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Rafael Cordero: Elogio Póstumo

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En 1810, esto es con una anterioridad de treinta y cinco años á la organización oficial de la enseñanza primaria, no abordada hasta 1845 por el Gobierno Superior de la isla, instaló su escuela de párvulos gratuita el Maestro Rafael, manteniéndola, sin interrupción, hasta julio de 1868 en que ocurrió su fallecimiento. Lectura, caligrafía, doctrina cristiana y conocimientos numéricos comprendía el programa de aquella escuela: programa reducidísimo, pero valioso por la conciencia que presidía su aplicación.

– "Yo tumbo el árbol y lo descortezo; – cuentan que solía decir – manos más hábiles que las mías se encargarán de labrar la madera y darle barníz."

¡En cincuenta y ocho años de magisterio, qué de árboles tan variados y robustos descortezó!

Durante cincuenta y ocho años se agruparon al pié de aquella mesa de tabaquero, convertida en cátedra de instrucción pública por la intuición maravillosa de un espíritu privilegiado, generaciones sucesivas de hombres que debían dar lustre á las letras patrias, elevarse á las altas dignidades del sacerdocio y la milicia, conquistar puesto prominente en las ciencias ó revestirse con el título de legisladores nacionales.

Las diversas aptitudes de esos hombres adquirieron cumplido desarrollo en vastos círculos de enseñanza, pero la base fundamental de su instrucción se inculcó bajo la férula del Maestro Rafael Cordero; bajo la acción educadora de aquel rebenque á que ha consagrado filial recuerdo el doctor don Francisco del Valle Atiles, uno de los más jóvenes asistentes al aula.

¡Contraste singular el que ofrece ese rebenque simbólico á la observación del analista! Porque el régimen de la colonia establecía la pena de azotes como correctivo á la holganza ó los vicios del esclavo, y era precisamente el azote la expresión suprema de la severidad escolar que el Maestro Rafael dejaba sentir á sus discípulos rebeldes ó desaplicados. El mismo castigo que excitaba el fomento de la riqueza material en el ingenio, rebajando y encalleciendo el espíritu, daba acicate, en el taller-escuela, á las facultades intelectuales tardas ó adormecidas. ¡El azote que enseñaba al negro á cultivar la caña y á cristalizar el azúcar, esgrimido por un negro, enseñaba al blanco á deletrear el castellano y á balbucir el Padre nuestro!

Verdad que el rebenque del Maestro Rafael no abrió nunca sanguinoso surco en las carnes de sus discípulos. Jamás hubo de formularse una protesta paternal contra el rigor de aquellos castigos: léjos de ello, á solicitar su aplicación solían acudir algunas madres obreras, á las horas del aula, por consecuencia de grave rebeldía infantil ó pecaminoso callejeo filial tras de las músicas militares ó de las distracciones más peligrosas del hoyuelo y la raya. Y es fama que, una vez formulada la queja materna, con sumaria diligencia se substanciaba el proceso, y ordenado el descenso de las menudas bragas ó el ascenso de la flotante camisola del acusado, allí mismo, á claustro pleno, se le propinaba el número de rebencazos determinados en la escala gradual establecida por la trimurti pedagógica que compendiaba al legislador prudente, al juez íntegro y al ejecutor de justicia metódico é impasible, en una sola personalidad.

Es así que las azotainas del Maestro Rafael no trasponían los lindes de la previsora rigidéz paternal, creciendo á compás de ellas el cariño de sus alumnos de una y otra clase. Y digo de una y otra, porque en aquella escuela de la calle de la Luna, se distribuía el gérmen fecundo de cristiana enseñanza lo mismo al primogénito de un linajudo Oidor de la Real Audiencia que al hijo de un rudo mozo de carga adscrito á las faenas del muelle; así se educaba allí al descendiente de un Saint Just, el veterano glorioso de Bailén, como al nieto desarrapado de lavandera anónima.

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