Za darmo

En viaje (1881-1882)

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CAPITULO XII
Una ojeada sobre Colombia

El país. – Su configuración. – Ríos y montañas. – Clima. – División política. – Plano intelectual. – El Cauca. – Porvenir de Colombia. – Organización política. – La capital. – La constitución. – Libertades absolutas. – La prensa. – La palabra. – En el Senado. – El elemento militar. – Los conatos de dictadura. – Bolívar. – Melo. – Los partidos. – Conservadores. – Radicales. – Independientes. – Ideas extremadas. – La asamblea constituyente

Ha llegado el momento de echar una mirada de conjunto sobre esta inmensa región de la América Meridional que se extiende desde el Istmo de Panamá a las tierras vírgenes e inexploradas donde comienza a correr el Amazonas, que se llamó virreinato de Santa Fe, bajo la dominación española, Nueva Granada más tarde, y que hoy ha reivindicado para sí el glorioso nombre de Colombia, que cobijó la reunión de tres repúblicas del Norte, confederadas bajo la inspiración de Bolívar, separadas al día siguiente de su muerte.

El suelo colombiano se extiende entre los grados 73 y 84 de longitud occidental y 12 de latitud Norte, 5 de latitud Sur (meridiano de París), cubriendo una superficie de 13.300 miriámetros cuadrados, sobre la que vive una población de poco más de tres millones de almas.

La nación está dividida políticamente en nueve estados soberanos, que son: Antioquía (capital Medellín), Bolívar (Cartagena), Boyacá (Tunja), Cauca (Popayán), Cundinamarca (Bogotá, capital de la Unión, pero no federalizada), Magdalena (Santa Marta), Panamá (Panamá), Santander (Socorro), Tolima (Neiva).

A partir del Ecuador, los Andes, dividiéndose en tres grandes brazos, determinan el sistema orográfico de Colombia, formando tres extensos valles: el del Magdalena, el del Atrato y el del Cauca, regados por los tres ríos que le dan su nombre. El clima, ardiente y malsano en las tierras bajas, sobre todo a inmediaciones de los cursos de agua, es fresco y saludable en las alturas…

No es mi intención hacer una descripción geográfica de Colombia, que fácilmente puede encontrarse en cualquier tratado.

Por una coincidencia que viene a corroborar las leyes históricas de Vico, Montesquieu y Herder, se podría fácilmente levantar el plano topográfico de Colombia estudiando el carácter de los hijos de sus distintas secciones. Aquí, inquietos, vagabundos, aventureros; allí, sedentarios, rudos para la labor, económicos y perseverantes. Más allá, sombríos, desconfiados, tétricos; en el Cauca, poetas, soñadores, vibrantes; en Bogotá, cultos, eruditos, decidores, eminentemente sociales. Y sobre el conjunto, un lazo de unión íntima que les comunica el carácter de vigorosa personalidad que distingue más a un colombiano de un hijo de Venezuela o del Ecuador, que a un ruso de un persa.

¿Qué hay dentro de esos millares de leguas? En la exigua parte conocida, todo lo que la imaginación más ambiciosa puede pedir a la corteza de la tierra, desde los productos tropicales más valiosos hasta los frutos de las zonas templadas. El Cauca, ese territorio tan análogo a nuestro Chaco por su misteriosa oscuridad; el Cauca, que linda al Noroeste con el istmo de Panamá y va a confinar con los desiertos del Brasil en el extremo Sudeste, sólo es conocido, y no totalmente, en la parte que se extiende paralela al Pacífico; el inmenso y vago territorio del Sur es tan fértil, que los escasos datos traídos por raros viajeros, semejan leyendas; es y será por mucho tiempo una incógnita.

El porvenir de Colombia es inmenso, pero desgraciadamente remoto. Será necesario que el exceso de la población europea llene primero las vastas regiones americanas aún despobladas, que atraen la emigración en primer término, por la analogía del clima y las facilidades de transporte, para que la corriente tome el rumbo de Colombia. ¿Cuántos años pasarán antes que se llene el far-west del Norte o las dilatadas pampas argentinas, sin contar con la Australia y el Norte de África? Pero, si ese porvenir es remoto en el sentido de una transformación definitiva, no lo es respecto a los progresos inmediatos que lo acelerarán. Colombia, después de sus largas y sangrientas luchas, aspira hoy a la paz, cuyo sentimiento empieza a arraigarse de una manera profunda en el corazón del pueblo. Los gobiernos se preocupan ya de la necesidad de hacer todo género de sacrificios para dotar al país de un sistema regular de vías de comunicación, sin las cuales las riquezas nacionales serán eternamente desconocidas.

La organización política actual de Colombia es sumamente defectuosa; y esta opinión que avanzo después de un estudio detenido, con cuyos detalles no recargaré estas páginas, es compartida hoy por muchos colombianos ilustrados. El sistema republicano, representativo, federal, es allí llevado a sus extremos. Cada estado es soberano, con una autonomía legal incompatible con el desenvolvimiento de la idea nacional. Mientras entre nosotros no hay más soberano que el pueblo argentino, que los gobernadores de provincia son agentes naturales del P. E. N., que la autoridad del Congreso está arriba de todas, sin más limitación que la determinada por la Constitución, atribuyendo a los ciudadanos el recurso de inconstitucionalidad ante la Corte Suprema de Justicia, en Colombia, como he dicho, cada estado es soberano, gobernado por un presidente y participando del gobierno general por medio de dos plenipotenciarios que delega al Senado, especie de consejo anfictiónico. Las leyes del Congreso pueden ser vetadas por la mayoría de las Legislaturas de los Estados y no tienen fuerza ejecutiva hasta tanto que hayan merecido la aprobación de las mismas. Añadid que el Presidente de la Unión dura sólo dos años, mientras el período presidencial en algunos estados es mucho mayor; pensad en la incomunicación constante de las diversas secciones de ese organismo tan vasto y decid si es posible que se desarrolle y eche raíces el sentimiento nacional.

Luego, la falta de una capital federal, símbolo vivo de la unión, que irradie sobre la nación entera. Bogotá, capital de Colombia y del Estado de Cundinamarca, hospeda en su seno a las autoridades locales y a las de la nación. No es a los argentinos a quienes hay que recordar los inconvenientes y los peligros de esa coexistencia; ellos saben que basta en esos casos la mala digestión de un gobernador para traer conflictos que pueden poner en cuestión todo lo que hay de más grave, la existencia nacional misma. Así, en Bogotá, el Congreso se ha visto escarnecido, insultado, apedreado por las barras iracundas… y seguras de la impunidad. ¡Tenemos también entre nosotros tristes y análogos recuerdos!

Comprendo que la rivalidad determinada por el prurito de soberanía y autonomismo absoluto entre los Estados de Colombia, haga necesaria por mucho tiempo la capital en Bogotá, aceptada y preferida precisamente por la debilidad de su acción lejana. Pero, fuera de su posición topográfica, defecto que una vía férrea, difícil pero posible, puede salvar, Bogotá reúne las condiciones todas para, una vez federalizada, ser la capital de un pueblo como Colombia. Tiene el clima, tiene la tradición de la conquista, la ilustración, el brillo intelectual; pero los hijos del Cauca y de Boyacá son allí huéspedes. En la nación no hay un centro nacional.

Lo repito: feliz Colombia si consiguiera levantar su capital en las orillas del mar, el eterno vehículo de la civilización, en vez de mantenerla perdida en la región de las nubes, sin contacto con el mundo y sin acción directa sobre su progreso colectivo. Pero, en tanto que eso es imposible, y lo será por muchos años, necesario es que los colombianos se persuadan de la necesidad de dar fuerza y cohesión al sentimiento nacional, de convertir esa especie de liga que un soplo puede hacer periclitar, en una agrupación humana, compacta, con un ideal, con una concepción idéntica al patriotismo. Tal ha sido la labor de los argentinos en los últimos treinta años, y todos los hombres que han gobernado, surgiendo de partidos diferentes, han seguido la misma senda. Ese progreso, nacional, esa obliteración de las pasiones localistas, antes tan vivaces, se ve claro y neto en el abandono casi completo que hemos hecho de la denominación Confederación Argentina, para designar a nuestro país. Hoy decimos República Argentina, y muy pronto diremos, como ya lo hacen los chilenos y peruanos, la Argentina, esto es, la unidad, la patria, el pueblo uno. El sistema federal es excelente por su descentralización administrativa, por las facilidades que da al progreso local, trazándole rutas en armonía con las condiciones propias al clima, al carácter, a la tradición y a la costumbre, por la ponderación constante de los poderes políticos, que la alternativa completa; pero, entendido como en Colombia, no tengo embarazo en declarar que es un germen de muerte. No, la federación no puede, no es, no debe ser un contrato civil, susceptible de liquidarse, como una sociedad comercial; no es un tratado para cuya cesación basta la denuncia de una de las altas partes contratantes, como en las prácticas internacionales: es un hecho, un hecho único y solemne, emanado, no ya de la voluntad de dos o tres agrupaciones, sino de la del único soberano: el pueblo…

Colombia, como la Argentina, se regirá siempre por el sistema federal, porque así lo exige la naturaleza de las cosas; pero sus esfuerzos deben tender sin descanso a combatir los excesos del sistema, a habilitar a sus hijos, para dar una forma concreta a mi pensamiento, a decir Colombia, en vez de los Estados Unidos de Colombia.

La lectura de la Constitución de Colombia hace soñar. Nunca ha producido la mente humana una obra más idealmente generosa. Todo a cuanto los poetas y los filósofos, los publicistas y los tribunos han aspirado para aumentar la libertad del hombre en sociedad, está allí consignado y amparado por la ley. No hay pena de muerte, y el término mayor de presidio a que los jueces pueden condenar a un criminal es el de ocho años. Derecho de reunión absoluto y absoluta libertad de la palabra escrita y oral. Absoluta, ¿entendéis? Si mañana un hombre me dice que yo, funcionario público o general del ejército, he substraído los fondos de la caja o vendido al enemigo el estado de las fuerzas nacionales; si en una hoja suelta o en un diario se me acusa de haber asesinado a mi hermano o de negar alimentos a mis hijos, la ley no me da acción ninguna contra el que así me infama. No hay ley de imprenta. Parece a primera vista inconcebible la posibilidad de la permanencia de un estado semejante; pero el exceso ha llevado en sí mismo su propio remedio, y puedo asegurar hoy que la prensa de Colombia no es ni más ni menos culta que la de Francia, la de los Estados Unidos o la nuestra. El que escribe una línea sabe bien que el asunto no irá a los tribunales, eternizándose en el procedimiento o dando motivo ante el jurado a interminables discursos retóricos; le consta que el damnificado se echará un revólver al bolsillo y buscará el medio de hacerse justicia por su mano. Lejos de mí la idea de aplaudir semejante sistema; hago constar simplemente el hecho de que el grave peso de la responsabilidad individual ha generalizado la prudencia y la cultura.

 

¡Qué no dicen aquellos muros de Bogotá! El obrero, el estudiante, el cachifo de media calle que tiene que vengarse del policiano, como el aspirante, del Presidente o de un Ministro, tienen en las paredes su prensa libre. A veces la ortografía padece, y en la forma de la letra se descubre la ruda mano de un hombre del pueblo. ¡Pero qué lujo de expresiones, qué cantidad de insultos! El presidente es ladrón, asesino, inmoral, cobarde, cuanto hay en el mundo de detestable y bajo… Al lado, un carbón, no menos robusto y convencido, establece que el mismo funcionario es un dechado de virtudes. De tiempo en tiempo, los policianos borran esas expresiones gráficas del ingenio popular, operación que no da más resultado que preparar nuevamente los lienzos a los pintores anónimos. Nadie, por otra parte, hace caso. ¿Acaso en París no atruenan por la noche en los bulevares una nube de muchachos que venden boletines con la noticia del asesinato de Gambetta o el accouchement de M. Grévy, como lo he oído frecuentes veces?

No es raro oír en Bogotá: «Fulano me ha echado hoja». Es decir, Fulano ha escrito contra mí una hoja suelta, que ha hecho imprimir y fijar en las esquinas. Si contiene insultos graves, el procedimiento es terrible, como diré más adelante. Si no, el damnificado se contenta a su vez con echarle hoja a su adversario, para mayor contento de los impresores, que realizan buenos beneficios, y solaz de los vagos, que se pasan las horas muertas en las esquinas con la nariz al aire. La libertad de la palabra no tiene límites, y en el Parlamento mismo no tiene ni aun las limitaciones económicas del reglamento. Las funciones del Presidente se limitan a concederla al que la ha solicitado, a abrir y cerrar la sesión, a firmar las actas y a hacer de tiempo en tiempo desalojar la barra, prima hermana de la nuestra. Por lo demás, es una esfinge silenciosa, que jamás despliega sus labios para llamar a la cuestión o al orden.

El colombiano es orador; la frase sale elegante, con vida propia, llena de movimiento y garbo. En teatros más vastos, Esguerra, Becerra, Galindo, Arosemena, tendrían una reputación universal. La fluidez, la abundancia, es inimitable; suben, se ciernen en las alturas de la elocuencia y allí se mueven con la facilidad del águila en las nubes… Puede concebirse el uso que harán esos hombres, para quienes hablar es una fruición, del derecho ilimitado de expresar sus ideas. Más de una vez he asistido a sesiones del Senado de plenipotenciarios, he oído durante tres horas a un ciudadano que tenía la palabra, que quedaba con ella al levantarse la sesión, sin poder darme cuenta del asunto que se discutía. Cada orador tiene el derecho, si así le conviene, de relatar las campañas de Alejandro, a propósito del establecimiento de una herrería en Boyacá. Muchos lo hacen; se les oye con gusto, pero se deplora el tiempo perdido para la tramitación de los asuntos de interés general.

La comprobación de estos hechos, y las críticas que hago, inspiradas en mi educación cívica, tan distinta de la que impera en Colombia, fueron más de una vez compartidas en Bogotá por hombres ilustres que veían con más claridad que yo los inconvenientes de esas prácticas viciosas.

Pero dejemos de lado esas irregularidades que no son sino consecuencias extremas de ideas sanas y fecundas, y podremos afirmar que pocos pueblos viven al amparo de instituciones más liberales que Colombia. El caudillaje militar ha muerto hace mucho tiempo; hay algo que recuerda los tiempos libres de la Grecia en la práctica del Senado de elegir anualmente un número determinado de ciudadanos, militares o no, de entre los que el Presidente debe nombrar los generales necesarios para el comando del ejército. En una tierra donde de la noche a la mañana un hombre es general, durante un año, los generales no tienen el prestigio que puede convertirlos en una amenaza para las libertades públicas.

No faltan, por cierto, militares de carrera, como los generales Trujillo, Salgar, Camargo, Sarmiento, etc., que han hecho sus pruebas y que en la presidencia han sido los primeros en respetar la Constitución; pero va desapareciendo el general de barrio, el cacique de charreteras, que es un azote en otras secciones de América.

Los dictadores gozan generalmente de mala salud en Colombia; Bolívar lo fue… o pretendió serlo, y aún se muestra en el Palacio de Gobierno, en Bogotá, el balcón por donde saltó escapando al grupo de jóvenes que, fanáticos por la libertad, como los romanos del tiempo de Bruto, creían acción santa matar al tirano. Entre ellos estaba Florentino González, cuyos restos reposan hoy en suelo argentino. La intrepidez de la soberbia Manuela, la querida de Bolívar, cerrando con su cuerpo el paso a los conjurados, y las ideas caballerescas de éstos, que les impedían matar una mujer, salvaron la vida del Libertador. Me figuro con repugnancia, a Bolívar saltando por el balcón, y sobre todo, pasando la noche bajo el arco de aquel puente raquítico, entre barro e inmundicias, para salir por la mañana, pálido, desencajado y sucio. Vale más la espléndida figura de Pizarro, arrojando en su impaciencia la coraza cuyos broches no ajustan, para salir al encuentro de sus asesinos y combatir hasta el último aliento y morir trazando en el suelo la señal de la cruz con su propia sangre. Es muy probable que cualquiera de nosotros, en caso semejante, se hubiese felicitado de encontrar el puente salvador… Pero no somos Bolívar. Cuando se me vuela el sombrero en la calle, corro tras él, como un simple M. Pickwick; ¿os figuráis a Napoleón desalado tras su sombrero de dos picos, que el viento arrebata y cubre de polvo? El empleo del héroe tiene exigencias que os necesario respetar.

El segundo conato de dictadura en Colombia fue el del general Melo, que sucumbió en breve ante los esfuerzos aunados de liberales y conservadores, que es el rasgo más profundo de amor a la libertad que puede encontrarse, conociendo las ideas de esos dos partidos extremos.

Las divisiones políticas fundamentales de Colombia son hoy tres: conservadores, liberales e independientes. Los últimos forman un partido nuevo, que pugna por crearse adeptos a favor de las ideas sanas y moderadas que sostiene. Es indispensable olvidar la tradición de nuestros partidos argentinos desde 1852 a la fecha, para formarse una idea exacta de los de Colombia. Un demagogo de los nuestros pasa allí por un conservador y un conservador argentino es un comunista para los colombianos de ese tinte. No creo que hoy se encuentren frente a frente, en parte alguna del mundo, principios más radicalmente opuestos, opiniones más encontradas, creencias más antagónicas.

El partido conservador que estuvo en el gobierno hasta 1860, siendo entonces derribado por una revolución liberal que conserva hasta hoy el poder, cuenta en sus filas, según confesión de los mismos liberales, más de las tres cuartas partes de la población de Colombia. ¿Por qué no ha triunfado en las urnas o cuando el acceso a éstas le ha sido negado, en los campos de batalla donde frecuentemente ha sido batido por las huestes liberales? Porque el exceso mismo de sus ideas, que envuelven la negación más absoluta del progreso, les quita esa fuerza, ese ímpetu que la violenta aspiración a la libertad, a la emancipación de la conciencia humana comunica a sus adversarios. «Se lee mal, cuando se lee de rodillas», ha dicho Renán, refiriéndose a la interpretación de los textos bíblicos; se combate mal, cuando se combate de rodillas, diremos a nuestro turno.

Los conservadores puros de Colombia (y apelo a la declaración de sus hombres de letras, que son los más distinguidos del país) parece que, como Luis XVIII, no han aprendido ni olvidado nada… desde el siglo XVI. Fanáticos, intransigentes en materia de religión, no ocultan en política su preferencia por la monarquía, y aun creo que no son muy ardientes partidarios de aquellas que tienen por base el régimen parlamentario. Más de una vez he visto procesiones insignificantes en Bogotá, a propósito de fiestas secundarias de la iglesia; el pendón era siempre llevado por miembros conspicuos del partido conservador, por hombres cuyo apellido, no sólo recuerda las tradiciones de los buenos tiempos, sino que están vinculados a la historia nacional: los Mallarino, los Arboleda, etc. Para ellos la palabra bíblica es una sentencia que no puede ni debe cambiar el tiempo: «fuera de la Iglesia, no hay salvación». Viven en el seno de ella, que costean noblemente con sus sacrificios, que honran con el cumplimiento de las prácticas religiosas, pudiendo estar legítimamente orgullosos del clero colombiano que es puro, ilustrado y digno, en su difícil situación.

¿Conservaría el partido conservador sus idas actuales si llegase a gobernar? El poder es una experiencia peligrosa para la lógica de los principios. Pero la oposición tiene también el inconveniente de presentar un plano inclinado por el que éstos se deslizan insensiblemente. Las exigencias de la polémica, el talento desplegado por una y otra parte en Colombia, la buena fe recíproca, han llevado a conservadores y liberales a aceptar las consecuencias más forzadas de sus sistemas y a hacer declaraciones que envuelven de ambos lados, las unas por su absolutismo, las otras por su tendencia anárquica, la negación más completa de los buenos principios de gobierno que imperan hoy en el mundo civilizado.

Empujados por la gravitación conservadora que se hunde en lo pasado, los liberales se lanzan al porvenir con una vehemencia terrible. No contentos con la separación de la Iglesia del Estado, que a mi juicio es un beneficio para el Estado, y para la Iglesia, la mayor parte son individualmente ateos. Más de una vez he comprobado con asombro y tristeza los extremos a que los ha conducido la lógica implacable de sus adversarios y que ellos han aceptado con lealtad y entereza.

En el centro de ese campo donde combaten huestes tan opuestas, los independientes, antiguos liberales, se han segregado de la masa, procurando encontrar, al abrigo de la moderación en las ideas, un modus vivendi razonable para la colectividad. De un liberalismo templado, manifiestan públicamente un serio respeto por la religión, y en materia política trabajan por introducir cierta reglamentación indispensable para hacer fecundas las libertades y derechos garantizados por la Constitución. Pero por el momento, el partido independiente, no sólo es poco numeroso en Colombia, sino que carece de autoridad moral, a pesar de las condiciones, realmente distinguidas, de algunos de sus miembros. Partido nuevo, ha tenido que echar mano de todos los elementos que se le ofrecían; cuando se busca la cantidad, la percepción de la calidad se embota.

Frecuentemente, al contemplar la lucha de esas tres entidades, me ha venido a la memoria la Asamblea Legislativa francesa en 1790; de un lado, la intransigencia del antiguo régimen, los restos del feudalismo señorial y eclesiástico, representado por la alta nobleza y el clero de casta; en frente, el grupo de los innovadores, con los terribles cuadernos de quejas en las manos, el espíritu nutrido de Rousseau, grupo encarnado en esos oscuros abogados de provincia, sin la menor noción de gobierno, y con la misión única y fatal de derribar. En el centro, Mirabeau, Barnave, los Lameth, Lafayette, Lally-Tollendal… queriendo unir en un abrazo de conciliación el pasado y el porvenir, regenerar la monarquía por medio de la libertad, ponderar la libertad por medio de la institución monárquica…

¿No es acaso ese juego de los partidos colombianos la marcha constante de las sociedades humanas hacia el progreso, y no está revelando la existencia de un pueblo libro y enérgico en la defensa de sus derechos?12.

 
12En los 20 años transcurridos desde la publicación de este libro, la constitución de Colombia ha sido profunda y frecuentemente modificada y la guerra civil ha ensangrentado y desolado al país; el último golpe, el más rudo y terrible, ha sido la separación de Panamá, debida tanto a la descabellada política del gobierno de Colombia, como a la violenta prepotencia de la del gobierno de Wáshington. Las consecuencias de este acto no pueden aún medirse en el momento en que se pone en prensa esta edición; pero pienso que afectarán no sólo a Colombia, sino a toda aquella parte de América. (Diciembre 1903).

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