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Bocetos californianos

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UN POBRE HOMBRE

En el año 1852, vino con nosotros a California, a bordo del Skiscraper, un individuo llamado Fag, David Fag. Opino que el espíritu aventurero no influyó mucho en su partida; probablemente no tendría otro lugar a donde ir. Por las tardes, cuando reunidos los jóvenes, ponderábamos las magníficas colocaciones que habíamos abandonado, y cuán tristes habían quedado nuestros amigos al vernos partir; cuando enseñábamos daguerreotipos, y bucles de cabello, y hablábamos de María y de Susana, el pobre hombre solía sentarse entre nosotros y nos escuchaba penosamente humillado, aunque sin decir esta boca es mía. Quizá no tenía nada que decir. Carecía de camaradas, excepto cuando nosotros lo protegíamos, y en honor de la verdad, nos divertía bastante. No hacía viento para hinchar una gorra, y ya se mareaba; nunca pudo acostumbrarse a la vida de a bordo. Jamás olvidaré cuánto nos reímos cuando Abelardo le trajo un pedazo de tocino en un cordel, y… pero ya conoce todo el mundo esta chanza clásica; luego bromeamos a sus costas con gran regocijo. La señorita Engracia no podía sufrirlo; le hacíamos creer que se había encaprichado con él, y le enviábamos al camarote libros y golosinas. Era de ver la chistosa escena que tuvo lugar cuando, tartamudeando y luchando contra el mareo, subió a darle las gracias por los obsequios. ¡Menudo enfado tuvo ella! Parecíase a Medora, según dijo Abelardo, que sabía a Byron de memoria, y ¡no estaba poco sofocado el viejo Fag! Sin embargo, no nos guardó rencor, y cuando Abelardo cayó enfermo en Valparaíso, el viejo Fag lo cuidó esmeradamente. Era, en resumen, un chico de buena pasta, pero le faltaban valor y empresa. Carecía en absoluto de todo sentimiento estético, pues alguna vez llegó a vérsele sentado remendando su ropa vieja, mientras que Abelardo recitaba los conmovedores apóstrofes de Byron al Océano. En cierta ocasión, preguntó muy serio a Abelardo si creía que Byron se hubiese mareado en alguna ocasión. No recuerdo la respuesta de Abelardo, pero sí que todos nos reímos, y creo que no dejaría de ser buena, pues Abelardo no carecía de humorismo.

El día que el Skiscraper llegó a San Francisco, celebramos un gran banquete. Convínose en reunirnos todos los años y perpetuar tal acontecimiento. Por supuesto, que no convidamos a Fag. Fag era un pasajero de tercera, y como se comprenderá, era necesario, ya que estábamos en tierra, ser un poco prudentes. Pero el viejo Fag, como lo llamábamos, aunque no tendría más allá de veinticinco años (sea dicho entre paréntesis), fue para nosotros aquel día objeto de gran guasa. Según parece, concibió la idea de ir a pie a Sacramento, y realmente partió en dicha forma. La fiesta fue cabal: nos dimos todos un buen apretón de manos, y cada uno fuese por su lado. ¡Ay de mí! No hace de ello ocho años, y, sin embargo, algunas de aquellas manos, estrechadas entonces amistosamente, se han alzado de unos contra otros, y han entrado furtivamente en nuestros bolsillos. No comimos ya juntos al año siguiente, porque el joven Baker juró que no sentaría jamás en la misma mesa que ocupase un canalla tan despreciable como Remigio, y a Colás, el que pidió dinero prestado en Valparaíso al joven Lupo, que servía de mozo en un restaurant, no le gustaba encontrarse con gente de tal ralea.

Habiendo comprado una cantidad de acciones del Cayote's Tunnel, en Mugginswille, el 54, se me ocurrió subir hasta allí y examinarlo. Me hospedé en la Fonda del Imperio, y después de comer, busqué un caballo, di la vuelta al pueblo y me dirigí a las minas. Se me indicó uno de aquellos individuos a quienes los corresponsales de los periódicos llaman «nuestro inteligente noticiero» y que en las comunidades pequeñas se toman fácilmente el derecho de dar toda clase de informes. La fuerza del hábito le permitía ya trabajar y hablar a un tiempo, sin olvidar jamás una cosa por otra. Hízome una especie de historia del criadero, y añadió:

–Mire usted (y se dirigía al banco que tenía ante sí), de allí debe salir seguramente oro (y aquí interpuso una coma con su pica), pero el anterior propietario (sacó a retortijones la palabra de su pica) era un pobre hombre (y subrayó la frase con la pica), un infeliz que carecía de toda autoridad, que permitía a los chicos que se le subiesen a las barbas… (el resto lo confió a la operación de quitarse el sombrero, a fin de enjugar su frente varonil con un pañuelo de grandes cuadros azules.)

La curiosidad me llevó a preguntarle quién era el primitivo propietario.

–Se llamaba Fag.

Me apresuré a hacerle una visita; me pareció más viejo y más feo. Había trabajado mucho, según dijo, y sin embargo, la cosa sólo le marchaba así, así. Tomele afición y hasta cierto punto lo protegí. Si lo hice, porque empezara a sentir desconfianza para chicos como Abelardo y Remigio, no es preciso decirlo.

Todo el mundo recuerda cómo lo del Cayote's Tunnel se vino abajo y cuán ignominiosamente fuimos estafados. Pues, bien; lo primero que supe fue que Abelardo, uno de los principales accionistas, se veía reducido en Migginswille a guardar la cantina del hotel, y que el viejo Fag se había enriquecido, al fin, y vareaba la plata. Remigio me enteró de todo ello cuando volvió de arreglar sus asuntos. Me dijo también que Fag le hacía cocos a la hija del propietario del mencionado hotel. Así es que, por habladurías y por cartas, vine a saber que Robins, el dueño del hotel, trataba de arreglar el casamiento entre su hija Rosita y Fag. Era Rosita una chiquilla muy linda y regordeta, y que no haría más que lo que su padre mandase. Me pareció muy conveniente para Fag que se casara y estableciese, pues, como hombre casado, podría adquirir toda otra autoridad. Resolví, pues, un día subir a Mugginswille, para cuidar yo mismo del asunto.

Allí tuve la gran satisfacción de que Abelardo me sirviese las bebidas; sí, porque se trataba de Abelardo, el alegre, el brillante, el invencible Abelardo, que hacía dos años había tratado de despreciarme. Hablele del viejo Fag y de Rosita, precisamente, porque creí que el asunto no le sería grato. Declarome que nunca le había gustado Fag, y que estaba seguro de que a Rosita tampoco le agradaba: acaso otra persona ocupaba los pensamientos de Rosita.

En seguida volviose hacia el espejo del mostrador y se atusó el cabello; comprendí al vanidoso bribón, y pensé poner en guardia a Fag a fin de que se diera prisa en formalizar su unión. En el curso de una larga conversación que tuvimos y por el tono en que se expresó, eché de ver que el pobre chico estaba perdidamente enamorado de la muchacha. Suspiró y prometiome revestirse de valor para llevar el asunto a una crisis. Comprendí también que ésta, de excelente corazón, sentía una especie de silencioso respeto por Fag; pero le habían vuelto la cabeza las cualidades superficiales de Abelardo, que eran agradables y cortesanas. No creo que Rosita fuera peor que tú y yo: estamos más dispuestos a juzgar de los conocidos por su valor aparente que por su valor interno. Nos da menos trabajo y es más cómodo, excepto cuando necesitamos fiarnos de ellos. Lo difícil para con las mujeres, está en que en ellas el sentimiento se interesa más pronto que en nosotros, y ya comprenden ustedes que en este caso se hace imposible la reflexión. Esto es lo que se le hubiera ocurrido al viejo Fag si hubiera sido un hombre dotado de la más ligera psicología. Pero no era así. La cosa no tenía remedio.

Algunos meses después, estaba sentado en mi despacho cuando se me apareció el viejo Fag. Después de un efusivo apretón de manos, hablamos de los asuntos corrientes, de aquella manera mecánica, propia de gente que sabe que tiene algo que decir, pero que se ve obligada a llegar a ello por medio de las ceremonias acostumbradas. Después de una pausa, Fag, con su naturalidad acostumbrada, me dijo:

–Me vuelvo a mi casa.

–¿A tu casa?

–Sí; es decir, me parece que haré una excursión a los Estados del Atlántico. Te he venido a ver, pues, como sabes, tengo algunas propiedades y he otorgado poderes a tu nombre para que puedas administrarlas: traigo algunos papeles que desearía guardases en tu poder. ¿Deseas encargarte de ellos?

–Sí—dije.—¿Pero, qué hay de Rosita?

Fag enmudeció; trató de sonreír, y de este juego resultó uno de los efectos más sorprendentes y grotescos que jamás haya presenciado. Por fin, dijo:

–No me casaré con Rosita; es decir—y parecía pedirse interiormente perdón de una frase tan categórica,—creo que haré mejor en no casarme.

–David Fag—dije con repentina severidad,—eres un pobre hombre.

Y con extrañeza mía, se animó su rostro.

–Sí—dijo,—eso es; soy un pobre hombre; eso me lo he sabido siempre; te diré, me pareció que Abelardo quería a la muchacha tanto como yo, y supe, además, que ella lo amaba más que a mí, y que tal vez sería más feliz con mi rival. Además, me constaba también que el viejo Robins me hubiese preferido al otro porque yo era rico, y que la chica habría obedecido a su padre; pero, ¿me entiendes?, se me figuró que estorbaba, como quien dice, de manera que opté por retirarme. Sin embargo—continuó cuando iba ya a interrumpirlo,—por temor de que el padre rechazara a Abelardo, le he prestado lo bastante para establecerse por su cuenta en Dogtown. Hombre emprendedor, activo, brillante, como sabes que es Abelardo, puede adelantar y hacerse otra vez con su antigua posición, y no hay necesidad alguna de que le apremien si no lo logra. Alargome nuevamente la mano para despedirse.

Sentíame hastiado de sobras por su modo de tratar al tal Abelardo para mostrarme amable; pero como el negocio era de provecho, prometí encargarme de él, y Fag partió.

Transcurrió algún tiempo. Llegó el próximo vapor de regreso, y durante algunos días, un terrible accidente ocupó la atención de los Estados Unidos. En todas las regiones del Estado leíanse con avidez los detalles de un terrible naufragio, y los que tenían amigos a bordo se reunían para leer con aliento comprimido la larga lista de las víctimas. Busqué los nombres de todos los seres interesantes, afortunados y queridos que habían perecido, y creo que fui el primero en descubrir, entre éstos, el nombre de David Fag.

 

El pobre hombre ¡había, pues, en realidad, vuelto a su casa!

LOS DESTERRADOS DE POKER FLAT

Al poner el pie don Jorge, jugador de oficio, en la calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba gravemente, enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Era de notar que dominaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin embargo, la cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Eso era cosa distinta.

–Sospecho que van tras de alguno—pensó;—tal vez tras de mí.

Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de sus botas el encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura.

La verdad era que Poker-Flat andaba tras de alguno. Había sufrido recientemente la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la originaron. El comité secreto había resuelto expulsar de su seno todo miembro podrido. Practicose esto de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el destierro de otras varias personas de pésimos antecedentes. Es sensible tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a erigirse en inflexible tribunal.

A don Jorge le sobraba razón al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas que les había ganado.

–No es justo—decía Simón Velero—dejar que ese joven de Campo Rodrigo, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestros ahorros.

Sin embargo, un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a don Jorge, acalló las mezquinas preocupaciones de los más irreductibles.

Don Jorge recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores. Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del banquero.

Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte de la partida de los expulsados, además de don Jorge, reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar el piquete, una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y borracho empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía poner más los pies en Poker-Flat.

Luego, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don Jorge permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Para no desmentir la franca galantería de los de su clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado El Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.

De todos modos, el camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y dificultoso; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar más allá.

El paraje era singularmente imponente y salvaje. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Estaban provistos de licores, y en esta contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que carecían. A pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado bajo la influencia del alcohol.

La madre Shipton se echó a roncar; el tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó como aletargada. Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto hubiera perjudicado a una profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo». Contemplando a sus compañeros de destierro y al filosofar sobre el aislamiento nacido de su oficio, sobre las costumbres de su vida y sobre sus mismos vicios, sintiose oprimido por primera vez. Procedió a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. No incurrió jamás en la pecaminosa idea de abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lástima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban.

Un jinete ascendía poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la franca y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el Inocente de Sandy-Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con la mayor legalidad ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta dóllars. Después que hubo terminado la partida, don Jorge se retiró con el joven especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas palabras:

–Tomás, eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis consejos.

Y diciendo esto, le devolvió su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un esclavo.

El entusiasta y cordial saludo que Tomás dirigió a don Jorge, recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar fortuna en Poker-Flat.

–¿Solo?

–Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rió), se había escapado con Flora Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora Vods, la que servía la mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que seguía en relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse, y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en compañía tan agradable!

La conversación quedó interrumpida al aparecer Flora Vods, muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia; salía de entre los pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su prometido.

No era don Jorge hombre a quien le preocupasen las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de don Jorge un poder superior que no toleraría guasas de ningún género. Esforzose después en disuadir a Tomás de que acampara allí; pero fue inútil. Prevínole que no tenía provisiones ni medios para establecer un campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de víveres, y descubriendo además una como tosca imitación de choza abierta al lado del camino.

–Flora podrá ocuparla con la señora de Jorge—dijo el Inocente, señalando a la Duquesa.—Yo ya me las compondré.

Pronunciadas estas palabras, le fue preciso a don Jorge toda su energía para impedir que estallase la risa del tío Billy, que aún así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar la formalidad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos con las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que en él eran tan comunes. A su regreso encontró a sus compañeros sentados en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el cielo se cubría de espesos nubarrones. Flora estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, que la escuchaba con un interés y animación que desde hacía mucho tiempo no había demostrado. Búfalo discurría con igual éxito junto a don Jorge y a la madre Shipton, que se mostraba amable hasta cierto punto.

–¿Es este caso una tonta partida campestre?—dijo el tío Billy para sus adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de la llama y las caballerías atadas.

De pronto, una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que enturbiaban su cabeza. La idea sería seguramente chistosa, pues se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para contener la risa.

Lentamente las nubes se deslizaron por la montaña arriba, una ligera brisa cimbreó las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y tristes hondonadas. La ruinosa choza, toscamente reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Los novios, al separarse, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo repetirlo en los vecinos peñascos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton estaban, probablemente, demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la cabaña. Avivaron otra vez el fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después dormían todos a pierna suelta.

Don Jorge tenía el sueño ligero; antes de apuntar el día, despertó aterido de frío. Al remover con un tizón el moribundo fuego, el viento que soplaba entonces con fuerza llevó a sus mejillas algo que le heló la sangre: la nieve. Dirigiose sobresaltado a los que dormían con intención de despertarles, pues no había tiempo que perder; pero al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio que éste había desaparecido. Cruzó rápidamente por su mente una idea desagradable, y una maldición salió de sus labios. Voló hacia donde habían atado a los mulos: ya no estaban allí.

Mientras tanto, las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve que caía con profusión.

Por un momento quedó aterrado don Jorge, pero pronto volviose hacia el fuego, con su serenidad acostumbrada. No despertó a los dormidos. El Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro cubierto de pecas, y la virgen Flora dormía entre sus frágiles hermanas, como si le custodiaran guardianes angelicales. Don Jorge, echándose la manta sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la luz del mediodía, que vino poco a poco envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía. El paisaje parecía transformado como por arte de magia. Pasó sin atención la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en cuatro palabras: Sitiados por la nieve.

 

El detenido examen de las provisiones, que, afortunadamente para la partida estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la rapacidad del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían sostenerse aún diez días más.

–Eso—dijo don Jorge sotto voce al Inocente,—con tal que nos quiera usted tomar a pupilaje; si no (y tal vez hará usted mejor en ello), esperaremos que el tío Billy regrese con las nuevas municiones de boca que seguramente habrá ido a buscar.

No sé por qué ingrato motivo, don Jorge no dio a conocer la infamia del tío Billy, exponiendo la hipótesis de que éste se había extraviado del campamento en busca de los animales que se habían escapado sin duda. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección de su consocio.

–Si se les da el más pequeño indicio, descubrirán también la verdad respecto de todos nosotros—añadió con intención,—y es por demás alarmar a la feliz pareja.

Tomás Búfalo no sólo puso a disposición de don Jorge todo lo que llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una obligada reclusión.

–Habremos pasado una semana de campo, después se derretirá la nieve, y partiremos cada cual por su lado.

El franco optimismo del joven y la serenidad de don Jorge, comunicose a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de asombro a la joven y fugitiva campesina.

–Ya se conoce que está acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat—dijo Flora.

La aludida dio media vuelta rápidamente, para ocultar el rubor que teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la madre Shipton rogó a Flora que guardase silencio. Al regresar don Jorge de su penosa e inútil exploración en busca del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el eco repitió varias veces. Algo alarmado, parose pensando en el aguardiente que había escondido prudentemente.

–Esto no suena a aguardiente—dijo el jugador.

Sin embargo, hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buen género. Yo no sé si don Jorge había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto os que, valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, «no habló una sola vez de cartas» durante aquella noche. Menos mal que pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tomás sacó con aparato de su equipaje.

Luchando con algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Flora logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el Inocente con los palillos. La pieza que coronó la velada fue un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos, cantaron con gran entusiasmo y vehemencia. Creo que el tono de desafío, del coro y aire del Covenanter8, y no las cualidades religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar parte en el estribillo:

 
Estoy orgulloso de servir al Señor,
y me obligo a morir en su ejército.
 

Los árboles crujían, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto.

Entrada la noche, calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el negro fondo del firmamento. Don Jorge, a quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tomás Búfalo de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo esta obligación. Disculpose con el Inocente, diciendo que muy a menudo se había pasado sin dormir ocho días seguidos.

–¿Pero haciendo qué?—preguntó Tomás.

–El poker9—contestó don Jorge gravemente.—Mira: cuando un hombre llega a tener una suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. No hay cosa más extraña que la suerte. Todo lo que se sabe de ella es que forzosamente debe cambiar. Y el descubrir cuándo va a cambiar, es lo que te forma. Ahora, por ejemplo, desde que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte. Llegan ustedes y les pillo también de lleno. El que tiene ánimo para conservar los naipes hasta el fin, éste se salva.

Y añadió el filósofo y jugador de una pieza, con alegre irreverencia:

 
Estoy orgulloso de servir al Señor,
y me obligo a morir en su ejército.
 

Pasaron tres días, y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio el cuarto a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por un fenómeno singular de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero, al mismo tiempo, descubrían la nieve apilada en grandes montones alrededor de la cabaña. Por todas partes se extendía un mar de blancura sin esperanza de término, mar desconocido, sin senda, de que eran juguetes estos náufragos de nuevo género. A muchas millas de distancia y a través de un aire maravillosamente sutil, se elevaba el humo de la rústica aldea de Poker-Flat. Observolo la madre Shipton, y desde lo más alto de la torre de su fortaleza de granito lanzó hacia aquella una maldición. Fue su última blasfemia y tal vez por aquel motivo revestía cierto carácter sublime.

–Me siento mejor—dijo confidencialmente a la Duquesa.—Pruebe de salir allí y maldecirlos, y te convencerás.

Luego, se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la Duquesa tuvieron a bien llamar a Flora; Flora no era una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y original que no fuese indecorosa ni soltase maldiciones.

Otra vez vino la noche a cubrir el valle con sus tinieblas.

Las quejumbrosas notas del acordeón se elevaban y descendían junto a la vacilante fogata del campamento con prolongados gemidos y frecuentes intermitencias. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que dejaba la insuficiencia de alimento, Flora propuso una nueva distracción: contar cuentos. No tenían ganas don Jorge ni sus compañeras de relatar las aventuras personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por Tomás Búfalo. Algunos meses antes había encontrado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa traducción de la Iliada, por Mr. Pope. Se impuso pues la tarea de relatar en el lenguaje corriente de Sandy-Bar, los principales incidentes de aquel poema, cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de algunos nombres propios. Los semidioses de Homero volvieron aquella noche a pisar el planeta, y el pendenciero troyano y el astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del cañón parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Al parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía en denominar a Aquiles, el de los pies ligeros.

8Partidario del Convenant.
9Juego de cartas, en California.