Madeleine Delbrêl. Poeta, asistente soci

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Madeleine se puso de nuevo a trabajar. Retoma con dinamismo e interés sus actividades en el terreno literario. Busca perfeccionar sus talentos como dibujante. Se sumerge en lecturas muy variadas. Empieza a leer a Claudel, con el que se entusiasma. Aprovecha las ocasiones que se le ofrecen para comunicar sus propios descubrimientos, ya que no guarda para ella lo que descubre: quiere compartirlo, provocar el debate.

Pero también se compromete en el servicio concreto a los demás; no sabemos por qué es conducida hacia el escultismo; en todo caso, en este movimiento se va a encarnar en los años sucesivos su deseo ardiente de vivir y transmitir su fe.

Madeleine cumple también su deseo de intercambios verbales o epistolares con sus amigas nuevas o antiguas. En esto manifiesta una capacidad de escucha sorprendente para una joven de su edad, así como una gran capacidad de alentar, de estimular, y sobre todo de discernimiento.

De esta manera, en su búsqueda de la fe está junto a Hélène Jüng, una presencia segura y a la vez no acaparadora, que sabe orientarla hacia un sacerdote que pueda ayudarla. Así sabrá ser profundamente compasiva sin caer en la cursilería ni en el sentimentalismo con Louise Salonne y sus problemas de salud.

Claramente, sus propios problemas se han transformado en una experiencia que ya le permite guiar a otros con ese instinto segurísimo de la fe y esa libertad ante ella misma de la que dará muestras toda su vida. Sabemos que consideraba esa actividad como un verdadero apostolado; algunas de sus cartas muestran esta evidencia; en 1970, Louise Salonne donó a los archivos las cartas que le había dirigido; escribió:

Tengo, gracias a Dios, unas cincuenta cartas de Madeleine –sobre todo desde 1926 a 1929–, cartas preciosas por su valor espiritual, por el profundo afecto que nos unía. ¡Qué bondad la suya! En 1928 caí gravemente enferma. Durante cerca de dos años, Madeleine me escribió dos o tres veces por semana.

El 18 de julio de 1926 le llegó una noticia muy agradable, según sus propias palabras: recibe el premio Sully Prudhomme para jóvenes poetas. Primer Premio Nobel de Literatura, Sully Prudhomme había utilizado el dinero recibido en esa ocasión para crear una fundación destinada a ayudar cada año a un joven poeta. Las relaciones que tenía en el entorno del doctor Armaingaud, ¿habían sido totalmente indiferentes a este éxito? No lo sabemos.

Sea como sea, el trabajo de Madeleine es tenido en cuenta, reconocido por el jurado del premio. Pues no escribe poemas como si fuera un pasatiempo. Hemos visto cómo los retoma, los modifica, los trabaja de nuevo. También es muy feliz. Le confía a Louise Salonne:

Perdona por estas palabras apresuradas, pero me acaba de ocurrir una cosa muy agradable. El jurado del Premio Sully Prudhomme acaba de atribuir a mi manuscrito La route el premio, que este año se eleva a 8.000 francos. Como te puedes imaginar, estoy muy contenta, pero, como he decidido lanzarme con resolución por este camino, estoy literalmente cargada de visitas y de trámites de todo tipo. ¡Catorce visitas al día! ¡Y cartas de agradecimiento! 40

Sabemos que esta elección será reconsiderada y que Madeleine irá por otro camino a partir de 1928. Pero es difícil rastrear su camino interior por la ausencia de documentos suficientemente convincentes. Cuando confía a Louise Salonne su deseo de entrar en el mundo literario, estamos a 18 de julio de 1926; sin embargo, el 15 de abril de 1927 escribe a su madre:

Mi querida Miou 41:

Después de días de reflexión, de oración y sufrimiento, estoy segura de hacer la voluntad de nuestro mismo Maestro permaneciendo en el mundo para trabajar por Él. Te prometo ante Cristo no abandonarte nunca 42.

El 21 de abril, jueves de Pascua, Madeleine lo reitera en una carta más larga y explícita.

Si escribe a su madre que ha decidido permanecer en el mundo, es, ciertamente, porque había pensado en abandonarlo. La tradición oral conserva el recuerdo de una posible entrada en el Carmelo. Christine de Boismarmin, que debía de saberlo al menos por Hélène Jüng, lo refirió en la biografía publicada en 1982 43.

Bajo la alegre afirmación del verano de 1926, tras ganar el premio, estaba teniendo lugar un discernimiento más profundo, o al menos se estaba iniciando. ¿Cómo y bajo qué influencia? Hemos de confesar nuestra ignorancia. De forma espontánea pensamos en el padre Lorenzo. Pero este no era todavía su director espiritual. No lo será hasta finales de 1927. Madeleine no encuentra en el escultismo lo que busca e, inevitablemente, la palabra de este sacerdote obliga a hacer las preguntas esenciales.

¿No es simplemente la gracia la que, poco a poco, va haciendo su trabajo en ella? En todo caso, un primer discernimiento termina en la Pascua de 1927, como testimonian las dos cartas a su madre. No entrará en el Carmelo, permanecerá en el mundo. ¿Por qué? A veces se ha justificado por su frágil salud. Pero, incluso en ese caso, ¿no habría estado tentada de probar? También se argumenta el deseo de no abandonar a sus padres en la situación tan delicada de salud y de desencuentro en la que se hallaban. La veremos, algunos años más tarde, aconsejar a una joven que no entre en el convento para quedarse junto a su madre enferma, ya que el primer deber es atender a su familia.

En cualquier caso, Madeleine hace un discernimiento muy profundo. Tiene la delicadeza de decir a su madre, en la segunda carta, que su amor por ella habría podido cegarla y que tenía que verificar que no se trataba de esa forma de «noble egoísmo» lo que la llevaba a quedarse en el mundo. Precisa que es «por Él», es decir, por Dios, por quien se queda a trabajar en el mundo. Ha puesto el listón muy alto. Su discernimiento se hizo en función de Dios.

Por el momento, el futuro es incierto. Aunque le ha dicho a su madre el 15 de abril que no la va a dejar, el 21precisa: «Te agradezco que me dejes organizar la vida como yo la entiendo» 44.

De todas formas, Madeleine ve el futuro «desde un ángulo demasiado penetrante». Porque si bien no deja el mundo exteriormente, sí lo abandona interiormente. La elección que ha hecho no es solamente entre dos posibilidades, sino que, más profundamente, es la elección de una vida cristiana radical:

Si estoy feliz por quedarme cerca de ti, es porque sé que podré estar también en cualquier otra parte del mundo abrigada por la caridad. Existen prejuicios del egoísmo, una estructura de mentiras en nuestra sociedad a la que no me puedo someter sin negar lo que hay en lo más profundo del alma.

Podríamos decir, jugando con los dos sentidos bíblicos de la palabra «mundo», que Madeleine, al elegir permanecer en el mundo, no eligió el mundo. Asociando a su madre a su profundo deseo escribe:

El padre Sansón diría que Dios es el que se da eternamente, nuestro propósito debe ser llegar a ser uno con él y así entregarnos a través de él a los demás: ¿hay meta más alta en el mundo y no tengo razón para temblar al pensar que habríamos podido perder completamente nuestra vida Jean y yo? Estábamos hechos para otra cosa y el despertar habría podido ser terrible.

Madeleine ya ve ahora más allá del matrimonio. Ha asumido el gran dolor de su juventud y considera su vida como un don total a Dios para todos los demás. Por el momento no conoce el cómo de ese don, pero sabe que será para aquellos con los que se encuentre, a imagen de Dios, que se entrega eternamente. De esta manera, toda la vida de Madeleine está germinando en esta elección sin que sepa todavía la forma que adoptará. En 1955, después de la muerte del padre Jean Maydieu, escribirá a su hermana Paulette: «Mi gratitud por vuestro hermano es doble: la de haber hecho que me encontrara con Dios… y la de haberse marchado» 45.

Se ve la importancia del discernimiento de Pascua de 1927 en el desinterés con el que acoge el rechazo de la editorial Plon 46 de su libro sobre el arte y la mística titulado Le temps de Dieu. El 1 de abril escribe a Louise Salonne: «Si un libro no se publica, es porque no iba a hacer bien. El esfuerzo se convertirá en otras cosechas» 47. Meses antes quería ser escritora; y ahora se desprende de la publicación de sus escritos. Hay otras cosechas más importantes.

¿Cómo resumir la vida de Madeleine durante estos años entre 1926-1928? Primero, es una vida que se podría calificar de viajera. A partir de 1926 se instala en Bretaña, en Quiberon, desde donde hace excursiones a Carnac y a Kergonan. No olvida Arcachon, donde pasa también las vacaciones en casa del doctor Armaingaud, haciendo escapadas a Mussidan, Lourdes y las Landas. Le encanta peregrinar a las catedrales, como indican los últimos poemas de La route. La fiel Clémentine la acompaña a Bélgica. En julio de 1927 la encontramos en Thones, cerca de Annecy, con sus padres, para una temporada de descanso. Pero también la vemos en Saint-Baume, desde donde vuelve por Grenoble.

Es difícil seguirla durante todo este período en el que aprovecha las exoneraciones que le ofrece la profesión de su padre así como el dinero del Premio Sully Prudhomme. Pero sus viajes confirman también que pertenece a una familia suficientemente acomodada como para poder estar en una casa de reposo durante las vacaciones o de viaje turístico sin que la cuestión económica sea una dificultad.

Son estos detalles los que muestran la brecha que tuvo que superar hasta que llegó en 1933 a un barrio muy proletario y en condiciones de vida bastante precarias. Mientras tanto, Madeleine vibra con la belleza de los paisajes y de los monumentos, haciendo a sus amigas descripciones admirables. No se limita a la simple admiración de una turista despreocupada; ve la belleza de Dios reflejarse en la naturaleza en la que descansa y se recrea como en un orden del que la humanidad está muy alejada. Cuando se sumerja en las multitudes del metro y las calles de Ivry, habrá abandonado desde hace mucho tiempo este tipo de reflexión. Por el momento, se la ve todavía dividida entre las decisiones radicales que están arraigando en ella y su reflexión de artista.

 

La vida de Madeleine en esta época aparece también como una vida de enferma y de enfermera. La salud de su padre le preocupa mucho. Este tuvo un ataque de parálisis durante el invierno de 1925-1926; en septiembre de 1926 tuvo una infección de hígado, «el único órgano que todavía tenía sano». Ella misma tampoco está bien. Por problemas estomacales e intestinales no come lo suficiente. En 1927, las dificultades se suceden. Arrastra las secuelas de la gripe de 1919 y apenas camina. Es operada de apendicitis.

En mayo, su madre, agotada, tiene que ir a Arcachon a descansar. Madeleine se queda con su padre, infectado por un absceso. El 28 de mayo, el médico le diagnostica a ella un quiste en un ovario, del que finalmente no será operada. Toda la familia pasa el mes de julio en Luxeuil, descansando e intentando sanar. Pero en la primavera de 1928, Madeleine tiene una recaída y debe irse de nuevo a descansar a Chevreuse.

Sus cartas a Louise Salonne durante estos meses dan la impresión de que está teniendo un mal sueño. En todo caso, el conjunto es bastante impresionante. Esto será así en muchos episodios de su vida. Arrastrará a menudo al «hermano cuerpo», luchando contra la fatiga, soportando problemas dentales, migrañas que la anulan y otras enfermedades. Sin embargo, a partir de ese momento no se deja abatir. Después del reposo necesario al que al final consiente, continúa con más intensidad. Aprende a acomodarse a su frágil salud.

Su madre, por su parte, se sentirá mejor después de la separación de su marido; no volverá a tener períodos depresivos que la obligaban con mucha frecuencia a descansar. Pero su padre, a partir de estos años de 1927-1928, comienza un largo calvario que será a la vez un viacrucis para los que le rodean, y en particular para Madeleine. Esto durará prácticamente veinticinco años.

Lo que más puede sorprender es la manera en que Madeleine vive el sufrimiento, el suyo y el de sus padres. Siendo todavía muy joven, da muestras de un gran dominio, como en tantos otros momentos, y de una madurez en la fe que sorprenden. Invadida por la alegría de la resurrección desde el primer momento de su conversión, sabe por experiencia que el mundo no puede escapar del sufrimiento y que solo la cruz de Cristo le puede dar sentido.

No se rinde ante el mal; le horrorizaba la resignación y sabía combatirla. Sin embargo, sale herida, como todo ser humano; tuvo que hacerle frente, aceptarlo cuando era inevitable creer que la cruz de Cristo nos permite sobrellevarlo y nos da una alegría misteriosa que no puede conocer quien se resigna abandonando la partida o quien se revuelve y se deja atrapar por la violencia.

«Siempre y en todas partes el sufrimiento, a pesar del dolor de verlo en los nuestros, debemos llamarlo dichoso», escribe a Louise Salonne el 11 de septiembre de 1927, a pesar de sus fuertes problemas personales y familiares. ¿Cómo puede emplear la palabra «dichoso» hablando del dolor? Es que el dolor, dice, da forma a nuestras almas, que, sin él, quedarían hundidas en el fango, «atascadas». El dolor nos obliga a salir de nuestro aislamiento, de nuestro enterramiento, para buscar otra alegría, la verdadera alegría.

«Cuántos enterrados vivos hay que, gracias a él, han vuelto a la luz. Qué alegría para los que sufren saber que pueden ayudar a esta resurrección o a la suya» 48. ¿No es esto lo que hace ella misma por Louise Salonne, ayudada por su propia experiencia del sufrimiento? Madeleine ya ha comprendido que la alegría de la resurrección, la única que es verdadera y plena, solo se encuentra en el interior del consentimiento a la prueba del dolor. Ha comprendido que así puede reflejar sobre su mismo rostro la «santa faz del dolor en los ojos de la alegría», como dirá en el que fue su último poema, escrito en 1928, y sobre el que volveremos.

A pesar de este severo horizonte que acabamos de describir sobre cómo afronta el dolor físico y moral, y sin duda a causa de este dinamismo de la resurrección que la invade, podemos decir que la tercera característica de la vida de Madeleine en estos años es la de ser estudiosa. Por sorprendente que pueda parecer, encuentra tiempo para formarse en el plano artístico; en junio de 1926 entra en el taller de dibujo de Lucien Simon, en el número 14 de la calle Grande Chaumière, en el distrito 6. El ambiente, un tanto ordinario, apenas le gusta.

De otro maestro, Biloul, en el taller en el que se apuntó primero, aprendió a mirar, a meditar, es decir, «a penetrar en la intimidad de las cosas, con toda humildad y sinceridad», en definitiva, a «rezar, estar solamente en “los puntos extremos del alma, sentir”, decía Biloul, pero esto no dice lo suficiente; vivir es la palabra: como los santos viven a Dios, el artista, llegado a este grado de su arte, vive una imagen de Dios».

Madeleine equipara el progreso artístico al progreso en la oración, donde primero lee, después medita y finalmente reza y contempla, perdiéndose en Dios. Rápidamente ha visto una relación estrecha entre el arte y la vida de fe. Estaba preparada para ir más lejos, como veremos enseguida.

Otro terreno de estudio es el de la cultura literaria, además de filosófica y mística. ¿A quién pide consejo? ¿Al padre Lorenzo? ¿O es puramente autodidacta? En cualquier caso, sobre la mesa de su habitación se encuentra desordenadamente todo lo que ella llama sus «ídolos de papel» 49: Teresa de Ávila, Tomás de Aquino, Bossuet, Mauriac, Barrès, Cocteau, Psichari y, a partir de 1928, Claudel, al que no cesa de citar en sus cartas a Louise Salonne. ¡Qué mezcla! A lo que añade, como ella misma dice, «una cura de filosofía», sin precisar las obras de las que echa mano.

Al principio parece que quiere asentar sus conocimientos y su cultura general para poder lanzarse con todas las ventajas posibles en la carrera literaria a la que aspira, sobre todo después de haber obtenido el Premio Sully Prudhomme. Pero rápidamente se introducen otras motivaciones: comprender mejor su fe, estructurar mejor su pensamiento, acercarse mejor a la experiencia mística y, sobre todo, entender mejor las relaciones entre el arte y la mística, problema que parece apasionarle.

En efecto, Madeleine escribe el libro Le temps de Dieu, que será rechazado por los editores a los que se lo ofrece: «Mi libro de prosa es un ensayo sobre el arte y la mística» 50. Da una nueva conferencia en el círculo Pascal, esta vez sobre el simbolismo de la poesía. También pone en marcha una nueva recopilación de poemas que terminará en 1928. Sin embargo, en 1927 declara: «Me he “plegado” sobre el único valor del espíritu, de la cultura, del intelectualismo» 51. Empieza a alejarse el tiempo en el que la inteligencia ocupaba el primer lugar en su escala de valores.

Con esta colección de poemas, jamás publicada, se va a cerrar, paradójicamente, lo que podría llamarse el período literario de Madeleine, en el que parecía que quería llegar a ser escritora. Renunciará a escribir y a una carrera artística en general con un largo escrito en el que hace la transición del arte de la escritura al arte de la caridad. Madeleine era una escritora nata. Solo a través de un escrito podía renunciar a escribir.

La recopilación está formada por una serie de veinte poemas. El primero de ellos lo titula: «Les compatissants» 52. Llama así a los artistas. El mundo sufre y el artista es el que comulga con el sufrimiento del mundo: «Artistas, Dios os ha elegido para recoger la siembra de las lágrimas». El sufrimiento de los artistas proviene del amor que sienten por el mundo: «Vosotros sois los que amaréis con un amor tal lo que Dios hizo, los que sentiréis todo sufrimiento, el de los hombres y las cosas».

Poco a poco se ve a través de las palabras y las expresiones, sin que nunca lo diga explícitamente, que el sufrimiento de los artistas se asimila al sufrimiento de Cristo: «Vuestro rostro resplandecerá inmenso, por encima del mundo, la Santa Faz del dolor en los ojos de la alegría». Madeleine avanza poco a poco en sus poemas a través de los que ella llama «los santos del arte, los justos, los doctores, los hermanos de las pequeñas cosas, santos de la humildad y la pobreza, los contemplativos», hacia el encuentro de la única Belleza.

Pero todavía hay aquí niveles que superar, los de los «dichosos que hicieron voto de caridad». Aparecen entonces los miembros de Cristo, el que mejor comulga con el sufrimiento del mundo, porque él ama a este mundo; sufre con el sufrimiento, del que nos dice estar misteriosamente resplandeciente de alegría.

Así, el arte verdadero, el arte supremo, se transforma en caridad:

Da, oh Belleza, la caridad a todo mi ser, y que esté en la cumbre de mí misma.

Que todas las fuerzas de mi vida, cada tarde, vuelvan hacia ti…

En los días que vea el mundo como un hospital sin sol…

Cuando avance por las salas buscando en vano en los ojos llenos de sangre, vino y oro, un solo reflejo de tu luz, oh Belleza…

Dame tu caridad.

Para que yo bese la huella de tus dedos indelebles sobre las almas,

sobre la mía como sobre la suya.

La caridad nos permitirá ver en las almas la huella, la imagen y la semejanza de Dios y lo que ha sido moldeado por los que son cada día un poco más esa huella, esa imagen y esa semejanza. Al escribir sin duda su poema más bello, Madeleine abandona la poesía, porque ha encontrado un más allá de la poesía y del arte: la caridad. El verdadero artista es el que posee en él la caridad y la pone al servicio de sus hermanos. Este es el artista que Madeleine quiere llegar a ser en el transcurso de 1928, cuando supera una nueva etapa en su discernimiento. Es muy posible que, para entonces, el padre Lorenzo esté allí por algo.

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