Una Iglesia devorada por su propia sombra

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Por otra parte, cuando se compara la población de perpetradores sexuales clericales respecto de abusadores sexuales no-religiosos la investigación actual arroja una caracterización en que dichos sacerdotes aparecen descritos como un grupo humano que, en general, reporta una mayor edad al momento de cometer el primer abuso, tienen un mayor nivel educativo, mayores índices de coeficiente intelectual y son menos antisociales —tienen una menor historia de actividad criminal—. Por otra parte es más probable que ellos abusen a jóvenes adolescentes, tienen mayor probabilidad de reportar una orientación homosexual que un abusador sexual promedio, dan cuenta de una relativa baja incidencia de indicadores psicopatológicos, tienen menos víctimas que otros abusadores sexuales, son más inmaduros y tiene menos conocimiento respecto materias sexuales23.

Sin embargo, por relevantes y significativos que sean los descubrimientos investigativos recién expuestos sobre la caracterización de la configuración psicológica del perpetrador clerical, es importante relevar que ninguno de estos hallazgos ha logrado explicar, en sí mismo, el problema de los abusos sexuales eclesiales. Es decir, existe evidencia suficiente para postular que los abusos sexuales clericales no son explicables solamente apelando al perfil psicológico de los perpetradores. En simple, la teoría de las “manzanas podridas” no solo es insuficiente, sino que, en última instancia, es errónea. Por el contrario, el consenso investigativo apunta a una falta de diferencias significativas en torno al nivel de psicopatología anímica —trastornos de personalidad, trastornos anímicos— que tendrían los sacerdotes abusadores comparados con los sacerdotes normales. Por ejemplo, el John Jay afirma que “no hay una sola característica psicológica, de desarrollo o comportamental que diferencie a los sacerdotes que ha cometido abusos sexuales de los que no lo han hecho”24. Otros estudios han afirmado, consistentemente, que no existiría una patología específica única que explique la conducta delictiva de dichos sacerdotes25. Por cierto, ello no implica que las características recién descritas no sean relevantes o importantes, sino que, por si mismas resultan insuficientes para entender la magnitud del problema de los abusos sexuales en la Iglesia. De ello se desprende que una aproximación interdisciplinaria y multicausal se hace fundamental para comprender adecuadamente el fenómeno.

Teniendo esta perspectiva como trasfondo, resulta pertinente en este momento relevar una característica o rasgo psicológico que transversalmente ha estado asociada al funcionamiento psíquico de sacerdotes y religiosos que han cometido abusos sexuales. Me refiero a la variable clínica conocida como narcisismo.

Probablemente el psicólogo forense John Reid Meloy fue uno de los primeros expertos que, en la década de los ochenta, vinculó la psicopatología narcisista con el funcionamiento del clero, hipotetizando que la labor sacerdotal —con su sentido de vocación distinta, superior y especial— ofrecía grandes refuerzos positivos a problemáticas que son propias de esa condición psicológica26. Posteriormente, diversos académicos e investigadores han planteado que en el funcionamiento de la personalidad de consagrados que han cometido abusos sexuales se encontraría una presencia significativa de rasgos y formas de ser que son catalogables bajo la denominación de narcisismo27.

En ese escenario y dada la relevancia que el narcisismo parece tener como uno de los factores psicológicos personales que ha desencadenado la actual crisis de la Iglesia, no parece superfluo interrogarnos respecto qué es y cómo se manifiesta este configuración psicológica específica. ¿Qué es, entonces, esto que llamamos narcisismo? ¿Cómo se relaciona con la vida anímica de parte del clero católico? ¿Qué tipo de comprensiones abre el constructo clínico del narcisismo para poder leer la crisis de los abusos sexuales clericales? Espero poder esbozar algunas respuestas a estas interrogantes en las páginas venideras.

SACERDOTES Y RELIGIOSOS ABUSADORES. UNA MIRADA DESDE EL NARCISISMO

Para comenzar resulta importante sincerar, de forma un tanto desalentadora, que probablemente el concepto clínico de narcisismo sea uno de los términos psicológicos en torno al cual más se ha escrito… y uno de los que ha generado mayor confusión, divergencia, y debate en la academia28. Esto significa que diversos autores han significado cosas distintas al usar dicho concepto, y han generado teorías interpretativas bastante disimiles entre sí.

Por otra parte, si consideramos la apropiación del término narcisismo por la cultura popular y el uso cotidiano que se le da a dicho concepto, el grado de confusión aumenta exponencialmente. Respecto al uso no académico del término narcisismo es interesante notar que su significación parece estar ligada a la caricatura de la persona vanidosa, aquella que tiene una autovaloración desproporcionadamente alta de su propia personalidad, y que está constantemente ensalzando su singularidad, belleza, inteligencia u algún otro atributo personal relevante. No por nada las asociaciones del imaginario popular respecto de la noción del narcisismo fácilmente podrían ligarse, por ejemplo, con el personaje de la bruja de Blanca Nieves, quien obsesionada con el anhelo de poseer una belleza sin igual, clamaba constantemente: “espejito, espejito, ¡dime quien es la más bella!”29.

Sin embargo, como veremos más adelante, la compresión clínica de este funcionamiento psíquico específico, va a desafiar dicho imaginario colectivo, entregando una imagen y caracterización de la experiencia subjetiva interior de la persona aquejada de narcisismo, diametralmente opuesta a la popularmente aceptada.

El concepto clínico de narcisismo fue acuñado tempranamente en el psicoanálisis. Específicamente fue popularizado por Sigmund Freud, quien empieza a usar el concepto alrededor de 1910. Cuatro años después iba a escribir su célebre Introducción al narcisismo 30, llevando dicho término de manera oficial al acerbo conceptual de la naciente disciplina. Freud toma el concepto de narcisismo de Paul Näcke, quien lo había usado para referirse a una perturbación del desarrollo psicosexual humano en que la persona trataría a su propio cuerpo como si fuera un objeto de deseo sexual externo, esto es, desarrollando un vínculo de tipo erótico hacia la propia corporalidad31. En ese sentido, los primeros usos que Freud da al concepto estaban enmarcados en el intento de explicar la atracción sexual de hombres por personas de su mismo sexo. Los varones homosexuales, consideraba Freud, se habrían elegido a sí mismos como “objetos de deseo sexual”, lo que haría que buscaran a jóvenes que se les asemejaran. Posteriormente Freud consideró —desde el análisis del caso Schreber— que existiría una fase del desarrollo humano intermedia entre el autoerotismo temprano y la elección de objetos sexuales externos en que la persona toma a su propio cuerpo como objeto de amor32.

Independiente de estas concepciones iniciales de Freud respecto del término, lo que por ahora me interesa relevar es la temprana relación establecida entre la elección del propio cuerpo como objeto erótico y la vinculación con la figura de la mitología grecorromana Narciso, cuya historia de trágico autoenamoramiento iba a sellar la forma como se hablaría de esta configuración psicológica.

El mito de Narciso ha permanecido en el trasfondo imaginal de la mayoría de los autores que han estudiado el problema del narcisismo. Lo relevante del caso es que por mucho que se haya escrito, reflexionado e investigado sobre el problema del narcisismo el mito de Narciso siempre parece encontrar la forma de reinventarse —desbordando nuestra comprensión racional de dicha condición— inspirando otras miradas e intuiciones. Por cierto, ello obedece a su profunda naturaleza simbólica y a que, al parecer, el mito hablaría no solo de una “psicopatología” sino de una tensión del alma que sería constitutiva de nuestra condición humana. No se equivoca entonces James Hillman cuando afirma que el concepto psicológico del narcisismo no puede explicar, agotar, ni menos delimitar el significado profundo de la historia de Narciso33. Desde esta perspectiva cobra sentido la intuición que quizás releyendo, una vez más, el mito de Narciso —a la luz de los casos de abusos sexuales eclesiales— pueda emerger una comprensión que resulte esclarecedora. Quizás Narciso pueda ayudarnos a generar una aproximación mitopoética del narcisismo clerical que abra puertas y caminos de transformación.

Es por ello, que dividiré el resto del presente capítulo en tres momentos principales: el relato del mito de Narciso —que quedará como trasfondo interpretativo para la sección siguiente—, una descripción clínica tradicional respecto de la etiología y caracterización del narcisismo, y, finalmente, una tercera parte donde se realizaré una lectura simbólica del mito, desde la perspectiva de la psicología analítica, para comprender y amplificar la naturaleza de esta condición psíquica y su relación con los casos de abusos sexuales en la Iglesia.

EL MITO DE NARCISO

Aunque existen innumerables versiones del mito de Narciso, como suele ser la norma respecto a la mitología clásica, sin duda, uno de los relatos que mayor trascendencia y repercusión ha tenido en nuestra cultura es el de Ovidio, tal y como aparece en su libro Metamorfosis. Dicha versión del mito es singular y valiosa por diversos motivos, entre los que destacan: la presencia de la ninfa Eco, la apertura del mito con la profecía del vidente Tiresias, y el desenlace sobre la muerte/transformación que Narciso experimenta en su encuentro con su imagen reflejada en el estanque.

 

Ovidio comienza situando el relato del mito de Narciso en torno a su nacimiento. La madre de Narciso, la ninfa Liríope, había sido violada por el dios Cefiso, personificación del río que lleva el mismo nombre. Cefiso había atrapado a la ninfa entre sus olas, abusando de ella y fecundándola con un hijo, Narciso.

Al momento del nacimiento del niño, Liríope se conmueve por la exuberante belleza de su hijo recién nacido. Preocupada por su futuro, decide visitar al vidente Tiresias para saber sobre el destino de su hijo y averiguar si es que tendría una vida larga. La respuesta del vidente es categórica y enigmática: “Sí, si es que no se conociera”.

En la siguiente escena del relato presenciamos a Narciso en el florecimiento de su adolescencia, alrededor de los quince años. El joven ya se ha convertido en un fuerte cazador, y es admirado, e intensamente deseado, por sus pares. Tanto mujeres como varones se ven magnéticamente atraídos hacia el joven, y un fuerte deseo se despierta en ellos debido al singular atractivo y belleza de Narciso. Sin embargo, el joven orgullosamente desprecia a todos. Es entonces cuando Ovidio destaca de entre estos apasionados admiradores a la ninfa Eco, quien para entonces aún poseía un cuerpo físico. Anteriormente, Eco había sido condenada a no poder hablar con voz propia, sino a solo repetir las palabras que escuchara de sus interlocutores. Este castigo le había sido dado por Hera —esposa de Zeus— debido a que Eco había engañado a la diosa, entreteniéndola con relatos y embauques para así encubrir una infidelidad amorosa de Zeus. La diosa, en venganza por su “hablar engañoso”, le quita la facultad de poder expresarse por iniciativa propia.

Eco, entonces, seguía constantemente a Narciso, escondida a prudente distancia, ardiente en deseos de poder revelarle su amor, pero con la limitación de no poder expresarse con sus propias palabras. Ovidio nos relata el encuentro entre Narciso y Eco, el cual se produce con ocasión de que el joven se había alejado de sus camaradas y vagaba solitario en el bosque:

Narciso dice: “¿Hay alguien aquí?”. “¡Alguien aquí!” había contestado Eco. Narciso se queda de pie, desconcertado, mirando alrededor en todas direcciones, y con voz fuerte llama: “¡Ven!”. Y tal como él hablara replica ella. Él mira detrás, y como nadie apareciera, llama nuevamente: “¿Por qué me rehúyes?”. Pero todo lo que él puede oír son sus propias palabras repetidas de vuelta. Aún él persiste, engañado por lo que piensa es la voz de otra persona, y dice: “¡Aquí unámonos!”, y ella, que con más gusto nunca respondería a ningún otro sonido: “Unámonos”, afirma Eco, y las palabras secunda saliendo del bosque caminando para echar sus brazos al esperado cuello. Él huye, y al huir: “¡Tus manos de mis abrazos quita!”. “Antes”, dice, “pereceré, de que tú dispongas de nos”. Repite ella nada sino: “Tú dispongas de nos”34.

El relato sigue contándonos como después de sufrir este rechazo amoroso Eco se esconde en la espesura del bosque, en las cuevas de la montaña, donde se consume en dolor y desesperación, hasta que la piel del cuerpo se le cae y sus huesos se convierten en piedra. De ella se conservará solo su voz, la que aún se puede encontrar en aquellos parajes. Sin embargo, antes de desvanecerse ella clama al cielo y pide que Narciso también —como ella— sea herido de amor, y que también —como ella— sea incapaz de alcanzar lo amado. Es Némesis —diosa de la justicia retributiva y la encargada de castigar a quienes eran tomados por la hybris— quien oye la súplica, y quien se asegurará que dicha súplica sea cumplida.

El siguiente momento del relato nos muestra a Narciso llegando a un arroyo cristalino en el contexto de una cacería. Al acercarse al manantial para comenzar a beber y así saciar su sed, sucede la fatídica escena en que, al percatarse de su reflejo en el agua, confunde dicha imagen con una persona distinta. Es entonces cuando se siente súbitamente invadido por un apasionado deseo amoroso hacia esa figura, dada la deiforme belleza del extraño. Imposibilitado de contener su enamoramiento intenta besar y acariciar a la persona que le observa desde el manantial, solo para conseguir sumergir infructuosamente sus brazos y labios en el agua, una y otra vez. Solo tardíamente y después de increpar a la figura que le espejaba sus movimientos, Narciso llega a la dolorosa comprensión de que la figura que observa es él mismo.

¡Alas! ¡Este yo soy! Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: me abraso en amor hacia mí, soy yo el que enciende las llamas que debo soportar. ¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? ¿Qué perseguir desde ahora en mi ruego? Lo que deseo, ya lo tengo: mi misma plenitud pobre me hace. Oh, ojalá de nuestro cuerpo separarme yo pudiera, voto en un amante nuevo: quisiera que lo que amamos estuviera ausente… Y ya el dolor de fuerzas me priva, poco de vida resta para mí.

Narciso luego agoniza en dolor y desesperación, su figura se descompone y pierde su hermosura, y muere junto al arroyo.

De forma muy significativa Ovidio nos cuenta dos aspectos relevantes del final de la historia. Primero, que su cuerpo nunca fue encontrado. En cambio junto al arroyo se encontró una flor con un centro amarillo y pétalos blancos rodeándola, el narciso. Y segundo, que Narciso continuó fijado a su imagen, pero ahora en el inframundo, donde deambula buscando su reflejo sobre la superficie del río de los muertos, el Estigia.

El mito de Narciso ha estimulado la imaginación de occidente de diversas maneras y, ciertamente, ha sido ampliamente discutido en el ámbito de la psicología contemporánea. La corriente de la psicología analítica junguiana no ha estado libre de dicha atracción: varios de sus más connotados exponentes se han visto impelidos a reflexionar sobre el sentido simbólico del mito y sus posibles significados35. Introductoriamente es relevante destacar que, pese a las considerables diferencias respecto a cómo se ha interpretado el mito, llama la atención un aspecto común a todas ellas: ningún autor considera que la imagen de Narciso enamorándose de su propio reflejo sea una señal de mera vanidad personal, lo que contrasta como popularmente se ha leído esta historia (esto debido, en parte, a la influencia de las interpretaciones del algunos de los padres de la Iglesia —por ejemplo Clemente de Alejandría— quienes vincularían de forma definitiva el mito de Narciso con el problema del pecado de la vanidad personal36).

En términos generales, han existido dos lecturas tipo en el mundo de la psicología analítica: aquellos autores que han considerado que el mito expresa procesos anímicos que son fundamentalmente de tipo psicopatológico, y quienes han afirmado que el mito se relacionaría con una forma específica de transformación psíquica37. Es decir, esta última posición sostiene que en el mito de Narciso se expresaría un camino de individuación* específico, un intento de la psique hacia su integración, mediante el cual Narciso experimentaría un profundo y complejo proceso de transformación luego de su encuentro con la imagen del estanque y su posterior muerte/renacimiento en la flor de narciso38. Ambas perspectivas —la de los procesos psicopatológicos vinculados al narcisismo y el camino de transformación que este enunciaría— serán sostenidas en el análisis venidero.

* La individuación es uno de los conceptos estructurantes del pensamiento junguiano. Con ello Jung estaba describiendo una tendencia de la psique, espontanea y natural, hacia la totalidad e integración de la personalidad. Implica la paradójica noción de volverse realmente uno mismo a través de un significativo encuentro de la consciencia con la vida inconsciente. En dicho encuentro existirá una paulatina diferenciación y conocimiento de las distintas partes del aparato psíquico junto con su posterior transformación e integración. La individuación genera, por tanto, un individuo psicológico, una totalidad psíquica integrada e independiente.

Volveré sobre cómo leer e integrar simbólicamente el mito de Narciso con la condición psicológica del narcisismo en un momento. Previo a ello, resultará necesario primero introducir al lector en ciertas ideas básicas respecto de lo que entendemos clínicamente por esta configuración psíquica, como condición previa para poder abordar la discusión siguiente.

COMPRENDIENDO EL NARCISISMO

Como afirmé al comienzo del presente capítulo, una de las mayores dificultades que enfrenta la empresa de querer dar una perspectiva general de lo que la psicología contemporánea denomina como “narcisismo”, es la gran variedad y divergencia de teorías que existen sobre cómo delimitar lo que este padecimiento psíquico implica. Esto quiere decir que existen formas diversas y disímiles —incluso contradictorias— de comprender el narcisismo, de describir cuáles son sus características principales, y de plantear una mirada comprensiva sobre su etiología.

Por otra parte, es pertinente especificar que cuando la discusión clínica usa el término narcisismo, se puede estar refiriendo a un amplio abanico de diferentes graduaciones respecto de esta característica de personalidad. En su uso amplio y no-patológico es posible afirmar que todo ser humano tiene algún grado de “vulnerabilidad narcisista”, ciertos lugares interiores en que personas “normales” y/o saludables experimentan vivencias anímicas que se corresponden con lo narcisista. De forma más acentuada es posible, también, distinguir personalidades donde hay un claro predominio de rasgos narcisistas, sin que ellas lleguen necesariamente a configurar un trastorno clínico. Finalmente, se puede usar el término narcisismo en tanto patología, lo que implica la presencia de un trastorno de personalidad que conlleve un evidente grado de disfuncionalidad general. Por último, existe, de acuerdo a algunos autores, lo que se ha llamado “narcisismo maligno”, una condición clínica psicopatológica cercana al trastorno de personalidad psicopático39.

De entre la gran variedad de intentos por delimitar y comprender la configuración psicológica del narcisismo, existen dos posiciones clínicas que, sin duda, se han vuelto paradigmáticas debido a sus fuertes divergencias teóricas y prácticas; me refiero al trabajo de los psicoanalistas Heinz Kohut y Otto Kernberg. Revisaremos a continuación, a modo introductorio, algunos de los hitos relevantes de sus perspectivas clínicas en torno a la compresión del narcisismo.

Kohut comienza enmarcando el narcisismo como una condición anímica vinculada a una perturbación temprana que causaría una detención en el proceso de crecimiento psicológico esperado40. Es decir, Kohut plantea que en el narcisismo las necesidades tempranas del infante de ser visto, reconocido e idealizado por aquellos que están cumpliendo el rol de cuidadores principales no fueron satisfechas adecuadamente, lo que causaría un bloqueo en el proceso maduracional del self *. Esto quiere decir, que el niño o niña no tuvo una experiencia suficientemente adecuada de ser “espejado” por sus padres y/o cuidadores, de poder reconocerse a sí mismo a través del vínculo con aquel otro temprano significativo. El proceso de crecimiento psicológico natural, a través del cual un infante se reconoce gracias a la mirada nutricia del cuidador principal que le devuelve un sentido integral del sí mismo, se trunca y disrumpe. Esta falla temprana es la que haría que ese niño o niña, una vez convertido en adulto, siga buscando la experiencia de confirmar su sentido de sí mismo (ser reconocido, apreciado y valorado) en los demás, convirtiéndose en alguien particularmente sensible y vulnerable a la opinión que las otras personas puedan tener respecto a él o ella. Esta es una característica psicológica que, de forma consensuada, se reconoce fácilmente en las personalidades donde hay un predominio del funcionamiento narcisista.

* En la obra de Kohut el constructo del self —o sí-mismo— tiene un lugar preponderante. A diferencia de las nociones estructurales del psicoanálisis freudiano —como el ello, yo y súper yo— la noción del self está más anclada en la experiencia humana directa. Aunque Kohut también define al sí-mismo como una estructura del aparato mental, lo comprende como el centro del universo psicológico del individuo, vinculado, por tanto, con las catexias y representaciones mentales que se tienen tanto del mundo externo como del interno. Pese a ello, dada su naturaleza mutable, él reconoce que definir y comprender de forma definitiva el sí-mismo es una empresa del todo imposible de realizar.

 

Se encuentra implícito en estas ideas de Kohut la noción de que todo ser humano tempranamente atraviesa una fase narcisista y exhibicionista natural, siguiendo en ello a diversos psicoanalistas que plantean la existencia de una fase del desarrollo humano calificable de un “narcisismo primario” (aunque dicha fase sea conceptualizada de formas bien disímiles). Según Kohut, en una etapa temprana del desarrollo humano, el infante debe contar con la experiencia de ser sostenido y reconocido narcisísticamente —ser visto— de forma adecuada por los cuidadores. Si existen figuras parentales “suficientemente buenas”, podrán sostener el self grandioso y exhibicionista del infante, a la vez que irán introduciendo paulatinas y medidas frustraciones a la omnipotencia infantil. Como resultado de este proceso, el infante podrá ir avanzando evolutivamente en el abandono de su self grandioso y omnipotente, integrándolo en un self coherente (nuclear), el cual podrá incorporar de forma realista una percepción adecuada de los propios límites y recursos personales. En el caso de la personalidad narcisista este proceso no se puede realizar adecuadamente, debido a las fallas parentales, y el self grandioso arcaico nunca termina de transformarse, ni menos integrarse, en un self real maduro.

Si traemos de vuelta el mito de Narciso para iluminar la discusión recién descrita, resulta interesante mirar el vínculo temprano entre el cuidador principal y el bebé, a la luz de la relación arquetípica entre Narciso y Eco. Por una parte, afirmamos ya que en varias corrientes psicológicas —en el psicoanálisis y la psicología analítica por ejemplo— se ha postulado que existiría una fase de narcisismo temprano, que todos atravesaríamos en tanto seres humanos. En dicha etapa del desarrollo la consciencia se encuentra rudimentariamente diferenciada y el sentido del self personal da cuenta de un funcionamiento narcisista exhibicionista de tipo mágico-omnipotente. En la paulatina capacidad del infante de empezar a vincularse interpersonalmente, la relación con la madre* será fundamental. Esto debido a que la madre irá encarnando —en el mejor de los escenarios— una función de tipo ecoista, es decir, podrá ir reflejando y/o espejando la voz del infante de forma tal que él pueda irse reconociendo a sí mismo a través del proceso de sintonización y acople no-verbal que la madre irá desplegando respecto de los estados internos del bebé. Es decir, el patrón vincular arquetípico implícito que emerge en la diada madre-bebé de alguna forma se asemejará a la estructura del vínculo Narciso-Eco.

* El lenguaje psicoanalítico tradicional suele usar la figura de “la madre” para referirse a la primera relación significativa humana, asumiendo que ella será la principal encargada de nutrir, criar y proteger al infante. Aunque hoy en día sabemos que dicha función puede ser ejercida tanto por hombres como mujeres, seguiré usando “la madre” o “el cuidador principal” de forma indistinta para evitar una redacción obstrusa.

Con ello no quiere afirmarse que el bebé se relacione con la madre como si ella no fuera nada más que un espejo que devuelve la imagen de la propia existencia, como si el bebé viviera en un estado de indiferenciación respecto del mundo sin poder establecer una relación real con un otro-objeto, debido a su estado de consciencia, supuestamente, de tipo uterino o urobórico (como alguna vez se postuló en la historia del psicoanálisis*). El bebé temprano, por cierto, reconoce a la madre como un otro-distinto-de-símismo, como lo sabemos hoy en día gracias a la investigación con infantes, contando desde el primer momento de su existencia con una capacidad activa de vincularse interpersonalmente respecto a una madre que reconoce como una persona distinta de sí. La capacidad humana de establecer relaciones sociales es un componente primario de la psique, no uno que se desarrolla tardíamente o de forma secundaria41.

* Freud le dio al concepto de “narcisismo primario” precisamente dicha connotación: un estado del bebé en el que no se puede reconocer el mundo como tal, una forma de existencia “anobjetal” (sin relaciones de objeto con el mundo “allá afuera”) parecida al estado indeferenciado del soñar.

Que la estructura de la relación temprana contenga un patrón relacional de tipo Narciso-Eco, significa que la madre podrá desplegar una capacidad de leer, sintonizar y devolver la voz del infante de una forma que potencie el autorreconocimiento del mismo. Por cierto, esto no se consigue a través de un mero “espejo inerte” que devuelva desapasionadamente un sentir. Tal como en el mito, Eco, aunque limitada por poder expresarse a través de la voz del otro, puede “hacer suyos” los ecos que decide devolver, enfatizar o, incluso, callar. En Eco, en tanto subjetividad viva y anhelante, también hay agencia, iniciativa, selección y, por cierto, deseo. La función ecoista materna permite, entonces, un reconocimiento propio que facilita la transformación del bebé-Narciso. Pues, otra manera de comprender la disrupción del proceso de crecimiento que, según Kohut, se experimenta en el narcisismo implica afirmar que esta configuración psíquica emerge debido a la falla de un cuidador principal en encarnar el rol arquetípico de Eco. En la vida del infante, la no aparición a tiempo de la experiencia de Eco, paradójicamente, va a definir la constitución y emergencia de un futuro Narciso adulto.

Otro aspecto relevante en la caracterización de la configuración narcisista, en la que concuerdan varios autores, se relaciona con la predominancia de la agresión en el funcionamiento de la personalidad. Sin embargo, como veremos a continuación, existen significativas diferencias respecto de cómo está se explica y comprende. En el caso de los postulados de Kohut, se concibe a la agresión no como parte de una pulsión constitutiva de la personalidad narcisista, sino como un fenómeno que emerge de forma reactiva a determinadas situaciones ambientales. Es decir, Kohut plantea que la agresión narcisista puede emerger como consecuencia de que una persona bloquee o impida la consecución de un objetivo deseado, así como también en el escenario de que el sentido de valía del self narcisista se vea amenazado de alguna forma42.

Por otra parte, Kohut afirma que la personalidad narcisista no puede ser reconocida solo con realizar un listado de características específicas —las que a su juicio no siempre siguen un patrón claro y definido—, sino que se requiere una evaluación integral, en que se considere sobre todo el tipo de relación que se establece en el contexto psicoterapéutico. Es decir, los pacientes con un predominio de funcionamiento narcisista tienden a relacionarse con el psicoterapeuta de una forma particular, estableciendo lo que Kohut llamó transferencia narcisista. La transferencia narcisista puede caracterizarse tanto por un alto grado de idealización del terapeuta, como también por una relación en que se experimenta un tipo de fusión o identificación con él o ella.

Por último, es pertinente mencionar que Kohut concibió una bastante revolucionaria forma —para la época— de concebir las consabidas resistencias de los pacientes narcisistas al proceso psicoterapéutico. Él señala que las resistencias son por naturaleza adaptativas, positivas y funcionales, y que se vinculan con las necesidades y miedos emocionales de los pacientes narcisistas, y que, como tales, deben ser respetados y apreciados por el terapeuta. El rol de este es poder trabajar para establecer un ambiente nutricio en el cual se pueda desbloquear el truncado proceso maduracional del paciente, de forma tal que su sentido de self pueda avanzar de su forma arcaica grandiosa a uno que cuente con mayores grados de integración y coherencia. En ese sentido, afirma que los sentimientos de soledad, depresión e irrealidad que suelen experimentar las personas que sufren de narcisismo se ven disminuidos cuando se logra establecer una adecuada transferencia narcisista, y que cada vez que estos emergen nuevamente en el proceso psicoterapéutico se deberá, en última instancia, a una falla empática del terapeuta respecto de su paciente.