Carne de ataúd

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3

Ciudad de México, mayo de 1908

—Damas y caballeros, me complace informarles que finalmente hemos encontrado al Eslabón Perdido.

Un murmullo se expandió entre los asistentes a la velada en casa de Madame Guillot. Carlos Roumagnac, inspector de la policía y científico social, paseó su mirada por el salón, consciente de que tenía al público en el bolsillo. Fue hacia las láminas cubiertas con papel cebolla, que reposaban sobre un atril, y descubrió la primera. Apareció el dibujo de un hombre mayor, de poblado bigote y piocha blanca, con lentes redondos sobre el rostro. Tenía un semblante serio, el aire de un sabio.

—Debemos al italiano César Lombroso —continuó Roumagnac— grandes avances en el campo de la Antropología Criminal. Él es el responsable de la teoría del «criminal nato», que ha ayudado a la detención de numerosos malhechores en el mundo entero. Para hacer su importante estudio, Lombroso se basó en la autopsia de 400 criminales, en la observación de seis mil delincuentes vivos, y en la investigación de más de veinticinco mil reclusos en cárceles europeas. Hoy en día, la policía de la Ciudad de México debe buena parte de su eficiencia a este médico visionario.

Roumagnac cambió de lámina. Ahora mostraba el dibujo de un indígena, con el cráneo desproporcionado y unas orejas enormes. Alrededor del rostro había una serie de números con sus correspondientes descripciones. El expositor utilizó un puntero para ir señalado cada uno, conforme continuaba con su charla.

—Lombroso sostiene que las tendencias criminales son propias de seres humanos involucionados, que han regresado a un estado similar al del hombre primitivo, y que por lo tanto son incapaces de controlar sus pulsiones agresivas. Todos ellos tienen rasgos claramente distintivos: frente huidiza y baja, asimetrías craneales, gran desarrollo de los pómulos, orejas en asa, y notoria pilosidad.

Madam Guillot, sentada junto a Eugenio en la tercera fila, le dio un ligero codazo a su amigo. Luego se inclinó y le susurró al oído:

—Esto me huele muy mal, querido. Seré una ignorante en el campo de la criminología, pero me parece evidente que el Dictador y su equipo de Científicos han adoptado esta absurda teoría para justificar el trato que le dan a los desposeídos.

Eugenio acercó sus labios a la oreja de Madame Guillot e intentó hablar lo más bajo posible:—¿De verdad lo crees? Lombrosio es un criminalista muy reputado, y también el señor Roumagnac. Si piensas lo contrario, ¿entonces para qué lo invitaste a dar esta charla?

—Para abrirte los ojos a ti, y también a esta sarta de burgueses idiotizados. Tu periódico no hace más que justificar y difundir ideas abominables.

Roumagnac cambió a una lámina que mostraba el cuerpo de un hombre tatuado.

—Otras características de los criminales natos —dijo,

esgrimiendo el puntero como una florete— es la utilización del tatuaje. También una mayor zurdería que en la generalidad de la población, así como notables tendencias al vino, al juego, al sexo y a las orgías. Y, por supuesto, un pensamiento fuertemente supersticioso…

Ahora, Madame Guillot pellizcó el brazo de Eugenio, y éste casi lanzó un grito.

—¿Te das cuenta? Para nuestra brillante policía, «indígena» y «pobre» son sinónimos de delincuente. Lombroso es un retrógrada. Para criminalistas visionarios, prefiero a mi paisano Vidocq.

Roumagnac alzó de pronto la voz, como si hubiera escuchado los cuchicheos y quisiera opacarlos.

—En resumen, damas y caballeros, podemos decir que el delincuente nato es un individuo ancestral y degenerado, que exhibe los estigmas físicos y mentales del hombre primitivo. Representa una etapa intermedia entre el animal y el hombre; por lo tanto, Darwin puede descansar tranquilo en su tumba: el Eslabón Perdido ha sido encontrado. Y es el enemigo por excelencia de nosotros, los evolucionados Homo Sapiens.

Una lluvia de aplausos se escuchó en el salón al concluir la conferencia de Roumagnac. Madam Guillot se revolvió en su silla, molesta con el evidente fracaso de su plan. Antes de levantarse para ordenarle a la servidumbre que ofrecieran los bocadillos y el coctel, arremetió una última vez contra el oído de Eugenio:

—Los Eslabones Perdidos somos todos nosotros. Y ni siquiera eso: nos quedamos en simios. Deberían encerrarnos en el zoológico.

Una vez servidos los licores, la concurrencia rodeó en semicírculo al expositor. Éste recibió elogios, felicitaciones, y hasta el franco coqueteo de la hija de un joyero. Roumagnac sonreía con condescendencia, acostumbrado como estaba a no ser cuestionado por nadie. Era un hombre seguro de sí mismo y creía firmemente en lo que acababa de exponer. Los pobres eran el verdadero lastre que impedía que el país abrazara de lleno la modernidad y prosperidad impulsadas por el Señor Presidente. Se sentía satisfecho de contribuir desde su trinchera, deteniendo y analizando a los criminales natos, y también manteniendo alejado al populacho de los barrios céntricos donde vivían y paseaban los ciudadanos de primera categoría.

Madame Guillot se abrió paso entre la gente. Tras dar un trago a su copa de vino, lanzó una pregunta a bocajarro:

—¿Y no se le ha ocurrido, don Carlos, que los problemas de criminalidad que vive la ciudad están en realidad relacionados con una terrible desigualdad social, y no con unos hipotéticos Neandertales que acechan en los barrios bajos?

A Raumagnac se le fue chueco el vino que acababa de beber. Tosió, provocando que una parte del líquido le escurriera por la boca. Desconcertado, extrajo un pañuelo del bolsillo interior de su levita y se limpió los labios.

—Disculpe, el vino está fuerte —masculló.

En ese momento, Eugenio irrumpió entre la concurrencia con un grito:

—¡Démosle la bienvenida a los músicos!

Un cuarteto de cuerdas comenzó a tocar una versión de «Sobre las olas». Eugenio tomó del brazo a Madame Guillot y la condujo a la biblioteca.

—Por favor, no arruines mis planes —suplicó—. Necesito hacerle una pregunta muy importante a Don Carlos. Si lo incomodas, se irá y perderé una oportunidad inmejorable.

Madame Guillot zafó su brazo de la mano de Eugenio. Se acomodó el sombrero sobre su abundante cabellera pelirroja, y preguntó:

—¿Tiene que ver con alguno de tus reportazgos morbosos?

—Es más importante que eso.

—¿El mensaje de Murcia?

El rostro de Eugenio ensombreció.

—No digas más, querido —Madame Guillot pasó delicadamente una mano por su mejilla—. Don Carlos es todo tuyo. Iré a la cocina a comprobar que todo esté en orden.

Eugenio encontró la oportunidad de hablar en privado con Roumagnac. Tenía un par de Habanos, que había comprado para la ocasión. Le explicó que a Madame Guillot le disgustaba el humo de los puros y salieron al jardín a fumarlos. Tras la tormenta del día anterior el cielo lucía limpio y despejado. La intensa luz de la luna proyectaba sombras demasiado humanas

en la vegetación.

Conversaron algunas trivialidades. Después, Eugenio decidió ir al grano.

—El crimen recién ocurrido en el Río Consulado, ¿no le recuerda al famoso Chalequero?

—Vi la nota que publicó El Imparcial —respondió Roumagnac—. Fue un buen recordatorio.

Eugenio le dio una calada al puro y contuvo una mueca: prefería los cigarros normales.

—Llámeme loco, pero aunque sé que es imposible, podría apostar que el Chalequero está de regreso…

—No está loco, al contrario: es bastante intuitivo. Quizá debería dejar El Imparcial y unirse a nuestras filas.

—¿Qué quiere decir?

—Es muy probable que usted tenga razón, y el asesino de esa anciana haya sido ni más ni menos que Francisco Guerrero.

—Pero si está en San Juan de Ulúa.

—No, señor. Si me ufano de la eficiencia de nuestro cuerpo policiaco, por algo será…

Roumagnac hizo una pausa estratégica, en la que aprovechó para saborear con toda calma su Habano. Parecía que tener en vilo a su audiencia era parte de su sello personal.

—La nota del Imparcial nos puso sobre aviso —dijo

al fin, mientras exhalaba una densa bocanada de humo—. Hicimos una rápida investigación y se descubrió que el Chalequero fue puesto en libertad en 1904. Oficialmente le puedo decir que es el principal sospechoso, y que la cacería del monstruo ha comenzado.

4

Ciudad de México, junio de 1888

Como todas las madrugadas, la cantina La América se encontraba llena de trasnochadores. Gente que había asistido a la ópera en el Teatro Nacional y quería la del estribo. Parejas provenientes de algún baile, aún con la suficiente cuerda para continuar. Incluso los enlutados participantes de un velorio que querían sacudirse el resabio de la muerte a base de ajenjo o tequila, según la capacidad del bolsillo de cada quien. La barra estaba atestada y el humo del cigarro volvía la atmósfera irrespirable, pero a nadie parecía importarle.

Las meseras no se daban abasto para saciar la sed de la concurrencia, y el ruido de los vasos de cristal al romperse era tan constante como el murmullo de las conversaciones.

Sentados en un gabinete, Julio y Eugenio bebían sendos fosforitos de café con alcohol, porque a esas alturas se habían gastado casi todo su dinero, y no les alcanzaba para nada más. El joven pintor miraba a todos

lados con desconfianza, mientras realizaba bocetos en servilletas sucias. Eugenio observaba a su amigo, con su bigote ralo y su nariz afilada, siempre sumido en oscuras meditaciones, refugiado en su mundo interior porque no encajaba en el de afuera. Parecía increíble que desde la cabeza de ese hombre tan frágil brotaran sátiros, medusas, mujeres-alacrán, dragones y demás fauna mitológica clásica o inventada por él mismo. Quizá, pensó Eugenio, son esos seres de pesadilla que lo habitan quienes agotan su energía, y lo dejan sin fuerza para enfrentar la vida real. Se preguntó si Julio viviría muchos años, y deseó que sí, porque nunca había visto un pintor tan original y dotado.

 

—Me quiero pelear —dijo de pronto Julio, sin apartar la vista de la barra.

Eugenio dejó su fosforito sobre la mesa y preguntó, extrañado:

—¿Por qué? ¿Alguien te ofendió?

—No. Resulta que aquí todos se han peleado menos yo. Necesito probarme a mí mismo. Todos debemos hacerlo de vez en cuando, de lo contrario nos atrofia la comodidad.

—¿No te basta pelearte todos los días con los monstruos que pintas? Debes estar exhausto. Las mujeres que dibujas parecen malvadas y peligrosas. Si llego a toparme alguna en un callejón, me orinaré en los calzones.

—Las mujeres son domadoras. Algún día haré un cuadro sobre eso. Uno pequeño, porque su potencia estará en el significado, y no en el tamaño. Una mujer desnuda con látigo dominando a un cerdo. ¿Te gusta la idea?

Eugenio le dio un trago a su café. Sabía a rayos, pero el alcohol que contenía lo reconfortaba.

—Hablando en serio, necesito tu consejo… Me enamoré de Murcia, no soporto que se acueste con otros hombres.

Por primera vez en un largo rato, Julio le dedicó una mirada a su amigo. Sus ojos eran oscuros, como un pedazo de noche sin estrellas. Justo arriba de él colgaba una lámpara de petróleo. Su luz rojiza parecía proyectar pequeñas llamas que bailaban sobre sus cabellos. Eugenio

se sintió intimidado y pensó que —al igual que las criaturas que dibujaba— Julio también era un ser de las profundidades.

—Súbela a un barco y llévatela a Europa —dijo Julio, en tono grave—. Ahí sí entenderán tus pasiones. Si te quedas aquí, los destruirán a los dos. Eso hace esta ciudad. No son buenos tiempos para los rebeldes. Pronto haré lo mismo. Alemania o Francia. ¿En verdad quieres quedarte aquí? Ninguna de mis criaturas terribles se compara con la figura del Dictador.

Julio volvió a sus dibujos. Una mujer torturada por espinas comenzó a brotar en la servilleta.

—La otra noche —dijo Eugenio— pasó algo desagradable en su jacal. Cuando terminamos de hacer el amor, vi a un hombre que nos miraba por la ventana.

—Seguro era su padrote. La tragedia de Murcia es que no te pertenece a ti, ni siquiera se pertenece a sí misma. Tiene dueño. Por eso te la debes robar.

Un tumulto se armó al fondo del bar. Un grupo de hombres forcejeaba. Las meseras se apartaron, temerosas. Una silla se rompió en la cabeza de alguien y una botella se estrelló en la pared.

—Es mi oportunidad —dijo Julio. Se acabó su fosforito de un trago, se levantó y se dirigió hacia la trifulca con paso firme.

Era la primera vez que sonreía en toda la noche.

Domingo de peregrinación. Murcia y Eugenio caminaban a un lado de la carretera que llevaba al Santuario de la Villa de Guadalupe, en la colonia Peralvillo. Numerosos

fieles de la Virgen marchaba en hilera, protegiéndose del sol con rebozos y sombreros de petate. Constantemente se escuchaba los cascabeles de las mulas que arrastraban a los tranvías colmados de pasajeros. En las cercanías del Río Consulado, la zona en la que trabaja Murcia, enfilaron hacia una pulquería. Una zanja apestosa la separaba de la carretera; a manera de puente, unos tablones de madera podrida habían sido depositados en el lodazal.

Se sentaron a una mesa. El encargado, que portaba un sombrero de ala ancha bordada de plata, se acercó a atenderlos.

—Dos sangre de tigre —pidió Murcia.

Como Eugenio puso cara de angustia, se apuró a decir:

—Es de tuna, no seas menso.

En la mesa había un plato con granos de maíz, arvejones, pepitas de calabaza y habas tostadas, que Eugenio se apuró a comer.

—Siempre venimos a tus pulquerías —dijo—. A ver qué día me dejas invitarte a mis rumbos.

—Estás loco. ¿Para qué, si el pulque es muy sabroso? Además, lo tomo todos los días porque es medicinal. Cura dolores de muelas, tumores, y hasta la sífilis y la gonorrea. El encargado se acercó con las bebidas y

las depositó en la mesa. Cuando se retiró, Eugenio vio entre la gente que llenaba el lugar a un hombre sentado en una mesa del fondo. Su presencia era llamativa: vestía de negro, tenía bigote poblado y mirada penetrante. Tanto que, cuando sus ojos se cruzaron, Eugenio bajó la cabeza.

—¿Qué tienes? —preguntó Murcia—. Parece que viste al Diablo.

—Ese tipo que está allá, solo —dijo Eugenio—. No para de mirarnos. ¿Lo conoces?

Murcia le dio un trago a su pulque, comió un puñado de semillas y respondió mientras masticaba:

—Es El Chaleco. Un zapatero del barrio.

—Podría asegurar que lo he visto antes.

—¿Tú? Será en sueños. Me voy a poner celosa —Murcia soltó una risotada. Un grano de maíz salió volando de su boca, como si en medio de su fuerte carcajada se le hubiera desprendido un diente.

—¿Es tu amigo?

—Aquí todos lo conocen. Tiene varias mujeres.

—No quiero que te le acerques. Me da mala espina.

Su mirada volvió a cruzarse con la del extraño sujeto. Eugenio vio dos pozos negros, sin fondo. Su mente hizo una conexión, y la sangre se le heló.

—Vámonos —dijo, mientras se levantaba y dejaba dinero sobre la mesa—. Es el hombre que nos espió la otra noche.

Eugenio no quiso desnudarse. Acostado junto a Murcia en su jacal, vigilaba la ventana con mirada nerviosa. Ella apagó la lámpara de petróleo para tranquilizarlo. Le desabotonó la camisa y comenzó a acariciarle el pecho. Aunque su mano quería bajar hacia la bragueta, continuó haciéndole cariños.

—No tenemos que hacerlo si no quieres. Puedes quedarte a dormir.

La luna iluminaba el jacal con una luz más potente que la de la lámpara de petróleo. La incomodidad de Eugenio aumentó.

—Quiero sacarte de aquí —dijo.

—¿Ahorita? Si ya es de madrugada.

—No. Me refiero al barrio. Es peligroso.

Murcia sonrió. Le dio un beso en la frente. Estaba contenta.

—¿Me llevarás en brazos a Catedral, y pedirás mi mano ante todos los santos?

Eugenio se incorporó y la miró fijamente.

—Sí —dijo—. Ante Dios y ante el Diablo, si es preciso.

—Ay chamaco. Es la calentura.

Murcia bajó la mano; sintió su verga dura, dispuesta. La estranguló con dulzura y dijo:

—Ya se te pasará. Así son todos los hombres.


5

Ciudad de México, junio de 1908

Eugenio se encontraba en la oficina de Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial. El jefe lo había mandado llamar: estaba feliz con las notas del Chalequero, que aumentaron considerablemente las ventas del periódico. Lo recibió con un abrazo, le pidió que se sentara y le ofreció un poco de coñac.

Eugenio permaneció con la copa en la mano, sin atreverse a darle un trago, ni a ponerlo sobre el escritorio del patrón.

—Siempre hago la broma de que mi periódico es para cocineras —dijo Reyes Spíndola, mientras se reclinaba en la silla y pasaba las manos por detrás de la cabeza—, pero tú me estás echando a perder el chiste. Con estas exclusivas, ahora sí parecemos un diario de verdad, como los de Estados Unidos.

—Sólo hago mi trabajo —Eugenio no era modesto, pero le aterraba la posibilidad de que el jefe sospechara que él tenía un vínculo personal con esa historia.

—Qué va. Si hasta pareces detective, carajo. La policía debería pagarte una recompensa o al menos darte una medalla. Gracias a ti, ahora ese lépero está tras las rejas.

—La conexión era evidente. Lo que ocurre es que la policía cada vez tiene más trabajo.

—Y nosotros más lectores —interrumpió el jefe—. Bendita sea la sangre. A nadie le gusta, la queremos lo más lejos posible de nuestro vecindario, pero cómo nos entretiene leer lo que le pasa al peladaje. ¿Quién lo hubiera dicho? El futuro del periodismo se encuentra en el crimen. Los privilegiados leen las desgracias del populacho desde la comodidad de su hogar. ¿No es el negocio perfecto?

Eugenio pensó en las palabras que Madam Guillot le dijo la otra noche en su casa y sólo entonces se animó a beber el coñac.

—Incluso he pensado —dijo el jefe— que deberías empezar a firmar tus notas. Te lo mereces.

—No es necesario. Todos somos El Imparcial —Eugenio se arrepintió al instante de aquella frase. De hecho, comenzaba a crecer en él un rechazo al diario en el que trabajaba.

—Como quieras. Pero pídeme algo, estoy dispuesto a complacerte.

Eugenio vio una oportunidad y no la desperdició.

—Quiero entrevistar al Chalequero. Usted tiene los contactos.

Reyes Spíndola se enderezó y depositó los codos sobre el escritorio.

—Tienes ambición, Casasola. Me agradas. Déjame ver qué puedo hacer.

Eugenio dejó la copa vacía sobre el escritorio y salió de la oficina. La euforia provocada por el alcohol reafirmó los planes que se ordenaban al instante en su cabeza. Cuando estuviera frente al asesino, no iría armado precisamente de preguntas.

6

Ciudad de México, julio de 1888

Ese día Eugenio recibió su sueldo, así que invitó a comer a Julio. Su plan era echarse unos tragos con su amigo y después visitar a Murcia. Por la noche, después de que hicieran el amor, le hablaría del plan de irse juntos a Europa. Le detallaría las maravillas que ahí encontrarían y los lugares en los que podrían vivir, para que tomaran la decisión final juntos.

Primero fueron a la calle del Espíritu Santo y entraron al restaurante del Bazar, situado en el edificio que albergaba al hotel del mismo nombre. Eugenio quería celebrar su decisión de emigrar al Viejo Continente con Julio, y qué mejor que hacerlo en ese palacio barroco, propiedad de franceses, antiguamente conocido como el hogar del conde de Miravalle. Comieron caracoles secos con perejil y limón, y mole de guajolote, acompañado de vino tinto. Una vez saciada la barriga, la sed aumentó, así que se trasladaron a la esquina del Portal de Mercaderes, donde se encontraba el Salón Peter Gay. Allí bebieron mezcal potosino, luego tequila, la bebida

de los pobres. En algún momento, Eugenio perdió de vista a Julio, pues el lugar estaba lleno. En parte la culpa la tuvo un breve pero perturbador encuentro que Eugenio experimentó al regresar del baño. Se topo con el general Sóstenes Rocha, veterano de la batalla de La Ciudadela, y uno de los pocos que había enfrentado

al Señor Presidente y había sobrevivido para contarlo. Además, era periodista, y dirigía el periódico El Combate.

Cuando Eugenio lo vio de frente, con su trago en la mano, se sintió intimidado. Estaba a punto de darse media vuelta, cuando el general lo tomó del hombro y dijo:

—Te conozco, jovencito. Tú trabajas para El Nacional.

Eugenio sólo atinó a hacer una mueca a manera de sonrisa.

—No te apenes. No todos pueden jugar a ser combativos, como yo. ¿Podrías acaso dispararle al Dictador con un arma si lo tuvieras de frente?

Eugenio negó con la cabeza.

—¿Lo ves? Esa es la diferencia entre tú y yo. Sin embargo, tienes el arma de las palabras, que es la más poderosa. No son buenos tiempos para ejercer nuestra profesión, y no lo serán hasta que el Tirano sea derrocado. Tú ahora eres joven, y el alcohol domina tu mente. Pero un día, tal vez, tengas la oportunidad de sumar una piedra en el camino que llevará al Déspota a la desgracia. Y no lo olvides: aunque sea sólo una piedra, es igual de importante que las demás.

El general se dio la vuelta y se alejó entre la gente. Eugenio quedó paralizado unos segundos, temeroso de que alguien cercano al Señor Presidente pudiera haber oído la conversación y lo tachara de subversivo.

Al volver a su mesa, ya no encontró a Julio. Un par de tequilas después, y cuando ya pensaba que era hora de dejar de esperar a su amigo y trasladarse a Peralvillo para ver a Murcia, se le acercó Pirrimplín: un enano del circo que cambiaba tragos a cambio de información, pues su corta estatura le permitía espiar sin ser visto.

—Sé dónde está tu amigo —le dijo, mientras se encaramaba en la silla y se quedaba de pie en ella, para estar a la altura de su interlocutor.

 

Eugenio sentía antipatía por ese personaje, mustio y convenenciero. Intentó librarse de él fingiendo indiferencia.

—Qué más da. Ya me voy a ver a mi novia.

—Tu novia está muy ocupada —dijo el enano, con cinismo.

Eugenio abrió grandes los ojos y estuvo a punto de cruzarle la cara al impertinente zotaco, pero se contuvo: era probable que no supiera nada y sólo estuviera provocándolo.

—Te dejo el vaso, para que lo huelas —dijo Eugenio, y se levantó.

El enano lo alcanzó afuera. Ya era de noche y las cucarachas volaban en torno a los globos de cristal del alumbrado. Los carbones de los focos eléctricos solían hacer un ruido constante, pero en ese momento sólo se escuchaba el aleteo de los insectos, como un presagio ominoso.

—Yo que tú lo iba a rescatar. Otra vez está con los celestiales.

Eugenio sabía lo que eso significaba. No le quedó más remedio que darle unas monedas al enano, retrasar su visita a Murcia, y dejarse conducir por las calles solitarias hacia el lugar en el que se encontraba su amigo. Se cruzaron con un gendarme, que tenía un silbato en la mano y un garrote en la otra. Se les quedó mirando; el enano, retador, le hizo una caravana burlona. Eugenio se molestó, pensando que la insolencia les podría traer problemas, pero de inmediato comprobó que había sido una buena estrategia: el gendarme rió y después les dio la espalada. No en vano el zotaco se ganaba la vida en el circo.

Llegaron a una lavandería de inmigrantes chinos, ubicada en el callejón de la Condesa. Estaba cerrada y ninguna luz se veía dentro, pero el enano aporreó la puerta. Abrió un celestial —como les decía Pirrimplín— que portaba una larga trenza y vestía una bata bordada. Cuando vio al enano, los dejó pasar. En un cuartucho al fondo del establecimiento había un fumadero de opio. Varias sombras languidecían sobre camastros. En medio de la luz de unas lamparillas de flama verde, Eugenio distinguió a Julio, perdido en ensoñaciones de humo. Intentó levantarlo, sin conseguirlo. Buscó

al enano, pero éste había desaparecido. El chino se le acercó. Con señas le preguntó si quería fumar. Eugenio lo espantó con un gesto de la mano, como si se tratara de un pajarraco insolente, y después sacudió con fuerza a su amigo. Julio abrió los ojos.

—Siempre supe que me encontraría a mis amigos en el infierno —dijo, con una sonrisa.

—Este no es el infierno, pero se le parece —dijo Eugenio, y de un jalón incorporó a Julio en el camastro—. No te puedo dejar en este tugurio.

—Shhh —dijo Julio, llevándose un dedo a los labios—. Que no te oigan los chinos. Te juro que los he visto comer ratas y niños. Y tienen una cola de mono en el trasero.

—Pues con más razón.

—No es justo. Estaba conversando con el Hada Verde.

—El Hada Verde es la del ajenjo.

Julio frunció el ceño, contrariado.

—¿Y tú qué sabes? El Hada Verde no le pertenece a nadie. Es la versión femenina de Caronte.

—Estás delirando.

Eugenio hizo otro esfuerzo y levantó a su amigo. Le pasó un brazo por la espalda y lo arrastró a la salida. Durante el trayecto, el chino los persiguió, haciendo señas y diciéndoles frases incomprensibles. Cuando salieron a la calle, Eugenio agradeció el golpe de aire fresco. Julio reaccionó, y sus pupilas dilatadas comenzaron a registrar el mundo real.

—Mal amigo —dijo—. Estaba en los brazos de un hada, y ahora me arrojas a Ciudad Cloaca.

El chino seguía con su perorata. Eugenio comprendió que Julio no había pagado y le dio a su perseguidor un puñado de monedas. Complacido, pero sin callarse un solo segundo, el hombre dio media vuelta y cerró la puerta.

No estaba seguro si fue producto del humo inhalado dentro del fumadero, pero Eugenio podría jurar que vio la punta de un apéndice peludo asomar por encima el pantalón del celestial.

Hacía un calor infernal aquella noche dentro de Las Tres Piedras. Todas las mesas estaban ocupadas; también había numerosos parroquianos de pie que fumaban y bebían como si mañana fueran a ser fusilados. Los que no cabían se emborrachaban afuera, espectros que apenas se distinguían en la penumbra.

Harta de esperar a Eugenio en su jacal, Murcia se había trasladado a la pulquería en busca de algún cliente. Sentado en una mesa del rincón vio a ese hombre al que algunos vecinos le decían El Chaleco. Estaba solo y no pudo resistir la tentación de acercársele. Tenía una reputación de hombre rudo y mujeriego; Murcia sabía que algunas de sus conocidas preferían darle la vuelta cuando se lo encontraban en la calzada de la Villa de Guadalupe, pero ella no le tenía miedo. Pensó que podía sacarle algunos pulques gratis mientras le hacía compañía.

—¿Por qué tan solo? —preguntó, al tiempo que se sentaba.

Era la primera vez que lo veía tan de cerca, y cuando sus enormes ojos negros se depositaron en ella, no pudo evitar sentir un estremecimiento.

—Te estaba esperando —dijo el hombre, y le acercó el vaso de pulque para que bebiera.

Murcia se sonrojó. De inmediato se llevó la bebida a la boca intentando disimular.

—Hablador —contestó, tras sentir el alivio del pulque en su cuerpo—. Tú ni me conoces.

El Chaleco le quitó la bebida de las manos con brusquedad. Se la acabó de un trago, y le hizo una seña al encargado: dos pulques.

—Tengo rato siguiéndote. Sé dónde vives.

—En el barrio todos nos conocemos. Tú nomás me quieres engatusar.

—¿Y tu noviecito?

El encargado llegó con las bebidas. Murcia apuró la suya. Aquel hombre la intrigaba: su manera de vestir —siempre de negro— y la forma en que la miraba, como si quisiera arrancarle el vestido delante de todo el mundo. Tenía ganas de alejarse, y al mismo tiempo deseaba seguir en su compañía.

—¿Cuál de todos? —respondió, entrando en el juego—. Yo tengo muchos.

El Chaleco bebió y luego se pasó una mano para limpiarse los restos de pulque del bigote.

—Muchos noviecitos —dijo—. Pero ningún hombre de verdad.

Envalentonada por la bebida, Murcia pudo sostenerle la mirada por primera vez.

—Pa luego es tarde —dijo, y esbozó una sonrisa tímida.

—No comas ansias. Ya te tocará.

El Chaleco volvió a llamar al encargado. La mesa comenzó a llenarse de vasos. En contraste, Las Tres Piedras se fue quedando sin clientes, hasta que al final sólo quedaron ellos dos.

Murcia no sabía por dónde andaban, hasta que escuchó que sus pies chapoteaban en los márgenes del Río Consulado. La única luz era el resplandor de la luna. Oyó ladrar a unos perros, pero no pudo ubicarlos. Después intentó localizar alguna vecindad; a pesar de la oscuridad, se dio cuenta que por ahí no vivía nadie. Entonces se dirigió a su acompañante y le preguntó:

—¿Dónde está tu casa?

El Chaleco no se distinguía en la penumbra. Tan sólo se escuchó la voz, que brotaba de la noche:

—Aquí me gusta.

De pronto, Murcia sintió el agua hedionda en su cuerpo; comprendió que El Chaleco la había tumbado y que se le encaramaba con urgencia. Las manos fuertes le rasgaron la parte superior del vestido, liberando sus pechos. Ella tenía ganas, y abrió las piernas para que el hombre la penetrara, pero el deseo se esfumó cuando su respiración caliente la golpeó en el rostro, y escuchó sus bufidos, como si fuera un animal a punto de alimentarse.

El Chaleco abrió grande la boca; una baba espesa cayó sobre la frente y la nariz de Murcia. Ella se preparó para recibir su verga: mientras más pronto terminara todo aquello, mejor. Extrañamente, la sensación no vino de abajo, sino de su garganta: algo se hundía en su carne, cortándole la respiración. Quiso hablar, pero lo único que produjo fue un siseo que escapó de su cuello junto con los borbotones de sangre. Murcia comprendió que moriría y, aunque quiso, no pudo cerrar los ojos. Intentó evocar el rostro de Eugenio pero dos pozos negros se interpusieron. El Chaleco la miraba fijamente, y sus pupilas crecieron hasta sumergirla en la más completa oscuridad.

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