Madeleine Delbrêl. Poeta, asistente soci

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Orgullo legítimo por parte de la fiel institutriz; ¡solo esperábamos que no la llevara a las clases de Léon Brunschvicg! Fuera lo que fuera, gracias a la asistencia a estas clases pudo adquirir la cultura que le permitiría más tarde dar conferencias sobre el arte en el Círculo Saint-Dominique, así como escribir un ensayo sobre el arte y la mística, presentado y rechazado en dos editoriales sucesivamente y que hoy, desgraciadamente, se ha perdido.

Un encuentro decisivo

«Si amo, será de vez en cuando, como para probar, a escondidas» 13, decía en «Dieu est mort, vive la mort». La perspectiva de la maternidad apenas la atrae. ¿Por qué traer al mundo personas que tendrán que irse, como los demás, para entrar un día en la nada? Aunque un solo rostro puede hacer derretir el hielo que ha congelado el estanque y camuflado el jardín. En su postura de joven intelectual ya decepcionada, Madeleine ignoraba que la corriente de amor podía barrer a su paso las posiciones en apariencia más reflexivas y las defensas mejor establecidas.

Entre los distintos participantes del círculo literario del doctor Armaingaud se encontraba un joven brillante, alumno de la Escuela Central, profundamente cristiano y que había expresado su deseo de entrar en alguna Orden religiosa. Se llamaba Jean Maydieu; pertenecía a una familia de la burguesía de Burdeos que poseía una segunda residencia en Arcachon, junto a la del doctor Armaingaud. Este cuidaba a señora Maydieu, enferma de un cáncer que acabaría con ella; había aceptado ser el padrino de Jean.

Nadie se opuso a la relación que se estableció entre Madeleine y Jean, incluso se la alentó: ¿era la esperanza, en el entorno de Jean, para desviarle definitivamente de una vocación de la que se hablaba poco en aquella época? Es posible. En cualquier caso, se vieron con regularidad. Jean Maydieu acudía frecuentemente a casa de los Delbrêl, donde se quedaba a cenar: «Lo veíamos mucho», dice Clémentine.

Las visitas duraron bastante tiempo, al menos un año. Durante las vacaciones, todo el mundo se encontraba en Arcachon; navegaban, tenían largas conversaciones. Madeleine estaba enamorada, hasta el punto de que las familias y los amigos pensaban que los dos jóvenes no estaban lejos de anunciar su compromiso.

El amor acercaba cada vez más a los dos. Pero, al mismo tiempo, el trato con Jean Maydieu empezaba a sembrar la duda en Madeleine sobre su ateísmo. Cuando más tarde escriba hablando de la muerte de Dios: «¿No habrá alguna “duda” sobre esta muerte?» 14, es posible que pensara en la duda que comenzaba a invadirla, en este año de 1923, bajo la discreta influencia de su casi prometido.

¿Cómo es posible que este joven tan inteligente fuera cristiano? No olvidemos que, en esta época, para Madeleine la inteligencia era el valor supremo. Jean no hacía propaganda, pero tampoco ocultaba su fe. Lucette Majorelle dice:

Recuerdo que estuvimos bailando hasta el amanecer, y, saliendo de donde estábamos, fuimos todos juntos a misa a la iglesia que estaba más cerca, y lo que me pareció extraño fue que Maydieu había comulgado. Le dije a mamá: «Qué rara es la idea de comulgar cuando uno se ha pasado la noche bailando».

En la imaginación de esta joven, el baile debía de ser algo que estaba en las fronteras de lo permitido y lo prohibido, en todo caso, algo que no era compatible con una vida cristiana plena y verdadera. Madeleine se encontraba sin duda lejos de ese tipo de preocupaciones, aunque de todas formas admiraba demasiado a Jean Maydieu como para poner en cuestión una libertad que, por otra parte, lo único que podía hacer era llenarla de alegría.

Varias cuestiones se plantean a propósito de esta relación de Madeleine con Jean Maydieu. La primera es la de su proyecto en común. Sobre este punto, los testimonios concuerdan en cuanto a las intenciones de Madeleine, aunque existían pequeñas diferencias entre ellos. Para Hélène Jüng está claro que Madeleine proyectaba unir su vida con la de Jean Maydieu; la manera en la que ella describe el baile organizado por sus padres para celebrar el decimoctavo cumpleaños de su hija es significativa:

Recuerdo una gran velada en casa de los Delbrêl (entonces estación Denfert-Rochereau) para celebrar los 18 o 19 años de Madeleine. Estaba vestida a la griega, lo que acentuaba su perfil de camafeo […] Estaba sobre todo muy feliz por la alegría de estar oficialmente comprometida con Jean Maydieu.

Para Lucette Majorelle, Jean había entrado en la vida de Madeleine como alguien extraño que había alterado completamente sus proyectos:

Durante mucho tiempo Madeleine me daba la impresión de ser una persona que no tenía deseos de casarse. El matrimonio no contaba para ella. Esto me pareció contradictorio y extraño cuando la vi con Jean Maydieu. Me parecía una persona que quería siempre lanzarse a la vida sin preocuparse de un eventual compromiso, y, cuando vi el rostro de Madeleine, en definitiva, el rostro de una mujer enamorada, no era para nada la Madeleine que conocíamos.

En cualquier caso, para todos los que conocían a Madeleine, estaba conquistada y el matrimonio era inevitable. Sus amigas decían que, para poder ser seducida, Madeleine necesitaba admirar. De hecho, ese era el caso. Algunos testimonios hablan de una transfiguración de Madeleine cuando estaba con él. Lo que explica que la ruptura brutal engendrara en ella un verdadero trauma del que no se repuso con facilidad. Ella, que, al parecer, nunca había pensado en el matrimonio antes de su encuentro con Jean, ¿cómo no iba a estar profundamente trastornada por el cambio de opinión de aquel a quien amaba?

Pero ¿qué sucedió por parte de Jean Maydieu? ¿Era su proyecto tan claro y tan determinado? En realidad, sabemos poca cosa. Los testimonios nos dicen que su actitud hacia ella no se prestaba a otra interpretación más que la de un amor declarado. ¿No había bailado toda la noche con ella sin cambiar de pareja? Sin embargo, otros dicen que él nunca había descartado del todo una posible vocación dominica, pues seguía interesándose por la filosofía tomista. Indicio muy sutil, después de todo.

¿Hubo alguna promesa por parte de ambos? No lo sabemos. El resultado de sus visitas asiduas, ¿no le parecía evidente a Madeleine hasta el punto de no haber percibido en él alguna reserva? No son más que conjeturas. ¿O simplemente es el espacio de dos años en los que él está obligado a hacer el servicio militar lo que le lleva a reflexionar y a dejarla? Pero, entonces, ¿por qué lo hizo tan bruscamente y sin aparente explicación?

¿Por la imposibilidad que él presentía de poder soportar la pena de Madeleine? ¿Por el temor de estar atrapado por su amor? Es difícil creer que él no le diera ninguna explicación. Sin embargo, Madeleine nunca hizo alusión a algún intento de retomar la relación que habría podido atenuar su dolor. Por lo tanto, es mejor dejar en el misterio este importante episodio en la vida de Madeleine.

Otra cuestión que se plantea es el papel que tuvo Jean Maydieu en la conversión de Madeleine. Es evidente que su presencia le marcó mucho, aunque quizá también la de otros cristianos. Porque Madeleine habla en plural cuando evoca las influencias que la condujeron a la fe. Pero ¿acaso no es por pudor, por evitar destacar demasiado a este al que nunca quiso ver después de su separación, es decir, por discreción?

Se sabe que su camino estuvo marcado primero, como ella dijo, por una «búsqueda intelectual exigente». Tocada por la fe de Jean Maydieu y quizá por la de otros amigos, entra en un proceso intelectual honesto. Puesto que aquellos a los que ama y estima son creyentes, debe examinar los nuevos costes de la cuestión: «Honestamente, ya no podía dejar no solo a su Dios, sino a Dios, en el absurdo» 15. Es entonces cuando Dios se le presenta como una realidad posible. Pero, para no quedarse en el nivel de la inteligencia, se pone a rezar:

Si quería ser sincera, Dios, no siendo rigurosamente imposible, no debía ser tratado como probablemente inexistente. Elegí lo que me parecía la mejor traducción de mi cambio de perspectiva: decidí rezar. La enseñanza práctica de esos meses me había proporcionado esta idea un día en el que, con ocasión de cierto tema, se había evocado a Teresa de Ávila, quien aconsejaba pensar en silencio en Dios durante cinco minutos todos los días. Desde la primera vez recé de rodillas, por temor, todavía, al idealismo 16.

En un poema fechado el 2 de febrero de 1924 escribe:

Tengo mi puerta suplicante sin flores y sin ofrendas.

¡Para que te detengas tú, que vas por el camino!

Doblé mis rodillas y extendí mis manos.

Tengo la humildad de los pobres que mendigan.

Me he postrado, pues no soy digna

de que cruces mi puerta y aquí reposes 17.

Pero ella duda. El 4 de febrero escribe: «Caminante, sigue tu camino y no entres».

No se sabe exactamente la distancia que separa estas primeras tentativas de rezar del deslumbramiento del don de la fe. Sin embargo, podemos fechar claramente este el 29 de marzo de 1924. En efecto, en varias ocasiones evoca en sus escritos esta fecha como un aniversario. Así, el 27 de marzo de 1954 escribe a una amiga llamada Paulette 18: «En efecto, el 29 llego a los treinta» 19.

Pero se sabe muy poca cosa sobre lo que le sucedió en esos días, por otra parte tan atormentados. Como siempre, fue muy parca en sus confidencias. La imagen que empleó fue la del deslumbramiento: «Había sido y sigo estando deslumbrada por Dios» 20, dirá pocas semanas antes de su muerte a un grupo de estudiantes que le había pedido una conferencia sobre su itinerario.

 

Ese mismo 29 de marzo de 1924 escribe un poema que, sin duda, marca un cambio profundo:

Pues en el alma cantaban fuertes como el mar,

la voz de la tierra fecunda y la voz del desierto.

«Ven a mí», el Desierto es una inmensa llamada

que me han arrojado los horizontes en la luz.

Camina al sol viviendo en los espectros de las piedras.

Tu camino se ha estremecido bajo la llama eterna 21.

Poema difícil de descifrar: ¿quién es el «mí» de «ven a mí»? ¿Es Dios mismo quien la llama al desierto? ¿Y de qué está constituido en ese momento el desierto? Jean Maydieu ya está lejos. Parece que haya tomado la decisión desde octubre de 1923, es decir, poco tiempo después de comenzar el servicio militar. Sin embargo, nos faltan los documentos que nos permitan reconstruir el itinerario preciso. Se sabe que no tomó el hábito dominico hasta el 22 de septiembre de 1925 en el convento de Amiens. ¿Se trata, pues, del desierto de su ausencia? En cualquier caso, el desierto es ahora una inmensa llamada, el horizonte es luminoso y el camino de Madeleine es alzado por una llama eterna.

Sea lo que sea, sería falso decir, ya que alguna vez se ha sugerido, que la conversión de Madeleine estuviera vinculada al dolor por la pérdida del amor. No era una mujer que encontrara refugio sentimental en la religión. Su camino hacia la fe había comenzado mucho antes de que Jean Maydieu la dejara. Más bien al contrario: decepcionada, quizá abandonara su búsqueda, cuando quien más había influido en su descubrimiento de la fe la dejaba por Dios. Nunca lo fue. Sabía separar las cosas que no pertenecen al mismo orden.

Su fe de principiante no le impidió atravesar una crisis muy grave. Porque el choque fue duro, la hizo vacilar. El 13 de octubre de 1923, seis meses antes de su conversión, había escrito un poema titulado «Ariette dans le vent» 22, en el que reflejaba toda la desilusión de jovencita por la cual, cuando llegó el viento del invierno, «sobre la nada, el camino de la locura permanece abierto». Claramente queda deslumbrada; había invertido tanto en esa relación que ahora se le abría un futuro completamente desconocido.

En este contexto recibe el deslumbramiento de la fe, como un relámpago de certeza infinita que la atraviesa; después de haber buscado largo tiempo, después de haber trabajado intelectualmente la posibilidad de reconocer el acto de creer, después de haber vencido el orgullo de su inteligencia, después de haberse arrodillado para rezar, para llamarle, si existe, Dios llega a ella: «Creo que Dios me buscaba» 23, escribirá más tarde.

Aquí hay que entender la expresión «creo» en el sentido fuerte de la palabra «creer». Pasó del Dios posible al Dios seguro. Pasó del Dios posible, pero incierto, a la certeza vital de creer.

Esta transformación se realiza en el interior de una tempestad sin precedentes, que hace resaltar, todavía más profundamente, la obra de la gracia en ella. Es sorprendente ver cómo a la vez se hunde en las tinieblas humanas y camina hacia la luz de Dios. El 20 de noviembre de 1923, cuando su búsqueda todavía no ha terminado, escribe en un poema a la Virgen titulado «Retable –Chanson pour Notre-Dame Officiante»:

Las almas del cielo, fantasmas sin rostros,

las de la ciudad en sus aullidos,

las de la piedra en la profundidad de las edades,

una a una han caminado hacia tu resplandor.

Y el alma de mi alma, alma de los que viven,

alma que hace romper la realidad que la abraza,

alma enloquecida en el infinito que la eterniza,

ha encontrado la paz en la plegaria de tus manos 24.

¿Cuál es esta paz que le llega por María cuando todavía no ha encontrado a Dios? Aunque no la mencione frecuentemente, la Virgen María jugó en la vida de Madeleine un importantísimo papel. Tenía hacia la madre de Jesús una devoción dulce y afectuosa, sin cursilería alguna. Al final de su recopilación de poemas en La route reúne varios dedicados a Nuestra Señora, escritos o bien antes de su conversión o reescritos después; señal de que, para Madeleine, la Virgen la acompañó en el descubrimiento de la fe.

La condujo hacia su Hijo y la acompañó después. El «alma enloquecida en el infinito que la eterniza ha encontrado la paz en la plegaria de tus manos». Es como si la dulzura de María atenuara la violencia del encuentro con el infinito de Dios, esa luz cegadora de la que hablará más tarde como una «luz negra» 25. Ese abismo insondable de los misterios de Dios 26, como dice también, abismo que todavía la asusta, que es como aliviado por la oración de las manos de María, como si esas manos la llevaran para que aceptara sumergirse en el abismo de Dios.

A través de estos textos vemos que el descubrimiento de Dios no fue brusco para Madeleine, aunque ciertamente la iluminación fue fuerte. La fue preparando durante largos meses de recorrido. Pero lo paradójico es que se llevó a cabo en medio de las tinieblas por la pérdida de Jean Maydieu y de la conmoción interior que eso llevaba consigo. Y ahí la encontramos sumergida en una dura soledad de la que su familia no la ayuda a salir.

Sus padres también están decepcionados. El probable matrimonio de su hija con el hijo de una gran familia burguesa era, sobre todo para Jules Delbrêl, un logro social inesperado. Este se vuelve contra Jean Maydieu y tendrá expresiones particularmente amargas hacia el futuro dominico que ha abandonado a su hija. Firma varios poemas con el pseudónimo «Jacques Maymort», con el que hace un desagradable juego de palabras: el joven que lleva a Dios en su apellido [Dieu] llevará en adelante a la muerte [mort].

Además, el mal estado de salud del padre de Madeleine se agravó, tanto en el plano físico como mental. Jules Delbrêl se había quedado prácticamente ciego. Madeleine tenía que transcribir al dictado de su padre los malos poemas que pretendía escribir y en los que había más de una crítica abierta a Jean Maydieu. Así, el poema titulado «Le ramier et la tourterelle»:

Pero apenas la tórtola

hubo pronunciado el nombre del tenebroso,

la paloma de repente se volvió silenciosa

y bruscamente abandonó a la bella

sin tener piedad con su pequeño corazón,

lleno de amargura y dolor 27.

Estas alusiones apenas disimuladas ciertamente no podían ayudar a Madeleine a sobreponerse de su tristeza. La situación se veía agravada aún más por el hecho de que las relaciones entre sus padres se degradaban.

El camino de fe, por una parte, y la soledad dolorosa en la que se hunde, por otra, después de la partida de Jean Maydieu, sin duda no eran dos caminos paralelos sin contacto entre sí. Tal vez se habría hundido del todo si no hubiera creído. Pero los documentos han dejado muy poco rastro de este período del que se podría pensar que fue luminoso únicamente cuando leemos lo que escribió más tarde sobre la irrupción de Dios en su existencia, que, de hecho, fue una de las etapas más oscuras y más difíciles de su vida.

Sabemos que justo después de su conversión hizo un gesto simbólico que solo contaría mucho más tarde a Jean Durand, fiel amigo de los Equipos, quien será un relator fiel: «La srta. Delbrêl cuenta que en el momento “en que se convirtió”, llevó al arzobispo dos ópalos que apreciaba mucho, y que había sido recibida un poco como por una ventanilla; en ese momento a ella esto no le sorprendió» 28.

Podemos detenernos en algunos aspectos de este gesto: primero, en el momento en el que se convirtió se vuelve hacia la Iglesia y es a la Iglesia a la que se abandona en un acto simbólico con unas joyas que le son queridas. La dimensión eclesial, pues, está presente desde el punto de partida de su vida cristiana. El gesto que realiza es profundamente femenino; pero que la Iglesia esté aquí implicada muestra que su conversión es desde el principio una conversión cristiana en todas sus dimensiones.

Llega a Cristo por el testimonio de los cristianos, y, por tanto, de la Iglesia; quiso llegar a Cristo en la Iglesia por este gesto insólito. Habría podido, por ejemplo, vender sus ópalos y dar el dinero a los pobres; esto habría significado que su conversión la había conducido no solo a creer, sino a vivir la caridad. Pero no es esto lo que hace.

Empujada por el instinto segurísimo de la fe, va al obispo (no olvidemos que este siempre será para ella el corazón de la unidad de la Iglesia diocesana, como Roma será el corazón de la Iglesia universal) y no se sorprendió de ser recibida «como por una ventanilla»; para ella, en efecto, el don que hace solo puede ser anónimo, depositado en el gran tesoro anónimo de los pobres; no busca ningún reconocimiento. Ahora es del todo de la Iglesia, unida a la Iglesia para siempre por ese don simbólico que es el don de sí misma.

Pues no hay que olvidar que Madeleine escribió, antes de su conversión, un poema titulado «Ópalos», que es uno de los más significativos del nihilismo, en el que se regodea del desprecio irónico que sentía por sus contemporáneos, quienes, no queriendo hacer frente a la muerte, profesaban diferentes tipos de esperanza, según ella, irrealistas:

He querido parecerme a un ópalo raro

que el desprecio incrusta entre sus garras orgullosas 29.

Al despojarse de sus ópalos, la misma Madeleine se despoja al menos de la jovencita desdeñosa y orgullosa que era a sus 18 años y empieza a despertarse en su corazón, que se ofrece, una humildad del todo nueva.

Es más significativo para el historiador de hoy que se haya conservado el recuerdo de ese gesto antes que el de una confesión o una conversación con un sacerdote, que posiblemente tuvo lugar, pero que desconocemos y cuyo contenido más íntimo se nos habría escapado de todas formas. Los ópalos nos dicen mucho más que una confesión. Son, de hecho, una confesión en sí.

Lo que también sabemos es que Madeleine, después de su conversión, se desligó durante un tiempo de las amistades que había forjado. ¿Se trataba para ella de una necesidad de soledad interior para evaluar su vida, la calidad de sus relaciones? ¿O bien por el efecto de sus obligaciones familiares, que hacían pesar sobre ella la mala salud de su padre? ¿Deseaba estar más cerca de sus padres? ¿O simplemente se daba cuenta de que ya no podía seguir viviendo como antes y de que tenía que darse un tiempo para buscar un nuevo modo de vida? Sin duda hubo un poco de todo esto en su actitud, que sus amigos respetaron inmediatamente después de su conversión.

Lo que sí sabemos es que Madeleine, que ha sufrido el alejamiento de Jean Maydieu como un choque brutal e imprevisto y que, además, se encuentra confrontada con una situación familiar cada vez más difícil, se hunde en 1925. Tiene que ir varios meses a una clínica de convalecencia en el valle de Chevreuse 30.

Allí no fue muy bien atendida, en una época en la que los problemas psicológicos no eran muy conocidos por la medicina. Parece ser, según el testimonio de Clémentine Laforêt, que estuvo mal alimentada.

En fin, podemos pensar que sus problemas de salud no influyeron en su relación con Dios; es posible que su agotamiento físico y psíquico hubiera reavivado en ella, como una reminiscencia dolorosa, el sentimiento del absurdo que la había invadido antes de su conversión. De este estado, a decir verdad, solo tenemos un indicio: el poema titulado «Le désert», que ya hemos citado, compuesto el 29 de marzo de 1924, el mismo día de su conversión. Este poema forma parte de una recopilación que presenta al jurado del Premio Sully Prudhomme en 1926 y que será publicado en enero de 1927 bajo el título La route. Sin embargo, cuando releemos la estrofa que hemos citado, nos llevamos la sorpresa de verla transformada:

Pero el desierto dijo: «Soy un océano

que posee la vida en sus olas de llamas,

un yunque abrazado donde se forjan las almas,

soy el libro abierto sobre el borde de la nada» 31.

Madeleine no nos facilita la tarea. Aquí el desierto se ha convertido en un océano de llamas «que posee la vida»; la perspectiva es, pues, positiva. El desierto no nos va a resecar, sino a quemar: la imagen del fuego es normalmente positiva en Madeleine; la empleará mucho en el futuro para simbolizar la expansión de la palabra evangélica; aquí está unida a la vida (está pensando sin duda en la zarza ardiente de Moisés).

 

En este fuego hay un «yunque abrazado donde se forjan las almas»; lo que significa que el desierto sigue siendo una prueba, pero que permite a las almas llegar a ser más fuertes, estar mejor armadas para el combate espiritual y la vida apostólica. Pero la última línea de la estrofa cae sorprendentemente: el desierto se convierte en «un libro abierto sobre el borde de la nada». Aquí se nos invita a ir a leer «un libro abierto sobre el borde de la nada». ¿De qué libro se trata y de qué nada?

La posición es clara: este libro no está allí para servir de adorno, debe ser leído, ya que está abierto, ofrecido a la lectura. El desierto, es decir, la prueba, ¿es el mismo libro que descifrar como parece indicar el sentido más inmediato? ¿O bien, por una de las contradicciones con las que está tan familiarizada, Madeleine quiere hablar simplemente del libro del Evangelio y más concretamente de la Palabra de Dios, de la que Cristo se alimenta en el desierto?

Sin embargo, este libro está «abierto sobre el borde de la nada». Existe un riesgo; podríamos caer en la nada al leer el libro; afortunadamente, somos fuertes, pues nuestras almas están forjadas por el fuego del desierto-océano. La nada aparece, entonces, como una tentación que se opone al libro y que quiere devorar a los que le rodean. ¿Quiere esto decir que Madeleine tiene la sensación en su larga prueba de la tentación de la nada?

No tanto la tentación del suicidio, lo que reduciría sus palabras a una dimensión meramente individual; sino la tentación, de algún modo y sin juego de palabras, la sensación de un mundo vacío, absurdo, contra el que el libro aparece como la salvación. Madeleine ha tocado esta nada en el vacío creado por la marcha de Jean Maydieu y la situación familiar, que le parece sin salida; sin embargo, esta nada la desborda por todas partes, es la nada de un mundo que se piensa absurdo, como ella misma lo pensó en otras ocasiones.

El desierto en el que Madeleine avanza es de fuego, y este fuego da la vida a su alma y la forja; el libro da sentido, pero siempre «sobre el borde de la nada». Ahora Madeleine tendrá que sacar ese mundo de la nada, igual que Dios la ha sacado a ella. Entonces, «tu himno de amor llenará el desierto», escribe para concluir el poema.

Esta interpretación es sobre todo más verosímil porque el poema fue más tarde reescrito, a inicios de 1926, y quizá incluso a finales de 1925, poco tiempo después de su regreso de Chevreuse, ya que el Premio Sully Prudhomme le fue concedido en julio de 1926 32, y hay que tener en cuenta el retraso entre la entrega del manuscrito y la atribución del premio.

Si esto es así, el hermano carmelita Jérôme de la Mère de Dieu, a quien había conocido durante el verano de 1926 en Brujas 33 y al que le envió un ejemplar de La route, no comprendió bien este pasaje. Se asustó de lo que en realidad era para Madeleine una confesión de fe, consciente del abismo del que había escapado. Le responde:

La última palabra 34 –¿no le importa que se lo diga?– me choca. Hay en sus versos una indiscutible inspiración, un verdadero aliento, pero hay partes en las que su inspiración parece atraerla hacia el abismo, un lugar en el que no hay esperanza, porque Dios no está 35.

En realidad, Madeleine no se siente atraída por la nada, ya que lee el libro y posee la fuerza que viene del fuego. Pero sabe lo que es el vacío, puesto que lo ha vivido, y la prueba que acaba de pasar y que no ha terminado, al menos la parte de su familia, ha reavivado el recuerdo.

Y sabe también que el libro siempre será leído «sobre el borde de la nada», ya que se lee para sacar a los hombres de la nada. No hay otra postura apostólica posible. Su inserción en pleno contexto marxista, en Ivry-sur-Seine, ocho años más tarde, simplemente con el evangelio en las manos, no tendrá otro sentido.

El padre Lorenzo

Hasta aquí, Madeleine ha caminado sola con una fe encontrada, aparentemente sin ayuda personalizada. Durante los dos primeros años que siguen a su conversión nada permite decir que se hubiera visto con un sacerdote regularmente para un acompañamiento espiritual. Sin duda, fue a alguna conferencia, como testimonian las notas tomadas en uno de sus cuadernos 36, en los que también escribía o recopilaba poemas; con fecha de julio de 1925 aparecen las notas de una conferencia sobre la Trinidad. Pero nada más. No se conserva nada de su correspondencia en esta época. Las cartas entre su madre y su tía, Alice Junière, también fueron destruidas.

Pertenece a una parroquia recientemente levantada: Saint-Dominique, en la calle Tombe-Issoire. Se encuentra muy cerca de la plaza Saint-Jacques, donde Madeleine vive con sus padres. En el otoño de 1925 es destinado aquí un joven sacerdote de 32 años, con un recorrido ya demasiado tormentoso, el padre Jacques Lorenzo.

Este sacerdote había nacido en Fontaine, en Isère, en julio de 1893. Su padre era oficial, y su madre, hija de un tesorero general del Estado en Isère. Era el séptimo de ocho hermanos. Los desplazamientos profesionales de su padre llevaron a la familia a Constantine, donde Jacques comenzó sus estudios secundarios; después van a Mans, donde los terminó en el colegio de los jesuitas.

Su vocación se despertó en su adolescencia. A los 17 años, a principios de octubre de 1910, entró en el Seminario de Issy-les-Moulineaux. Primero se instaló en la diócesis de París. Movilizado en 1914, no regresó al seminario hasta octubre de 1918, y fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1921. Animado por un vivo deseo apostólico, pidió entrar en una congregación recientemente fundada por el padre Anizan dedicada a la evangelización de los barrios pobres: los Hijos de la Caridad.

Después de un año de noviciado hizo su profesión religiosa el 20 de diciembre de 1922 y fue nombrado vicario parroquial de Nôtre-Dame Auxiliatrice, en Clichy. En esta parroquia permanecía vivo el recuerdo de san Vicente de Paúl, en la que él mismo había sido párroco en el siglo XVII. Tres años más tarde, el padre Lorenzo dejaba la congregación para volver al clero diocesano. Las razones de este cambio de opinión siguen siendo oscuras.

Parece, sin embargo, que el padre Lorenzo sufrió muy pronto una tensión entre las exigencias de la vida religiosa y las del ministerio. Fue el mismo caso de otros, como el padre Godin, que siguieron el mismo itinerario.

Hay que decir que el padre Anizan había establecido en la congregación que acababa de fundar un reglamento muy estricto en cuanto a la vida comunitaria, que apenas permitía estar con las personas cuando estas estaban disponibles. En parte se habían mantenido las costumbres de otra congregación, los religiosos de san Vicente de Paúl, de la que había sido superior general y que la había dejado tras unas denuncias en el contexto de los comienzos de la crisis modernista. Rehabilitado por Benedicto XV, había podido fundar los Hijos de la Caridad.

Cuando el padre Lorenzo vuelve al clero diocesano de su diócesis de París, es nombrado vicario en Saint-Dominique y capellán de la tropa scout de la parroquia. En otoño de 1925, al salir a duras penas de la grave crisis que acababa de atravesar, Madeleine toma contacto con el movimiento scout y la vida renace en ella lentamente; vuelve a escribir poemas; cinco de los cuales, que serán reunidos en La route, fueron publicados en la revista Nos poètes a partir del mes de marzo de 1926.

En junio se inscribe en la Académie de la Grande Chaumière 37, en la calle de la Grande Chaumière, en el barrio de Montparnasse, adonde acude al taller del pintor Louis-François Biloul y al taller de dibujo de Lucien Simon. Allí es donde conoce a una de sus grandes amigas, Louise Salonne 38, con la que mantuvo una correspondencia regular hasta su marcha a Ivry en 1933. En junio, Madeleine da una conferencia sobre «el padre Bremond y la poesía pura» 39 para el círculo literario de estudiantes al que asiste, el círculo Pascal. Al mismo tiempo comienza a elaborar un ensayo sobre el arte y la mística.