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II

Excelentísimo señor:

En mi carta precedente hube de recordar á vuecencia la venida del general O'Reilly á Puerto Rico, en calidad de comisario regio, allá por los tiempos de don Carlos Tercero, y ahora añado que á ese mismo período corresponde otra comisión: la de escribir nuestra historia insular; empeño confiado por el conde de Floridablanca, al monje benedictino fray Iñigo Abbad.

Uno y otro comisionado llenaron á conciencia su tarea. O'Reilly probó que sabía ver, al cerrar su informe con esta advertencia: «La importancia de la situación de la isla de Puerto Rico, la bondad de su puerto, la fertilidad, ricos productos y población, las ventajas que debe producir á nuestro comercio, el irreparable daño que nos resultaría de poseerla los extranjeros, piden, me parece, la más seria y más pronta atención del Rey y de sus Ministros.» Fray Iñigo demostró que sabía sentir las necesidades públicas, al estampar en su análisis histórico estas líneas; «La autoridad y gobierno depositados en un militar padecen sus alteraciones, según la mayor instrucción y modo de pensar del que gobierna… Acostumbrados á mandar con ardor y á ser obedecidos sin réplica, se detienen poco en las formalidades establecidas para la administración de justicia, tan necesarias para conservar el derecho de las partes. Este sistema hace odiosos á algunos que no conocen que el interés del gobierno debe ser el bien del público y que jamás hará éste progreso en la industria ni en las artes mientras no tenga amor y confianza en el que gobierna.»

Como esos pareceres datan de 1775 á 1780, ya puede vuecencia convencerse de que el reconocimiento de las inconveniencias atribuídas á nuestro gobierno civil servido por funcionarios militares, á la vez que la recomendación de acudir con medidas económicas á desarrollar, en bien de los intereses políticos de la nación, las condiciones naturales y sociales de Puerto Rico, cuentan con oficial abolengo y más que secular longevidad.

Es verdad que ni la Corona ni sus ministros dieron señales de haberse identificado con la previsión de los informantes; pero cierto es también que los insulares no justificaron los fundamentos en que aquella previsión se cimentaba. El asedio británico, al corporizar el codicioso deseo extranjero presentido por el general irlandés, lejos de hallar debilitado el amor del pueblo puertorriqueño á su gobierno – como temía el sacerdote historiador, – selló con nuevo timbre sus tradiciones leales. Al desvío de la metrópoli respondió la colonia acendrando el sentimiento de la nacionalidad. A mayor desdén, adhesión más resuelta.

Ni el señor don Carlos Cuarto ni su privilegiado ministro don Manuel Godoy supieron apreciar esa conducta. Fué necesario que estallase el glorioso levantamiento de 1808, y que las regiones metropolitanas llamasen á sus hermanas de Ultramar á ejercitar, en familia, la Soberanía nacional que correspondía á todas, para que á las Cortes de Cádiz concurriese un hijo de Puerto Rico, don Ramón Power, trayendo de allí por la mano, á su tierra natal, á don Alejandro Ramírez, el fundador de esta Hacienda insular cuyas rentas cubren hoy, aproximadamente, un presupuesto de cuatro millones de pesos, consumidos en prestigio de España, sin gravar en un céntimo el Tesoro de la metrópoli.

La administración de Ramírez es fecunda. Abre los puertos al comercio internacional y mata el contrabando; por sus influencias se crea la Sociedad Económica de Amigos del País y con su pluma acude á la prensa periódica á vigorizarla; por sus solicitudes se favorece la inmigración de colonos extranjeros que acuden á aplicar sus capitales y conocimientos al fomento de la industria sacarina. El ingreso en la vida política nacional desarrolla progreso en la colonia, que responde á ese reconocimiento de sus derechos cívicos con una nueva y más espléndida explosión de patriotismo.

Porque no todas las regiones ultramarinas habían seguido la conducta de Puerto Rico. En las capitanías generales de Venezuela y Nueva Granada se había respondido al llamamiento fraternal de la metrópoli proclamando en 1811 la independencia territorial, al grito de ¡Viva la República! El Ecuador las sigue; Buenos Aires, Chile, México, Perú las imitan sucesivamente; todo el vastísimo imperio continental concluye por apartarse de la Soberanía española, como se apartaran en el siglo XVII las islas del mar caribe; y Puerto Rico presencia esa catástrofe nacional, manteniendo imperturbables sus tradiciones.

No es que las sugestiones revolucionarias no le asedien; no es que la situación creada por las circunstancias cohiba parricidas intentos; no es que hasta sus costas no lleguen las ráfagas de la tempestad arrasadora. Es que en la idiosincrasia de nuestro pueblo el amor ciego al terruño y el culto perseverante á la nacionalidad aparecen históricamente confundidas en un solo y único sentimiento, que no han logrado separar las más dolorosas decepciones.

La prolongada y costosa guerra continental no permite mantener en Puerto Rico un ejército de ocupación; la guarnición de la Capital es exigua; no hay en el territorio guardia civil ni guardia rural ni cuerpos de orden público. La Nación confía en el país. Todo vecino de condición libre, insular, peninsular ó extranjero nacionalizado, es soldado urbano forzoso, desde la edad de dieciséis años hasta la de sesenta, y está dispuesto á acudir con un arma blanca á la voz de sus sargentos mayores– propietarios rurales respetables – cada vez que se reclamen sus personales servicios. Esa milicia irregular nutre siete batallones de milicianos de infantería disciplinada, un regimiento de caballería y varias secciones de artillería instaladas en los puertos. El Tesoro subvenciona solamente á la oficialidad; los pueblos proveen al sustento de los retenes; el Estado da el arma, los soldados se pagan el uniforme, las caballerías y el forraje. Ese es el ejército que custodia el territorio de Puerto Rico durante la guerra del continente; ésas las fuerzas opuestas á los corsarios colombianos que invaden las costas, que llegan en Aguadilla á clavar los cañones del fuerte, y que son rechazados de todas partes, como los franceses, ingleses y holandeses en épocas anteriores.

Los puertorriqueños demuestran de ese modo que son dignos de ejercitar el derecho de ciudadanía española absoluta que les reconocieran las Cortes soberanas de 1812. Al decreto sanguinoso de Trujillo, en que Bolívar condena á muerte á todos los españoles, responde nuestra isla abriendo un puerto de refugio á los amenazados emigrantes. Familias enteras corren á guarecerse en el peñón salvador; al amor de su paz legendaria restablecen el hogar destruído, y cuando la convulsión termina, cuando al torbellino de la guerra se impone el deber de aceptar sus consecuencias, el Tesoro insular, esa Hacienda creada por las inteligentes y activas gestiones del puertorriqueño don Ramón Power, paga, en nombre de la nación, las pensiones vitalicias asignadas á las viudas y huérfanos de los que murieron en Costa firme defendiendo los derechos de España, y á los funcionarios procedentes de aquellas regiones se conceden cargos análogos en la administración de la isla, postergando para ello los méritos y servicios contraídos por los naturales de la comarca.

¡Y á los que ilustran su historia con tal derroche de civismo, ofrece vuecencia, como por misericordia, el título de españoles de tercera clase!

Bien es verdad que esa consecuencia de ahora tiene un antecedente: las Cortes de 1837. Su recuerdo impone una tercera epístola, que de antemano recomienda á la benévola atención de vuecencia su humildísimo servidor.

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