y cuando los degustábamos, sentíamos que aquel chisporroteo de espíritus nos impedía entregarnos a esa grave tarea con la seriedad necesaria. Poro, ¿cómo hacer? Los postres servidos, todo el mundo saltaba por dejar la mesa. Cuando llegábamos al salón, una joven estaba ya sentada al piano (¿cuál de ellas no es música?), los balcones abiertos nos invitaban a gozar de la caída de una de esas tardes frescas y serenas de la sabana, los grupos se organizaban, llegaba el momento de las charlitas íntimas y deliciosas, y cuando las sombras venían, comenzaba la sauterie improvisada, el bambuco en coro, la buena música, todos los encantos sociales, en una atmósfera delicada de cordialidad y buen tono.

¡Y los recibos donde14 Vengoechea, Restrepo, Tanco, Koppel, Soffia, Mier, Samper!, etc.

He dicho ya la afición inmensa que hay en Bogotá por la música. No hay casi una niña que no toque bien el piano, y recuerdo entre ellas a dos de la naturaleza más profundamente artística que he encontrado en mi vida. En cualquier parte del mundo habrían llamado la atención. Una de ellas, la señorita de Caicedo Rojas, tiene la intuición maravillosa de los grandes maestros.

La intuición, porgue nunca ha salido de Bogotá y no ha podido, por consiguiente, asimilarse la tradición de los conservatorios europeos respecto a la interpretación de los clásicos. Es indudable: se necesita nacer con un organismo musical para distinguir en los tintes del estilo las obras de los poetas clásicos del sonido. ¡Con qué solemne majestad traducía a Beethoven! ¡Qué ligereza elegante y delicada adquiría su mano para bordar sobre el teclado uno de esos tejidos aéreos de Mozart, tan tenues como los hilos invisibles con que dirigía su carro la reina Mah! Solloza con Schubert, canta y sueña con Mendelssohn, brilla y gime con Chopín, vibra y arrebata con Rubinstein, conservando siempre, arriba de todo, el carácter expresivo de su personalidad. ¿Me perdonará estas líneas la suave y modesta criatura, a quien debo un momento inolvidable?

¿Me perdonará la Sta. Teresa Tanco, mi simpática compañera del Magdalena, si le repito en estas páginas lo que tantas veces leyó en mis ojos, esto es, que tienen razón los bogotanos de estar orgullosos de ella por su espíritu, la altura de su carácter y su talento musical incomparable? Sentada al piano, moviendo el arco de su violín, haciendo gemir un oboe o las cuerdas del arpa o el tiple, cantando «bambucos» con su voz delicada y justa, componiendo trozos como el Alba, que es una perla, siempre está en la región superior del arte.

No conoce la poesía sencilla e íntima de nuestra naturaleza americana aquel que no ha oído cantar a dúo un «bambuco» colombiano a las Stas. Tanco.

El «bambuco» es el triste de nuestra campaña, pero más musical, más artístico. La misma melodía primitiva, el mismo acento de tristeza y queja, porque la música, en todas las regiones sociales, es el eterno consolador de las amarguras humanas. A ella acuden las sociedades cultas para alcanzar un reflejo de ese ideal que va muriendo bajo el pie de hierro del positivismo actual, a ella, el habitante de los campos y de las montañas para traducir las penas que turban su corazón simple, pero corazón de hombre.

Transcribo aquí dos «bambucos»15. Como se verá, el verso en sí mismo no vale nada; es la música que lo acompaña, la expresión con que se dice, lo que constituye todo su mérito. Tal triste, oído una noche en un pobre rancho de nuestros campos con profunda emoción, no resiste a la tentativa de trasladarlo a una orquesta como motivo de sinfonía.

Los ensayos que se han hecho en ese sentido, no han dado nunca resultado…


Como se ve, son simples cantares populares, ecos melancólicos y tristes, como si ese tinte del espíritu fuera el único rasgo que identifica a la especie humana bajo todos los climas y en todas las latitudes. Repito, una vez más, que el encanto está en la música y en la suavidad de la expresión al cantarla.

Es muy frecuente, por las noches, oír, en los sitios de los suburbios donde el pueblo se reúne, bambucos en coro, cantados con voces toscas, pero con un acento de tristeza que hace soñar. Si no fuera la influencia terrible de la chicha, que ya he mencionado, el pueblo colombiano – hablo de la masa proletaria y errante, – con su maravillosa predisposición artística, se elevaría rápidamente en la escala de la civilización. Como raza indígena, la considero superior, no sólo a la nuestra, que es la primera en barbarie y atrofía intelectual16, sino también a la del Perú, que no tiene los instintos de dignidad que caracterizan a la colombiana. El valor de los indios de Colombia, sobre todo de aquéllos que viven en regiones montañosas – pues el clima terrible de la tierra caliente enerva a los que nacen y se forman dentro de esa atmósfera de fuego, – es hoy tradicional en aquella parte de América. En la guerra de la independencia, como en las largas y cruentas luchas civiles que se han sucedido hasta 1876, cada batalla ha sido una hecatombe. En una de las últimas, después de un día entero de batallar, con las mortíferas armas modernas, la victoria quedó indecisa y perdió cada uno de los ejércitos más del 50 % de su efectivo.






Tengo la seguridad de que, si alguna vez la independencia de Colombia es amenazada o su honor ultrajado, podrá contar para defenderse con un ejército de más de 100.000 hombres, bravo, paciente y entusiasta.

De todos los países de la América del Sur, sólo en las regiones que baña el Plata se ha desenvuelto y reina soberana la institución social del duelo. En Chile y el Perú son tan raros los encuentros individuales, que se citan y recuerdan los pocos que han tenido lugar. ¿Es la influencia de la sociabilidad francesa la que, haciéndose sentir entre nosotros por medio de su literatura corriente, ha hecho persistir en nuestros hábitos la manía del duelo? ¿Responde acaso esa práctica a una vaga presión etnográfica, si puedo expresarme así, puesto que la vemos imperar en nuestros campos, convertida en una ley ineludible para el gaucho? Tenemos, es cierto, la sangre ardiente, el punto de honor de una susceptibilidad a veces excesiva, la vanidad del valor llevada a la altura de la pasión; pero sería ridículo pretender que esos caracteres no distinguían también a los demás pueblos americanos.

En Colombia, el duelo, aunque más frecuente que en Chile y el Perú, no es común. En cambio, reina desgraciadamente una costumbre que los mismos colombianos califican de salvaje. A pesar de toda mi simpatía y cariño por ellos, no puedo desmentirlos.

Un hombre insultado en su honor o en su reputación, hace lealmente decir a su enemigo que se arme, porque lo atacará donde lo encuentre. Ahora bien, en Bogotá, la gente de cierta clase social (porque es desgraciadamente entre el alto mundo donde tienen lugar esas escenas deplorables), sólo se encuentra durante el día en las calles Florián o Real, y por la mañana y a la tarde en el Altozano. Yo mismo he presenciado, en la primera de las calles mencionadas, a las cuatro de la tarde, hora en que se agrupa allí una numerosa concurrencia, un encuentro de ese género entre dos hombres pertenecientes a la más alta sociedad bogotana. Revólver en mano, separados sólo por el caño, se atacaron con violencia, disparando uno sobre el otro casi todas las balas de su arma. ¿Cómo no se hirieron? La excitación natural, el movimiento recíproco lo explican suficientemente. Lo que me llamó la atención, fue que ninguno de los circunstantes (la mayor parte de los cuales, la verdad sea dicha, tomaron una prudente y precipitada retirada), no saliera con un balazo en el cuerpo. Los proyectiles se habían enterrado a la altura de un hombre en las dos paredes opuestas a los combatientes que concluyeron por venirse a las manos, siendo entonces separados por algunas personas.

Por desgracia, raro es el incidente de ese género que se termina de una manera tan feliz. Más de un joven brillante, más de un hombre de mérito han muerto en uno de esos combates, leales, es cierto, porque no hay jamás traición ni sorpresa, pero, lo repito, no por eso menos salvajes. No citaré ninguno de esos casos; pero, ¿quién no recuerda en Bogotá la historia terrible de aquel anciano que habiendo ofendido involuntariamente a un hombre joven y de pasiones profundas, le pidió públicamente perdón, se arrodilló a los pies del arzobispo para que éste evitara el encuentro a que su adversario lo incitaba de una manera implacable; hizo, en una palabra, cuanto es dado hacer a un hombre para aplacar a otro? Todo fue inútil y un día el anciano se vio atacado bajo el portal de una iglesia; marchó recto a su enemigo, sufriendo el fuego continuo de su revólver, llegó junto a él, lo tendió de un balazo, y luego le enterró una daga en el corazón hasta la empuñadura… ¡No lancéis la primera piedra contra ese hombre de cabellos blancos, débil, creyente y devoto, que se había humillado, hundido la frente entre el polvo a los pies de su adversario y que había vivido la vida amarga y angustiosa del peligro a todas horas y en todos los momentos! Ese anciano vive aún, legítimamente rodeado del respeto colectivo, pero sus labios no han vuelto a sonreír.

 

¿Y aquel joven deslumbrante, que en un encuentro, tal vez suscitado por él, muere entre los brazos de una mujer abnegada, que quiere defenderlo con su cuerpo contra los golpes de su matador implacable?.. Y el matador, poco después, cae en una plaza pública, bajo las primeras balas de un motín insignificante…

Sí, bárbara, esa tradición de otros tiempos, persistiendo como un fenómeno en nuestros días, dentro de la cultura de nuestra atmósfera social; bárbara, pero que revela la virilidad de ese pueblo. Nada más vulgar y común que el valor necesario para un duelo; pero esa expectativa de todos los instantes, esa sobreexcitación continua de los sentidos, olfateando, como la bestia, un peligro en cada sombra, un enemigo en cada hombre que avanza, requiere una firmeza moral inquebrantable.

Hay también los duelos famosos, entre otros el de Ricardo Becerra y Carlos Holguín, dos de las cabezas más brillantes y dos de los corazones más generosos que tiene Colombia; la política los llevó al terreno, la sangre corrió… pero el rencor no penetró en las almas tan hechas para comprenderse, Holguín, jefe de una de las secciones más importantes del partido conservador, acaba de representar a su país en varias cortes europeas, con dignidad, brillo y talento. Será siempre un timbre de honor para el gobierno del doctor Núñez haber destruido la barrera de la intransigencia política, llamando a los altos puestos diplomáticos a conservadores de la talla de Holguín… Verdad es, y esto sea dicho aquí entre nosotros, que Holguín fue uno de los cachacos más queridos de Bogotá, que le ha conservado siempre el viejo cariño. Tiene un espíritu y una sangre fría incomparables. Después de la revolución de 1876, los conservadores, cuyas propiedades habían soportado todo el peso de la dura ley de la guerra, quedaron vencidos, agobiados, más aún, achatados. Una tarde, Holguín se paseaba melancólicamente en Bogotá, cuando del seno de un grupo liberal, salió el grito de: «¡Abajo los conservadores!». Holguín se dio vuelta tranquilamente y encarándose con el gritón, le dijo con su acento más culto: «¿Tendría usted la bondad de indicarme cómo es posible colocarnos más abajo aun de lo que estamos?» Los rieurs se pusieron de su lado y siguió plácidamente su camino.

Resumiendo, una sociedad culta, inteligente, instruida y característica. He dicho antes que Colombia se ha refugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales. Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas en la montaña, durmiendo en posadas de la Edad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academia europea. No se figuran por cierto en España, cuando sus hombres de letras más distinguidos aplauden sin reserva los grandes trabajos de un Caro o de un Cuervo, que sus autores viven en la región del cóndor, en las entrañas de la América; a veces, y por largos días, sin comunicación con el mundo civilizado…

El extranjero vive mal en Bogotá, sobre todo, cuando su permanencia es transitoria. Los hoteles son deplorables y no pueden ser de otra manera. Bogotá no es punto de tránsito para ninguna parte. El que llega allí, es porque viene a Bogotá, y los que a Bogotá van, no son tan numerosos que puedan sostener un buen establecimiento de ese género.

Pero, ¡cómo se allanan las dificultades materiales de la vida en el seno de aquella cultura simpática y hospitalaria! ¡Cómo os abren los brazos y el corazón aquellos hombres inteligentes, varoniles y despreocupados! He pasado seis meses en Bogotá; no sé si una vez más volveré a remontar el Magdalena y a cruzar los Andes al monótono paso de la mula; ¡pero, si el destino me reserva esa nueva peregrinación, siempre veré con júbilo los puntos de la ruta que conduce a la ciudad querida, cuyo recuerdo está iluminado por la gratitud de mi alma!

14Locución común a toda la América española, excepto el Plata y que reemplaza nuestro antigramatical "en lo de".
15Debo la transcripción de estos dos "bambucos", que es imposible encontrar escritos en Colombia, a la amabilidad y al talento de la Srta. Teresa Tanco.
16Me refiero al indio puro.

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