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En viaje (1881-1882)

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Y en obsequio a los intereses de mi vecino, pasamos el resto de la noche en blanco, con los oídos destrozados y esperando ansiosos el alba, que al fin apareció.

Tal fue la «noche de Consuelo».

CAPITULO XI
Las últimas jornadas

En hotel del Valle. – De Guaduas a Villeta. – Ruda jornada. – La mula. – El hotel de Villeta. – Hospitalidad cariñosa. – Parlamento con un indio. – Consigo un caballo. – Chimbe. – La eterna ascensión. – Un recuerdo de Schiller. – El frío avanza. – Despedida. – Un recuerdo al que partió. – Agua Larga. – La calzada. – El "Alto del Roble". – La sabana de Bogotá. – Manzanos. – Facatativá. – En Bogotá

No fue poco trabajo por la mañana reunir todos los elementos de viaje, desde las mulas a los indios portadores. Pero no nos dábamos prisa, porque habíamos resuelto hacer ese día una jornada corta, para dar descanso a las señoras y a los niños. No me olvidaré de una niñita de 7 años, de Panamá, que un caballero llevaba a Bogotá para entregarla a sus padres. Silenciosa, sonriendo siempre, trepadita en una mula caprichosa, hizo toda la marcha sin manifestar el menor cansancio. En la cabeza sólo llevaba un sombrerito de paja, de alas estrechas. En los duros momentos del mediodía, cuando el sol caía a plomo, abrasándome el cráneo protegido por el helmuth, solía acercarme a ella. «¿Qué tal vamos, amiguita?» – Muy bien, señor. – ¿No está cansada, no quiere un quitasol? – No, señor; gracias. – La mulita tiene buen paso. – ¡Y yo veía a la pobre criatura sacudirse sobre la silla a impulso del endemoniado trote mular! Pueden las desventuras de la vida caer sobre esa niña, me decía; encontrará con quien hablar.

Fue a la salida de Consuelo cuando nos dimos cuenta del sitio en que nos encontrábamos y de su estupenda belleza. Nuestro albergue nocturno estaba situado en la cúspide de la primer cadena montañosa que hay que atravesar para llegar a Bogotá. A todos lados, valles profundos cuyo fondo se entreveía a través de la bruma flotante que se columpiaba a nuestros pies. A la espalda, la cinta ancha y brillante del Magdalena, extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba; al frente, una serie de montañas imponentes y sombrías. ¡Cuántas veces, al traspasar esos cerros monumentales y al aparecer a lo lejos otros más altos aún, miraba mi mula, cuyas orejas batían monótonas y cadenciosas; preguntándome si esa tortuga me llevaría a la región de las águilas!

La marcha era lenta, porque no podíamos desprender nuestras miradas de la vegetación soberana que se levantaba, como una sinfonía poderosa, en la falda de la montaña. ¿Qué árboles eran aquellos? ¿Qué nombres llevan en la clasificación de Linneo esas infinitas fibrillas que entrelazan sus troncos, defendiéndolos del sol y conservándoles una atmósfera de eterna fescura? ¿Cómo nombrar esas mil flores, ostentando los colores del iris, que se inclina sobre la senda estrecha y mecen sus racimos sobre la frente del viajero? No lo sabía, no quería saberlo, no lo sabré nunca. ¿Se necesita acaso conocer las leyes físicas que determinan la tempestad para gozar de su aspecto soberbio? Aquello era una mezcla de la violenta vegetación alpina y de la exuberante florescencia tropical. Costeábamos la montaña por una estrecha senda practicada en su flanco. A la izquierda, el abismo, adivinado por la razón, más que visto por los ojos. Los árboles, que arraigaban sus troncos allá en el perdido fondo, levantaban sus copas hasta nosotros, las confundían y formaban un amplio toldo unido e impenetrable. De pronto, una cascada juguetona bajaba de la montaña e iba a alimentar el hilo de agua imperceptible que serpeaba en el valle. Esa sección del camino es tal vez la más cómoda; salvo unas cuantas pendientes sumamente inclinadas y que fatigan en extremo por la penosa posición que hay que conservar sobre la mula; la mayor parte de la ruta está bien conservada. Desde las 11 de la mañana, el sol comenzó a molestarnos vivamente; las bestias se hacen reacias, la vista se fatiga con la lejana y constante reverberación y una sed implacable empieza a devorarnos. Nos acercamos a una o dos chozas encontradas en el tránsito; pero las buenas mujeres que las ocupaban, nos invitaron a tomar el agua que pedíamos y que nos sería nociva. Fue entonces cuando acudimos al guarapo, el jugo de la caña, ligeramente fermentado, que constituye una bebida sana y fortificante.

A la una y media de la tarde estuvimos en la cumbre de una montaña que trepábamos desde temprano y que nos parecía inacabable. Desde allí dominamos el precioso valle de Guaduas (cañas), el más pintoresco de los que he encontrado en mi camino y en cuyo centro brilla por su blancura la aldea que lleva su nombre. Es esa una de las regiones más privilegiadas de Colombia para el cultivo del café, cuyo grano rojo, destacándose de entre el verde follaje de los extensos cafetales que nos rodeaban, daba animación al paisaje. El café de Guaduas, como el de otros puntos de Colombia igualmente reputados, es infinitamente superior a las marcas mejor cotizadas en el comercio. Lo distingue, como al Yungas, un sabor incomparable, aunque no tiene el perfume sin igual del Moca. Creo que una mezcla de tres partes de Guaduas y una de Moca haría una bebida capaz de estremecer al viejo Voltaire en su tumba.

Otra particularidad del valle son las cañas que le han dado el nombre. Algunas alcanzan a muchos metros de altura, con un diámetro de 20 a 25 centímetros. Los indios las emplean, por su resistencia y poco peso, para hacer las parihuelas en que transportan a hombros todo aquello que no puede ser conducido por una mula, como pianos, espejos, maquinarias, muebles, etc.

Vamos encontrando a cada paso caravanas de indios portadores, conduciendo el eterno piano. Rara es la casa de Bogotá, que no lo tiene, aun las más humildes. Las familias hacen sacrificios de todo género para comprar el instrumento, que les cuesta tres veces más que en toda otra parte del mundo. ¡Figuraos el recargo de flete que pesa sobre un piano; transporte de la fábrica a Saint-Nazaire, de allí a Barranquilla, veinte o treinta días, de allí a Honda, quince o veinte, si el Magdalena lo permite; luego, ocho o diez hombres para llevarlo a hombros durante dos o tres semanas! Encorvados, sudorosos, apoyándose en los grandes bastones que les sirven para sostener el piano en sus momentos de descanso, esos pobres indios trepan declives de una inclinación casi imposible para la mula. En esos casos, el peso cae sobre los cuatro de atrás, que es necesario relevar cada cinco minutos. A veces las fuerzas se agotan, el piano se viene al suelo y queda en medio del camino. Así hemos encontrado calderas para motores fijos, muebles pesados, etcétera. Nadie los toca, y no hay ejemplo que se haya perdido uno solo de esos depósitos entregados a la buena fe general.

Muchas veces oíamos el grito gutural de un conductor de cerdos que empujaba su manada hacia adelante. Con todos trababa conversación; rasgo curioso: van generalmente descalzos, pero llevan en la cintura, a guisa de puñal, un par de alpargatas nuevecitas. Además, al flanco, la eterna peinilla, el facón de nuestros gauchos, hoja larga, chata y filosa. El aspecto de esos hombres, cubiertos de polvo y sudor, medio desnudos, desgreñados, enronquecidos por la producción continua de un grito gutural, áspero e intenso, es realmente salvaje. Son humildes y pacientes. – Buen día, amigo. – Buenos días, su merced. – ¿De qué parte viene? – Del Tolima (o de Antioquía). – ¿Cuántos días trae de viaje? – Treinta (o cuarenta). – ¿Por dónde pasó el Magdalena? – Frente a Ambalema (o a a Nare), etc. Nunca deja de pedir el cuartillo, que, una vez en su poder, se convierte inmediatamente en chicha o guarapo, sobre todo en chicha (el azote de Colombia) en la próxima parada.

¡Se encuentra a centenares indias encorvadas bajo el peso y el volumen de las ollas, cántaros, hornallas, etc., de barro cocido, que llevan a la espalda; vienen solas, de más lejos aún que los porqueros, y después de dos o tres meses de marcha, vuelven a su pueblo con un beneficio de un par de pesos fuertes! Pueblo rudo, trabajador, paciente, con aquel fatalismo indio, más intenso y callado que el árabe, será un elemento de rápido progreso para Colombia el día que se implanten en su suelo las industrias europeas. Pero ante todo, hay que desarraigar en los indios el hábito de la chicha, funesta fermentación del maíz, cuyo uso constante acaba por atrofiar el cerebro. En Bogotá he notado con asombro la viveza chispeante de los cachifos de la calle (pilluelos), cuyas respuestas en nada desmerecerían de la ocurrencia de un gamin del bulevar. Entretanto, los niños adultos tienen la fisonomía muerta y el espíritu embotado. Los estragos de la chicha son terribles, sobre todo en las mujeres, aglomeradas siempre en las puertas de los inmundos almacenes donde se expende la bebida fatal. Abotagadas, sucias, vacilantes en la marcha, hasta las más jóvenes presentan el aspecto de una decrepitud prematura. El ajenjo, veneno lento, da por lo menos cierta excitación artificial; la chicha enbrutece como el opio…

Henos por fin en el bonito Hotel del Valle, situado a la entrada del pueblo de Guaduas y único albergue decente en todo el camino de Honda a Bogotá. Hay, sin embargo, mucha gente y es necesario contentarse con poco. Allí pasamos todo ese día, porque resueltamente había decidido no separarme de mis compañeros de viaje. Ya somos buenos amigos con Mimí y Dizzy, y Little Georgy empieza a tenderme los bracitos.

La tercera jornada que emprendemos como siempre, a las ocho de la mañana, habiéndonos dado cita para las seis, será, también muy corta, pues pensamos detenernos en Villeta, adonde llegaremos a las tres de la tarde. Fue, sin embargo, sumamente dura, porque la temperatura, que en Guaduas era deliciosa, se elevaba constantemente a medida que descendíamos al fondo de embudo en que está situada Villeta. Ese descenso interminable, por un camino que la calzada de piedra destruida hace imposible, el sol, que caía a plomo, la mula, cansada, afirmando el pie lentamente en las puntas de los guijarros sueltos, todo empezaba a darnos fiebre. Además, veíamos a Villeta allí en el fondo, casi al alcance de la mano, tal era el efecto de perspectiva, y marchábamos tras la aldea que parecía alejarse a medida que avanzábamos.

 

Como la senda es estrecha, no hay ni aun el recurso de la conversación, pues es necesario marchar uno a uno. Tan pronto atrás, tan pronto adelante, en todas partes mal. En el momento en que escribo estas líneas, aunque bien lejos de mi tierra, no veo ya mulas en el porvenir de mi vida. Sólo el cielo sabe las peregrinaciones que aún me esperan, pero no será jamás por un acto espontáneo de mi voluntad el volver a treparme en una mula. Cada vez que en mis largos viajes de ferrocarril, cuando después de veinte o treinta horas de inmovilidad, no se tiene ya postura, entra en mi espíritu aquel mal humor que todos conocen, no tengo más que acordarme de la mula… para sentirme fresco, alegre y dispuesto. La que yo llevaba en ese momento era detestable, reacia, lerda, con una cojera endemoniada. Además, con una costumbre de las más amenas. Como la senda es estrecha, según he dicho, cada vez que viene en dirección contraria una arria de mulas cargadas, hay que tomar precauciones infinitas, a fin de no destrozarse las rodillas contra los costales o no ir a dar al abismo. Pues mi mula tenía la manía de acercarse, de estrecharse contra todos los congéneres que encontraba en su paso. No le escaseaba reprimendas; pero la víctima era yo, que tenía las piernas y los brazos dislocados. Las mulas de carga, rendidas por una ascensión penosa, se echan al suelo inmediatamente que los arrieros, que las guían a pie y a gritos, dan la voz de alto. Así, cuando mi amigo el poeta chileno Soffia, que representa a su país en Colombia, llegó a Honda, visto su volumen considerable y para mayor seguridad, se le dio una robusta mula de carga, que, sin el menor discernimiento entre un cajón de loza y un diplomático, se echaba al suelo en el acto que el jinete la detenía, lo que no contribuía, para éste, a aumentar los encantos del viaje.

Las autoridades locales de Villeta, con algunos amables vecinos que se habían unido, salieron a recibirnos y a conducirnos al hotel. ¡Al hotel! Un bogotano se pone pálido al oír mencionar el hotel de Villeta: ¡qué haríamos nosotros cuando contemplamos la realidad! Felizmente para mí, se me avisó que un amigo me había hecho preparar alojamiento en una casa particular. Fui allí y recibí la más cariñosa acogida de parte de la señora Mauri, que, junto con las aguas termales y un inmenso árbol de la plaza, constituye lo único bueno que hay en Villeta, según aseguran las malas lenguas de Bogotá. ¡Qué delicioso me pareció aquel cuartito, limpio como un campo, sereno, silencioso! ¡Había una cama! ¡Una cama, con almohada, sábanas y cobijas! Hacía un mes que no conocía ese lujo asiático. La dulce anciana, cariñosa, rodeándome de todas las imaginables atenciones, me traía a la memoria el hogar lejano y otra cabeza blanqueda como la suya, haciendo el bien sobre la tierra.

Cuando a la mañana siguiente llegué al hotel, fresco, bañado, rozagante, mi colega inglés me miró con unos ojos feroces. ¡Habían pasado una noche infernal, compartiendo las camas (?) con una cantidad tal de bichos desconocidos, que las dos o tres cajas de polvo insecticida que habían esparcido por precaución, sólo habían servido para abrirles el apetito!

Partí adelante, sólo, para hacer preparar el almuerzo en Chimbe. A la hora de camino, la mula se me cansó definitivamente; ni la espuela ni el látigo eran suficientes. Me encontraba, en un terreno desconocido, al pie de una cuesta de una inclinación absurda. ¿Qué hacer? Busqué la sombra de un árbol, me tendí, encendí filosóficamente un cigarro y esperé, mientras los grillos cantaban a mi alrededor y el sol se levantaba ardiente como una ascua en un cielo de una pureza profunda. Un cuarto de hora después, algunas piedras pequeñas que rodaban, me indicaron que alguien bajaba la cuesta. No tardó en aparecer un indio montado en un caballito alazán, flaco, pero de piernas delgadas y nerviosas. Me paré en medio del camino y a veinte pasos mi hombre se detuvo intrigado, sin duda por mi traje exótico en aquellos parajes. Aún no llevaba el traje colombiano de viaje, que más tarde adopté por comodidad. Un casco de los que los oficiales ingleses usan en la India, un poncho largo de guanaco (el cariñoso compañero que me acompañó de Mendoza a Chile y que hoy ha descendido a las humildes funciones de couvrepieds en los ferrocarriles), y unas botas granaderas constituían mi toilette del momento. El indio abrió tamaños ojos cuando oyó salir del fondo de aquella aparición una voz que hablaba español con claridad bastante, para hacerle comprender que mi modesto deseo era cambiar mi mula cansada por su caballo fresco. No sé si habría llegado hasta el crimen, si aquel hombre se resiste; pero, por lo menos, estaba dispuesto a todos los sacrificios. El indio meditó largamente, echó pie a tierra, hizo un trueque de monturas y me encargó que entregase el caballo a Fulano, en Agua Larga. Mi criado, que venía atrás, al pie de la mula que llevaba a una de las niñitas, se encargaría de mi exhausta montura. «Ahora, amigo, arreglemos el alquiler». Daba vueltas al sombrero de paja, sacaba y volvía a meter en la cintura el inevitable par de alpargatas nuevas, me hablaba largamente de las condiciones de su alazán, que tenía galope, cosa rara en los caballos de montaña, etc. Por fin reventó: ¡quería tres pesos fuertes! ¡Oh indio ingenuo, descendiente del que daba al español un puñado de oro por una cuenta de vidrio! Fui magnánimo y le di cinco, lo que me valió algunos consejos sobre la manera de acelerar la marcha del alazán.

Por fin llegué a Chimbe, después de transponer montañas y montañas. Cuando, vencida una cumbre, se me presentaba otra más elevada aún, solía detenerme y preguntarme si no era juguete de alguna travesura colosal. ¿A dónde voy? ¿Cómo es posible que allá, tras esos cerros gigantes, en esas cimas que se pierden en las nubes, habite un pueblo, exista una ciudad, una sociedad civilizada? Sólo me rendía ante el piano eterno que pasaba a mi lado sobre el hombro dolorido de diez indios jadeantes. Arriba, pues. No sé si a alguno de los hijos de Buenos Aires, nacidos y educados con el espectáculo de la pampa siempre abierta, le habrá ocurrido en su primer viaje en países montañosos el mismo fenómeno que a mí, esto es, serme necesario un esfuerzo para persuadirme de que en los estrechos valles, en las cuestas inclinadas, vive un pueblo, de hábitos sedentarios y con un organismo social análogo al nuestro. Recuerdo que viajando en Suiza por primera vez (venía de las llanuras lombardas), me preguntaba cómo los hombres podían apegarse a las rocas frías y estériles, tan rebeldes a la labor humana, en vez de ir a sentar sus reales en las tierras fecundas y generosas, donde la azada se pierde sin esfuerzo. Esa misma noche, Schiller me contestaba en este diálogo admirablemente entre Tell y su hijo:

Walther, mostrando el Bannberg. – Padre, ¿es cierto que sobre esa montaña, los árboles sangran cuando se les hiere con el hacha?

Tell– ¿Quién te ha dicho eso, niño?

Walther– El pastor cuenta que hay una magia en esos árboles, y que, cuando un hombre los ha maltratado, su mano sale de la fosa después de su muerte.

Tell– Hay una magia en esos árboles, es cierto. ¿Ves allá, a lo lejos, esas altas montañas cuya punta blanca se levanta hasta el cielo?

Walther– Son los nevados que durante la noche resuenan como el trueno y de donde caen las avalanchas.

Tell– Sí, hijo mío; hace mucho tiempo que las avalanchas habrían enterrado la aldea de Altdorf, si la selva que está ahí, arriba de nosotros, no le sirviera de baluarte.

Walther, después de un momento de reflexión: – Padre, ¿hay comarcas donde no se ven montañas?

Tell– Cuando se desciende de nuestras montañas y se va siempre hacia abajo siguiendo el curso del río, se llega a una vasta comarca abierta, donde los torrentes no espuman, donde los ríos corren lentos y tranquilos. Allí, de todos lados, el trigo crece libremente en bellas llanuras y el país es como un jardín.

Walther– Y bien, padre mío, ¿por qué no descendemos a prisa hacia ese bello país, en vez de vivir aquí en el tormento y en la ansiedad?

Tell– ¡Ese país es bueno y bello como el cielo, pero los que lo cultivan no gozan de la cosecha que han sembrado!11.

Y Tell explica a su hijo lo que es la libertad. No falta, por cierto, en Colombia.

¡Cómo comprendo hoy el afecto tenaz y duro de los montañeses por su patria! Hay allí, indudablemente, una comunidad más íntima y constante entre el hombre y la naturaleza, que en nuestras pampas dilatadas, solemnes y monótonas, llenas de vigor al alba, deslumbrantes al mediodía, tristes al caer la tarde, jamás íntimas y comunicativas. La montaña suele sonreír y consolar; la pampa llora con nosotros, pero llora como por un dolor gigante y solemne, arriba de nuestras pequeñeces humanas. ¡La montaña es forma, es color; da el placer de la pintura, de la estatuaria o de la arquitectura, concreto siempre; la pampa empapa el alma en la sensación vaga y profunda de la música, infinita, pero informe!.. También se ama la llanura, también en ella, oh, poeta, echa su raíz vivaz y vigorosa el árbol de la libertad!..

Chimbe es un punto del camino donde se levantan dos o tres casas, en una de las cuales hay algo a manera de hostería, en la que, después de un largo parlamento con la dueña, se obtiene un almuerzo compuesto de un caldo con papas, las papas duras y el caldo flaco, seguido por un trozo de carne salada, el trozo chico y la carne paquidérmica. Es otra de las regiones privilegiadas para el café. La temperatura, determinada no ya por la latitud, sino por la elevación, empieza a variar; la transpiración se detiene, ráfagas frescas comienzan a acariciar el rostro, y la presión atmosférica, haciéndose más leve, dificulta un tanto la respiración para el pulmón habituado al aire compacto de la tierra caliente.

Allí me despedí de la familia de mi colega, el ministro inglés, que pensaba pasar la noche algo más adelante, en Agua Larga, mientras yo, gracias a mi alazán, tenía la esperanza de arribar a la sabana, avanzar hasta Facatativá y tomar allí el carruaje, que, según mis cálculos, me estaría esperando desde la víspera.

Nunca hubiera sospechado que aquel hombre robusto a quien estrechaba la mano con cariño y que me contestaba lleno de gratitud, sucumbiría tres meses después, casi en mis brazos, derribado por un soplo helado que fue a paralizar la vida en sus pulmones. ¡No me olvidaré jamás la profunda y callada desesperación de aquella mujer joven, bella y elegante, que se había sacrificado buscando un avance en la carrera de su marido, sola, rodeada de sus hijitos, en el punto más lejano casi del mundo, emprendiendo la triste ruta del regreso, mientras el cuerpo del compañero dormía el sueño de la muerte, allá en la remota altura! Teníamos el alma sombría delante de aquel cadáver, pensando cada uno en la patria, en el hogar tan lejos y en las vicisitudes de esta carrera vagabunda… ¡Reposa el amigo en el seno de un pueblo hospitalario que mezcló sus lágrimas a las de los suyos, y según la bella frase de Soffia, el mismo cielo que habría cubierto sus restos en suelo inglés, los cubre en tierra colombiana!

Emprendí la marcha, llevando conmigo un muchacho montado, pues en Chimbe despedí al mozo de a pie, cuya utilidad durante el viaje había sido bastante problemática. Los equipajes iban delante, y según mi cálculo, debían ya encontrarse en Bogotá. Sólo llevaba una valija con mis papeles y valores.

El camino ascendente hasta Agua Larga es encantador; mi alazán marchaba noblemente, trepando con la seguridad de la mula, pero sin su andar infernal. Serían las cuatro de la tarde cuando llegué a Agua Larga, punto de donde parte una excelente calzada hasta la sabana, transitable aún para carruajes. Como no encontrase allí ni noticias del mío, ordené a mi infantil escudero siguiese adelante, para esperarme en Manzanos, primer punto de la sabana, mientras yo conversaba un rato con algunos distinguidos caballeros de la localidad que habían venido a saludarme.

 

Cuando seguí viaje, sentía un frío intenso. Agua Larga tiene reputación de ser el sitio más glacial de la montaña. La altura contribuye mucho, pero sobre todo, su exposición a los vientos que entran silbando por dos o tres aberturas de los cerros circunvecinos. ¡Con qué placer lancé mi caballo al galope por la extensa calzada! Es una fruición sin igual para el que viene deshecho por el paso de la mula. Pero, una hora después, ni sombra de mi muchacho, al que hacía mucho tiempo debía haber alcanzado. ¿Se lo había tragado la tierra? No me convenía, porque llevaba todo lo que me interesaba. Desandé mi camino, pregunté en todas partes; nadie lo había visto; realmente inquieto, me detuve a meditar sobre el partido que debía tomar, cuando un indio que pasaba me sugirió la probabilidad de que el cachifo hubiese tomado el camino de abajo, que acortaba mucho la distancia. Tranquilo continué. Subía, subía constantemente, y de nuevo me preguntaba cuándo concluiría aquella ascensión interminable donde se encontraba la tierra prometida. La naturaleza había variado, y ahora se extendían a mi vista extensos y frondosos bosques de variados pinos. Al frente, altos picos inaccesibles. ¿Habría también que transponerlos? De pronto, un grito de asombro se me escapó del pecho. Al doblar un recodo, una anchura llana, plana, bañada por el sol, se dilató ante mis ojos. Estaba en el Alto del Roble, la soberbia puerta que da ingreso a la sabana de Bogotá. Miraba a mi espalda y veía escalonarse a lo lejos la serie de montañas que había transpuesto para llegar a aquella altura: ¡estaba a 2700 metros sobre el nivel del mar!

¿Qué capricho de la naturaleza tendió esa pampa en las cumbres? ¡Cómo ve el ojo más ignorante que aquello debió ser en los tiempos primitivos el lecho de un inmenso lago superior! La impresión es profunda por el contraste; en vano viene el espíritu preparado, el hecho ultrapasa toda expectativa.

La sabana presenta a la entrada el aspecto de una inmensa circunferencia limitada por una cadena circular de cerros de poca elevación. Es una planicie sin atractivos pintorescos, y al entrar en ella, es necesario despedirse de las vistas encantadoras que he dejado atrás.

En Manzanos, al acercarme al hotel para averiguar algo de mi carruaje, vi… ¡mis pobres equipajes, abandonados bajo un corredor! Me fueron necesarios algo más que ruegos para determinar a los arrieros a conducirlos hasta la próxima aldea de Facatativá, a la que llegué tarde ya, encontrando en la puerta del hotel al secretario, que, a pesar de sus dos días de avance, no había conseguido aún el carruaje para llegar a Bogotá. Pasamos allí la noche en un detestable hotel, frío como una tumba, y al día siguiente, después de cinco horas de marcha por la sabana, entramos por fin en la capital de los Estados Unidos de Colombia.

Era el 13 de enero de 1882, y hacía justo un mes que nos habíamos puesto en viaje de Caracas.

¡De Viena a París se va en 28 horas! Verdad que, cuando yo tenía diez años, empleaba con mi familia un día en hacer las dos leguas de pantanos que separaban a Flores de Buenos Aires. También… empieza a hacer rato que yo tenía diez años!

11Schiller, "Guillermo Tell", acto III, esc. III.

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