Antes De Que Cace

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CAPÍTULO CUATRO

Se pasaron todo el trayecto hasta Lincoln comparando diferentes teorías posibles. ¿Por qué matar a vagabundos? ¿Por qué matar a Ben White, el padre de Mackenzie? ¿Hubo otros antes de Ben White que simplemente no habían sido hallados?



Había demasiadas preguntas y básicamente, cero respuestas. Y aunque por lo general, a Mackenzie no le gustaba especular, en ocasiones era la única herramienta que se podía utilizar cuando el mundo real no te ofrecía nada más. Parecía incluso más necesario ahora que estaba de regreso en Nebraska. Era un estado mucho más grande de lo que parecía a simple vista y sin pistas sólidas que seguir, la especulación era todo lo que tenían por el momento.



Bueno, había

una

 pista, pero parecía ser un fantasma: unas tarjetas de visita con el nombre de una compañía que no existía escrito en ellas. Lo que no les servía de gran cosa.



Mackenzie siguió pensando en la tarjeta de visita mientras se acercaban a Lincoln. Tenía que tener

algún

 sentido, incluso aunque no fuera más que un rompecabezas elaborado que el asesino les estaba pidiendo que montaran. Sabía que había unas cuantas personas en DC que habían estado tratando de descifrar dicho código (si realmente había uno que descifrar) de manera consistente pero que no habían obtenido ningún resultado hasta el momento.



Las tarjetas de visita en todos los cadáveres que habían aparecido hasta el momento apuntaban a una conclusión provocativa: el asesino

quería

 que supieran que cada uno de esos asesinatos era obra suya. Quería que las autoridades llevaran la cuenta, que supieran de qué era responsable. Esto indicaba un asesino que se enorgullecía no solo de lo que estaba haciendo, sino del hecho de que estaba mareando al FBI mientras trataban de encontrarle.



Esta frustración ocupaba la mente de Mackenzie mientras Ellington aparcaba delante de la residencia de los Scotts. Vivían en una casa de clase media alta en el tipo de vecindario donde todas las casas se habían construido para que se parecieran las unas a las otras. Los céspedes delanteros estaban perfectamente mantenidos, y hasta mientras se apeaban del coche y se dirigían a la puerta frontal de los Scotts, Mackenzie divisó a dos personas paseando a sus perros mientras repasaban el contenido de sus teléfonos al hacerlo.



En base a los archivos del caso, Mackenzie sabía lo esencial sobre la esposa de Jimmy Scotts, Kim. Trabajaba desde casa como editora técnica para una compañía de software y sus hijos iban a la escuela cada día hasta las 3:45. Se había mudado a Lincoln un mes después de la muerte de Jimmy, declarando que todo lo que rodeaba al condado de Morrill no era más que un devastador recordatorio de la vida que en su día había vivido con su marido.



Eran las 3:07 cuando Mackenzie llamó a la puerta. Le encantaría poder hacer lo que tenía que hacer sin tener que hacer pasar a los niños por una conversación llena de recuerdos de su padre fallecido. Según los informes, la mayor de las dos chicas, una novicia prometedora en la escuela secundaria, se había tomado especialmente mal la muerte de su padre.



Una mujer de mediana edad sorprendentemente hermosa respondió a la puerta. Parecía confundida al principio, pero entonces, quizá después de comprobar su atuendo, pareció entender quién estaba en su puerta y por qué estaban aquí.



Frunció ligeramente el ceño antes de preguntar: “¿Puedo ayudarles?”



“Soy la agente White, y este es el agente Ellington, del FBI,” dijo Mackenzie. “Discúlpeme, pero esperábamos que pudiera responder a unas cuantas preguntas sobre su marido.”



“¿En serio?” preguntó Kim Scotts. “He dejado todo eso atrás. También lo han hecho mis hijas. Lo cierto es que preferiría no volver a hablar de ese asunto si pudiera evitarlo. Así que gracias, pero no.”



Comenzó a cerrarles la puerta en las narices, pero Mackenzie extendió el brazo, impidiendo que les cerrara la puerta, aunque sin emplear mucha fuerza.



“Entiendo que ha estado haciendo lo posible por dejar esto atrás,” dijo. “Desgraciadamente, el asesino no lo ha hecho. Al menos ha matado ya a otras cinco personas desde que asesinara a su marido.” Casi incluye el hecho de que había muchas posibilidades de que el asesino también hubiera matado a su padre hace casi veinte años, pero decidió guardárselo para sus adentros.



Kim Scotts volvió a abrir la puerta. No obstante, en vez de invitarles a pasar al interior, salió al porche. Mackenzie ya había visto este enfoque antes. Kim estaba eligiendo mantener toda conversación sobre su marido fallecido fuera de las cuatro paredes de su casa.



“¿Entonces qué es lo que creen que les pueda ofrecer?” preguntó Kim. “Ya repasé esto al menos tres veces después de que muriera Jimmy. No tengo ninguna información nueva.”



“Bueno, el bureau sí,” dijo Mackenzie. “Para empezar, después de su marido y otro hombre más, el asesino parece haber tomado un interés por los vagabundos. Ya ha matado a cuatro que nosotros sepamos. ¿Sabe si había alguna conexión que Jimmy pudiera tener con la comunidad de los sin techo?”



La pregunta pareció dejarla perpleja. La expresión en su rostro era de confusión y disgusto. “No. Lo más cerca que ha podido estar de los sin techo fue cuando llevaba la ropa de la que se había cansado al Ejército de Salvación. Lo hacemos dos veces al año para hacer espacio en los armarios.”



“¿Y qué hay de la gente con la que trabajaba? ¿Sabe si alguno de ellos pudiera haber tenido alguna conexión con gente sin techo o quizá solo con los más necesitados?”



“Lo dudo. Estaba solamente él con otros dos hombres dirigiendo una pequeña compañía de marketing. No se equivoque… Jimmy siempre fue un hombre compasivo, pero él nunca—ninguno de los dos, para ser honestos, llegamos a implicarnos en servicios comunitarios.”



Mackenzie buscó y rebuscó en pos de su siguiente pregunta, pero no le venía a la mente. Ahora ya estaba bastante segura de que Jimmy Scotts había sido un objetivo al azar. Ni razón, ni motivo, solo la mala pata de haber sido visto y aparentemente seguido por el asesino. Esto también le hizo pensar que quizá las muertes de Gabriel Hambry, Dennis Parks, y de su padre también lo fueran.



En fin, quizá no. Hay una conexión entre mi padre y Dennis Parks. Así que, si sus muertes no fueron fortuitas, ¿por qué lo serían las demás?



“¿Qué hay de sus hijas?” preguntó Ellington, retomando el hilo de la conversación. “¿Participan ellas en algún proyecto de compromiso con la comunidad de la escuela o algo así?



“No,” dijo Kim. El aspecto de su cara dejaba claro que no le gustaba nada en absoluto pensar en que sus hijas pudieran estar relacionadas de ninguna manera con este asesino.



“Ha mencionado que su marido trabajaba con unos cuantos amigos en una empresa de marketing. ¿Sabe si alguna vez tuvieron clientes que pudieran haber estado vinculados con algún tipo de compromiso con la comunidad?”



“Eso no lo sé. De ser cierto, se hubiera tratado de un proyecto pequeño. Jimmy solo me hablaba de los grandes proyectos. Claro que, si quieren, tengo copias de todos los albaranes. No sé cómo acabaron llegando a mis manos cuando murió. Los puedo traer para que los vean si lo desean.”



“Eso sería útil,” dijo Mackenzie.



“Un momento, por favor,” dijo Kim. Regresó al interior de la casa, cerrando la puerta al hacerlo y sin invitarles todavía a pasar.



“Buena idea lo de los clientes,” dijo Ellington. “¿Crees que saldrá algo de todo ello?”



Mackenzie se encogió de hombros. “No vendrá mal.”



“Podría requerir mucha investigación,” señaló Ellington.



“Sin duda, pero eso nos dará algo que hacer durante ese trayecto de seis horas hasta el condado de Morrill.”



“Genial.”



Kim volvió a salir al porche con cinco carpetas enormes apiladas y sostenidas en su sitio con unas anillas y una goma enorme. “Sinceramente,” dijo ella, “me alegro de deshacerme de ello. Pero, si no es mucho pedir, ¿podrían decirme algo si encuentran alguna cosa? Puede que haya intentado poner esta muerte a mis espaldas, pero eso no significa que el misterio de todo este asunto no me vuelva loca a veces.”



“Sin duda alguna,” dijo Mackenzie. “Señora Scotts, gracias por su tiempo y su cooperación.”



Kim les lanzó un breve gesto de asentimiento y se quedó allí de pie mientras ellos descendían por los escalones y se dirigían de vuelta al coche. Mackenzie podía sentir la mirada de la viuda sobre ella, asegurándose de que no se hiciera mención de su marido muerto dentro de su casa. Kim no relajó la postura hasta que tanto Mackenzie como Ellington estuvieron dentro del coche.



“Pobre mujer,” dijo Ellington. “¿Crees que realmente ha dejado esto atrás?”



“Quizás. Dice que lo ha dejado atrás pero no estaba por la labor de dejarnos entrar a su casa. No quería que se mencionara su muerte allí dentro.”



“Pero, al mismo tiempo,” dijo Ellington, levantando las carpetas que les había entregado, “pareció contenta de librarse de todo esto.”



“Quizá también quiera deshacerse de los recordatorios que haya en la casa de él,” dijo.



Sacaron el coche de su aparcamiento, en dirección a la interestatal. Los dos guardaron silencio, un silencio casi respetuoso por la viuda doliente con la que acababan de hablar.



***

Estaban de regreso en la oficina de campo justo en el momento que los oficinistas estaban disponiéndose a terminar su jornada. Mackenzie se preguntó cómo sería eso de que un reloj organizara tu tiempo en vez de que lo hicieran las preocupaciones acuciantes que solían llegar con los macabros casos que le solían asignar. No creía que pudiera manejarlo.



Ellington y ella se reunieron con Penbrook en la misma sala de conferencias que habían visitado por la mañana. Había sido una larga jornada, que el vuelo tempranero desde DC había hecho comenzar muy temprano. No obstante, sabiendo cuál era el siguiente paso en el proceso, Mackenzie se sentía revitalizada y preparada para ponerse de nuevo en marcha.

 



Pusieron al día a Penbrook contándole su conversación con Kim Scotts y les llevó algún tiempo revisar los albaranes que les había dado. Lo hicieron con rapidez, casi como un ejercicio obligado.



“¿Qué hay por aquí en el frente local?” preguntó Ellington. “¿Alguna novedad?”



“Ninguna,” dijo Penbrook. “Con toda honestidad, me encantaría escuchar lo que tenéis vosotros. Entiendo que este caso te toca de cerca, agente White. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?”



“Quiero ir al condado de Morrill. Allí es donde mataron tanto a mi padre como a Jimmy Scotts. Y como parece que la muerte de mi padre parecer haber sido la primera de esta serie, creo que es el mejor lugar por donde empezar.”



“¿En busca de qué, exactamente?” preguntó Penbrook.



“Todavía no lo sé.”



“Pero no te dejes engañar por eso,” le dijo Ellington. “Consigue algunos de sus mejores resultados cuando entra a por ello sin ninguna idea de lo que está buscando.”



Mackenzie le lanzó una sonrisa maliciosa y volvió su atención hacia Penbrook. “Crecí en un pueblo que se llama Belton. Voy a empezar por allí. Sabré cuál es el siguiente paso cuando se presente.”



“Si eso es lo que quieres hacer, no intentaré disuadirte,” dijo Penbrook. “Pero el condado de Morrill está a cuánto… ¿seis horas de distancia?”



“No me importa conducir,” dijo Mackenzie. “Estaré bien.”



“¿Cuándo vas a salir hacia allá?”



“Quizá pronto. Si puedo salir de aquí para las seis, eso me colocaría en Belton para la medianoche.”



“En fin, feliz viaje entonces,” dijo Penbrook. Parecía decepcionado y un poco disgustado. Mackenzie asumió que eso se debía a que tenía la impresión de que Ellington y ella iban a estar a su lado hasta que se solucionara este caso.



Sin pretender ocultar sus sentimientos en lo más mínimo, Penbrook se dirigió hacia la puerta. Mirando de soslayo por encima de su hombro a donde estaban ellos, les hizo un gesto mecánico. “Hacednos saber si necesitáis cualquier cosa.”



Cuando Penbrook ya había cerrado la puerta al salir, Mackenzie soltó un suspiro. “Guau,” dijo. “No se tomó eso nada bien, ¿no es cierto?”



Ellington se tomó un momento para pensar en una respuesta. Cuando por fin dijo algo, su tono de voz era bajo y comedido. “Creo que entiendo a lo que se refiere, la verdad.”



“¿Cómo dices?” preguntó Mackenzie.



“Todas las muertes más recientes han tenido lugar alrededor de Omaha. Irse hasta el otro extremo del estado parece una tarea innecesaria.”



“Todo empezó allí,” dijo ella. “Simplemente tiene sentido.”



Podía asegurar que él quería salir de su asiento y acercarse a ella—quizá para abrazarla o tomar sus manos entre las suyas. No obstante, él había trabajado de firme para trazar una línea entre lo profesional y su vida amorosa. Por tanto, se quedó en su asiento.



“Mira,” dijo él. “Entiendo lo mucho que este caso significa para ti. Y te conozco lo suficiente como para saber que no te detendrás hasta que se acabe todo. Y si quieres ir hasta Belton, entonces creo que deberías hacerlo. Pero… creo que quizás necesite quedarme por aquí.”



Mackenzie ni siquiera había considerado la posibilidad de ir ella sola a su pueblo natal. Lo había hecho hace poco más de un año, pero eso había sido distinto. Por aquel entonces, no había podido contar con el apoyo de Ellington.



Aparentemente, su dolor y decepción se podían ver en su cara porque entonces Ellington salió de su asiento. Se acercó a ella y se puso directamente delante suyo. Tomó una de sus manos, apretándola ligeramente.



“Quiero ir, de veras que sí, pero ya hemos cometido este error antes. Nos vamos de viaje a alguna parte que no es central en la investigación para acabar dándonos cuenta a nuestro regreso de que ha sucedido algo monumental. En este caso, no creo que podamos permitirnos hacer eso. Si te sientes impulsada a ir al condado de Morrill, entonces hazlo, pero creo que tengo que quedarme aquí en la oficina de campo. A riesgo de sonar como un imbécil… este caso no se trata solamente de tu padre. También hay varios cuerpos sin vida aquí en Omaha. Cuerpos recientes.”



Y por supuesto que tiene razón,

 pensó Mackenzie.

Pero, al mismo tiempo… ¿por qué abandonarme cuando más le necesito?



Sin embargo, asintió. No iba a montarle todo un drama en este momento. O nunca, si podía evitarlo. Además… ¿por qué debería enfadarse con él por separar satisfactoriamente su relación profesional de la emocional? Sin duda, ella no lo estaba haciendo demasiado bien en este momento.



“Eso tiene sentido,” dijo ella. “Quizá puedas empezar a peinar las calles y a hablar con los demás vagabundos.”



“Yo estaba pensando lo mismo. Pero mira, Mac… si me quieres a tu lado…”



“No,” dijo ella. “Estoy bien. Tienes razón. Hagámoslo a tu manera.”



Odiaba el hecho de que se le notara la decepción en la voz. Sabía que él no dudaba de sus instintos y también sabía que su enfoque de trabajar por separado sería el más beneficioso para el caso. Claro que ella iba a regresar a su hogar natal para enfrentarse a unos demonios que solo había conseguido ignorar pero que nunca había superado del todo. Esta era la primera oportunidad de ponerse a la altura de las circunstancias y mostrarle el tipo de hombre que podía ser para ella.



Sin embargo, él estaba optando por ser mejor agente que compañero sentimental.



Mackenzie lo entendía y, cielos, hasta le hacía enamorarse de él un poquito más.



“No soy estúpido, Mac,” le dijo. “Estás enfadada. Puedo ir contigo. No es para tanto.”



“No estoy enfadada… no contigo. Es solo que odio la manera en que este caso consigue hacerme sentir como dos personas diferentes. Pero tú tienes razón. Necesitas quedarte aquí.”



Le dio un besito al extremo de los labios y se dirigió hacia la puerta.



“¿Y te vas así sin más?”



“Es mejor que prolongarlo y disgustarme todavía más, ¿no es cierto? Te llamo cuando consiga una habitación.”



“¿Estás segura de que esto es lo que quieres?” preguntó.



No sé lo que quiero

, pensó Mackenzie.

Y ese es el problema

. En vez de ello, solo dijo: “Sí, es la opción más inteligente y con mejores probabilidades. Hablo contigo alrededor de la medianoche.”



Dicho eso, salió de la sala de conferencias. Le costó Dios y ayuda no darse la vuelta y explicarle que no tenía ni idea de por qué le molestaba tanto su sugerencia de trabajar por separado. En vez de ello, continuó hacia delante. Mantuvo la vista en el suelo, sin desear hablar con nadie, mientras se dirigía hasta el mostrador de AR para hacerse con un coche.



CAPÍTULO CINCO

En retrospectiva, Mackenzie acabó deseando que se hubiera quedado a pasar la noche en Omaha y que hubiera venido al condado de Morrill con la luz del nuevo día. Atravesar la pequeña localidad de Belton a las 12:05 de la medianoche le dejaba a uno sin aliento. Apenas había otro coche por la carretera y las únicas luces que se podían vislumbrar eran las farolas que había en la calle principal y unos cuantos signos de neón en los ventanales de los bares y el lugar que Mackenzie estaba buscando, el único motel del pueblo.



Belton tenía una población de algo más de dos mil habitantes. Estaba formada principalmente de granjeros y trabajadores de una fábrica textil. Los negocios familiares eran la esencia del lugar porque no había empresas más grandes que se atrevieran a probar suerte en esta parte del estado. Cuando ella era niña, un McDonald’s, un Arby’s, y un Wendy’s intentaron hacer negocio en la calle principal, pero cada uno de ellos había desaparecido en menos de tres años.



Consiguió una habitación de hotel tras recibir una mirada lujuriosa no demasiado sutil del brusco anciano que estaba empleado en la recepción. Una vez desempacó su única bolsa y cuando el día ya le había agotado, llamó a Ellington antes de apagar las luces. Como siempre atento, respondió al segundo tono. Sonaba tan cansado como se sentía.



“Por fin llegué,” dijo ella, sin molestarse en decir ni hola.



“Muy bien,” respondió Ellington. “¿Cómo te encuentras?”



“Asustadísima. Supongo que es un lugar extraño que visitar de noche.”



“¿Sigues pensando que esta fue la mejor manera de manejarlo?”



“Claro. ¿Y tú?”



“No lo sé. He tenido algo de tiempo para pensar en ello. Quizá hubiera debido ir contigo. Esto es más que un simple caso para ti. También estás intentando desprenderte de parte de tu pasado. Y si te quiero, y así es, debería estar allí en esta ocasión.”



“Pero, primeramente, se trata de un caso,” dijo ella. “Antes de nada tienes que ser un buen agente.”



“Claro, me digo eso a mí mismo una y otra vez. Suenas agotada, Mac. Duerme algo. Es decir, si todavía puedes dormir sola.”



Mackenzie sonrió. Hacía casi tres meses desde que habían empezado a compartir una cama de manera habitual. “Habla por ti,” dijo ella. “Acabo de ser avasallada por la mirada de un empleado de recepción particularmente ajado.”



“Utiliza protección,” dijo Ellington con una carcajada. “Buenas noches:”



Mackenzie colgó el teléfono y se desnudó, quedándose en ropa interior. Durmió encima de las mantas, negándose a arriesgarse a dormir entre las sábanas de un motel en Belton. Pensó que le llevaría siglos quedarse dormida, pero antes de que la soledad y el silencio del pueblo al otro lado de la ventana tuvieran suficiente tiempo para aterrarla de verdad, le sobrevino el sueño y se la llevó hasta sus profundidades.



***

Su alarma interna le despertó a las 5:45 pero la ignoró y volvió a cerrar los ojos. No tenía ninguna agenda que la presionara y, además de eso, no podía recordar la última vez que se había permitido quedarse remoloneando en la cama. Se la arregló para volver a quedarse dormida y cuando despertó de nuevo, eran las 7:28. Salió rodando de la cama, se duchó y se vistió. Ya estaba saliendo por la puerta para las ocho y, al instante, dedicada a la caza de un café.



Pilló una taza junto con una galleta con salchicha en un pequeño restaurante de carretera que llevaba en pie más tiempo del que podía recordar. Lo había frecuentado con sus amigos cuando iba a la escuela secundaria, sorbiendo batidos de leche hasta que cerraba el garito a las nueve todas las noches. Ahora el lugar no parecía más que un vertedero grasiento, una mancha sobre cómo ella recordaba su adolescencia.



No obstante, el café era intenso y delicioso, el tipo apropiado de combustible para empujarla por la Autopista 6 hacia una franja de tierra donde en cierto momento había residido. A medida que se aproximaba, se dio cuenta de que podía recordar con facilidad la última vez que había pasado por aquí. Había venido en compañía de Kirk Peterson, el ahora amargado investigador privado que se había tropezado con el caso de su padre cuando habían matado a Jimmy Scotts.



Por eso, cuando la casa apareció en su campo de visión al entrar al patio del garaje, no le sorprendió demasiado lo que vio. Un techo en deterioro parecía amenazar con tirar abajo toda la pared de atrás. Los hierbajos alrededor del lugar lo habían invadido todo y el porche delantero se parecía a algo que hubieran sacado de una película de miedo.



La casa de los vecinos también estaba vacía. Parecía encajar que no hubiera otra cosa a los lados de las casas más que bosque. Quizá algún día el bosque acabara por penetrar más adentro y se tragara las viejas casas abandonadas.



No me molestaría en absoluto

, pensó Mackenzie.



Aparcó su coche en el fantasma de patio del garaje y se apeó del coche al aire de la mañana. Con la autopista a sus espaldas y los bosques por delante, el lugar estaba en silencio y serenidad. Podía escuchar los cánticos de los pájaros en los árboles y el tintineo del motor de su coche mientras se enfriaba. Atravesó el silencio, hasta llegar a la puerta principal. Sonrió al ver que la habían tirado de una patada. Recordaba haberlo hecho cuando vino aquí con Peterson. También podía recordar la maliciosa clase de satisfacción que había obtenido del acto.



En el interior, todo estaba igual que lo había encontrado hace poco más de un año. Sin muebles, ni pertenencias, ni gran cosa en absoluto. Grietas en las paredes, moho en la alfombra, el olor a viejo y a desidia. Aquí no había nada para ella. Nada nuevo.



Entonces ¿por qué demonios estoy aquí?



Sabía la respuesta. Sabía que era porque entendía que sería la última vez que la vería. Después de este viaje, jamás se volvería a permitir molestarse por esta maldita casa. Ni en sus recuerdos, ni en sus sueños, y sin duda alguna, tampoco en su futuro.

 



Caminó con lentitud por la casa, echando una ojeada a cada habitación. La sala de estar, donde su hermana, Stephanie, y ella, habían visto Los Simpsons y habían acabado prácticamente obsesionadas con los Expedientes X. La cocina, donde su madre rara vez había servido nada que valiera la pena excepto por la lasaña de la que había encontrado la receta en un paquete de pasta. Su dormitorio, donde había besado a un chico por primera vez y había dejado a otro que le desnudara por primera vez. Había cuadrados en sus paredes que estaban ligeramente descoloridos respecto al resto de la pintura; ahí era donde habían estado colgados en su día sus posters de Nine Inch Nails, Nirvana, y PJ Harvey.



El cuarto de baño, donde había llorado un poquito después de tener su primer periodo. El diminuto lavadero, donde había tratado de quitarse de la blusa el olor a cerveza derramada una noche que había vuelto muy tarde a casa cuando solo tenía quince años.



Al final del pasillo estaba el dormitorio de sus padres—un dormitorio que le había estado acechando en sueños durante demasiado tiempo. La puerta estaba abierta, la habitación esperándola. No obstante, ni siquiera entró a la habitación. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho mientras miraba al interior. Con el sol de la mañana penetrando por las ventanas agrietadas y polvorientas, la habitación parecía tener una cualidad etérea. Era muy fácil imaginarse que el lugar estaba encantado o maldito, aunque ella sabía que nada de eso era cierto. Un hombre había muerto en esta habitación, su sangre seguía en la moqueta. Pero lo mismo se podía afirmar de muchas otras innumerables habitaciones por todo el mundo. Esta no era más especial que aquellas habitaciones. ¿Por qué debería tener tanto peso en su vida?



Puedes pensar que eres dura y cabezota si quieres

, habló alguna parte más sabia dentro de ella.

Pero si no solucionas este caso en esta ocasión, esta habitación te perseguirá por siempre. Será mejor que te pegues al suelo y que levantes una verja de cárcel a su alrededor.



Dejó ese umbral y salió afuera. Caminó alrededor de la casa hasta la parte trasera, donde estaba la única entrada a la bodega. Encontró la vieja puerta retorcida en su marco y fácil de abrir. Pasó al interior y casi grita cuando vio una serpiente verde deslizándose por una de las esquinas. Se rió de sus temores y entró al polvoriento espacio. Apestaba a tierra vieja y a cosas extrañas y amargas. Era un lugar olvidado con telas de araña y polvo acumulado por todas partes. Tierra, polvo, moho, óxido. Era difícil de imaginar que este era el mismo lugar donde en cierto momento se había sentido emocionada de aventurarse cuando llegaba la hora de sacar su bicicleta en primavera y de andar con ella por el patio. Había sido donde su padre guardaba la cortadora de césped y la desbrozadora, donde su madre guardaba todos los frascos de vidrio para hacer sus mermeladas y sus gelatinas.



Abrumada por los recuerdos y el olor a rancio, Mackenzie volvió a salir afuera. Se puso de camino a su coche, pero fue incapaz de irse por el momento. Como un fantasma aburrido, volvió a entrar a acechar el espacio. Caminó hasta el final del pasillo, de vuelta a la habitación de sus padres. Se quedó mirando fijamente a la habitación, poco a poco comenzando a entender la ruta que había que tomar. Había estado más cerca de ella la noche anterior, cuando entraba con el coche a Belton y solo quería que se acabara el viaje. Esta vieja habitación vacía no guardaba para ella nada más que recuerdos macabros.  SI quería hacer progresos de verdad en el caso, iba a tener que hacer algo de espeleología.



Iba a tener que lanzarse a las calles del pueblo del que, de adolescente, se había temido que jamás pudiera escapar.



***

Se había mantenido tan alejada de Belton una vez consiguió un trabajo con la policía estatal a los veintitrés años que los años le habían sustraído el conocimiento. No tenía ni idea de qué negocios seguirían aún abiertos. Tampoco tenía ni idea de quién había muerto y quién se las había arreglado para llegar a sus años dorados de la vejez.



Por supuesto, hacía menos de doce años que estaba alejada de Belton, pero un solo año tenía una manera curiosa de causar caos en un pueblecito—ya fueran las finanzas, los bienes raíces, o las muertes. Pero también sabía que los pueblecitos tendían a mantenerse arraigados en la tradición. Y esa es la razón de que Mackenzie condujera al almacén local de provisiones de granja al extremo oriental del pueblo.



El lugar se llamaba Atkins Provisiones para Granjas y Tractores y en cierto momento, mucho antes de que hubiera nacido Mackenzie, había sido el centro de negocios del pueblo. Al menos esa era una de las historias que le había contado su padre. Ahora, la verdad, era un fantasma de su antiguo esplendor. Cuando Mackenzie era una niña, el lugar ofrecía prácticamente todos los cultivos que pudiera desear un granjero (especializándose en maíz como la mayoría de los lugares en Nebraska). También había vendido equipo de granja, accesorios, y mercancías para el hogar.



Cuando entró a él quince minutos después de estar de pie en el umbral de la habitación en la que había muerto su padre, Mackenzie se sintió casi triste por los propietarios. La parte de atrás, que en su día albergara los cultivos y las provisiones de jardinería, había sido destripada completamente. Ahora había allí aposentada una mesa de billar llena de arañazos. En cuestión de la tienda en sí, todavía vendía cultivos, pero la selección no era gran cosa que mencionar. La sección más grande del lugar, de hecho, era una exhibición de semillas de plantas y flores. Un pequeño refrigerador en la parte de atrás conservaba el cebo para pesca (pescados y lombrices, según decía el letrero escrito a mano) mientras que la recepción frontal se erigía delante de una exhibición muy polvorienta de cañas y aparejos de pesca.



Había dos viejos de pie detrás del mostrador. Uno estaba revolviendo una taza de café mientras el otro pasaba las páginas de un libro de proveedores. Mackenzie se acercó al mostrador, no muy segura de qué enfoque tomar: el de la habitante local que acaba de regresar tras una larga ausencia o el de la agente del FBI que estaba investigando los hechos de un caso antiguo.



Pensó que tendría que ponerlo a prueba contándoselo a alguien. Ambos hombres le miraron al mismo tiempo, cuando ella ya estaba a un par de metros del mostrador. Reconoció a los dos hombres de los años en que había vivido en Belton, pero solo sabía el nombre del hombre que hojeaba el catálogo.



“¿Señor Atkins?” preguntó, sabiendo al instante que podría ejercer los dos roles y obtener alguna información honesta—si acaso había alguna que obtener.



El hombre con el catálogo en sus manos miró a Mackenzie. Wendell Atkins tenía doce años más que la última vez que le había visto Mackenzie, pero parecía que hubiera envejecido al menos veinte. Mackenzie asumió que tenía que tener al menos setenta años en la actualidad.



Él le sonrió y señaló con la cabeza hacia un lado. “Pareces familiar, pero no sé si el nombre me va a venir a la mente,” dijo. “Va a ser mejor que me lo digas porque podría estar aquí intentando adivinarlo todo el día.”



“Soy Mackenzie White. Viví en Belton toda la vida hasta que cumplí dieciocho años.”



“White… ¿era tu madre Patricia?”



“Sí, señor, esa soy yo.”



“En fin, cielos” dijo Atkins. “No te he visto en mucho tiempo. Lo último que escuché era que estabas trabajando con la policía del estado o algo así, ¿verdad?”



“Fui detective con ellos durante una temporada,” dijo ella. “Pero acabé en Washington, DC. Ahora trabajo para el FBI.”



Mackenzie sonrió para sus adentros porque sabía que, en el momento que saliera de la tienda, Wendell Atkins le hablaría a todo el mundo en el pueblo de la visita que acaba de tener de Mackenzie White, la chiquilla que se fue a DC y se convirtió en agente federal. Y si se corría el rumor, se imaginaba q