Una Iglesia devorada por su propia sombra

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El Capítulo VII reflexiona en torno al factor de la vida sexual sombría, secreta y oscura del clero, vinculándola con los aspectos problemáticos del celibato obligatorio para intentar discernir como dicha configuración influenciaría la crisis de los abusos sexuales. Para ello se estructura el capítulo en cinco momentos. Primero, un breve esbozo histórico de como la Iglesia ha intentado normar la vida erótica sexual de sacerdotes y religiosos e imponer la obligatoriedad del celibato, de forma tal que dicha perspectiva pueda dar un contexto adecuado al escenario en que se levantan los cuestionamientos y reflexiones actuales. Segundo, se aborda cual es la racionalidad del celibato, es decir, cuáles son los argumentos y razones que se esgrimen para afirmar la necesidad de tener un celibato obligatorio en el clero. Se revisan en ello tanto en las razones explícitas constructivas, como las motivaciones “sombrías” implícitas. Tercero, se aborda el problema de la teología católica que está detrás de los argumentos que afirman la necesidad de llevar una vida célibe, es decir, las ideas religiosas respecto al lugar del cuerpo, lo erótico y el placer en el universo simbólico espiritual católico. Cuarto se discuten algunos de los estudios e investigaciones más relevantes a la fecha que han intentado dilucidar la posible relación causal —directa e indirecta— entre el celibato y el problema de los abusos sexuales. Por último, el capítulo cierra con una reflexión sobre la tensión entre celibato ideal y el celibato real del clero, es decir, sobre el problema de cómo es vivida en realidad la vida sexual del mundo religioso católico —más allá del problema de los abusos— y las consecuencias psicológicas y culturales que dicha tensión provoca.

Finalmente, en el Capítulo VIII se aborda el minimizado problema de los abusos a las mujeres en la Iglesia, planteando algunas hipótesis explicativas respecto de este fenómeno. Para ello se elaboran tres perspectivas confluyentes de tipo cultural-teológico en el universo católico. Primero, se describe el problema de la misoginia en el universo simbólico espiritual católico, planteando la perspectiva que ha sido una cultura religiosa que, históricamente, ha estado dominada por un discurso de tipo patriarcal, el cual ha rechazado a lo femenino, equiparándolo simbólicamente a lo maligno/demoníaco. Segundo, se discute la posible relación entre la teología de la cruz, la romantización e idealización del sufrimiento como camino redentivo y la aceptación de dinámicas abusivas de parte de las mujeres en la Iglesia. Para ello se esbozan las principales teologías de la cruz y se elabora la crítica de las teologías feministas al respecto. Por último, el capítulo cierra discutiendo sobre el problemático encuentro de una espiritualidad religiosa femenina de un marcado acento kenótico con ambientes y climas institucionales gobernados por dinámicas de tipo abusivo.

CONSIDERACIONES FINALES

Estoy consciente de que la agenda de este libro es, de cierta manera, ambiciosa. El intento de pensar sistémicamente, desde distintos niveles lógicos, y bajo perspectivas disciplinares y teóricas disimiles para abordar la crisis de la Iglesia conlleva, en sí mismo, cierta “confianza narcisista” en la posibilidad de realizar semejante empresa. De alguna forma, hacerle frente a la gigantesca oscuridad destructiva que la sombra de la Iglesia ha develado convoca algo de un espíritu épico. Sin embargo, si hemos de tomar seriamente el patrón mítico subyacente a la presente reflexión —la historia del encuentro con la Hidra—, eso debiera alertarnos de que esta no es una bestia que se le pueda hacer frente en soledad y aislamiento, sino que un trabajo comunitario y colectivo es requerido como condición mínima para tener alguna posibilidad de éxito (tal y como lúcidamente lo intuye Heracles en el mito). En ese sentido, se debe entender que las reflexiones que ofreceré a continuación tienen un carácter provisorio e incompleto, y que estarán llenas de puntos ciegos, errores y limitaciones comprensivas. Personalmente, es mi esperanza que ellas puedan ser corregidas y mejoradas por otros con mayor lucidez sobre este problema.

Una segunda limitación de mi trabajo también se relaciona con mi particular experticia y formación académica. Aunque he insistido en la necesidad de poder abrazar un enfoque “multisistémico e interdisciplinario” para abordar la crisis, ello no significa que personalmente esté en las condiciones de realizar dicho cruce de perspectivas con completo éxito. Como podrá resultarle evidente al lector respecto de la presentación de capítulos recién realizada, mi principal abordaje disciplinar está anclado en la psicología clínica, específicamente —aunque no limitada a ella— dentro del ámbito de la psicología analítica. Aunque mi formación académica tiene una naturaleza híbrida, la que incluye los campos de la teología y la espiritualidad, mi vertiente principal es, sin duda, la psicológica. Es decir, pienso, leo e interpreto la realidad fundamentalmente desde esa perspectiva específica, y desde allí hago cruces, establezco puentes y genero diálogos con otras tradiciones académicas. En ese sentido, sea una advertencia para que el lector especializado no espere encontrar un libro nacido de una reflexividad teológica pura. Por tanto, lo “multisistémico” e “interdisciplinario” de mi reflexión va a estar seriamente limitada por los sesgos y predominancia de mi tradición madre, la psicología profunda.

Otra aclaración para los colegas provenientes del campo académico clínico. Cuando he hablado de la necesidad de generar un “diagnóstico definido y claro” sobre el problema de los abusos sexuales en la Iglesia, no tengo en mente la necesidad de realizar un juicio “cientificista clásico”, lleno de rotulo psiquiátricos y/o clasificaciones de manual de salud mental. Más bien, cuando he usado el concepto de “diagnosticar” tengo en mente el intento de comprender reflexivamente, es decir, la posibilidad de ofrecer ciertas narrativa interpretativas que puedan dar cuenta de la abismal oscuridad de los abusos y torturas que han sufrido nuestros niños, niñas y jóvenes al interior de la Iglesia.

En el campo de la psicología profunda se considera que la psique tiene una función mito-poética —término acuñado inicialmente por Fredrick Myers en la segunda mitad del siglo XIX— que le es innata y que se refiere a la capacidad de la mente humana de expresarse en fantasías e imágenes simbólicas que contienen un patrón estructural subyacente de tipo mitológico38. Esto significa que las historias, los relatos y los mitos son el lenguaje principal de la psique, y que estos pueden ayudar a comprendernos de forma más plena y transformadora que un idioma propio de manual de diagnóstico clínico. En ese sentido, considero que el lenguaje y marco conceptual que ofrece la psicología analítica para referirse a los problemas del Alma —y específicamente al problema del mal a través de su concepto de “la sombra”—, pueden ser un aporte que estimule nuestra comprensión e imaginación simbólica respecto de lo acaecido en la Iglesia.

Como el mismo Carl Gustav Jung lo afirmó muchas veces en sus escritos, uno de los problemas que produce el encuentro con el mal es que suele devenir un estado de profundo aturdimiento, perplejidad y desorientación existencial. Y si la caja de Pandora de los abusos sexuales en la Iglesia se ha abierto de una vez por todas, debemos construir un relato, una mirada simbólica compresiva, un nuevo lenguaje sobre el Alma y sus conflictos psicoreligiosos, que nos ayude a vincularnos e integrar —esperemos— este tsunami de oscuridad que nos ha explotado encima desde la cotidianidad de nuestras iglesias, colegios y comunidades.

Por último, la final aclaración se desprende del anterior punto, y tiene que ver con una “corrección” que es necesaria de realizar respecto del mito de la Hidra recién señalado para describir el aspecto monstruoso y multicausado de la crisis de la Iglesia. Pues mi personal posicionamiento respecto del problema de la sombra de la Iglesia, como espero que quede claro durante este trabajo, está gobernado no por un ánimo heroico-bélico sino por uno dialógico-comprensivo. Es decir, a diferencia de la historia tradicional de la Hidra en que Heracles y Yolao terminan “matando a la bestia”, mi perspectiva personal será más bien la de intentar describir, comprender y, por sobre todo, la de hacer el esfuerzo de sentarnos a dialogar con este gigantesco monstruo de la sombra eclesial. Esto significa, en lo concreto, que no me guía ánimo triunfalista alguno respecto de un supuesto escenario escatológico en que logremos una “erradicación definitiva de lo sombrío” del mundo católico —en rigor, de ningún mundo humano—, sino más bien la fe y confianza de que en el encuentro con el lado oscuro de la naturaleza humana, tal y como se ha manifestado en la crisis de la Iglesia, podamos aprender algo que resulte valioso y fundamental para nuestro caminar colectivo.

I LA SOMBRA

En el año 1886, el escritor escocés Robert Louis Stevenson se encontraba sumergido en profundas cavilaciones referidas a una de sus mayores y más frecuentes preocupaciones existenciales, a saber, el problema del bien y el mal en el alma humana y la dolorosa tensión que dicha dualidad le producía; cuando fue sacudido por un sueño, o, en rigor, por una pesadilla. Fue tal el impacto que le ocasionó ese sueño que en los días siguientes se vio impelido a trabajar febrilmente en la que sería una de sus grandes producciones literarias: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Al parecer, el contenido de su pesadilla habría inspirado muchas escenas relevantes de su novela, incluida, por cierto, la primera metamorfosis de su personaje el doctor Jekyll en el siniestro y despreciable mister Hyde1.

 

El argumento de la novela de Stevenson es conocido. Doctor Jekyll, un ciudadano victoriano londinense ejemplar, atormentado por la dualidad de su ser, intenta desarrollar un brebaje capaz de dividir las dos naturalezas que habitan en su interior: el ser civilizado que se inclina por el bien y la virtud; y la bestia primitiva, egoísta, amoral e impulsiva. Según el razonamiento de Jekyll, es insufrible que estas dos naturalezas habiten en cada ser humano y que se tenga que cargar con la culpa y el remordimiento que cada tanto produce la emergencia del lado oscuro de la personalidad. Si cada aspecto fuera por una senda distinta y separada, pensaba él, la vida podría hacerse más llevadera. Finalmente Jekyll consigue exitosamente cumplir con su deseo, y a través del brebaje creado permite que aflore separadamente mister Hyde, un ser despreciable, misántropo y malvado, el que no solo ostentaba una personalidad psíquica completamente inversa a la de doctor Jekyll, sino que incluso adquiría una nueva apariencia física, la cual se volvía grotesca y afeada. La gran tensión y conflicto que comienza a emerger en la relación de Jekyll y Hyde termina por ser de naturaleza destructiva y, como es sabido, la historia finaliza en la tragedia de la autodestrucción.

La novela de Stevenson se convirtió rápidamente en un clásico, teniendo un gran impacto en el imaginario colectivo de nuestra cultura, incluso hasta nuestros días. El libro fue llevado en varias ocasiones al cine y al teatro, y ha servido como una matriz simbólica para leer algunas psicopatologías (como el trastorno de personalidad múltiple), fenómenos culturales y sociales, e incluso también para dar cuenta de tensiones propias de la psicología de personas “comunes” o “normales”. Por otra parte, no han sido pocos los académicos que han sugerido que Stevenson se adelantó veinte años al surgimiento de la psicología contemporánea, y que parte de su imaginación literaria podría ser particularmente dialogante con algunas de la ideas de Sigmund Freud y Carl Jung. Con respecto a este último hay un temática explicita que la tensión de Jekyll/Hyde convoca de forma directa, a saber, el problema de la relación entre el yo y la sombra. Permítame hacer una breve introducción explicativa al respecto para poder ilustrar bien el punto.

Muy tempranamente en su carrera Jung había afirmado una de las nociones centrales de su psicología: según él la psique tendría un carácter altamente disociable —tendiente a la fragmentación y escisión interna— lo que tiene como consecuencia que el alma humana fuera en último término de naturaleza múltiple. Dicho en sencillo, Jung afirmó que la noción de que somos un individuo que proviene de individuus, es decir, indivisible— es una completa ilusión, y que, en último término, todas las personas tenemos distintas “partes” que conforman nuestra personalidad, las cuales pueden estar más o menos armónicas entre sí. Aunque esta sea una idea que en la actualidad es bien aceptada y esparcida en nuestra cultura en términos cotidianos, ciertamente fue motivo de polémica y controversia para la época, dado que desafiaba el imaginario racional-unitario de la antroplogía dominante de la modernidad científica.

Me explico. Hoy en día nadie se sorprendería mucho si en una conversación cotidiana entre dos amigos en un bar uno le dijera al otro: “Mira, mi problema es que creo que hay una parte de mí que quiere conservar este trabajo y forma de vida por la responsabilidad que tengo respecto a mi familia, pero otra parte de mí, muy profunda y auténtica, se siente hastiada y me llama a hacer algo más auténtico con mi vida… quizás algo de naturaleza artística; y, finalmente, hay otra parte que juzga esa intuición como un simple capricho infantil”.

Ciertamente, a comienzos del siglo pasado, esta era una conversación que tenía mucho menos posibilidad de suceder en ambientes sintonizados con la cultura dominante, debido a la noción de ser humano que primaba. De hecho, la concepción que el ser humano “normal y saludable” puede tener muchas partes o aspectos en su personalidad (que el sí mismo [self ] es una especie de crisol discontinuo y variable, compuesto de diferentes estados, tonos emocionales y dimensiones, diríamos en lenguaje contemporáneo), era una idea que bien podía llegar a ser ofensiva o delirante. El implícito dado por la cultura de la modernidad era que somos seres racionales únicos e indivisibles, y que en el ejercicio de nuestra soberana voluntad y otras facultades conscientes, podíamos lograr llevar una vida plena, autogobernada y completa. La idea de que los seres humanos tenemos distintas partes y que incluso no conocemos muchas de ellas fue una idea profundamente revolucionaria introducida por la naciente psicología contemporánea. Idea que, ciertamente, desafió todo el proyecto e imaginario cultural de la modernidad.

A comienzos de su carrera profesional, cuando se desempeñaba en el Hospital Mental de Burghölzli en Zúrich, Jung descubrió que incluso en sujetos “normales”, se puede detectar la presencia de lo que él denominó complejos. Los complejos serían partes del aparato psíquico, que se diferencian del yo central y al cual pueden incluso oponérsele. Los complejos generalmente son de carácter inconsciente y, además, cuentan con una fuerte autonomía, un tono emocional especifico en torno al cual están estructurados, y tienen la posibilidad de influenciar directamente al yo. Jung creía que los complejos suelen funcionar como especies de sub personalidades, que ante determinadas situaciones vitales emergen (en lenguaje junguiano diríamos “se constelan”) y dominan parcialmente al yo, el cual sufre de lapsos de tiempo, más o menos transitorios, en que experimenta una relativa pérdida de libertad. En aquellos momentos en que uno está dominado por una fuerte emoción, y que se comporta de una forma particularmente obstinada, caprichosa o irracional, incluso a sabiendas de que se está realizando algo poco provechoso —y que, sin embargo, en el mejor de los casos, uno simplemente puede tener algo de consciencia que se está comportando de forma inadecuada sin lograr detenerse— se puede reconocer la influencia de un complejo. Robert Stevenson pone en voz de Jekyll un lúcido y profético insight respecto una temática que la psicología contemporánea del siglo xx llegaría a estudiar en profundidad:

De esta manera me fui acercando todos los días, y desde ambos extremos de mi inteligencia, a la verdad cuyo parcial descubrimiento me ha arrastrado a un naufragio tan espantoso: que el hombre no es realmente uno, sino dos. Y digo dos, porque al punto a que han llegado mis conocimientos no puede pasar de esa cifra. Otros me seguirán, otros vendrán que me dejarán atrás en ese mismo camino; y me arriesgo a barruntar que acabará por descubrirse que el hombre es una simple comunidad organizada de personalidades independientes, contradictorias y variadas 2.

Ciertamente por limitaciones de espacio no me es posible detallar todo el elaborado mapa de la teoría de la personalidad de la psicología analítica junguiana, el cual incluye el funcionamiento de los distintos complejos del inconsciente personal sobre los que Jung escribió e investigó durante su vida, y que se vinculan con estas “personalidades independientes, contradictorias y variadas” a las que Stevenson hacía alusión en la reciente cita. Sin embargo, sí hay un complejo particular sobre el que debemos reflexionar y que, como afirmé hace unos momentos, es el más directamente relacionado con el problema que aquí nos convoca. Por cierto, es el complejo —es decir, la parte autónoma de la psique— que evoca explícitamente la relación simbólica de la historia de Jekyll y Hyde. Como se adivina, me refiero al complejo de la sombra.

GÉNESIS Y CONFORMACIÓN DE LA SOMBRA PERSONAL

Ya en el año 1917, en su escrito Sobre la psicología de lo inconsciente Jung había comenzado a esbozar de forma incipiente lo que él denominó como “la sombra”. La sombra implicaría el lado oscuro del psiquismo humano, la parte negativa de la personalidad que incluye todas aquellas cualidades, características y formas de ser que resultan desagradables y reprobables para el yo consciente3. En ese sentido, Jung consideraba que las exigencias propias de la cultura y el proceso de socialización humano implicaban la imposibilidad de poder incluir adecuadamente la parte de nuestra naturaleza primitiva-instintiva, por lo que, desde temprana edad, comienza a producirse un proceso de escisión entre el yo consciente, domesticado por la cultura, y el aspecto salvaje o bestial —nuestra animalidad instintiva— que habita en toda persona. En ese sentido, no son pocos los teóricos que han notado la semejanza del concepto de sombra de Jung con la noción de “lo reprimido” propia del pensamiento freudiano.

Jung observó que una de las características naturales del funcionamiento psíquico humano tiene que ver con la dificultad de sostener la tensión y contradicción que implica la complejidad de la experiencia humana total. En ese sentido, tempranamente el funcionamiento psíquico desarrolla estrategias para evitar experiencias displacenteras que produzcan sufrimiento anímico. Estos mecanismos adaptativos de funcionamiento consciente implican, entonces, la posibilidad de desalojar hacia lo inconsciente aspectos, vivencias y representaciones internas que puedan generar un grado de conflicto, disonancia y/o sufrimiento para el yo. Piénsese a modo de ejemplo, el caso de un hijo único de 3 ó 4 años de edad que enfrenta el desafío de la llegada de un nuevo hermanito. Dicho evento es altamente probable que despierte de forma natural intensos sentimientos de inseguridad, rabia y celos hacia el hermanito recién llegado. Imaginemos que nuestro niño expresa dichas vivencias a través de pataletas y/o ataques de rabia hacia los padres y hacia el hermano recién llegado. Si los padres reaccionan censurando y/o condenando la vivencia del menor con mensajes del tipo: “no seas tan malo”, “los niños buenos no se enojan”, “debes ser generoso y/o amoroso con tu hermano”, desaprobando la vivencia interna del niño, es probable que, a la larga, el niño introyecte ese estilo de vinculación interno respecto de sus vivencias, y el mismo termine negando y reprimiendo su sentir. En dicho caso, si el niño aprende a ser “un niño bueno”, como una estrategia de sobrevivencia para no perder el amor/protección de sus padres, es posible que la expresión de la rabia termine habitando en su sombra personal. De esta forma, el yo consolida un sentido de identidad positivo que implica la automutilación o escisión de este aspecto de la experiencia humana.

La sombra se va cargando así de todas las características que en el proceso de crianza y culturización han sido consideradas como oscuras, malas, reprobables o inadecuadas. Por cierto, el contenido de lo sombrío varía de persona a persona, y de cultura a cultura. Piénsese por ejemplo, como en general en nuestra cultura a los varones se nos ha enseñado que la expresión de emociones, y la vivencia de la vulnerabilidad y la dependencia hacia otros, es algo “malo” o que hay que evitar a toda costa. Hasta hace no muchos años, no era poco frecuente escuchar cosas como que “los hombres no lloran”, o que los hombres debíamos ser “fuertes”, “seguros de sí”, e “independientes”. De esta forma, en la sombra de la mayoría de los hombres de nuestra cultura —sobre todo aquellos pertenecientes a las generaciones mayores— la vulnerabilidad, la dependencia y la expresión de afectos eran contenidos, a menudo, relegados a lo sombrío. Cuando la consciencia del yo se hallaba de alguna manera más debilitada, por ejemplo gracias a una borrachera, podía suceder que la sombra tuviera una oportunidad de emerger, y el frío, racional y autónomo varón, se transformaba en alguien emotivo, lábil, cariñoso (incluyendo demostraciones del prohibido contacto físico entre hombres) y sensible respecto de sus amigos; a los que solo entonces podía expresar lo mucho que los apreciaba y estimaba. De igual forma, en términos amplios y generales, hasta hace no mucho tiempo atrás en nuestra cultura a las mujeres se les prohibía la expresión de la agresividad y la rabia, pues “las señoritas —o las damas— nunca se enojan, ni protestan”, y mucho menos pueden expresar libremente su agresividad. Entonces, no en pocas ocasiones estos contenidos emocionales eran depositados en la sombra personal, desde donde, debido a la fuerte represión, podían emerger cada tanto de forma disociada, desmedida, y, la más de las veces, destructiva.

De esta forma, los contenidos específicos que son depositados en la sombra dependerán de la actitud del entorno social inmediato, de los valores que primen en la cultura, y del tipo de características con las que el yo comience a identificarse en su proceso de desarrollo. En la sombra solemos encontrar, por tanto, todas aquellas características clásicamente repudiables como son el egoísmo, la envidia, la agresividad, la pereza, etc. Sin embargo, también pueden existir aspectos que, específicamente, son considerados como “negativos” por una cultura o un grupo humano, a saber, la vulnerabilidad, la dependencia, los impulsos sexuales y/o eróticos, la espontaneidad, la voluntad de poder, la rabia, etc. Como se ve, los contenidos de la sombra no suelen ser “malos en sí mismos”, ya que como Jung afirmó en reiteradas ocasiones, en la sombra suelen haber muchos aspectos que podrían convertirnos en seres humanos más completos e integrados. Al sobrecivilizado, sobrio, autocontrolado y frío hombre de ciencia no le vendría mal una dosis de espontaneidad y capacidad lúdica infantil; de la misma forma que a la dócil, suave y mansa muchacha piadosa, le podría traer muchos beneficios el reapropiarse de su agresividad, intensidad vital y sana capacidad de poner límites (si se me permite hablar en caricaturas sociales para ilustrar el punto).

 

La riqueza terapéutica que implica el conocimiento de la sombra personal suele expresarse en el motivo mitopoético del “descenso al inframundo personal” y el encuentro del “tesoro escondido” que tiene el potencial de transformar la, hasta ahora, unilateral personalidad del héroe. No por nada, mitológicamente hablando, Plutón, Dios de las profundidades del inframundo, se superpone con Pluto, Dios de las riquezas y la abundancia.

PERCEPCIÓN Y PROYECCIÓN DE LO SOMBRÍO

En mi experiencia, considero que la mayoría de las personas expuestas al concepto teórico de “la sombra” pueden tener un tipo de aprehensión intuitiva de su significado, sobre todo debido al lenguaje mitopoético y simbólico con que ella está formulada. Comprender que se tiene un lado sombrío de la personalidad recuerda, en cierto sentido, a la experiencia que tiene el infante cuando descubre súbitamente que tiene una sombra. Todos hemos atestiguado en alguna ocasión a un niño o niña que con sorpresa descubre que su cuerpo proyecta una sombra, y que, haga lo que haga, esta insiste en, terca y porfiadamente, seguirle y no desprenderse de sí, pese a cualquier movimiento o pirueta intempestiva que realice. De esta forma, la imagen simbólica de la sombra logra representar gráficamente el indisoluble vínculo que une al yo con su hermano gemelo sombrío, con esa contraparte de su naturaleza, con esa oscuridad que persistentemente nos acompaña en nuestro caminar como seres humanos. La sombra es un problema ético, psicológico y existencial que nos involucra a todos y todas, a santos y criminales, a justos y pecadores; ya que no hay ser humano en el mundo que se libre de tener un compañero o compañera de viaje oscuro, que, silenciosamente, avance a su lado.

El lenguaje simbólico de la sombra también está profundamente anclado en nuestra corporalidad humana y puede relacionarse con la dimensión biológica del sentido de la vista y el estar direccionados intencionalmente a observar el mundo “hacia delante”. Nuestro ser corpóreo nos orienta espacial y simbólicamente, abriendo una comprensión a las posibilidades y limitaciones que vienen dadas por nuestro existir concreto y operativo en el mundo. En ese sentido, todos podemos captar intuitivamente la noción que, junto al regalo de la posibilidad de ver y/o percibir el mundo, vienen acompañadas también ciertas limitaciones o determinantes que tienen que ver con nuestros “puntos ciegos”, con la imposibilidad de percibirlo todo a la vez. El lugar simbólico de “la retaguardia”, la espalda, lo no-visto, y la posterioridad del cuerpo humano, es un buen ejemplo de lo que me refiero. De hecho, ese lugar simbólico-corporal suele vincularse directamente con lo sombrío en uno. Pues, pese a que todos tenemos consciencia de la existencia en teoría de la parte posterior de nuestro cuerpo, su percepción directa nos está parcialmente limitada. Si no está convencido de ello, le sugiero que intente observar de forma directa la totalidad de su espalda y verá cuan dificultoso resulta su percepción. Paradójicamente, todas las personas que nos rodean, tienen acceso a percibir nuestra espalda de forma clara y evidente. Es solo uno mismo el que tiene dificultad de poder observarla, requiriendo indefectiblemente de espejos u otras personas para poder percibirla. Lo mismo sucede con la sombra: su percepción directa nos está dificultada por la unilateralidad de la consciencia, de forma tal que podemos observarla y conocerla solo a través de espejos y/o de la mediación de nuestros prójimos. Si usted hace el ejercicio de, en la cotidianeidad de su hogar, preguntarle a alguna de las personas con que vive cuál es su opinión sobre su lado oscuro/sombrío, es altamente probable que, por lo general, ellos tengan una idea bastante más acabada de su “espalda” de lo que usted conoce respecto de sus propios lugares sombríos (por cierto le sugiero prudencia y templanza de espíritu si va a realizar el ejercicio, pues el ejercicio de escuchar cuáles son los aspectos sombríos personales no suele ser una experiencia que podríamos catalogar de “agradable”, e intensos afectos pueden aflorar en el proceso). En el fondo, a todos nos cuesta “vernos la espalda”, y el desafío de observar nuestros lugares sombríos suele ser un proceso que requiere de gran valentía, sinceridad, serenidad de espíritu y una buena dosis de auténtica humildad.

En ese sentido, pese a esta relativa facilidad respecto de la captación intuitiva de la existencia de la sombra, la experiencia demuestra que su conocimiento y reapropiación suele ser una empresa del todo desafiante y ardua. Esto se debe en parte a los mecanismos con los que naturalmente el yo intenta deshacerse de su lado oscuro, el más conocido de ellos, la proyección. Con dicho mecanismo se quiere hacer referencia al proceso defensivo inconsciente mediante el cual un contenido que es parte de la vida psíquica interior se proyecta —se pone afuera— achacándosele al mundo, a grupos humanos o a un prójimo específico. Ejemplos de dicho proceso son, la persona mansa y sumisa, que nunca demuestra enojo con nadie, y que sin embargo percibe que la mayoría de la gente que le rodea vive enojada con ella; el empresario millonario que vive pensando que el Estado o que sus trabajadores son unos codiciosos y avaros que lo único que quieren es arrebatarle sus posesiones; la coqueta e infiel esposa que vive pensando que su marido le engaña. En el fondo, el viejo adagio de “¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo y no le das importancia a la viga que tienes en el tuyo?” refleja el proceso psicológico de proyectar la sombra personal en el prójimo —o en el grupo político contrario— y de esta forma deshacernos del lado oscuro que habita en nuestro propio interior.

Una forma sencilla de intentar intuir la sombra personal consiste en evocar cuales cualidades o atributos de las demás personas nos provocan respuestas particularmente intensas y espontáneas de rechazo. Con ello no quiere decir que la indignación o espanto que puede causar “el mal” en el mundo —como un abuso, un asesinato, un acto de violencia— no sean en sí mismos reprobables o fuentes de indignación y fuertes afectos. Sin embargo, más allá de esos casos límites, con cierto grado de esfuerzo y honestidad personal toda persona podría reconocer que hay cualidades específicas en nuestros prójimos que nos resultan particularmente enervantes y que nos despiertan reacciones viscerales ¿No es acaso curioso que a uno le resulte particularmente indignante la prepotencia, a otro la mentira, a otro el orgullo, a otro la coquetería y a otro la avaricia? Ahí donde emerge la respuesta emocional de desagrado automático frente al prójimo —ese flechazo del rechazo a primera vista— con no pocos fundamentos podríamos hipotetizar que la sombra personal se encuentra proyectada.