Una Iglesia devorada por su propia sombra

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PRÓLOGO

Mientras no haya una comprensión profunda, rigurosa, multidisciplinaria de la manera en que los abusos sexuales se fueron instalando como una normalidad silenciosa y silenciadora en la Iglesia, es imposible que se enfrenten adecuadamente. En efecto, la única manera adecuada de enfrentar el abuso sexual en la Iglesia —y en la sociedad en general— es echando luz sobre las estructuras oscuras que lo han hecho posible, lo han facilitado, lo han vuelto de tal manera normal que parecía mejor perseguir y silenciar a quienes denunciaban más que a quienes cometían el abuso. Echar luz sobre las sombras es una constante del libro de Camilo Barrionuevo que tienen en sus manos. Han sido las sombras las que han prevalecido en las estructuras de la Iglesia durante mucho tiempo, instalando el abuso como dinámica natural de interacción espiritual. Entre una dinámica abusiva y el abuso sexual hay solo un paso. Un paso en la misma dirección. Porque el abuso sexual es una manifestación del abuso de poder y no un problema de la sexualidad.

El abuso no es solo un acto sino una dinámica, y en tanto tal se cuela en las estructuras organizacionales a modo de violencia simbólica, tiñendo todo el ethos de la institución, en este caso la Iglesia, justificando los actos de abuso y de encubrimiento, por razones espirituales y metafísicas. Porque la manifestación más cruda del abuso no es solo el acto de abuso sexual, sino el encubrimiento de tales abusos. El encubrimiento es la piedra angular del abuso sexual clerical —y de toda corrupción— porque pervierte el sistema. El encubrimiento supone dejar de ver el abuso como una vulneración de derechos inaceptable, creando mecanismos psicológicos, organizacionales, sociales, teológicos para “entenderlos”, justificarlos, buscar misericordia para con el abusador —pecador— más que con la víctima.

El encubrimiento del abuso es síntoma, causa y efecto de perversión sistémica en una organización. No solo porque busca proteger a personas que han cometido actos de abuso, sino porque manifiesta que el valor superior es la estructura en cuanto tal y no las personas y su dignidad. La estructura organizacional, la Iglesia como institución, la ley o, en palabras de Jesús, el “sábado”, cobró tanta importancia que todo lo demás, las personas, las víctimas, lo niños y niñas, se vieron subordinados a la estructura. De alguna manera hay que invertir el orden del análisis. No son los abusadores que lograron colarse en las filas de la Iglesia los que corrompieron a la Iglesia, sino que la Iglesia fue corrompiéndose, clericalizándose, y transformándose en narcisa, generando un contexto, habitus dentro del espacio simbólico de la Iglesia, que normaliza el abuso como un pecado ante el cual hay que ser misericordiosos. Dicho de otro modo, proteger al abusador, porque del abusador depende que siga existiendo la estructura narcisista tal cual ha existido y que lo ha generado. Porque son los contextos los que condicionan (no determinan, pero condicionan) los comportamientos en ellos. En un contexto narcisista, clericalista, lo normal son actos, relaciones, comprensiones de mundo narcisistas. Un acto auténticamente ético en un contexto narcisista es discordante, hasta ser agresivo y amenazante. Las voces de las víctimas y de solidaridad con las víctimas de abuso sexual clerical durante muchos años fueron consideradas por la jerarquía como una persecución a la Iglesia, un riesgo a la autoridad (poder) episcopal, una amenaza. Y el encubrimiento, al contrario, es considerado como lo que había que hacer, la reacción “sana”, normal en un contexto así. En muchas oportunidades nos hemos encontrado con actos de encubrimiento que al parecer son la reacción debida, por lo que se la niega en cuanto tal. Es lo que había que hacer, habría dicho el cardenal Francisco Javier Errázuriz ante la defensa del exobispo Francisco José Cox, denunciado por múltiples actos de abuso sexual infantil, a quien incluso el papa Francisco recientemente expulsó del sacerdocio. El mismo Errázuriz justificó sistemáticamente su actuar en el caso Karadima. Actué conforme al derecho canónico, dijo. Y en sus cartas y comunicados, al referirse al abuso sexual cometido por sacerdotes, hablaba del daño provocado a la Iglesia, y del dolor del sacerdote abusador antes que del daño provocado a la dignidad de la víctima. Mucho menos haría referencia a la necesidad de justicia. El cardenal Errázuriz constituye solo un botón de muestra del narcisismo institucional. Un botón importante por el poder que ha demostrado tener.

¿Pero puede ser todo diferente? Pensemos en lo contrario, en un contexto sano, en una institución ética, donde el valor real está en la dignidad de las personas, en particular en la defensa de la dignidad de los más frágiles, los niños, niñas, adolescentes y todas las personas que se aproximan al misterio despojándose de sus defensas, en total vulnerabilidad. En una institución así el acto “normal” es de acoger una denuncia, hacer justicia, reparar. Y un acto de encubrimiento, en un contexto ético es una aberración, es discordante hasta la náusea.

Puede la Iglesia romper su estructura narcisista y volverse una institución ética. Para eso tendría que entrar en un profundo cuestionamiento de la manera en que ha ejercido el poder durante los últimos mil años. Y no lo hará sino a la luz del daño que ha cometido. Para esta Iglesia, las víctimas serán eco que interpela hasta debilitar sus defensas narcisistas y perversas, y volverse permeable al dolor y escuchar la voz de la justicia transformadora. Una transformación o conversión hacia su fuente. El narcisismo hizo que la Iglesia se enamorara del poder. Transó la espiritualidad por el poder y con eso perdió espiritualidad y, a la larga, también poder. El daño cometido, del abuso, pero sobre todo del encubrimiento y el silenciamiento de las víctimas, la obliga a despojarse de ese poder perverso. Volverse frágil y, desde esa fragilidad, cobrar una nueva fortaleza. La fortaleza del que es consciente de la fragilidad y desde ahí busca el cuidado, no el poder. Ni siquiera el poder moralizador, sino el cuidado, el cuidado auténtico, el cuidado que escucha el dolor del mundo como una vocación. Esa escucha tendrá que ser la nueva identidad de la Iglesia, si logra superar la actual crisis. La escucha del dolor como vocación auténticamente espiritual. Porque la escucha es espíritu y acción. La Iglesia demostró el fracaso de su opción política al aferrarse y enamorarse de sí misma como institución poderosa. Ahora esperaremos una nueva versión de ella misma vuelta hacia lo espiritual. Ese es el camino de salida de la habitación narcisista en la que se encuentra enceguecida: seguir la voz de quienes han sufrido por su propio daño, para cuidar, prevenir, consolar, reparar. El tiempo dirá lo suyo.

JOSÉ ANDRÉS MURILLO PHD.

Director ejecutivo

Fundación para la Confianza

INTRODUCCIÓN

La idea de que defecto, sombra u otra

desgracia podría alguna vez

causar que la Iglesia tenga necesidad de

restauración o renovación

es condenada de esta forma como

evidentemente absurda.

Papa Gregorio XVI, 1832

“Esta es la peor crisis que ha sufrido la Iglesia católica desde el cisma de la reforma de Lutero” afirmó conmovido un amigo sacerdote con el que me reuní a conversar hace poco tiempo atrás. Sin ser él un experto en el problema de los abusos sexuales de la Iglesia, me expresaba un sentir que se encuentra presente no solo en una parte importante del mundo católico confesional, sino que también encarna una apreciación diagnóstica que es posible de encontrar en la voz de innumerables autores, académicos e investigadores que han dedicado sus esfuerzos reflexivos e intelectuales a comprender la crisis que vive la Iglesia católica. Por cierto, uno puede estar legítimamente en desacuerdo teórico respecto de la “gravedad” de la actual crisis de la Iglesia. Sin embargo, creo que la experiencia emocional que está implícita en la declaración de mi amigo se condice bastante con la vivencia de muchos laicos y religiosos en nuestra sociedad: existe una sensación ambiental de que la Iglesia católica —probablemente una de las instituciones humanas que más influencia ha tenido en el modelamiento del alma de la cultura occidental— se encuentra crujiendo y resquebrajándose, quizás hasta sus mismos cimientos.

Desde la década de los ochenta, y con mayor decisión desde los noventa en adelante, en occidente se ha producido una verdadera avalancha de denuncias públicas sobre abusos sexuales sistemáticos que decenas de miles de sacerdotes, religiosos y religiosas han cometido contra niños, niñas y adolescentes pertenecientes a sus comunidades eclesiales. En estos casi treinta años de develamiento progresivo e ininterrumpido han surgido incontables testimonios y relatos de víctimas que nos hablan de miles de crímenes de parte de miembros del clero católico, los que van desde el ejercicio de la violencia física y psicológica, a la manipulación de conciencias, la extorsión, el abuso de poder, el abuso sexual, la violación y la tortura.

Por otra parte, se ha develado un esparcido sistema de encubrimiento de estas conductas abusivas y delictivas que ha sido llevado a cabo por obispos y autoridades eclesiales. En nuestra sociedad ha causado casi tanto o mayor impacto, desconcierto e indignación la constatación del patrón de protección y encubrimiento criminal que la Iglesia —en tanto institución— ha ejercido durante décadas, que los casos de abusos sexuales en sí mismos. En ese sentido, ha habido una aguda y dolorosa toma de conciencia general de que estos sacerdotes, religiosos y obispos miembros de la Iglesia católica —una Iglesia que dice ser heredera del mensaje de Cristo—, se han comportado con un nivel de malignidad propia de los peores criminales que pululan en los regímenes dictatoriales. Es decir, que nuestros pastores y líderes espirituales han encarnado y accionado el peor aspecto del género humano, a saber, la capacidad de abusar, instrumentalizar, dominar y parasitar destructivamente a personas que están en una condición de vulnerabilidad y dependencia comparativa.

 

Tomar conciencia de la gravedad y profundidad del problema no ha sido fácil. Ciertamente ha habido una enorme resistencia para poder nombrar y escuchar la realidad de los abusos sexuales, y en grandes sectores del mundo de la Iglesia la primera reacción ha sido la de negar, descreer y/o minimizar la gravedad del problema. Solo con el paso de los años, y con la abrumadora cantidad de evidencias sobre lo anquilosado que estas prácticas abusivas han estado en el interior de la Iglesia, es que se ha llegado a un reconocimiento general de las dimensiones que el problema de los abusos —y el patrón de encubrir y proteger a los perpetradores— ha significado para el mundo católico. En ese sentido, mi percepción es que nos hemos movido de un clima de negación y minimización del problema, a uno donde el aturdimiento, confusión, y desorientación son los estados emocionales que priman. Ciertamente también han emergido la rabia, la indignación moral y el dolor como respuestas espontáneas colectivas saludables ante la realidad de estos abusos, pero junto con ellas muchas veces la experiencia personal y colectiva de mirar de frente el horror de los abusos sexuales en la Iglesia, se asemeja a la vivencia de quedar petrificado ante un tsunami de malignidad que se yergue gigantesco frente a nosotros.

Escuchar los relatos de las víctimas nos aturde y nos aplasta, nos confronta y nos desafía, y a ratos la experiencia de estar en contacto con el dolor de nuestros prójimos abusados nos deja con una sensación de estupefacción. ¿Cómo ha sido posible que esto sucediera? ¿Cómo entender que en el seno mismo de la Iglesia —una Iglesia dedicada supuestamente a la protección de los más débiles e indefensos— se produjera este nivel de daño y victimización? Nos encontramos en ese sentido experimentando un aturdimiento similar al que debe haber sufrido Pandora al entreabrir la caja prohibida, y constatar, perpleja, como la avalancha de los males se desbordaba por el mundo. En nuestro caso, la caja eclesial que contenía sellada e invisible los horrores vividos por cientos de miles de niños, niñas y adolescentes se ha destapado de forma irreversible; y, para nuestro espanto y pese a que hace al menos treinta años que se viene vaciando, no parecen haber señales de que estemos cerca de terminar de conocer toda la verdad de lo que yacía escondido en el interior de nuestras iglesias, colegios y comunidades.

DIMENSIONANDO LA GRAVEDAD DEL PROBLEMA

Es importante respaldar las afirmaciones iniciales respecto de la gravedad de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia con información que resulte legítima y fidedigna acerca de cómo esta se ha manifestado concreta y operativamente. Existen, en ese sentido, algunos datos investigativos relevantes que sería bueno discutir de forma introductoria. Esto resulta adecuado de realizar ya que aún existen ciertos círculos en que se descree de la seriedad del problema (personalmente aun me ha tocado escuchar quienes afirman que hay una injusta persecución hacia la Iglesia y que comparado con la prevalencia de los abusos sexuales en el resto de la sociedad, lo de la Iglesia no es un problema en sí particularmente sintomático o significativo). Por tanto, considero pertinente realizar al menos una somera revisión de los hitos mundiales respecto de este conflicto. No pretendo con ello dar un minucioso, acabado y definitivo informe de todos los casos de abusos sexuales eclesiales en el mundo —objetivo que escapa al espíritu de esta reflexión y que, por lo demás, periodistas e investigadores ya han hecho ese trabajo de una forma más completa de lo que yo mismo podría realizar— sino que traer al frente algunas de las investigaciones y casos más emblemáticos para ilustrar el alcance y gravedad de este problema. Por su valor simbólico e impacto mundial me gustaría discutir brevemente los casos de Estados Unidos, Irlanda y Australia, luego de lo cual me referiré de forma esquemática al escenario latinoamericano, y, específicamente, al caso de los abusos sexuales en la Iglesia chilena.

Hay cierto consenso en fijar como uno de los hitos que marca el comienzo de las denuncias públicas contra sacerdotes en Estados Unidos, las acusaciones realizadas en Luisiana contra Gilbert Gauthe, en el año 1983. Durante el juicio, Gauthe admitió que había abusado de 37 niños de su comunidad, los que aparte de ser violados por él eran forzados a tener relaciones sexuales grupales entre ellos bajo amenaza de muerte —Gauthe los intimidaba con su pistola si se rehusaban a sus demandas sexuales— mientras él fotografiaba dichos encuentros. Posteriormente, durante su tratamiento en prisión le confiesa a su psicoterapeuta haber abusado al menos 100 niños y niñas1. El caso de Gauthe es significativo ya que pone el tema de los abusos sexuales de sacerdotes católicos por primera vez en la prensa nacional estadounidense y, además, devela el modus operandi de la jerarquía eclesial para manejar este tipo de situaciones: traslados de parroquia, encubrimientos, amedrentamientos a las familias y/o arreglos económicos extra oficiales condicionados a silenciamiento público.

Uno de los primeros trabajos reflexivos que emergieron a raíz del caso Gauthe fue El problema del abuso sexual por el clero católico romano (1985), el que fue elaborado por Ray Mouton, Thomas Doyle y Michael Peterson, escrito que sería popularmente conocido como “el manual”. En ese profético trabajo se postuló la tesis de que la comprensión del abuso sexual clerical debía implicar consideraciones legales judiciales, canónicas, clínicas y espirituales. Pese al tono de urgencia advirtiendo la seriedad y gravedad del problema y que sus autores enviaron su trabajo para su discusión a la Conferencia de Obispos Católicos Estadounidenses, la jerarquía de la Iglesia hizo caso omiso de sus recomendaciones. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, “el manual” tendría una importante influencia en las décadas siguientes para la comprensión de la crisis de la Iglesia estadounidense2.

El nivel de prensa que adquirió el caso Gauthe alentó a que comenzara una ola de denuncias hacia otros sacerdotes involucrados en abusos sexuales en el estado y creó un efecto dominó a nivel nacional. Entre 1983 y 1987 hubo un promedio de una denuncia a la semana relacionada con casos de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes católicos a lo largo y ancho de Estados Unidos3. Para comienzo de los años noventa ya habían suficientes antecedentes investigativos de que el problema de los abusos sexuales en la Iglesia católica de Estados Unidos era una realidad incomoda, quemante y ciertamente no reducible a la noción de “casos aislados”4.

Sin embargo, iba a ser el escándalo y terremoto del develamiento de los abusos sexuales de la arquidiócesis de Boston, los que, en enero de 2002, gracias al notable trabajo investigativo realizado por el equipo de Boston Globe 5, mostraría la profundidad y severidad del problema vivido en al interior de la Iglesia católica. El símbolo de esa tragedia iba tener dos rostros concretos, el sacerdote John Geoghan y el cardenal Bernard Law. El primero de ellos abusó de al menos 130 niños, mayoritariamente prepúberes de sectores marginales vulnerables, entre los años 1960 y 1998. El cardenal Law en cambio, fallecido a finales del año 2017, pasaría a la historia como el responsable directo de uno de los mayores encubrimientos sistemáticos documentados en la Iglesia católica; ya que solamente en la arquidiócesis de Boston, se descubrió que alrededor de 237 sacerdotes cometieron delitos de abuso sexual a menores durante décadas, al amparo del minucioso trabajo de encubrimiento perpetrado por dicho cardenal. Paradójicamente, luego de aceptar su renuncia, Juan Pablo II le traslada al vaticano y le nombra arcipreste de la basílica de Santa María la Mayor —una de las más importantes de Roma—, llegando incluso a participar en la elección del papa Benedicto XVI en el año 2005.

En el año 2004 se publica uno de los trabajos investigativos más serios y exhaustivos realizados a la fecha para evaluar el alcance del problema de los abusos sexuales en la Iglesia católica de Estados Unidos. Dicha investigación fue solicitada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos y la realizó el equipo del prestigioso John Jay College de Justicia Criminal, la cual fue liderada por la doctora Karen Terry. El estudio llevado a cabo por el equipo John Jay documentó 4.392 sacerdotes con denuncias fidedignas de haber cometido agresiones sexuales a menores de edad entre los años 1950 y 2002, lo que representa el 4,3 % de los sacerdotes diocesanos y el 2,5 % de los sacerdotes de órdenes religiosas de todo el país6. Sin embargo, se ha estimado que el porcentaje real de sacerdotes que han cometido abusos es bastante superior. Argumentos que sustentan dicha hipótesis son: 1) hubo una significativa cantidad de sacerdotes diocesanos y religiosos que no fueron incluidos en el estudio; 2) la información enviada a los investigadores dependía directamente de los obispos y la verosimilitud de los registros eclesiales, lo que hace levantar razonables sospechas sobre omisiones de información; y 3) el gran número de casos en los que el abuso simplemente no se denunció7. Por otra parte, el número total de víctimas se estimó en cerca de 11.000 niños, niñas y adolescentes, aunque autores posteriores han estimado que la cifra real debiera estar cercana entre las 40.000 a 60.0008.

Otro hito relevante en la historia de descubrir los alcances de los abusos sexuales en la Iglesia ha provenido del icónico caso Irlandés. Luego de varios años de revelaciones paulatinas respecto del infierno soportado por cientos de niños y jóvenes irlandeses, los que fueron brutalmente abusados, violados y torturados durante décadas en instituciones católicas relacionadas con la educación y la beneficencia (orfanatos, colegios, institutos, etc.); en el año 2009 dos contundentes investigaciones verían la luz: los reportes Ryan y Murphy.

El reporte Ryan ha sido particularmente agudo en revelar la simbiótica y patológica relación establecida entre la Iglesia y las instituciones del Estado Irlandés —específicamente la policía y la fiscalía— las que funcionaron como cómplices encubridoras. Al mismo tiempo, vuelve a develar el patrón de encubrimiento y traslado de los abusadores de parte de las autoridades eclesiales. Por otra parte, se ha estimado que el reporte Ryan también ha mostrado la profunda contradicción y escisión del espíritu nacional irlandés, el que por una parte era orgullosamente católico —el “país más católico del mundo”— y autorreconocido como un modelo de fidelidad religiosa a imitar por otras naciones; pero cuyo lado sombrío se reveló a través de estos 1.090 testimonios de abusos sistemáticos y brutales vejaciones que eran parte de la cotidianeidad de diversas instituciones relacionadas con la Iglesia realizados por alrededor de 800 abusadores, laicos y religiosos9.

Teniendo un enfoque más acotado y específico respecto de la realidad de la arquidiócesis de Dublín y sus 200 parroquias, el reporte Murphy se centró en documentar a 320 víctimas —niños y niñas— que entre los años 1975 y 2004 fueron abusados sexualmente por 46 sacerdotes católicos. De los casos investigados solo 11 sacerdotes fueron condenados por delitos de abuso sexual. En dicha investigación se concluye categóricamente que las autoridades eclesiales de la arquidiócesis de Dublín se preocuparon de ejercer su influencia, bajo todos los medios posibles, para mantener en secreto los casos de violaciones y abusos sexuales, poniendo la protección y reputación de la Iglesia —es decir, la “evitación del escándalo”— por sobre un mínimo cuidado a las víctimas10. Tomando la totalidad de sacerdotes en la zona el porcentaje de sacerdotes abusadores se acerca al 6.1 %11.

El impacto causado por el caso Irlandés hizo que durante el 2010 no solo el papa Benedicto XVI tuviera que enfrentar la situación públicamente —pidiendo perdón y reconociendo que se había fallado de forma sistemática en proteger a los niños, niñas y jóvenes bajo el cuidado de la Iglesia12—, sino que nuevamente se desencadenó una ola de denuncias de abusos sexuales y encubrimientos de parte de la Iglesia, pero esta vez en toda Europa. Recibieron atención internacional los casos denunciados en Bélgica, Austria, Francia, Holanda y, de una manera particularmente aguda, los casos denunciados en Alemania. El caso Alemán incluyó el develamiento de los brutales abusos sexuales y torturas sistemáticas (privación de alimentos, golpizas y amenazas) que sufrieron al menos 547 niños pertenecientes al coro católico de Ratisbona, institución que por años estuvo a cargo del hermano del papa Benedicto XVI, monseñor Georg Ratzinger.

 

El caso de la Iglesia Australiana ha sido uno de los últimos en cobrar relevancia a nivel mundial. El gobierno de ese país decide el año 2012 constituir la Comisión Real de Respuestas Institucionales al Abuso Sexual Infantil, comisión compuesta por connotados académicos e investigadores que trabajarían durante cinco años entrevistando a cerca de 8.000 víctimas de abusos sexuales infantiles en todo el territorio australiano. Respecto al caso específico del abuso infantil en contextos institucionales religiosos, la Comisión Real reportó un total de 4.029 casos, la mayoría de ellos —el 61,8 %— ocurrieron en un contexto institucional ligado a la Iglesia católica. Se estimó que un 7 % del total de sacerdotes católicos australianos, entre 1950 y 2010, estuvo involucrado en la realización de estos delitos13.

Las prácticas abusivas descritas por las autoridades australianas implican los mismos patrones presentes en otras partes del mundo de manipulación, extorsión y profanación del discurso religioso para justificar dichos crímenes. Destaca en ese sentido los sórdidos relatos en torno a los abusos del sacerdote Gerald Ridsdale —responsable comprobado de más de un centenar de víctimas—, quien durante las violaciones le pedía a sus víctimas que rezaran para ser perdonados, afirmando que el abuso “era parte del trabajo de Dios”, llegando incluso a violar a una niña en el altar de la iglesia ante la presencia del padre de la menor, y amenazando que si alguna de sus víctimas decía algo al respecto “Dios castigaría a sus familias”14. Debido a las evidentes políticas de encubrimiento y negligencia de parte de las autoridades eclesiales en Australia, el cardenal George Pell —responsable de las finanzas del vaticano, y muy cercano al papa Francisco— tuvo que reconocer públicamente haber fallado gravemente en el manejo de los sacerdotes pederastas. Con posterioridad, el mismo cardenal tuvo que enfrentar acusaciones legales que le imputan diversos tipos de delitos de abuso sexual a menores. En marzo de 2019 fue condenado a seis años de cárcel por violación de un niño de 13 años y abuso de otro, convirtiéndose en la persona de más alta jerarquía eclesial en ser condenada por este tipo de crímenes15.

Ciertamente América Latina no ha estado exenta de esta oleada de denuncias. Uno de los casos que mayor repercusión pública ha tenido en el continente es el del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de la congregación Legionarios de Cristo.

Pese a que hay evidencia de que el Vaticano tenía información de abusos sexuales perpetrados por Maciel al menos desde los años cuarenta, no sería hasta 1997 que el caso alcanzaría una repercusión internacional cuando ocho exmiembros de la Legión difundieron una carta abierta al papa Juan Pablo II donde denunciaban haber sido abusados reiteradamente por Maciel. Respecto al caso de Maciel se ha planteado que el congelamiento y obstaculización de su proceso investigativo en el Vaticano se debió a la protección que ejerció Juan Pablo II hacia su figura, debido al aprecio y consideración especial que dicho Papa le profesaba. Solo con la llegada de Benedicto XVI se reabrió el proceso canónico investigativo contra Maciel. La sentencia iba a llegar finalmente el año 2006, cuando se le condenó a la prohibición de ejercer su ministerio públicamente, recomendándole retirarse a una vida de “oración y penitencia”. Luego de su muerte en el año 2008 terminaron de salir a la luz pública eventos relacionados con su vida, los que incluían decenas de denuncias de abuso sexual, paternidad de varios hijos no reconocidos —incluyendo el testimonios de sus hijos de haber sido abusados sexualmente por el mismo Maciel—, adicción a la morfina, y plagio intelectual.

El resto de la información sobre los abusos sexuales realizados por sacerdotes y religiosos en México se encuentra dispersa y aun no sistematizada, aunque existan varios casos emblemáticos relevantes. Entre ellos se puede mencionar: el de Juan Aguilar de Puebla (denunciado por abuso a setenta menores), Gerardo Silvestre de Oaxaca (condenado a 16 años de cárcel, se presume que sus víctimas pueden llegar al menos al centenar), Manuel Ramírez en nueva León (cinco años de prisión por abuso a nueve niños), y Eduardo Córdova de San Luis de Potosí (prófugo, al menos 19 víctimas).

Los últimos 15 años han existido denuncias de cientos de sacerdotes en toda América Latina, incluso produciéndose encarcelamiento de varios de ellos. Se han reportado denuncias y condenas de religiosos en los países de Argentina, Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Puerto Rico, Brasil y Chile. De entre ellos me referiré brevemente al escenario chileno.

La visibilización pública de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos en Chile tendría un punto de inflexión el año 2002, cuando se conociera la denuncia contra José Aguirre, el “cura Tato”. Luego de diez meses de proceso judicial, Aguirre fue sentenciado a doce años de cárcel habiéndose comprobado al menos una decena de abusos sexuales a menores. El mismo año 2002, el Arzobispo Emérito de la Serena, Francisco Cox fue retirado de sus funciones pastorales por “conductas impropias” y, sin que enfrentara a la justicia, se le recluyó en un monasterio en Alemania.

Sin embargo, el rostro y símbolo de los abusos sexuales en la Iglesia chilena iba a ser el caso del exsacerdote Fernando Karadima. Pese a que ya se había realizado una denuncia eclesial en el año 2004, no iba a ser hasta el 2010 cuando el caso terminó de salir a la luz pública, y a desatar una de las mayores crisis de la Iglesia chilena, cuya duración se extiende hasta nuestros días. Karadima fue condenado el año 2011 por la justicia canónica a una vida de “penitencia y oración” debido a sus múltiples casos de abuso sexual. Un poco más tarde y pese a estar prescrito el caso, la justicia civil reafirma la veracidad de cada uno de los delitos que se le acusaban. Siete años después, en septiembre de 2018, sería finalmente dimitido del estado clerical “por el bien de la Iglesia”.

Las repercusiones de los crímenes que Karadima cometió han sido vastas y complejas. No solo porque ha quedado al descubierto que, al igual que en otras partes del mundo, ha existido toda una red eclesial de encubrimiento, manipulación, y proteccionismo de parte de obispos y autoridades religiosas para obstruir el proceso investigativo respecto a estos crímenes; sino que, además, el caso Karadima ha develado de una forma particularmente evidente la forma como se administraba el poder en la Iglesia, sus problemáticas alianzas estratégicas con sectores de la elite políticosocial nacional, y las oscuras prácticas de control, tortura y amedrentamiento psicoespirituales que se implementaron en la formación de toda una generación de sacerdotes, muchos de los cuales siguieron ocupando posiciones de poder en la Iglesia16.

Desafortunadamente, han existido cientos de otras denuncias y procesos hacia pederastas religiosos en nuestro país. Los intentos de sistematizar la información aún son incipientes y dificultosos debido al continuo aumento de denuncias y develamiento de abusos sexuales cometidos por religiosos. Por ejemplo, en enero de 2018 la ONG Bishop Accountability reportó que habría cerca de 80 sacerdotes que han recibido acusaciones de abuso sexual en Chile17. Sin embargo, un año más tarde, luego de la polémica visita del papa Francisco al país, las denuncias de abuso habían crecido exponencialmente, llegando a existir 164 investigaciones en curso, 220 personas investigadas, y 246 víctimas para abril de 201918. En un reciente trabajo la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico de Chile sistematizó la información disponible de 230 casos de denuncia de abuso sexual, los que involucrarían a dos cardenales, seis obispos, 35 autoridades eclesiásticas, 146 sacerdotes, 37 hermanos y hermanas, cinco diáconos, tres capellanes y nueve laicos19. La Iglesia chilena ha enfrentado una profunda crisis que ha incluido numerosas órdenes religiosas a lo largo de todo el país, entre las cuales se cuenta a los Salesianos, los Hermanos Maristas, la Compañía de Jesús, la Orden de la Merced, Los Legionarios de Cristo, Franciscanos y el movimiento Schöenstatt, entre otras. En ese sentido, los últimos años ha ido en aumento la consciencia de que este es un problema que se encuentra considerablemente extendido en la Iglesia, y que las acusaciones de abusos sexuales a sacerdotes implican todo el espectro de sectores eclesiales; desde los más conservadores a los más liberales, desde el caso de O’Reilly al de Cristian Precht. Dentro de este último universo, destaca la reciente denuncia de abuso de consciencia y abuso sexual que la teóloga chilena Marcela Aranda, realizó en el año 2019 al fallecido sacerdote Renato Poblete, icónico, carismático y querido sacerdote jesuita chileno. De acuerdo a la teóloga los abusos implicaron siniestras prácticas de abuso sexual colectivo, violencia física y amedrentamiento para que se realice tres abortos como consecuencia de las violaciones del religioso20.