Za darmo

Bocetos californianos

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La tempestad se enconó y por fin se solventaron estas diferencias en una querella descarada, en la que Lady Clara hizo uso de su lengua, con tal precisión de argumentos y de epítetos, que la soprano estalló en un ataque histérico, y su marido y el tenor tuvieron que sacarla en brazos del coro: todo lo cual llegó a conocimiento de los parroquianos por la supresión del solo acostumbrado de la soprano. Lady Clara volvió a casa sonrojada por el triunfo, pero al llegar a su habitación no se mostró propicia a los halagos de Carolina, diciendo que desde entonces eran mendigas; que ella, su madre, acababa de quitarle su último bocado de pan, y terminó rompiendo en un llanto inconsolable. Las lágrimas no acudían a sus ojos tan fácilmente como en los pasados y poéticos días, pero cuando las vertía era con el corazón lacerado. Volvió en sí al anuncio de la visita de un vestryman, del comité de música. Entonces enjugó sus largas pestañas, atose al cuello una cinta nueva, y bajó al salón. Permaneció allí dos horas; eso pudiera ocasionar habladurías a no estar el buen hombre casado y con hijos de alguna edad. Al volver Lady Clara a su cuarto, tarareaba mirándose al espejo y riñó a Carolina. Por aquella vez habían salvado su colocación en el coro de la capilla.

Sin embargo, no fue por mucho espacio. Con el tiempo, las fuerzas del enemigo recibieron un poderoso auxilio en la persona de la esposa del committee-man. Esta señora visitó a varios de los feligreses y a la familia del doctor Cope, lo cual dio por resultado que una junta posterior del comité musical decidiese que la voz de la contralto no era adecuada a la capacidad del edificio y fue invitada a presentar su dimisión, lo cual no tardó en hacer. Ocho semanas hacía que estaba sin colocación y sus escasos medios se encontraban casi agotados, cuando Ah-Fe derramó en sus manos el subsidio inesperado.

III

La plúmbea niebla se hizo más intensa con la noche, y los faroles entraron temblando a la vida, mientras la señora de Galba, absorta en dolorosos recuerdos, permanecía aún asomada a su ventana tristemente. Ni siquiera se dio cuenta de que Carolina se había escurrido de la sala, y de su bullicioso regreso, llevando en la mano el periódico de la noche, húmedo aún. Con la presencia de la niña volvió Lady Clara en sí y a los apuros del presente. En su triste situación solía la pobre mujer examinar minuciosamente los anuncios, con la efímera esperanza de encontrar entre ellos proposiciones para un empleo (no sabía cuál), que pudiera proveer a sus necesidades, y Carolina se había fijado en esto.

La señora de Galba cerró maquinalmente los postigos, encendió las luces y desdobló el diario.

Instintivamente, su vista se posó en el siguiente párrafo de la sección telegráfica:

Fiddletown, 7.—Don Juan Galba, persona»muy conocida en este lugar, murió anoche de delirium tremens. Don Juan se entregaba a desarregladas costumbres, ocasionadas, según se dice, por disgustos de orden familiar.»

Lady Clara no se inmutó. Volvió tranquilamente la página y miró de soslayo a Carolina, que estaba absorta en la lectura de un cuaderno con láminas. Lady Clara no dijo una palabra, y durante el resto de la noche permaneció absorta, contra su costumbre, y sumamente silenciosa y meditabunda.

Por fin, ya en la madrugada, dirigiéndose donde dormía Carolina cayó de repente de rodillas junto a la cama, y tomando entre las manos la tierna cabeza de la niña, le preguntó:

–Dime. ¿Te gustaría tener otro papá?

–No—dijo después de meditar un momento la interpelada.

–Quiero decir un papá que ayudase a mamá y te cuidara con amor, que te diese bonitos vestidos y que, por fin, cuando fueses mayor, hiciese de ti una señora.

Carolina volvió hacia ella sus ojos somnolientos.

–¿Y a ti, te gustaría, mamá?

Lady Clara se sonrojó hasta las orejas.

–Duerme—dijo bruscamente.

Y volviose.

Pero al cabo de poco rato la niña sintió dos tiernos brazos que la estrechaban contra un pecho palpitante y conmovido por los sollozos desgarradores.

–¡No llores, mamá!—murmuró Carolina, recordando como en sueños la conversación pasada.—No quiero que llores. Creo que me gustaría un nuevo papá si te quisiera mucho… mucho… y me quisiera mucho a mí.

Un mes más tarde, se casó la señora de Galba, con sorpresa general. El afortunado novio era un tal Roberto, coronel elegido recientemente para representar el condado de Calaveras en el consejo legislativo. En la imposibilidad de relatar el acontecimiento en lenguaje más escogido que el de corresponsal del Globo de Sacramento, citaré algunas de sus frases más graciosas:

«Las implacables flechas del pícaro Cupido se ensañan estos días en nuestros galantes salones: hay una nueva víctima.

»Se trata del honorable A. Roberto de Calaveras, cautivo hoy de una bellísima hada, viuda, un tiempo sacerdotisa de Thespis, y hasta hace poco, émula de Santa Cecilia, en una de las iglesias más a la moda de San Francisco, donde disfrutaba de un sueldo regular.»

El Noticiero de Dutch Flat comentó el suceso con su poca aprensión característica:

«El nuevo leader de los demócratas de Calaveras, acaba de llegar a la legislatura con un flamante proyecto. Se trata de la conversión del nombre Galba en el de Ponce, apellido del coronel Roberto. Creemos que llaman a eso una fe de casamiento. No ha transcurrido un mes desde que murió el señor Galba, pero es de suponer que el intrépido coronel no tiene miedo a los duendes de alcoba.»

Sin embargo, decir que la victoria del coronel fue fácilmente obtenida, sería no hacer justicia a Lady Clara.

A la timidez propia del sexo femenino, añadíase el obstáculo de un rival, acomodado empresario de pompas fúnebres, de Sacramento, a quien debió cautivar la señora de Galba, en el teatro o en la iglesia, ya que los hábitos profesionales del galán lo excluían del ordinario trato social y de todo otro que no fuese religioso o de ceremonial. Como este caballero poseía una bonita fortuna adquirida en la propicia ocasión de una larga y terrible epidemia, el coronel lo tenía por rival algo temible. Pero, por fortuna, el empresario de pompas fúnebres hubo de ejercer su profesión en la persona de un senador, colega del coronel, a quien la pistola de éste mató en un lance de honor, y sea que temiese la rivalidad por consideraciones físicas, o bien que calculase con prudencia que el coronel podía procurarle clientes, ello fue que se retiró, dejando expedito el campo.

La luna de miel fue corta, y terminó con un incidente inesperado. Durante el viaje de bodas, confiaron a una hermana del coronel Roberto el cuidado de la niña. Al regresar a la ciudad, la señora de Ponce determinó inmediatamente visitar a la guardadora, para traerse la niña a casa nuevamente.

Pero su marido, desde hacía algún tiempo daba muestras de inquietud que se esforzaba en vencer por medio del uso repetido de bebidas fuertes. Al fin se decidió, abrochose estrechamente la levita, y después de pasear el cuarto una o dos veces con paso inseguro, detúvose de repente ante su esposa con aire de autoridad.

–Hasta el último momento—dijo el coronel con labio balbuciente y afectada majestad que aumentaba su miedo interior—he diferido, es decir, he suspendido la revelación de un hecho que creo comunicándotelo cumplir con mi deber. Todo con objeto de no nublar el sol de nuestra mutua felicidad… para no marchitar nuestras tiernas promesas en flor, ni oscurecer el cielo conyugal con una explicación desagradable, pero debo hacerlo… ¡vive Dios!… Señora… debo hacerlo hoy. ¡La niña no está ya aquí!

–¡Cómo!—exclamó la señora de Ponce con sorpresa.

Algo había en el tono de su voz, en el repentino estrabismo de sus pupilas, que en un momento disipó los vapores alcohólicos en la cabeza del coronel y encogió su gallarda figura.

Me explicaré en cuatro palabras—dijo moviendo la mano en ademán conciliador,—me explicaré. El… el… el… melancólico suceso que precipitó nuestra felicidad, la misteriosa Providencia que te libertó, libertó también a la niña. ¿Comprendes? Libertó a la niña. En el momento de morir Galba, el parentesco que por él te unía desapareció también. La cosa es clara como la luz. ¿De quién es la niña? ¿De Galba? Este ha muerto y la niña no puede pertenecer a un muerto. Es una solemne tontería pretender que pertenece a un muerto. ¿Es hija suya? ¿No? ¿De quién, pues? La niña pertenece a su madre. ¿No es eso?

–¿Dónde está?—dijo la señora de Ponce con voz concentrada y pálido rostro.

–Todo lo explicaré. La niña pertenece a su madre. De eso no cabe duda alguna. Soy abogado, legislador y ciudadano de la Unión. Mi deber como abogado, legislador y ciudadano de la Unión, es restituir la niña a su afligida madre… cueste lo que costare.

–Pero, ¿dónde está?—repitió la señora de Ponce, fija todavía la vista en el semblante del coronel.

–Pues, en camino para reunirse con su madre; partió ayer en el vapor, con rumbo al Este y transportada por favorables vientos hacia aquélla que, sin duda, la espera con los brazos abiertos.

La señora de Ponce permaneció inmóvil. El coronel sintió que su pecho se encogía poco a poco, pero apoyose contra una silla, y se esforzó en ostentar una galantería caballeresca unida a la severidad del togado.

–Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso también considerar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propio tiempo, mi misma situación.

El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasó descuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través de sus bordados pliegues.

Luego añadió:

–¿Por qué una leve sombra ha de nublar la armonía de dos almas que mueve un solo pensamiento? ¡Ciertamente, la niña es hermosa, es buena, pero, al fin y al cabo, es hija de otro! Fuese la niña, Clara, pero no todo se fue con ella. ¡Clara, considera, querida, que siempre me tendrás a mí a tu lado!

 

Clara se levantó con energía.

–¡Usted!—gritó con una nota de pecho que hizo vibrar los cristales.—¡Usted, con quien me casé para que mi querida niña no muriese de hambre! ¡Usted, perro al que llamé a mi lado para alejar de mí a los hombres! ¡Usted!…

No pudo continuar. Precipitose en el cuarto vecino, que ocupaba Carolina; luego pasó rápidamente a su propio dormitorio, y apareció de repente ante él, erguida, amenazadora, con un fuego abrasador en los pómulos, fruncidas las cejas y contraída su garganta. Pareciole al coronel que su cabeza se achataba y se deprimía su boca como la de un ofidio.

–¡Roberto!—dijo con voz ronca y enérgica.—¡Oiga, coronel! Si desea alguna vez fijar su vista en mí, tráigame antes a la niña. Si alguna vez quiere hablarme o acercarse, tiene que devolvérmela. Donde ella esté, estaré yo, ¿oye? ¡Allá donde ella ha ido, me encontrará a mí!

Y otra vez pasó por delante de él furiosa, echando hacia fuera los brazos desde los codos abajo, como si se librase así de vínculos imaginarios, y, penetrando en su cuarto, cerró la puerta y dio vuelta a la llave con violencia.

El coronel Roberto, aunque no era cobarde, sentía para una mujer enojada un miedo supersticioso; retrocedió para dejarle libre el paso y fue a rodar impotente por el canapé. Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.

Mientras tanto, la señora de Ponce recogía excitada sus joyas y hacía su maleta, como ya otra vez la había hecho en el transcurso de su accidentada existencia. Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba por su mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidas mejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de la niña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabida pregunta de:—¿es mamá?—Mas este nombre le atormentaba ahora cruelmente. Apartolo de su imaginación con un rápido y apasionado gesto y enjugó una lágrima que rodaba por sus mejillas.

Después quiso la casualidad que, removiendo sus ropas, diese con una zapatilla de la niña, con una de las cintas estropeada. Un agudo grito salió de su pecho, el primero que había proferido aquel día, y la estrechó contra sí, besándola apasionadamente una y otra vez; meciola con ese movimiento maternal propio de la mujer, y después la llevó hasta la ventana, para verla mejor a través de las lágrimas que nublaban sus pupilas. De repente sufrió un fuerte ataque de tos que intentó ahogar llevando el pañuelo a sus labios rojos como la grana. Y luego sintió que desfallecía; pareciole que la ventana huía delante de ella, que el suelo se hundía bajo sus pies, y tambaleándose llegó a la cama, cayó boca abajo sobre ella, estrechando convulsivamente contra su pecho el pañuelo y la zapatilla. Su rostro estaba horriblemente pálido, las órbitas de sus ojos se oscurecían, y en sus labios primero, luego en su pañuelo y por fin sobre el blanco cubrecama aparecieron unas gotas de sangre.

Levantose el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancas cortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizó suavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridas por el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponente quietud…

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísima desposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, el coronel roncaba con violencia en su lecho improvisado.

IV

El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía de manifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que de costumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores. Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías. Las naves de las cuatro principales iglesias de la ciudad, se alzaban abruptas rompiendo la línea de las casas, y escondían en el bajo torbellino sus deformes torres. Cerca de la estación, la nueva capilla metodista, semejante a una enorme locomotora, precedida, a manera de salvavidas, de su piramidal escalinata, parecía esperar que algunas casas se le agregaran para irse a un lugar más placentero. Y el orgullo de Génova, el gran Instituto Crammer, para señoritas, dominaba la avenida principal con su extraña fachada de ladrillo y su alta y majestuosa cúpula. Desde cualquier punto de la ciudad, se divisaba fácilmente el Instituto Crammer; así es que, bajo este punto de vista, no desmentía su carácter de establecimiento público en el que no faltaba nunca un visitante en su escalera y una cara bonita asomada a sus ventanas.

El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro, atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupada concurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineo hacia el Hotel de Génova. En seguida el tren huyó indiferente como todos los trenes expresos, por la curiosidad humana; volvió el vacío furgón de equipajes a su cochera y el jefe de la estación cerró la puerta con llave y se fue a retiro.

El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tres señoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en una calle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles. Las reglas del Instituto dejaban amplio desarrollo a la naturaleza física y moral de sus alumnas; en público se conformaban con sus excelentes reglas de dieta, pero privadamente se permitían extrarreglamentarios festines con las golosinas de su abastecedor particular del pueblo; asistían a la iglesia con formalidad ejemplar, pero coqueteaban durante el oficio divino con la dorada juventud del pueblo; en las clases recibían severa y moral instrucción y durante el asueto devoraban las novelas más edificantes. El fruto de esta doble enseñanza era una agrupación de jóvenes robustas, alegres y encantadoras que daban al Instituto infinito crédito. Doña Brígida, a pesar de que le debían importantes sumas, alababa el buen humor y belleza juvenil de sus parroquianas y declaraba que la vista de estas señoritas la rejuvenecía, pero se sospechaba de ella que favoreciese sin escrúpulos las clandestinas incursiones que aquellas hacían.

–¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones, daremos que hablar—dijo levantándose la más alta de estas vírgenes locas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a la inteligente directora del cotarro.

–¿Tienes los libros, Adelaida?

Adelaida enseñó debajo de su impermeable tres libros de no muy santa apariencia.

–¿Y las provisiones, Carolina?

Carolina mostró de su saquito un paquete de aspecto sospechoso.

–Todo está corriente. Chicas, en marcha. Póngalo en la cuenta—añadió saludando con la cabeza a la huéspeda, mientras se adelantaban hacia la puerta.—Le pagaré cuando llegue el trimestre a mi poder.

–No, Catalina—repuso Carolina, sacando su portamonedas,—déjame pagar, me toca a mí.

–De manera alguna—dijo Catalina, arqueando soberanamente sus negras cejas,—ya sé que tienes ricos parientes en California que te envían puntualmente fondos, pero no quiero permitirlo. Vamos, chicas, ¡adelante!

Al abrir la puerta, una fuerte ráfaga de viento penetró violentamente en la tienda, lo cual asustó a la bondadosa doña Brígida.

–¡Por Dios, señoritas, no deberían ustedes salir con este tiempo! Será mejor que me dejen mandar un recado al Instituto y les arreglaré aquí una buena cama.

Mas la última frase se perdió en el coro de chillidos medio ahogados que arrojaban las niñas, agarradas de la mano, lanzándose en mitad del temporal, y muy pronto fueron envueltas en el torbellino huracanado.

Anochecía, y las breves horas de aquel día de diciembre, que no alumbraban los vivos colores de la puesta del sol, terminaban rápidamente. La temperatura era fría por demás y en el aire giraban densos copos de nieve. La inexperiencia, y sobre todo los bríos de la juventud, daban a las muchachas resolución; pero osaron atravesar el campo por un atajo para evitar los recodos de la calle Mayor, y la risa expiró en sus labios y las lágrimas comenzaron a apuntar en los ojos de Carolina. Retrocedieron, y al llegar al camino, estaban abrumadas de fatiga.

–Volvámonos—dijo Carolina.

–No nos sería posible ya atravesar otra vez el campo—dijo Adelaida.

–Parémonos, pues, en la primera casa—repuso aquella.

–La primera casa—dijo Adelaida, mirando a través de la naciente oscuridad,—es del squire Robinson—dijo y echó a Carolina una mirada picaresca que hasta en su inquietud y miedo hizo que las mejillas de la niña se tiñeran de carmín.

–¡Eso es! Sí—dijo Catalina irónicamente,—por supuesto, detengámonos en casa del squire, y nos convidará a cenar, y luego nos llevará a casa en coche tu querido amigo Enrique, con formales excusas del señor Robinson, suplicando que por esta vez se nos perdone. No—prosiguió Catalina con repentina energía,—eso puede que te plazca a ti; pero yo me vuelvo como he venido, por la ventana, o bien me quedo en este mismo lugar.

Y cayó repentinamente sobre Carolina, que lloraba sobre un montón de nieve, y la sacudió con fuerza.

–Luego dormirás. ¡Chito! ¡Callemos! ¿qué es eso?

Se oían los cascabeles de unas colleras y en la oscuridad venía hacia ellas un trineo con un solo conductor.

–Escondámonos, chicas: si es alguien que nos conozca, estamos perdidas.

Afortunadamente, no lo era, y antes de que pudiesen poner por obra su pensamiento, una voz desconocida a sus oídos, pero bondadosa y de agradable timbre, preguntó si podía serles útil en alguna cosa. Era un hombre envuelto en una hermosa capa de piel de foca, cubierta la cabeza por una gorra de la misma piel, y con la cara medio tapada por una bufanda también de pieles, dejaba ver solamente unos largos bigotes y dos ojos negros de gran viveza.

–Es un hijo del viejo San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida.

Las muchachas, conversando en voz natural, recostadas en el trineo, recobraron su anterior tranquilidad.

–¿A dónde voy a llevar a ustedes?—dijo tranquilamente el incógnito sujeto.

Hubo, entre ellas, una rápida consulta, y por fin, Catalina dijo con decisión:

–Al Instituto Crammer.

Ascendieron en silencio la cuesta hasta que el largo y ascético edificio se destacó ante ellas. El desconocido tiró repentinamente de las riendas y preguntó:

–¿Por dónde entran ustedes? Ustedes saben el camino mejor que yo.

–Por la ventana posterior—dijo Catalina con repentina y asombrosa franqueza.

–¡Ya comprendo!—contestó el extraño guía sin inmutarse.

Y apeándose al momento, quitó de los caballos los sonoros cascabeles.

–Ahora podemos aproximarnos tanto como ustedes quieran—añadió a modo de explicación.

–Seguramente es un hijo de San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida,—¿no podríamos pedirle noticias de su padre?

–¡Silencio!—dijo Catalina con decisión,—puede que sea un ángel.

Y con deliciosa incoherencia perfectamente comprendida por su femenil auditorio, prosiguió:

–Estamos hechas tres visiones.

Saltaron cautelosamente los cercados y finalmente pararon a pocos pies de distancia de un sombrío muro. El desconocido ayudolas a apearse. La confusa y escasa luz de poniente reverberaba en la nieve, y a medida que el guía presentaba la mano a sus bonitas compañeras, cada una de éstas se veía sometida a un examen detenido, aunque respetuoso. Revestido de la mayor gravedad, ayudolas a abrir la ventana, retirándose luego discretamente al trineo hasta que terminó el difícil y un si es no es descompuesto acceso al interior. Después volvió hasta la ventana.

–Gracias: buenas noches—murmuraron las niñas a un tiempo.

Una de las tres figuras permanecía aún en la ventana, y el desconocido inclinose sobre el pretil.

–¿Permítame que encienda aquí este cigarrillo, pues la luz del fósforo ahí fuera podría llamar la atención?

Con la ayuda de esta luz pudo ver a Catalina bonitamente encuadrada en la ventana. Consumiose la cerilla lentamente entre sus dedos, y una sonrisa picaresca asomó en los labios de Catalina. La astuta joven había comprendido tan pobre subterfugio. ¿De qué le había de valer, pues, el ser primera en su clase, y para qué si no, habrían sus padres satisfecho la matrícula durante tres años consecutivos?

 

Al día siguiente la tempestad había cesado, y el sol resplandecía vivo y alegre en la sala de estudio, cuando Catalina de Corlear, que tenía su sitio junto a la ventana, llevose patéticamente la mano al corazón y se dejó caer sobre el hombro de su vecina Carolina, simulando un repentino desvanecimiento.

–Está aquí—suspiró.

–¿Quién?—preguntó con interés Carolina, que no comprendía nunca claramente cuándo Catalina hablaba formal.

–¿Quién? ¡Pues el hombre que nos salvó anoche! Acabo de verle hace un instante llegar a la puerta. Calla: dentro de un momento estaré mejor.

Y la hipócrita se pasó patéticamente la mano por la frente con ademán trágico.

–¿Qué es lo que querrá?—preguntó Carolina con curiosidad cada vez más acentuada.

–Pregúntaselo—dijo Catalina en tono despreocupado.—Quizá poner en el colegio a sus cinco hijas. Tal vez quiera perfeccionar la educación de su mujer y ponerla en guardia contra nosotras.

–Pues chica, no parece viejo, y menos casado—contestó Adelaida doctrinalmente.

–¡Pobre muchacha! ¡Eso nada significa!—contestó la escéptica Catalina.—No puede una nunca decir nada de estos hombres… ¡Son tan falsos! Además, yo siempre tengo tan mala fortuna.

–¡Pues… Catalina!—comenzó Carolina.

–¡Silencio! La señora va a decir algo—dijo Catalina, con una sonrisa.

–Las educandas harán el favor de prestar atención—dijo pausadamente una voz indolente.—En el locutorio preguntan por la señorita Carolina Galba.

Don Juan Príncipe, nombre estampado en la tarjeta y en varias cartas y credenciales sometidas al Reverendo señor Crammer, se paseaba impaciente por el severo aposento designado oficialmente con el nombre de sala de recepción, y privadamente entre las alumnas con el de purgatorio. Con escrutadora mirada examinaba los rígidos detalles de la sala, desde el pulimentado calorífero de vapor parecido a un enorme soda-cracker barnizado, que calentaba un extremo del cuarto, hasta el busto monumental del doctor Crammer, que daba escalofríos en el opuesto, desde el padrenuestro dibujado por un ex maestro de caligrafía, con tal variedad de elegantes rasgos de escritura, que disminuía notablemente el valor de la composición, hasta tres vistas de la población, tomadas del natural desde el Instituto, por el profesor de dibujo, y que nadie hubiese sido capaz de reconocer; desde dos citas ilustradas del Antiguo Testamento, escritas en letra inglesa, tan horriblemente remotas que helaban todo humano interés, hasta una gran fotografía de la clase superior, en la cual las niñas más bonitas tenían el color etiópico, sentadas, al parecer, unas sobre las cabezas y hombros de las otras. Hojeó maquinalmente las páginas de catálogos escolares, los Sermones del doctor Crammer, los Poemas de Henry Kirke White, las Leyendas del Santuario y Vidas de mujeres célebres; su ya viva imaginación, nerviosamente acrecentada por su situación especial, le representó las tiernas reuniones y conmovedoras despedidas que debían haber tenido lugar allí, y extrañose de que el aposento no guardara algo que pudiese expresar tales humanos sentimientos, y hasta había olvidado casi el objeto de su visita, cuando se abrió la puerta para dejar paso a Carolina Galba.

El rostro del visitante que había vislumbrado la noche anterior, le pareció más bonito aún de lo que le había parecido entonces, y sin embargo, estaba como desorientado o descontento, aun cuando no podía esperar encontrarse con tan bella criatura. Conservaba su abundante y ondulado cabello el tinte dorado metálico de antes; su color, de extraña delicadeza como el de una flor, y sus ojos, castaños del color de algas marinas en aguas profundas. No era, pues, su belleza la que le desilusionaba.

Carolina se encontraba, por su parte, como violenta, sin ser tan impresionable como él. Ante sí tenía a uno de estos hombres a quien su sexo califica en términos vagos de simpáticos, esto es, correcto en todos los superficiales accesorios de moda, vestido, ademanes y de figura agradable. Sin embargo, había en él una distinción excepcional; no se parecía a nadie que ella pudiera recordar, y como la originalidad suele tan a menudo asustar a las gentes como atraerlas, no se sintió predispuesta en su favor.

–No puedo apenas esperar—principió en amable tono,—que me recuerde usted. Hace once años era una niña muy pequeña. Tal vez ni siquiera pueda reivindicar en mi favor el haber disfrutado de la familiaridad que podía existir entre una niña de seis años y un joven de veintiuno. Creo que no era muy amigo de los niños. Sin embargo, conocí muy bien a su madre, pues cuando ella le llevó a San Francisco era yo editor de El Alud en Fiddletown.

–Quiere usted decir mi madrastra; ya sabe usted que no era mi madre—interpuso Carolina con viveza.

–Quise decir su madrastra—dijo gravemente.—Nunca he tenido el gusto de encontrarme con su madre de usted.

–No; hace doce años que mamá no ha estado en California.

El tono de aquel título y la distinción que establecía era tan intencionado, que principió a interesar a Príncipe, después que se hubo repuesto de su primera sorpresa.

–Perfectamente, pero como ahora vengo de parte de su madrastra—prosiguió sonriendo,—tengo que rogarle que por algunos momentos vuelva a aquel punto de partida. Su señora madre, digo, su madrastra, reconoció que su madre, la primera Galba, era legal y moralmente su tutora, y aunque muy a pesar de sus inclinaciones y afectos, la colocó de nuevo bajo la tutela de aquélla.

–Mi madrastra se volvió a casar antes de cumplir el mes de la muerte de mi padre, y me envió a casa—dijo Carolina, alzando ligeramente la cabeza y con mucha intención.

El señor Príncipe sonriose tan dulcemente, y al parecer con tanta simpatía, que principió a gustar a Carolina. Sin contestar a la interrupción, prosiguió:

–Una vez realizado este acto de simple justicia, pusiéronse de acuerdo su madre y su madrastra para costear los gastos de su educación hasta que cumpliese diez y ocho años, época en que deberá usted elegir cuál de las dos ha de ser en adelante su tutora. Me parece que a la sazón se le comunicó a usted todo eso y que por lo tanto tiene reconocimiento del citado convenio.

Entonces, yo no era más que una criatura—dijo Carolina.

–Ciertamente—dijo el señor Príncipe, con la misma sonrisa.—Con todo, me parece que las condiciones jamás han sido molestas a usted ni a su señora madre, y la única vez que quizá le causen alguna inquietud, será cuando llegue a decidir en la elección de su tutora, lo cual será al cumplir los diez y ocho años… creo que el día 20 del mes corriente.

Carolina permaneció en silencio.

–Sentiría creyese que he venido aquí para conocer su decisión, aun cuando esté hecha ya. Tan sólo he venido a manifestarle que su madrastra, la señora de Ponce, estará mañana en la ciudad y pasará algunos días en ella. Si es su deseo verla antes de decidir, ella se alegrará de poder estrecharla en sus brazos, sin que ello implique la más remota intención de influir en su decisión, libre de todo punto.

–¿Sabe madre que ella viene?—dijo apresuradamente Carolina.

–No podría contestarlo—dijo Príncipe gravemente.—Sólo sé que si ve usted a la señora de Ponce será con permiso de su madre, pues ella sabrá respetar sagradamente esta parte del convenio hecho hace ocho años. Su salud es muy delicada, y el cambio de aires y quietud del campo durante unos días le serán altamente beneficiosos.

Príncipe posó la mirada de sus vivos y penetrantes ojos sobre la joven, y contuvo el aliento hasta que ella anunció:

–Madre llegará hoy o mañana.

–¡Ah!—dijo Príncipe con dulce y lánguida sonrisa.

–¿El coronel Roberto está aquí también?—preguntó Carolina después de una pausa.