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III

Excelentísimo señor:

Puesto que he traído á cuento en mi anterior la organización de las milicias puertorriqueñas, bueno será recordar un hecho que acentúa el carácter de sus servicios, contrayéndome para ello á la reincorporación de Santo Domingo, cedido por el rey de España á la República francesa en 1795, y cuyos habitantes se levantaron en armas contra los nuevos dominadores, al producirse la invasión de su antigua metrópoli por las falanges napoleónicas.

Concertado el movimiento por don Juan Sánchez Ramírez con don Toribio Montes, Capitán general de Puerto Rico, dióse en Azua el grito de ¡viva España! en 1809, apoyando á los dominicanos las milicias puertorriqueñas, que se batieron bizarramente con los aguerridos soldados franceses, derrotados completamente en Palo Hincado y obligados luego á capitular dentro de los mismos muros de Santo Domingo.

Como ve vuecencia, el patriotismo de nuestros insulares no se limitaba á mantener sin solución de continuidad en su tierra nativa el imperio de España, sino que se extendía á restablecerlo en territorios vecinos cuyo desgajamiento de la cepa nacional había sancionado el Trono.

Y no es que en Puerto Rico se ejercitase coerción extraordinaria sobre la voluntad de los moradores, ni que éstos ignorasen la situación comprometida del Estado. Instalada por el gobernador Montes la primer imprenta introducida en el país, y fundada en 1808 la Gaceta del Gobierno, en las columnas de este periódico y en los que la industria particular estableciera después libremente se registraron todos los actos, felices ó adversos, del levantamiento peninsular y de la revolución del continente. El pueblo puertorriqueño, constituído en custodio de su país, informaba en la noción de los hechos la conciencia de sus actos.

Ocurre en la metrópoli la revolución de 1820; el partido americano obtiene la ampliación de medidas liberales para las colonias; la Constitución de la monarquía se aplica á Puerto Rico en toda su amplitud; en nuestra catedral se jura esa Constitución el 15 de Mayo del año citado, y en aquella solemne ceremonia ocupa la cátedra sagrada un fraile dominico, el padre Arnarante, no para condenar el liberalismo, sino para exhortar á los puertorriqueños á defender de sus enemigos el sagrado Código de sus libertades; Código que hasta 1823 se vino explicando al pueblo desde el púlpito por los curas párrocos y á los alumnos de primeras letras por los maestros, en sus escuelas respectivas, bajo la inspección de los Ayuntamientos y por prescripción expresa del jefe político de la isla.

Sobreviene en 1823 la reacción absolutista, y en ese mismo año surgen en la gran Antilla los primeros chispazos del fuego separatista que incendiaba el continente; en 1824 una sublevación militar, que no secunda el pueblo cubano, estalla al grito de ¡Viva la Constitución!; en 1828 se descubre la conspiración de Puerto Príncipe, que lleva á Agüero al cadalso, y en 1836 se pronuncia en Santiago de Cuba el general Lorenzo, proclamando la Constitución del año doce. Santo Domingo, movido por el célebre Núñez de Cáceres, había vuelto á arriar la bandera española, colocándose bajo el protectorado de Colombia, que dejó caer la comarca bajo la dominación de Haití. Puerto Rico, en tanto, tranquilo, circunspecto, mantiene su legendaria adhesión; echa de menos las libertades suspendidas, pero confía en la acción del progreso para recobrarlas, y consecuente con las desdichas públicas que entristecen á la metrópoli, lejos de acudir á aumentarlas con sediciosas aventuras, cuida de abrillantar con perseverante resignación sus leales timbres.

La muerte de Fernando VII trae al fin una esperanza al país; el motín de la Granja la duplica; la convocatoria á Cortes constituyentes en 1837 promete satisfacer la necesidad sentida… y la satisface con el segundo de sus artículos adicionales: Las provincias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales.

El efecto producido por esa determinación debió, señor Ministro, revestir caracteres idénticos al que ha ocasionado ahora la calificación con que nos ha obsequiado vuecencia.

Cuando todo el imperio continental luchaba por separarse de España, se llamaba á los americanos á ejercitar la soberanía nacional en que se les consideraba partícipes; cuando no quedaban más territorios españoles en América que Cuba y Puerto Rico, se les negaba el derecho de representación, y llamando provincias á ambas islas, se las obligaba á someterse á leyes especiales que dictarían las provincias metropolitanas á título de dominadoras.

La monarquía absoluta se había extinguido en España; el discrecionalismo militar iba á nacer en las Antillas. La transición fué muy brusca. ¿Qué la motivó? ¿Acaso la situación geográfica de Cuba, su importancia colonial ó los fermentos antinacionales en ella manifiestos? ¿Era en este caso justo supeditar la isla menor á la mayor? ¿Cuándo, desde los días de la conquista, se habían hermanado el gobierno ni la administración de las dos comarcas? ¿Cuándo la una había auxiliado á la otra en los empeños de su colonización? ¿Dónde estaban los vínculos históricos, etnográficos, administrativos ó siquiera comerciales que daban razón á esa solidaridad especial en que querían confundirlas los legisladores de 1837?

Los puertorriqueños hubieron de apreciar todo eso, mas no protestaron. Se les ofrecían leyes especiales y las aguardaron en silencio durante treintiun años.

Pero si no vinieron las leyes, sobrevino inmediatamente un recrudecimiento de poderío militar irresponsable, representado por el Capitán general, de cuyas demasías era juez único la Corona, sin intervención de las Cortes, y con ese género de gobernación arbitraria nos llegó, por desgracia, un elemento de perturbación desconocido hasta entonces en esta tierra hidalga: la suspicacia política.

Se aparentaba olvidar la fidelidad intachable del país, para suponerle imbuído por las ideas de independencia que había regado en América el genio de Bolívar. Ya en 1839, pequeña reyerta popular durante una función de saltimbánquis allá por el oeste de la isla, servía de base para un procedimiento militar contra los que, al supuesto grito de ¡Viva Colombia! trataban de sublevar al país… ¡Y uno de los procesados había vertido su sangre en Buenos Aires, defendiendo la bandera de España!

¡Cuántas de estas supercherías hemos debido contemplar en silencio! ¡Cuántas noches se hizo acampar al raso á los pobres milicianos, en las humedades de una playa desierta, aguardando con sus mohosos fusiles de chispa buques filibusteros fabricados por intrigantes especuladores!

¿Y cómo revelar aquellos hechos, sin voz en el Parlamento? ¿Cómo censurarlos en la prensa aherrojada por el veto absoluto que prohibía llamar tirano á Herodes y había borrado el verbo libertar y sus sustantivados del diccionario de la lengua? ¿Cómo reunirse los vecinos para acordar la redacción de una queja al monarca, cuando toda reunión de más de tres personas era reputada clandestina y todo escrito que autorizasen más de tres firmas daba en la cárcel con sus autores?

Suprimidos los Ayuntamientos, la administración municipal económica, litigiosa y criminal se confió á los corregidores, representantes del Capitán general, que á su vez ejercía funciones judiciales como presidente de la Audiencia, financieras como Superintendente de Hacienda, eclesiásticas como Vice-real patrono, y legislativas con extensión superior á las Cortes, pues que llegaban á anular los principios más rudimentarios del derecho natural, con bandos como el del general López Baños, que declaraba á todo hombre ó mujer libres sin propiedad territorial, obligados á colocarse al servicio de un terrateniente.

Sin escuelas, sin libros cuya introducción se entorpecía en las Aduanas, sin periódicos de la metrópoli cuya circulación se interceptaba, sin representación, sin municipios, sin pensamiento ni conciencia, sólo un objeto debía absorber las funciones físicas y psicológicas de nuestro pueblo: fabricar azúcar; ¡mucho azúcar! para venderlo á los Estados Unidos é Inglaterra. La factoría en plena explotación. Mucho oro para los grandes plantadores, que tras del azúcar enviaban á sus hijos al extranjero en solicitud de títulos académicos que no podían obtener en el país, y que después de largos años de residencia en naciones libres y cultas regresaban á la tierra natal á participar de aquellas riñas galleriles reglamentadas por los Capitanes generales, cuando no á avergonzarse de aquellos cultos en que la ruleta, el monte y los desórdenes coreográficos se ofrecían como holocausto religioso de un pueblo cuya riqueza se fundaba en el envilecimiento del trabajo por la esclavitud, cuya voluntad se esterilizaba por la atrofia del espíritu y cuyas costumbres se corrompían con festivales monstruosos en que el ritmo de la zambra y el chasquido del inhumano fuete se confundían en un solo eco, bajo la placidez de una atmósfera serena y entre los perfumes de una vegetación exuberante.

Hago aquí punto, excelentísimo señor. Me produce cansancio esta ingrata recordación.

Con promesa de continuar, besa las manos de vuecencia.

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