Za darmo

En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XIII
Bogotá

Primera impresión. – La plazuela de San Victorino. – El mercado de Bogotá. – La España de Cervantes. – El caño. – La higiene. – Las literas. – Las serenatas. – Las plazas. – Población. – La elefantíasis. – El Dr. Vargas. – Las iglesias. – Un cura colorista. – El Capitolio. – El pueblo es religioso. – Las procesiones. – El Altozano. – Los políticos. – Algunos nombres. – La crónica social. – La nostalgia del Altozano

La primera impresión que recibí de la ciudad de Bogotá, fue más curiosa que desagradable. Naturalmente, no me era permitida la esperanza de encontrar en aquellas alturas, a centenares de leguas del mar, un centro humano de primer orden. Iba con el ánimo hecho a todos los contrastes, a todas las aberraciones imaginables, y con la decidida voluntad de sobrellevar con energía los inconvenientes que se me presentasen en mi nueva vida. Por una evolución curiosa de mi espíritu, mi primer pensamiento, cuando el carruaje comenzó a rodar en las calles de la ciudad, fue para el regreso. ¡Qué lejos me encontraba de todo lo mío! Atrás quedaban las duras jornadas de mula, los sofocantes días del Magdalena y la pasada travesía en el mar. ¡Habría que rehacer esa larga ruta nuevamente! Confieso que esa idea me hacía desfallecer.

La calle por donde el carruaje avanzaba con dificultad, estaba materialmente cuajada de indios. Acababa de cruzar la plazuela de San Victorino, donde había encontrado un cuadro que no se me borrará nunca. En el centro, una fuente tosca, arrojando el agua por numerosos conductos colocados circularmente. Sobre una grada, un gran número de mujeres del pueblo, armadas de una caña hueca, en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustaban al pico del agua que corría por el caño así formado, siendo recogida en una ánfora tosca de tierra cocida. Todas esas mujeres tenían el tipo indio marcado en la fisonomía; su traje era una camisa, dejando libres el tostado seno y los brazos, y una saya de un paño burdo y oscuro. En la cabeza un pequeño sombrero de paja; todas descalzas.

Los indios, que impedían el tránsito del carruaje, tal era su número, presentaban el mismo aspecto. Mirar uno, es mirar a todos. El eterno sombrero de paja, el poncho corto, hasta la cintura, pantalones anchos, a media pierna y descalzos. Algunos, con el par de alpargatas nuevas ya mencionado, cruzado a la cintura. Una inmensa cantidad de pequeños burros cargados de frutas y legumbres… y una atmósfera pesada y de equívoco perfume.

Los bogotanos se reían más tarde cuando les narraba la impresión de mi entrada y me explicaban la razón. Había llegado en viernes, que es día de mercado. Aunque éste está abierto toda la semana, es en los jueves y viernes cuando los indios agricultores de la sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles allende la montaña que abriga a Bogotá, vienen con sus productos a la capital. El mercado de Bogotá, por donde paso en este momento y del que diré algunas palabras para no ocuparme más de él, es seguramente único en el mundo, por la variedad de los productos que allí se encuentran todo el año. Figuran al lado de las frutas de las zonas templadas, la naranja, el melocotón, la manzana, la pera, uvas, melones, sandías, albaricoques, toda la infinita variedad de las frutas tropicales, la guanábana, el mango, el aguacate, la chirimoya, la gramilla, el plátano… y doscientos más cuyo nombre no me es posible recordar. Las primeras crecen en las sabanas y en los valles elevados, cuya temperatura constante (de 13 a 15 grados centigrados) es análoga a la de Europa y a la nuestra. Las segundas brotan en la tierra caliente, para llegar a la cual no hay más que descender de la sabana unas pocas horas. Así todas las frutas de la tierra ofrecidas simultáneamente, todas frescas, deliciosas y casi sin valor nominal. ¿No es un fenómeno único en el mundo? Un indio de la sabana puede darse en su comida el lujo a que sólo alcanzan los más poderosos magnates rusos a costa de sumas inmensas, y más completo aún…

Al fin llego a las piezas que me han sido retenidas en el Jockey Club y tomo posesión de aquella sala desnuda, a la que me ligan hoy tantos recuerdos y que no entreveo en mi memoria sin una emoción de cariño y gratitud por los que me hicieron tan grata la vida en el suelo colombiano.

La ciudad… Me está saltando la pluma en la mano por hacer un cuadro engañador, mentir a boca llena y decir después a los que no me crean: allez y voir! Pero es necesario vencer el afecto que conservo a Bogotá y decir todo lo malo, sobre todo, lo curioso que tiene.

En los primeros días me creí transportado a la España del tiempo de Cervantes. Las calles, estrechas y rectas como las de todas las ciudades americanas, por lo demás; las casas bajas y de tejas, con aquellos balcones de madera que aún se ven en nuestra Córdoba, salientes, como excrecencias del muro, pero muchos labrados primorosamente, como los de la casa solariega de los marqueses de Torretagle, en Lima; las puertas, enormes, de madera tosca, cerradas por adentro en virtud de un mecanismo, en el que, una piedra atada al extremo de una cuerda, hace el primer papel; el pavimento de las calles, de piedra no pulida, y por fin, el arroyo que corre por el centro, que viene de la montaña y cruza la ciudad con su eterno ruido monótono, triste y adormecedor. Más de un momento de melancolía debo al caño desolado, que parece murmurar una queja constante; es algo como el rumor del aire en los meandros de un caracol aplicado al oído.

Aunque de poca profundidad, el caño basta para dificultar en extremo el uso de los carruajes en las calles de Bogotá. Al mismo tiempo, comparte con los chulos (los gallinazos del Perú) las importantes funciones de limpieza e higiene pública, que la Municipalidad le entrega con un desprendimiento deplorable. El día que, por una obstrucción momentánea (y son desgraciadamente frecuentes), el caño cesa de correr en una calle, la alarma cunde en las familias que la habitan, porque todos los residuos domésticos que las aguas generosas arrastraban, se aglomeran, se descomponen bajo la acción del sol, sin que su plácida fermentación sea interrumpida por la acción municipal, deslumbrante en su eterna ausencia. El vecino de Bogotá, como todos los vecinos de las ciudades americanas y de algunas europeas, paga un fuerte impuesto de limpieza, que en su totalidad no da menos de 150.000 pesos fuertes, cantidad que bastaría para mantener a Bogotá en inmejorable condición higiénica. Pero, ¿desde cuándo acá los impuestos municipales se emplean entre nosotros, nobles hijos de los españoles, en el objeto que determina su percepción? ¿Cuánto pagaba hasta hace poco un honrado vecino de los suburbios de Buenos Aires por impuesto de empedrado, luz y seguridad, para tener el derecho de llegar a su casa sin un peso en el bolsillo, tropezando en las tinieblas y con el barro a la rodilla?

Sí, la España del siglo XVII… En las esquinas, de lado a lado, la cuerda que sujeta, por la noche, el farol de luz mortecina, que una piedra reemplaza durante el día. Al caer la tarde, el sereno lo enciende, y con pausado brazo lo eleva hasta su triste posición de ahorcado. ¡Cuántas veces, cuando las sombras cubrían el suelo, me he echado a vagar por las calles! Un silencio absoluto, algo como la apagada calma veneciana, sin el grito natural y monótono de los gondoleros que se dan la voz de alerta. A veces, a lo lejos, un farol cuyo reflejo va dibujando caprichosos arabescos en el suelo, alumbra y precede… una silla de manos, que oscila cadenciosa al andar de los hombros que la llevan. Es una señora que va a una fiesta. Me detengo y busco en mi ilusión los pajes con antorchas o el escudero armado que cierra la marcha. Ha pasado; mis ojos siguen inconscientes al farol que se va alejando; su incierto resplandor oscila aún, disminuye, se disipa… Una sombra, algo que no he oído llegar, pasa a mi lado, pegándose a la pared y produciendo el ruido especial de las plantas desnudas batiendo temerosas la vereda; si la detenéis, os dirá siempre que va muy apurada a la botica, porque la señora o la prima está enferma… Esas aves que cruzan a la sombra y que uno mira con atención para descubrir si van montadas en un palo de escoba, rumbo al sabbat, llevan en Bogotá el característico nombre de nocheras. El nochiero llama el Dante al sombrío pasante de las almas perdidas… Siento un rumor lejano, un apagado murmurar, el tenue choque de maderas contra las piedras. Avancemos; al doblar una esquina, aparecen unos quince o veinte hombres, ocupados en colocar los atriles de una orquesta frente a los balcones desiertos de una casa envuelta en la oscuridad. Hablan quedo; un hombre cuya juventud vibra en su andar firme y erguido, da sus últimas instrucciones en voz baja y va a perderse en la sombra de un portal, frente al balcón que devora con los ojos. Lo imito y observo.

¡Qué efecto profundo y penetrante el de los primeros acordes, y cómo esas notas han de ir dulcemente a acariciar a la virgen que duerme y que despierta continuando el sueño en que creía oír una voz impregnada de ternura, hablándole con el acento de los cielos, de los amores de la tierra!

¿Qué tocan? ¡Oh, el bogotano es hombre de buen gusto y conoce a los maestros divinos que han trazado las rutas más seguras para llegar al corazón de la mujer! Es el Adiós o la Serenata de Schubert, el preludio de la Traviata, que, surgiendo en el silencio con su acento tenue y vago, produce un efecto admirable; son, sobre todo, los tristes, los desolados bambucos colombianos, con toda la poesía de la música errante de nuestras pampas. Luego, al concluir, un vals brillante de Strauss, para recordar sin duda algún momento pasado, cuando, los cuerpos unidos y los brazos entrelazados en el rápido girar, el labio derramó al oído la primera palabra del poema que la música está interpretando… Al principio, la casa duerme; cuando empieza la segunda pieza, un postigo se entreabre de una manera casi invisible en el balcón desierto, y un rayo imperceptible de luz, brotando de la oscura fachada, anuncia discretamente que hay un oído atento y un pecho agitado. Luego, nada más. Los músicos han partido, los pocos transeúntes atraídos se alejan, el silencio y las sombras recuperan su dominio y sólo queda allí el guardián de noche que ha gozado de la serenata, pensando tal vez en su nido calentito.

 

¿No es la España del pasado, lo repito? ¡Id a dar una serenata en Buenos Aires, bajo la luz eléctrica, en medio de un millar de transeúntes y en combinación con las cornetas de los tranvías!

Uno de mis amigos de Bogotá, queriendo organizar una serenata para la noche siguiente, llamó a un director de orquesta especialista y le pidió su presupuesto. Este indicó un precio respetable, algo como cien pesos fuertes; mi amigo le observó que era muy caro, que así no podría repetirlas. El artista, con la convicción de un zapatero de bulevar, diciendo al cliente reacio: «Fíjese en la suela», contestó imperturbable:

– ¡Oh!, ¡de las que yo doy, con una basta!

A diferencia de Caracas, que ostenta su Calvario y su linda plaza Bolívar, Bogotá no tiene paseos de ningún género. La plaza principal es un cuadrado de una manzana, sin un árbol, sin bancos, frío y desierto, algo como nuestra antigua plaza Once de Septiembre. En el centro se levanta una pequeña estatua del Libertador, de pie, de un mérito artístico excepcional en esa clase de monumentos. Fue regalada al Congreso de Colombia por el general París, que la encargó a uno de los artistas italianos más famosos de la época.

Hay el pequeño square Santander, muy bien cuidado, lleno de árboles y en cuyo centro se encuentra la estatua del célebre general, pero que, en valor artístico, está muy por debajo de la de su ilustre amigo y jefe. Desgraciadamente, ese punto, que podría ser un agradable sitio de reunión, está generalmente desierto, como sucede con la ancha calle de las Nieves y plazuela de San Diego, que en lo futuro serán un desahogo para Bogotá, cuya población aumenta sin cesar, sin que la edificación progrese en la misma relación.

Los libros en general dan 60.000 almas a Bogotá. Puedo afirmar que hoy la capital de Colombia tiene seguramente más de 100.000. Me ha bastado ver las enormes masas de gente aglomerada con motivo de festividades religiosas o civiles, para fijar el número que avanzo como mínimum. Pero, como he dicho, la ciudad no se extiende a medida que la población acrece, lo que empeora gravemente las condiciones higiénicas. Así, la gente baja vive de una manera deplorable. Hay cuartos estrechos en que duermen cinco o seis personas por tierra; la bondad de aquel clima, fuerte y sano, salva sólo a la ciudad de una epidemia. Colombia tiene, sin embargo, su azote terrible, cuyo rápido desenvolvimiento en los últimos tiempos ha hecho que muchos hombres generosos hayan dado la voz de alerta, obligando a los poderes públicos a ocuparse de tan grave asunto. Es la espantosa elefantíasis de los griegos, cuya marcha fatal nada detiene; la lepra temida, que aísla al hombre de la sociedad, lo convierte en un espectáculo de horror aun para los suyos y pesa sobre ciertas familias como una maldición bíblica. Los Estados de Boyacá y Santander son los más azotados, pero el mal, favorecido por la ausencia absoluta de limpieza en el indio, comienza a propagarse en la sabana. No es sólo en las clases miserables donde se ceba; más de una familia distinguida tiene la herencia terrible, sin que jamás las pobres criaturas que la componen conozcan los goces del hogar, porque el hombre que quiere formarlo se aleja con horror de su umbral. ¡Qué fuerza de voluntad se necesita para luchar contra el mal! En algunas páginas que producen una emoción profunda, el doctor Vargas, que hoy ha dedicado su vida al alivio de esa desventura, ha contado cómo fue atacado por el mal en plena juventud, al terminar sus estudios de medicina. Abandonó la vida social, la ciudad, y solo, errante en los cálidos valles de Tocaima, o cerca de las riberas del Magdalena, él combatió al enemigo, hora por hora, sin un momento de desaliento. El cielo le sonrió y encontró una mujer generosa que quiso compartir su miseria. Al leer ese relato, que parece una página arrancada al Infierno, de Dante, la mano busca inconsciente el puño de un revólver. ¡Oh! es ahí donde Schopenhauer habría podido maldecir la voluntad persistente y obstinada de vivir, que amarra al hombre a tales miserias. La energía indomable del doctor Vargas lo salvó; pero, cuando salió de la lucha, la juventud había pasado, y sólo quedaba en el alma un cariño inmenso por los que sufrían lo que él había sufrido.

Siempre he mirado con un supremo respeto al distinguido escritor colombiano que tiene, como Prometeo, la cadena que lo aferra y el buitre que lo devora, sin que su espíritu decaiga un instante. En su soledad, vive la vida intelectual del mundo entero, y con el cuerpo marchitado para siempre, conserva la frescura de la inteligencia. ¡Benditas sean las lepras que así suavizan los dolores de la existencia!

El gobierno de Colombia, como lo he dicho, se preocupa seriamente de ese mal que amenaza comprometer el porvenir del país. Es de esperar que sus progresos serán detenidos y que al fin cederá a los esfuerzos perseverantes de la ciencia.

De las capitales sudamericanas que conozco (y la única que me falta es Quito), Buenos Aires es la menos bien dotada respecto a la arquitectura de los templos, que datan de la dominación española. San Francisco y Santo Domingo son deplorables, y nuestra Catedral, a pesar de sus reformas modernas, me hace el efecto de un galpón de ferrocarril al que se hubiera puesto un frontispicio pseudogriego. Nunca he podido comprender tampoco por qué las iglesias que se construyen actualmente, se hacen pesadas, sin majestad y sin gracia, cuando se tienen modelos como esa maravillosa iglesia Votiva de Viena, a la que el desgraciado Maximiliano ha vinculado su nombre.

Las iglesias de Bogotá son superiores a las nuestras de la misma época, si no en tamaño, seguramente en arquitectura. La Catedral es severa y elegante; pero, a mi juicio, se lleva la palma el frente de la pequeña capilla que tiene al lado, sencillo, desnudo casi, con sus dos pequeños campanarios en la altura, que acentúan la inimitable armonía del conjunto. En el camino a las Nieves hay una iglesia, cuyo nombre no recuerdo, totalmente cubierta al interior de madera labrada. Se cree entrar en la Catedral de Burgos, donde el Berruguete ha prodigado los tesoros de su cincel maravilloso, filigranando el tosco palo y dándole la expresión y la vida del mármor o del bronce. Sólo una vez fui allí y salí indignado, jurando no volver. ¡Figuraos que han pintado de azul el admirable artesonado del techo! Un hombre con alma de artista ha pasado muchos años tallando esas maderas, el tiempo cariñoso ha venido a contemplar su obra, comunicándoles el tinte opaco y lustroso, el aspecto de vetusto que las hace inimitables… ¡para que un cura imbécil y colorista arroje sobre ellas un tarro de añil diluido, encontrado en un rincón de la sacristía!

Otro de los monumentos de Bogotá, el más importante por su tamaño, es el Capitolio, o Palacio Federal. Fue empezado hace diez años, ha tragado ya cerca de un millón de pesos fuertes, y no sólo no está concluido, sino que creo no se concluirá jamás. El autor del plano debe haber tenido por ideal un dado gigantesco. Algo cuadrado, informe, plantado allí como un monolito de la época de los cataclismos siderales. A la entrada, pero dentro de la línea de edificación, una docena de enormes columnas que concluyen truncas… en el vacío. No sostienen nada, no tienen misión de sostener nada, no sostendrán jamás nada. Mi amigo Rafael Pombo, uno de los primeros poetas del habla española, pasa su vida mirando al Capitolio y haciendo proyectos de reformas. Los ministros le tiemblan cuando lo ven aparecer en el despacho con su rollo bajo el brazo. Pombo quiere sacar las columnas a la calle, hacer un peristilo, algo razonable y elegante. Un joven arquitecto, italiano, que el gobierno ha contratado para concluir la obra, se ha comido ya todas las uñas y el bigote mirando la esfinge. Mi humilde opinión es que ha llegado el momento de llamar al homeópata, para satisfacción de la familia, porque el Capitolio está muy enfermo y no le veo mejoría posible.

Puesto que de iglesias he hablado antes, diré que el pueblo de Bogotá es sumamente religioso y practicante. El clero, cuyos bienes han sido secularizados, vive bien, como en los Estados Unidos, con los subsidios de los creyentes. ¡Cuántas y cuán serias ventajas ofrece ese sistema sobre el de la subvención oficial! La Iglesia adquiere mayor autoridad moral, realzada por la espontaneidad de la ofrenda, y no se viola el principio de justicia que exige el empleo del impuesto común, en beneficio común. Las señoras, aunque pertenezcan a familias radicales acérrimas, son de una devoción ejemplar y hacen a veces la religión amable para los más indiferentes. Recuerdo haber hecho, bajo una lluvia torrencial, un gran número de estaciones un Viernes Santo, en adorable compañía; el paraguas era una farsa, el viento nos azotaba la cara… pero ¡con qué delicia hundía mi pie en los numerosos charcos de la vereda! Jamás adquirí un resfrío con más títulos a mi respeto y consideración.

No es raro saber en Bogotá que tal caballero, liberal exaltado, ateo y casi anarquista, tiene sus hijos en la escuela de Carrasquilla o en la de Mallarino, dos conservadores marca Felipe II. «¡Qué quiere usted! ¡Las mujeres!..», dicen. Y un poquito ellos mismos, agregaré; siempre es bueno tener amigos que estén bien con el cielo, porque… ¿si por casualidad todas esas paparruchas fueran ciertas? ¡Se han visto tantas cosas en este pícaro mundo!

El bajo pueblo es fanático; los días de las grandes fiestas la puerta de la Catedral está sitiada por grupos inmensos, que ondean impacientes. Por fin la puerta se abre y es entonces una de hombreo y codo para ganar los buenos sitios, que permite a los más robustos ponerse al alcance de la voz del predicador. Aunque de algún tiempo a esta parte se han suprimido muchísimos detalles grotescos de las antiguas procesiones, aún he visto figurar la representación plástica de las escenas de La Pasión, el Señor bajo la cruz, las santas doloridas… y el judío, el pícaro judío, vestido a la romana, de nariz encorvada, frente estrecha, gran abundancia de pelo y ojos torvos, a quien el pueblo enseña el puño y que pasaría por cierto un mal rato, si los guardianes, vestidos como los penitentes de la Santa Hermandad, con el sombrero de pico y el rostro cubierto, no estuvieran prontos a la defensa.

Pero, me diréis, ¿los bogotanos no pasean, no tienen un punto de reunión, un club, una calle predilecta, algo como los bulevares, nuestra calle Florida, el Ring de Viena, el Unter den Linden de Berlín, el Corso de Roma, el Broadway de Nueva York o el Park-Corner de Londres? Sí, pero todo en uno: tienen el Altozano. Altozano es una palabra bogotana para designar simplemente el atrio de la Catedral, que ocupa todo un lado de la plaza Bolívar, colocado sobre cinco o seis gradas y de un ancho de diez a quince metros. Allí, por la mañana, tomando el sol, cuyo ardor mitiga la fresca atmósfera de la altura; por la tarde, de las 6 a las 7 después de comer (el bogotano come a las 4), todo cuanto la ciudad tiene de notable, en política en letras o en posición, se reune diariamente. La prensa, que es periódica, tiene poco alimento para el reportaje en la vida regular y monótona de Bogotá; con frecuencia el Magdalena se ha rezagado con exceso, los vapores que traen la correspondencia se varan y se pasan dos o tres semanas sin tener noticias del mundo. ¿Dónde ir a tomar la nota del momento, el chisme corriente, la probable evolución política, el comentario de la sesión del Senado donde el «macho» Alvarez ha dicho incendios contra el Presidente Núñez, que Becerra ha defendido con valor y elocuencia? ¿Dónde ir a saber si Restrepo está en Antioquía de buena fe con los independientes, o lo que Wilches piensa hacer en Santander? Al Altozano. Todo el mundo se pasea de lado a lado. Allí un grupo de políticos discutiendo inflamados. El comité de salud pública (una asociación política de tinte radical) se ha reunido por la tarde, ha habido discursos incendiarios, Felipe Zapata prepara un folleto formidable contra el último empréstito enajenando las rentas del ferrocarril de Panamá; ¿es acaso posible que Núñez se vindique? Parece que en Popayán no están contentos con el gobierno, lo que ha determinado, por antagonismo, la adhesión de Call; ¿qué hay de Cipaquirá? Dicen que los peones de las salinas se están moviendo… Pasemos. ¿Quién es ese hombre que cruza el Altozano, apurado, mirando eternamente el reloj, con el sombrero alto a la nuca, delgado, moreno, con unos ojos brillantes como carbunclos, saludando a todo el mundo y por todos saludado con cariño? Lo sigo con mirada afectuosa y llena de respeto, porque en ese cráneo se anida una de las fuerzas poéticas más vigorosas que han brotado en el suelo americano… Es Diego Fallon13, el inimitable cantor de la luna vaga y misteriosa, de quien más adelante hablaré. Va a dar una lección de inglés; hay que comer y el tiempo es oro. ¿Quién tiene la palabra, o más bien dicho, quién continúa con la palabra en el seno de aquel grupo? Es José María Samper, que está hablando un volumen, lo que no impide que escriba otro apenas entre en su casa. Allí viene un cuerpo enjuto, una cara que no deja ver sino un bigote rubio, una perilla y un par de anteojos… Es un hombre que ha hecho soñar a todas las mujeres americanas con unas cuantas cuartetas vibrantes como la queja de Safo… es Rafael Pombo, y Camacho Roldán y Zapata, Manuel A. Caro y Silva, Carrasquilla y Marroquín, Salgar y Trujillo, Esguerra y Escobar… todo cuanto la ciudad encierra de ilustraciones en la política, las letras y las armas. Más allá, un grupo de jóvenes, la crème de la crème, según la expresión vienesa que han adoptado. ¿Hay programa para esta noche? Y los mil comentarios de la vida social, los últimos ecos de lo que se ha dicho o hecho durante el día en la calle Florián o en la calle Real, cómo están los papeles, si es cierto que se vende tal hato en la sabana, que Fulano ha vuelto de Fusugasugá, donde estaba veraneando, que Zutano se va mañana a pasar un mes en Tocaima, y por qué será, y que a Pedro lo han partido con la hoja suelta que le han echado; se la atribuyen a Diego; mañana hay rifa en tal parte; ¡qué buena la última caricatura de Alberto Urdaneta! ¿Cuándo acabará de escribir X. vidas de próceres? Se está organizando un paseo al Salto, de ambos sexos. ¿Quién lo da? ¿Saben la descrestada de Fulano?..

 

Una bolsa, un círculo literario, un areópago, una coteríe, un salón de solterones, una coulisse de teatro, un forum, toda la actividad de Bogotá en un centenar de metros cuadrados: tal es el Altozano. Si los muros silenciosos de esa iglesia pudieran hablar, ¡qué bien contarían la historia de Colombia, desde las luchas de precedencia y etiqueta de los oidores y obispos de la colonia, desde las crónicas del Carnero bogotano, hasta las últimas conspiraciones y levantamientos! Más de una vez también la sangre ha manchado esas losas, más de una vez han sido teatro de luchas salvajes. El bogotano tiene apego a su Altozano, por la atmósfera intelectual que allí se respira, porque allí encuentra mil oídos capaces de saborear una ocurrencia espiritual y de darle curso a los cuatro vientos. Ma. de Staël en Coppet, suspirando por el sucio arroyo de la rue du Bac o Frou-frou en Venecia, soñando con el bulevar, no son más desgraciados que el bogotano que la suerte aleja de su ciudad natal y sobre todo… del Altozano.

13Exijo que pronuncien Falan.

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