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Rafael Cordero: Elogio Póstumo

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El privilegio de la casta se anulaba democráticamente á los piés del crucifijo que iluminaba con sus redentoras fulguraciones aquella pobre escuela. El sinite parvulos venire ad me del Evangelio nivelaba las categorías sociales de la colonia, ante el ara de aquel santuario reconstituido por la inspiración artística de Oller, en ese cuadro ofrecido á la consideración pública, sin presentir acaso que trasladaba al lienzo, con sus peculiarísimas tintas, no un episodio local, sino accidente tan íntimo como extenso de nuestra regional historia.

Si, señores; bueno es decirlo á los que tengan motivo para ignorarlo. En materia de igualdad cristiana, la escuela del Maestro Rafael puede considerarse como tipo modelo de todas las de su época en Puerto Rico. El régimen de la colonia que autorizaba la servidumbre corporal de los obreros de color, no negaba el beneficio de la instrucción á los manumisos. A los bancos de las rudimentarias escuelas públicas no llegaban las subdivisiones de casta: blancos y negros, confundidos, aprendían el catecismo y la gramática; y tal exactitud entraña esta afirmación, que no necesito rebuscar mucho en los rincones de la memoria, para encontrar el nombre de algunos descendientes de esclavos á quienes tuve por condiscípulos en la escuela de mi pueblo natal, en el período comprendido desde 1849 á 1854.

Igual solidaridad enlazaba las aspiraciones del estudio que la disciplina escolar, y las distinciones estimuladoras que la Academia Real de buenas letras concedía anualmente, influidas eran por las pruebas de exámen no por el pigmentum que coloraba la epidérmis de los alumnos.

El período estudiantil terminaba; el niño, transformado en hombre, lanzábase á los combates de la vida, ocupando el sitio que la suerte le concediera: el menestral empuñaba el tirapiés ó la garlopa, el doctor se ajustaba la muceta, ascendia al altar el sacerdote, el militar se ufanaba con el áureo uniforme; las divisorias líneas sociales se mantenían escrupulosamente; pero detrás de ellas sentíase aletear el espíritu de confraternidad, generado sobre los deslucidos bancos escolares al amparo de la religión y de las leyes.

En la escuela de Rafael Cordero debió acentuarse ese fenómeno por la condición individual del maestro, que él supo mantener dentro de estrechísimos límites, obedeciendo á la sencilléz exquisita de sus sentimientos, informados por la más ardiente caridad.

El ejercicio de esa virtud humanitaria compendia la vida de Cordero con exclusivismo absoluto, blanqueando su téz de ébano con las nitideces del lirio; de ese lirio de nuestras sabanas incultas, que brota con espontaneidad inconsciente, embelleciendo los cardos que le constriñen y embalsamando el aire que le azotó.

Casto y sobrio, laborioso y humilde, austero y benévolo, ese obrero de mano callosa y alma de ángel antepone el bien de sus semejantes á todos los mundanos afectos. La Sociedad Económica le adjudica en un certámen de la virtud premio de cien pesos; él, que no cuenta con otros recursos materiales para subsistir que su modesta labor de tabaquero, rechaza el premio; obligado á aceptarlo, distribuye la mitad entre sus alumnos menesterosos de ropa y de libros, y riega la otra mitad, como semilla de bendiciones, entre pordioseros, convocados por medio de sus discípulos, convidados á aquel sublime banquete de la caridad.

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