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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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CAPÍTULO XLIX

La casa solitaria. – La Dehesa. – Juan Crisóstomo. – Manuel. – La librería en Sevilla. – Dionisio y los curas. – Atenas y Roma. – Proselitismo. – Embargo de Testamentos. – Salida de Sevilla.

Como ya he dicho, alquilé en Sevilla una casa vacía, con el propósito de vivir en ella algunos meses. Ocupaba todo un lado de una plazuela solitaria. Distribuída al modo andaluz, tan agradable, tenía un patio pavimentado con pequeñas losas de mármol azules y blancas. En el centro del patio había una fuente muy abundante en linfa cristalina, y al caer desde una delgada columna al estanque octogonal, el agua hacía un rumor que se oía desde todas las habitaciones. La casa era vasta y espaciosa, de dos pisos, con piezas suficientes, por lo menos, para diez veces el número de personas que en ella morábamos. De ordinario pasaba el día en las habitaciones bajas, por ser muy frescas. En una de ellas había una enorme pila de piedra, siempre rebosante de agua de la fuente, en la que me sumergía todas las mañanas. Tal fué la vivienda a que me retiré con Antonio y los caballos, luego de proveerme de unos pocos utensilios caseros indispensables.

Suerte mía fué poseer aquellos cuadrúpedos, ya que así tuve modo de gozar en grandísima medida las bellezas de la campiña circundante. Pocas cosas hay en la vida más deliciosas que un paseo a caballo, en primavera o verano, por los alrededores de Sevilla. Mi excursión favorita era en dirección de Jerez, por la vasta Dehesa, como la llaman, que se extiende desde Sevilla hasta las puertas de aquella ciudad, casi a cincuenta millas de distancia, sin un pueblo apenas entremedias. El terreno es desigual y quebrado, en su mayor parte cubierto de matorrales de la especie que llaman carrasco, entre los que corre un camino de herradura, no fácil de discernir, trazado principalmente por los arrieros, con sus largas recuas de mulas y borricos. Allí, el aire embalsamado de la hermosa Andalucía se respira en toda su pureza. Las flores y hierbas aromáticas que crecen en abundancia, difunden en torno sus perfumes. Allí la tristeza y la pesadumbre huyen del pecho como por magia, en tanto que los ojos se extasían ante el panorama, iluminado por un sol esplendoroso, sin igual, en cuya luz flotan las mariposas, pintadas de alegres colores, y las salamanquesas, verdes y áureas, despatarradas en el suelo, gozan del voluptuoso calor, o se lanzan a veces de un salto velocísimo, con susto del viajero, a la madriguera más próxima, y allí se le quedan mirando con sus ojillos agudos y brillantes. Es imposible, repito, estar triste en tierras tales, y con razón los antiguos griegos y romanos colocaron aquí sus Campos Elíseos. Son bellísimas, aun en su desolación actual, porque la mano del hombre no las cultiva desde el día funesto en que la expulsión de los moros privó a Andalucía de los dos tercios, cuando menos, de su población.

Todas las tardes salía a caballo por la Dehesa, hasta perder de vista las torres más altas de Sevilla. Entonces volvía, y, apretándole las rodillas a Sidi Habismilk, mi caballo árabe, tomaba el veloz animal, que jamás necesitó látigo ni espuela, el camino de Sevilla con la rapidez de un torbellino, devorando la distancia en una carrera loca; dejada atrás la Dehesa, se precipitaba por el paseo de las Delicias, sombreado de olmos, y a poco el estruendo de sus cascos resonaba bajo la bóveda del arco de la Puerta de Jerez; un momento después, quedábase inmóvil como una piedra ante la puerta de mi casa solitaria, en la silenciosa plazuela de la Pila Seca.

Son las ocho de la noche, y, de vuelta de la Dehesa, estoy en la sotea tomando el fresco. Juan Crisóstomo acaba de llegar del trabajo. No le he hablado; pero oigo cómo, abajo en el patio, cuenta a Antonio los progresos que ha hecho en los dos últimos días. Habla un griego bárbaro, mechado con abundantes vocablos españoles; colijo de sus palabras que ya ha vendido doce Testamentos entre sus compañeros de trabajo. Oigo caer al suelo unas monedas de cobre, y Antonio, que no tiene temple de verdadero cristiano, le reprocha que no haya traído en plata el producto de la venta. Juan Crisóstomo pide luego quince ejemplares más, porque la demanda aumenta, según dice, y podrá sin dificultad venderlos en todo el día siguiente, mientras atiende a sus ocupaciones. Antonio va en busca de los libros, y Juan se queda solo junto a la fuente de mármol, cantando una canción extraña, tal vez un himno de su amada iglesia griega. He ahí uno de los ayudantes que el Señor me ha dado en mis trabajos evangélicos a orillas del Guadalquivir.

Todo el tiempo que pasé en Sevilla viví muy retirado, gastando la mayor parte del día en estudiar, o en ese semisoñoliento estado de inactividad, resultado natural de los climas calurosos. El carácter de la gente entre quien me hallaba no me inducía a buscar su sociedad. Los andaluces de la clase alta son probablemente, en términos generales, los seres más necios y vanos de la especie humana, sin otros gustos que los goces sensuales, la ostentación en el vestir y las conversaciones obscenas. Su insolencia sólo tiene igual en su bajeza, y su prodigalidad, en su avaricia. Las clases bajas son un poquito mejores que las de posición elevada; verdad es que no puede alabarse el nivel de su moralidad: son engañosos, camorristas y vengativos; pero son en general más corteses y, con toda seguridad, no más ignorantes.

A los andaluces, en general, los tienen en muy baja estimación los demás españoles, y aun los de mejor posición tropiezan con dificultades para ser admitidos en las tertulias respetables de Madrid, donde si logran entrar, son invariablemente ridiculizados por los gestos y ademanes absurdos en que se complacen, por su inclinación a la jactancia, sus exageraciones, su curioso acento y la manera incorrecta de pronunciar el castellano.

En una palabra: los andaluces, en todas las cualidades del carácter, se hallan tan por debajo de los otros españoles, como el país que aquéllos habitan es superior en belleza y fertilidad a las demás provincias de España.

Pero no vaya a creerse ni por un momento que mi intención es negar que entre los andaluces haya individuos estimables y excelentes: uno descubrí yo a quien sin vacilar proclamo como el carácter más extraordinario que he conocido; pero no era un retoño de una familia noble, ni «portador de suaves vestidos», ni personaje lustroso y perfumado, ni uno de los románticos que vagaban por las calles de Sevilla adoptando actitudes lánguidas, con largas melenas negras que, en rizos exuberantes, les llegaban hasta los hombros, sino uno de aquellos a quienes los orgullosos y duros de corazón llaman la hez del populacho; un hombre miserable, sin casa, sin dinero, harapiento, destrozado. Aludo a Manuel, a quien no sé por qué oficio nombrar: si vendedor de billetes de lotería, o auriga del carro de los muertos, o poeta laureado en poesía gitana. Maravilla será que aún estés vivo, amigo Manuel; tú, de condición natural tan noble, honrado, de corazón puro, humilde, pero digno, ¿vagas todavía por los patios de la bella Safacoro17, o por la margen del Len Baro18, con la mirada perdida en el espacio y esforzándote por recordar alguna copla de Luis Lobo medio olvidada? ¿O descansas ya, fuera de la Puerta de Jerez, en el Camposanto, adonde en tiempo de epidemia acostumbrabas llevar a tantos, así gitanos como gentiles, en tu carro de tintineante campanilla? Muchas veces en las réunions de los sabios y escritores de este país de tantas letras, harto de sus alardes de pedantería y egotismo, he recordado gustoso nuestros recitados de poesías gitanas en la casona de Pila Seca. Muchas veces, asqueado ante las ostentosas profesiones de fe de los que pasean la cruz en doradas carrozas, te he recordado a ti y tu fe tranquila, sin pretensiones; tu paciencia en la miseria, tu fortaleza en la adversidad. Y cuántas veces, al meditar en la muerte, que con rapidez se aproxima, he deseado poder reunirme contigo otra vez, y que tus manos ayuden a llevarme al campo de los muertos, allá en la soleada planicie, ¡oh Manuel!

Mi visitante más asiduo era Dionisio, que por raro caso dejaba de ir a verme alguna tarde: el pobre hombre iba en busca de simpatía y conversación. Es difícil concebir situación más desamparada y aislada que la de aquel griego en Sevilla, sin un amigo apenas, pendiente, para subsistir, de la mísera pitanza que podía producirle la venta de unos pocos libros, ofrecidos en su mayoría de puerta en puerta.

– ¿Qué pudo inducirle a usted en un principio a dedicarse a vender libros en Sevilla? – le pregunté cuando, cierta tarde calurosa, llegó, sofocado y cansado, con un paquete de libros atado con una correa.

Dionisio. – A falta de empleo mejor, Kyrie, adopté este oficio, que está muy despreciado y no da para vivir. Cuántas veces he lamentado que no me enseñasen a zapatero, o no haber aprendido, de mozo, cualquier oficio manual útil; ahora lo hubiese seguido muy contento. Eso me hubiera procurado, al menos, el respeto de mis semejantes, pues me necesitarían; mientras que ahora todos me huyen y me miran con desprecio. Vendo una mercancía que aquí no le importa a nadie. ¡Libros en Sevilla, donde nadie lee, como no sean novelas nuevas, traducidas del francés, y obscenidades! ¡Libros! ¡Ojalá fuese gitano, que entonces, vendiendo burros, sería al menos independiente y más respetado que ahora!

 

Yo. – ¿En qué género de libros comercia usted principalmente?

Dionisio. – En el menos adecuado al mercado de Sevilla, Kyrie: en libros de valor substancial, fundamentales; muchos en griego viejo, adquiridos por mí al disolverse los conventos, cuando los fondos de sus bibliotecas, arrojados a los patios, se vendían a tanto la arroba. Al principio creí hacer fortuna, y, en realidad, con esos libros la hubiera hecho en cualquier otra parte; pero aquí he llegado a ofrecer por medio duro un Elzevir, en vano. Si no fuera por los forasteros, que me compran algo, me moriría de hambre.

Yo. – Pero en Sevilla hay una gran catedral con muchos curas y canónigos; de seguro irán a verle a usted algunos para comprar obras clásicas y libros de literatura eclesiástica.

Dionisio. – Si cree usted eso, Kyrie, conoce usted mal a los eclesiásticos de Sevilla. Yo trato a muchos y puedo asegurarle que es difícil encontrar una caterva de gentes con más declarada aversión a los trabajos intelectuales de toda especie. No leen más que periódicos, y los toman sólo por la esperanza de saber que su amigo don Carlos está ya reinstalado en Madrid; pero prefieren el chocolate y los bizcochos y dormir la siesta antes de comer a toda la filosofía de Platón y a la elocuencia de Tulio. Algunas veces van a mi casa, pero sólo para matar una hora de aburrimiento charlando de cosas sin sustancia. Una vez fueron a verme tres de ellos con la esperanza de convertirme a la superstición latina. «Signor Donatio (así me llamaban), ¿cómo usted, persona tan libre de prejuicios, y con ciertas pretensiones de saber, sigue aferrado a una religión tan absurda? Tras de residir tantos años en una tierra civilizada, como esta de España, harto tiempo es ya de que abandone usted su culto medio pagano e ingrese en el seno de la Iglesia. Siga nuestro consejo y no le irá mal.» «Gracias, señores – repliqué – , por el interés que mi felicidad les inspira; yo no me niego a razones: discutamos el asunto. ¿Cuáles son los puntos de mi religión que a ustedes les parecen mal? Porque claro es que ustedes conocerán perfectamente nuestros dogmas y ceremonias.» «Nada sabemos de su religión de usted, signor Donatio, salvo que es muy absurda, y, por tanto, está usted obligado, ya que es hombre bien instruído y sin prejuicios, a renunciar a ella.» «Pero, señores, si no conocen ustedes mi religión, ¿cómo la llaman absurda? No es propio de personas imparciales despreciar lo que se desconoce.» «Pero, signor Donatio, la religión de usted no es la Católica, Apostólica, Romana, ¿verdad?» «Podría serlo, señores, juzgando por lo que ustedes saben de ella; para que se enteren, les diré que no; mi religión es la Apostólica Griega. No la llamo católica por ser absurdo llamar católico a lo que no está admitido universalmente.» «Pero, signor Donatio, ello mismo lo dice: ¿qué va a entender de religión una cuadrilla de griegos bárbaros e ignorantes? Si niegan la autoridad de Roma, ¿dónde van a buscar ideas religiosas razonables? ¿De dónde les va a venir el Evangelio?» «¿El Evangelio? Señores, permítanme que les enseñe un libro: aquí está. ¿Qué opinan ustedes?» «Signor Donatio, ¿qué significa esto? ¿Qué son esos diabólicos caracteres? ¿Son moriscos? ¿Quién es capaz de entenderlos?» «Supongo que siendo ustedes sacerdotes de la Iglesia romana sabrán algo de latín; pues si examinan la portada del libro leerán en la lengua de su Iglesia: Evangelio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en su original griego», del cual la Vulgata es una mera traducción, y no muy correcta por cierto. Respecto a la barbarie de Grecia, ignoran ustedes, al parecer, que hubo una ciudad, llamada Atenas, famosísima, siglos antes de que a la primera choza de Roma le pusieran su techo de bálago y de que los vagabundos que primero la poblaron se hubieran escapado de manos de la justicia.» «Signor Donatio, es usted un hereje ignorante y, además, un insolente. ¡Qué desatinos son esos!..» Pero no quiero cansarle los oídos, Kyrie, con los absurdos que los pobres papas19 latinos me dispararon; su estribillo era: ¡qué disparates son esos!, muy aplicable, por cierto, a lo que ellos decían. Viendo que no podían conmigo en la controversia religiosa, denigraron a mi país con rabia: «España es mejor país que Grecia» – dijo uno. «Antes de venir a España no había usted probado el pan» – exclamó otro. «Y bien poco desde entonces» – pensaba yo. «Nunca había usted visto una ciudad como Sevilla» – añadió el tercero. Pero entonces comenzó lo más divertido de la comedia; mis visitantes eran naturales de tres puntos diferentes: uno era de Sevilla, otro de Utrera, y el tercero de Miguelturra, pueblo miserable de la Mancha. Al oír mentar a Sevilla, empezaron los otros dos a cantar las alabanzas de sus cunas respectivas; surgieron las comparaciones, y el resultado fué una disputa violenta. Rociáronse de ultrajes; mientras, yo me mantuve apartado, encogiéndome de hombros, y decía tipotas20. Al fin, cuando se marchaban, dije: «¿Quién hubiese creído, señores, que la polémica de las iglesias latina y griega estaba tan estrechamente relacionada con los méritos comparativos de Sevilla, Utrera y Miguelturra?»

Yo. – ¿Hay aquí gran espíritu de proselitismo? ¿Qué clase de gente se convierte?

Dionisio. – Le diré a usted, Kyrie: la generalidad de los conversos se compone de protestantes alemanes o ingleses, aventureros, que vienen a establecerse aquí, y al cabo del tiempo se casan con españolas, para lo cual es necesario el previo ingreso en la Iglesia latina. Unos pocos son judíos vagabundos de Gibraltar o de Tánger, delincuentes huídos a España, y que renuncian a su fe para no morir de inanición. Pero a tan ilustre gente hay que pagarla, y los curas se encargan de buscarles padrinos, generalmente entre las devotas ricas sometidas a su influencia, que tienen a gloria y por acto meritorio cooperar en la reconquista de almas perdidas para la Iglesia. El neófito se deja convencer mediante la promesa de una peseta diaria, que los padrinos pagan de ordinario durante el primer año; pero rara vez más tiempo. Hace unos cuarenta años, sin embargo, lograron una conversión más notable. En Marruecos se encendió una guerra civil por las opuestas pretensiones de dos hermanos al Trono. Vencido uno de ellos, huyó a España, implorando la protección de Carlos IV. Pronto le dedicaron los curas atención especial, que no anduvieron tardos en convertirle, y consiguieron que el rey le señalase una pensión de un duro diario. De allí a pocos años murió en Sevilla hecho un vago, despreciado de todos. Dejó un hijo, hoy notario, muy devoto exteriormente. Pero es el hipócrita y picarón más grande que existe. Quisiera que le viera usted la cara, Kyrie: es la de Judas Iscariote. Tal sería también, creo yo, la opinión de usted, que es fisonomista. Vive en la puerta inmediata a la mía, y a pesar de su religiosidad ostentosa, le dejan vivir en la mayor pobreza.

Y nada más por ahora acerca de Dionisio.

A mediados de julio, nuestros trabajos en Sevilla llegaron a término por la muy eficaz razón de que ya no tenía más Testamentos que vender; desde mi llegada se habían puesto en circulación algo más de doscientos.

Unos diez días antes de esa fecha me visitaron varios alguaciles acompañados de una especie de alcalde de barrio, y se apoderaron de unos pocos Testamentos y Evangelios en gitano que por casualidad encontraron esparcidos por el suelo. La visita no me desagradó, ni mucho menos, porque era prueba satisfactoria del efecto de nuestros trabajos en Sevilla.

No puedo por menos de referir aquí un sucedido: Uno o dos días después del secuestro fuí a casa del alcalde de barrio con motivo de mi pasaporte, y le encontré echado en la cama, por ser la hora de siesta, leyendo con atención uno de los Testamentos que se llevó de mi casa, todos los cuales, si hubiera obedecido las órdenes que tenía, debió haber depositado en el Gobierno civil. Tan absorto estaba en la lectura, que al pronto no se dió cuenta de mi llegada; cuando la advirtió, saltó de la cama muy confuso y guardó el libro en su bufete; yo, sonriendo, le dije que se tranquilizara, pues me alegraba verle ocupado en cosa de tan gran provecho. Ya más sereno, manifestó que había leído casi todo el libro, sin hallar nada malo en él; por el contrario, todo le parecía digno de loa. Añadió que los curas debían de estar endemoniados para perseguirlo con tal saña.

Hicieron el embargo en domingo, y me encontraron leyendo la liturgia. Uno de los alguaciles hizo notar al marcharse el diferente modo que protestantes y católicos tenían de guardar las fiestas: los primeros, en sus casas leyendo buenos libros; los segundos, en los toros, mirando cómo las fieras arrancan las entrañas ensangrentadas a los pobres caballos. La plaza de toros de Sevilla es la más hermosa de España, y todos los domingos (único día en que se abre) se llena invariablemente de una multitud entusiasta.

Comencé ya los preparativos para ausentarme de Sevilla por unos meses con destino a la costa de Berbería. Antonio, que no quiso salir de España, donde estaban su mujer y sus hijos, se volvió a Madrid muy contento con una buena gratificación que le di. Como me proponía volver aún a Sevilla, dejé la casa y los caballos al cuidado de un amigo de confianza, y me marché. En los capítulos siguientes se verán las razones que tuve para visitar Berbería.

CAPÍTULO L

Noche en el Guadalquivir. – La luz del Evangelio. – Bonanza. – La playa de Sanlúcar. – Panorama andaluz. – Historia de una caja. – Cosas de los ingleses. – Los dos gitanos. – El cochero. – El gorro de dormir encarnado. – El vapor. – El idioma cristiano.

En la noche del 31 de julio salí de Sevilla para mi expedición a bordo de uno de los vapores que navegaban por el Guadalquivir entre Sevilla y Cádiz. Llevaba el propósito de detenerme en Sanlúcar para recobrar la caja de Testamentos retenida allí en secuestro, mientras llegaba la ocasión oportuna de sacarlos fuera del reino de España. Destinaba yo esos Testamentos a ser repartidos entre los cristianos que esperaba encontrar en las costas de Berbería. Sanlúcar dista unas quince leguas de Sevilla, y se halla a la entrada de la bahía de Cádiz, donde el Guadalquivir junta sus aguas amarillas con las ondas saladas. El vapor desatracó del muelle a eso de las nueve y media, entre el vocerío con que los de a bordo y los que se quedaban en tierra se despedían de sus amigos. En ese tumulto me pareció oír las voces de algunos amigos míos que me habían acompañado al muelle, y al instante me puse a gritar con más fuerza que nadie. La noche era muy obscura; tanto, que apenas distinguíamos los árboles que pueblan el borde oriental del río hasta la primera revuelta. Durante todo aquel día había reinado en Sevilla un calmazo; es decir, un tiempo excesivamente bochornoso, sin el más leve soplo de aire que lo animase. La noche fué también pesada y sofocante. Como yo había hecho con frecuencia el viaje del Guadalquivir, remontando y descendiendo el famoso río, no sentí la inquietud y curiosidad que la gente experimenta al hallarse, sea con luz o a obscuras, en paraje extraño, y como no conocía a ninguno de los pasajeros que charlaban sobre cubierta, pensé que lo mejor sería retirarme a la cámara y descansar un poco, a ser posible. La cámara estaba desierta y regularmente fresca, con todas las ventanas de las dos bandas abiertas para que corriese el aire. Tendido en un diván me dormí pronto, y así estuve dos horas, hasta que las furiosas picaduras de mil chinches me despertaron, obligándome a salir a cubierta, donde me dormí otra vez arropado con mi abrigo. Me desperté al rayar el día; estábamos a unas dos leguas de Sanlúcar. Me puse en pie y miré al Oriente, observando los progresos graduales del amanecer: primero un débil fulgor, luego unas bandas de claridad, después un arrebol, un rayo brillante, y por fin el disco de oro de ese orbe que cada día emerge del inmenso abismo; al instante, el vasto panorama fulguró con claros resplandores; la tierra reía, chispeaban las aguas, los pájaros trinaban, y los hombres levantábanse regocijados, porque era un nuevo día, y el sol, en la misión que le dió su Creador, comenzaba a difundir la luz y el contento, ahuyentando la pesadumbre y las tinieblas.

 
 
Ved el sol matinal
cual inunda su claridad la tierra,
su camino triunfal
de vida y luz se llenan.
 
 
El Evangelio alumbra
con luz aun más divina,
saca a los pecadores de sus tumbas
y da a los ciegos vista.
 

Nos detuvimos frente a Bonanza, que es, hablando propiamente, el puerto de Sanlúcar, aunque dista de este pueblo media legua. Llámase Bonanza en razón de su buen surgidero, al abrigo de las borrascas del Océano. Consiste en varios edificios espaciosos, blancos, casi todos almacenes del Gobierno, y lo habitan carabineros, aduaneros y unos pocos pescadores. Un bote vino a recoger los pasajeros para Sanlúcar y trajo a bordo media docena de personas que iban a Cádiz; yo me fuí con aquéllos. Un joven español, de talla diminuta, me hizo en francés algunas preguntas acerca de lo que me parecían el paisaje y el clima de Andalucía. Díjele que los admiraba mucho, lo que, evidentemente, le causó gran placer. El botero llegó entonces pidiendo dos reales por llevarme a la costa; no llevaba yo dinero suelto, y le ofrecí un duro para que cambiase. Dijo que le era imposible; le pregunté qué haríamos, y groseramente me contestó que no lo sabía, pero que no estaba para perder tiempo y quería cobrar en el acto. El joven español, al observar mi apuro, sacó dos reales y pagó al hombre. Le di las gracias de todo corazón por tal rasgo de cortesía, y muy de veras se lo agradecí, pues hay pocas situaciones tan desagradables como encontrarse en un grupo de gente que no tiene cambio, y verse acosado al mismo tiempo para el pago. Una persona algo depravada me decía una vez que es preferible carecer de dinero en absoluto, pues en tal caso ya sabe uno lo que ha de hacer. Más tarde encontré en Cádiz al joven español y le pagué, dándole gracias otra vez.

Cerca del desembarcadero esperaban unos cuantos cabriolés, dispuestos a llevarnos a Sanlúcar. Tomé uno, y echamos a andar lentamente por la playa. El sitio es famoso en las novelas antiguas españolas, del género llamado picaresco, o sea las consagradas a las aventuras de pícaros notorios; el modelo de todas, así como de las del mismo género en cualquier otro idioma, es Lazarillo de Tormes. El propio Cervantes inmortalizó esta playa en la más divertida de sus novelas cortas, La ilustre fregona. En una palabra, la playa de Sanlúcar era en los tiempos antiguos, si no en los modernos, punto de cita de rufianes, contrabandistas y vagabundos de toda laya, que allí anidaban en míseras chozas, hoy desaparecidas. El mismo Sanlúcar siempre fué notado por la inclinación de sus habitantes – los peores de Andalucía – al robo. Aquel ventero del Quijote, tan pícaro, perfeccionó su educación en Sanlúcar. Todos estos recuerdos se agolpaban en mi espíritu según íbamos recorriendo la playa, dorada por el sol de Andalucía, que todo lo hermosea. Llegamos al fin a ponernos próximamente frente a Sanlúcar, que se alza a cierta distancia de la ribera. Allí se nos ofreció un espectáculo muy animado: una multitud de mujeres, vistiéndose o desnudándose, pululaba en la orilla, mientras (calculando con prudencia) centenares de ellas jugaban y retozaban en el agua. Algunas estaban tendidas cuan largas eran al borde mismo de la playa, en un lecho de arena y pedrezuelas, dejando que las minúsculas olas les pasaran sobre el cuerpo; otras nadaban valientemente mar adentro. Había una confusa batahola de gritos, chillidos y agudas risas femeninas; oíase también algunas canciones, cuyo asunto es fácil de adivinar, pues estábamos en la soleada Andalucía, ¿y en qué pueden pensar ni de qué hablar o cantar sus ojinegras hijas más que de amor, amor, que entonces resonaba en la tierra y en las aguas? Prosiguiendo a lo largo de la playa, vimos también una multitud de hombres bañándose; no pasamos junto a ellos, pues torcimos a la izquierda y remontamos un paseo o avenida que conduce a Sanlúcar, como de un cuarto de milla de longitud. La vista desde allí era, en verdad, magnífica: ante nosotros yacía la ciudad, en la falda y en la cúspide de una colina de regular altura, extendiéndose de Este a Oeste; la población me pareció bastante grande; supe después que contaba lo menos veinte mil habitantes. Varios inmensos edificios y murallas la dominaban, de tanta grandeza que difícilmente puede describirse con palabras; pero lo principal era un castillo antiguo, situado hacia la izquierda. Las casas eran blancas del todo, y hubieran brillado esplendorosas de haber estado más alto el sol, pero en hora tan temprana yacían en relativa sombra. El tout ensemble era oriental y morisco en extremo; de hecho, Sanlúcar fué antaño una famosa fortaleza de los moros, y después de Almería, la plaza comercial más frecuentada de España. En estas partes de Andalucía todo tiene un carácter enteramente oriental. Ved los cielos, tan despejados y de azul tan brillante como el de la India; el candente sol, que en un momento curte las más blancas mejillas, y llena el aire de llameantes ráfagas; y ved el paisaje y los productos vegetales. A cada lado del paseo por donde íbamos había una hilera de esa mata o árbol, no sé cómo llamarlo, que en español se conoce por pita y en marroquí por gursean. Alcanza aquí desarrollo casi tan majestuoso como en la costa de Africa. Del cogollo de verdes hojas, que en todas direcciones brotan desde la raíz, se alza un tallo tan alto, ¿necesitaré decirlo?, como una palmera; ¿y necesitaré decir que las hojas, de extraordinario espesor en la base, son en el cabo más agudas que la punta de una lanza, y que infligirían una herida terrible a cualquier animal que por inadvertencia se arrojase contra ellas?

La posada donde paramos está a la entrada de Sanlúcar. Daba frente, con algunas casas más, al paseo por donde habíamos ido. Como aún era muy temprano, me fuí a descansar unas horas, y después visité al vicecónsul británico, Mr. Phillipi, quien ya me conocía de nombre, pues me había recomendado a él, por carta, un pariente suyo de Sevilla. Mr. Phillipi estaba en su escritorio, y me recibió con gran amabilidad y cortesía. Le expliqué el motivo de mi visita a Sanlúcar, y solicité su ayuda para rescatar los libros depositados en la Aduana y poder sacarlos del reino, pues bien conocía yo las dificultades que encuentran cuantos han de tratar algún asunto con las autoridades españolas. El vicecónsul me aseguró que tendría gran placer en serme útil, y, en consecuencia, envió conmigo a la Aduana a su primer oficial, persona muy conocida y respetada en Sanlúcar.

Lo mejor será contar aquí de una vez lo relativo a esos libros, para no entorpecer más adelante la narración. Consistían en un cajón de Testamentos en español y una caja pequeña de Evangelios de San Lucas, en el lenguaje de los gitanos españoles. Los retiré de la Aduana de Sanlúcar, con una guía para la de Cádiz. En Cádiz estuve ocupado dos días, y otros tantos una persona que tomé a mi servicio, en cumplir todos los requisitos y procurarme los papeles necesarios. El gasto fué grande, pues a cada paso me pedían dinero, si bien yo no hacía más que cumplir sencillamente la orden del Gobierno español de sacar de España los libros prohibidos. Esta farsa no concluyó hasta mi llegada a Gibraltar, donde pagué un duro al cónsul español por certificar al dorso de la guía, antes de devolverla a Cádiz, como era mi obligación, que los libros habían llegado a aquella plaza. No vió los libros, es cierto, ni preguntó por ellos; pero se guardó el dinero, objeto único, por lo visto, de sus ansias.

En la Aduana de Sanlúcar me hicieron dos o tres preguntas respecto de los libros contenidos en las cajas; y eso me dió ocasión de hablar del Nuevo Testamento y de la Sociedad Bíblica. Mis palabras llamaron la atención, y al instante todos los oficiales y dependientes de la casa, grandes y chicos, desde el administrador hasta el portero, se congregaron en torno mío. Como hubo que abrir las cajas para inspeccionar su contenido, salimos todos al patio, y allí, tomando en la mano un Testamento, reanudé mi discurso. No sé a punto fijo lo que dije; pues al recapacitar de qué modo se perseguía la palabra de Dios en tan desventurado reino, me emocioné mucho y me dejé llevar de mis sentimientos. Mis palabras causaron impresión, evidentemente; con gran asombro mío, cada uno de los presentes me pidió un ejemplar. Vendí unos cuantos dentro de la misma Aduana. Lo que más llamaba la atención era el Evangelio en gitano, y lo examinaron con mucho detenimiento, entre sonrisas y exclamaciones de sorpresa, diciendo de vez en cuando: Cosas de los ingleses. Uno de los presentes me preguntó si sabía hablar el lenguaje gitano. Respondí que no sólo hablarlo, pero escribirlo, y en el acto hice un discurso de unos cinco minutos en la lengua de los gitanos, y apenas concluí, todos aplaudieron y exclamaron: ¡Cosas de Inglaterra! ¡Cosas de los ingleses! Vendí algunos ejemplares del Evangelio en gitano, y terminado el asunto que me llevó a la Aduana, me despedí de mis nuevos amigos y me fuí con mis libros.

17Nombre gitano de Sevilla.
18Idem íd. del Guadalquivir.
19En griego, sacerdotes.
20Nada.