Czytaj książkę: «Madeleine Delbrêl. Poeta, asistente soci»
PRÓLOGO
Esta presentación de Madeleine Delbrêl es la obra de dos sacerdotes: el padre Bernard Pitaud, sacerdote de Saint-Sulpice, intérprete riguroso de autores espirituales, y el padre Gilles François, sacerdote diocesano de la diócesis de Créteil, de formación historiador y postulador de la causa de Madeleine Delbrêl. Ambos predican muchos retiros a sacerdotes, religiosos y laicos revitalizando su vocación, su ministerio o el compromiso por la lectura del Evangelio a través de los escritos y la vida de Madeleine Delbrêl y lo que ella llama «La Caridad».
Este libro se puede interpretar en un primer momento como una biografía, que sería la reanudación de la publicada por una de sus fieles compañeras, Christine de Boismarmin. En efecto, los autores han querido que descubramos tres perfiles complementarios de Madeleine como poeta, asistente social y mística a través de la revisión de su vida, desde sus orígenes familiares hasta su muerte, pasando por los largos años vividos en Ivry-sur-Seine, en la casa situada en el número 11 de la calle Raspail. Podríamos añadir otro perfil, el de misionera. Porque en la vida de Madeleine, escribir, vivir el servicio social, vivir de Cristo e irradiarlo junto a sus hermanos y hermanas en humanidad no fueron más que una misma cosa; no hay oposición entre estos diferentes perfiles, porque la fuente es única: Jesucristo.
Según el cardenal Veuillot, quien acompañó a Madeleine en sus búsquedas, «el secreto de la vida de Madeleine es una unión con Jesucristo tal que le permitía toda audacia y toda libertad. Por eso su caridad supo hacerse concreta y eficaz para todos los hombres» (La joie de croire, p. 5).
Christine de Boismarmin, una de las fieles al grupo de «La Caridad», el nombre de su fraternidad, muestra lo que ella misma percibió en la actitud de Madeleine: «Obviamente, ahí encontramos el secreto de Madeleine. Ese incesante interrogante sobre lo que es amar, la intuición de que nunca se ama lo suficiente» (Rues des villes, chemins de Dieu, p. 181).
En el momento en que se escribe este prólogo, la Iglesia recibe la Exhortación apostólica del papa Francisco La alegría del Evangelio. La concordancia de mirada misionera entre Madeleine Delbrêl y el papa es bastante sorprendente.
Madeleine y sus hermanas oyeron la llamada del Señor a salir de París para ir a vivir a Ivry-sur-Seine en medio de los más pobres, en el seno de una ciudad popular obrera.
El papa Francisco invita a toda la Iglesia a seguir a Cristo, que sale, a ir a las periferias para encontrarse con los más pobres: «Todos estamos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (La alegría del Evangelio 20).
Intentando definir con sus hermanas lo que sería su vida fraterna, insertándose en el mundo social de Ivry, ciudad marxista, Madeleine decía: «Si Jesús se encontrara hoy con el buen samaritano, no hablaría ni de vino ni de aceite como remedio y no llevaría al herido a una posada, sino al hospital» (Éblouie par Dieu, p. 190).
Cómo no oír aquí un eco de la voz del papa Francisco, que invita a toda la Iglesia a una conversión pastoral y misionera, a estar al servicio de los heridos por la vida, haciéndose semejante a un hospital de campaña:
«Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por haber salido a la calle antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. […] Si algo debe inquietar nuestra conciencia es que haya tantos hermanos nuestros que vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo» (La alegría del Evangelio 49).
Para el papa Francisco, «toda la evangelización está fundada sobre la Palabra de Dios, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. […] La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar» (La alegría del Evangelio 174).
Según los autores de esta obra, para Madeleine Delbrêl, «la misión comienza en el misionero mismo, que debe dejarse evangelizar por la Palabra, dejarse convertir, si quiere anunciar el Evangelio a los demás no solo con sus labios, sino con su vida». Madeleine expresa así su convicción:
La Palabra de Dios no se lleva a los extremos del mundo en una maleta: se la lleva consigo, se la lleva dentro. […] No se puede ser misionero sin haber hecho en sí esta acogida sincera, generosa, cordial de la Palabra de Dios, del Evangelio. […] Y, cuando la tenemos dentro de esta manera, llegamos a estar capacitados para ser misioneros (La sainteté des gens ordinaires, p. 89).
En la diócesis de Créteil hemos reflexionado entre todos los agentes pastorales –sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, laicos en misión eclesial– sobre la nueva evangelización; ser discípulo para ser apóstol. Madeleine Delbrêl, en su peregrinación a Roma el 5 de mayo de 1952, en plena crisis de los sacerdotes obreros, pedía «que la gracia del apostolado que le ha sido dada a Francia no se pierda por nosotros, sino que la conservemos en la unidad».
El papa Francisco habla de los discípulos-misioneros: «Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos misioneros”» (La alegría del Evangelio 120).
Vivimos tiempos de discernimiento de cara a un sínodo diocesano, porque, según el papa Francisco, «Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios» (La alegría del Evangelio 119), y exhorta «a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma» (La alegría del Evangelio 30).
El objetivo de este sínodo, del que Madeleine será testigo, la figura espiritual, es que cada cristiano descubra que está llamado a ser misionero, los «misioneros sin barco», los que cogen el metro, van por la calles, llamados a ser Cristo para sus hermanos increyentes. Es en este mismo sentido como mi predecesor, Mons. François Frétellière, decidió, en 1988, incoar la causa de beatificación de Madeleine Delbrêl ante el papa.
Michel SANTIER,
obispo de Créteil
INTRODUCCIÓN
Esta biografía es el fruto de numerosos años de búsqueda en diversos archivos que se encontraban en el número 11 de la calle Raspail, en Ivry-sur-Seine, donde vivió Madeleine Delbrêl y donde fueron reunidos muchos documentos, en particular el conjunto de sus escritos, la mayor parte de ellos de forma autógrafa. El trabajo efectuado por las compañeras de Madeleine, sobre todo Christine de Boismarmin, Hélène Spitzer y Guitemie Galmiche, por el padre Jean Guéguen y continuado por Cécile Moncontié, clasifican hoy eficazmente las investigaciones.
El volumen que se presenta aquí a los lectores con motivo de los cincuenta años del fallecimiento de Madeleine ha sido preparado desde hace tiempo por monografías precedentes, siempre trabajadas en estrecha colaboración entre los dos autores. Tres de esas monografías, bien sean temáticas o sobre los acontecimientos o las relaciones regulares de Madeleine, ya han sido publicadas (Madeleine Delbrêl connue et inconnue. Nouvelle Cité, 2004; Madeleine Delbrêl, genèse d’une spiritualité, Nouvelle Cité, 2008; Eucharistie et discernement chez Madeleine Delbrêl, Nouvelle Cité, 2010). Otras permanecen en los ordenadores; entre ellas: la relación de Madeleine con el cardenal Veuillot, con el padre Gaston Fessard, con su amiga Louise Salonne. Si algún día son publicadas, permitirán a los lectores aclarar y profundizar cualquier aspecto de la vida y pensamiento de Madeleine. Todo este trabajo ha sido estimulado por la redacción de la futura Positio para la causa de beatificación incoada en Roma después de muchos años.
En 1985, Christine de Boismarmin ya había publicado una biografía de Madeleine: Madeleine Delbrêl, rues des villes, chemins de Dieu, en la misma editorial Nouvelle Cité. Esta obra ha sido considerada hasta el momento presente como la biografía de referencia. En efecto, su autora conocía íntimamente a Madeleine Delbrêl; había sido su confidente, en particular en los momentos difíciles, y la había sucedido tras su muerte en la responsabilidad de los Equipos (el grupo se llamó primero «La Caridad», después, poco a poco, se hablará más bien de «Equipos»).
Su texto estaba bien informado, y, como es natural, Christine había encontrado el tono preciso para hablar de su amiga. Sin embargo, aunque la había entendido con gran precisión y había traducido el espíritu de Madeleine y las grandes etapas de su vida, no había podido trabajar todos los documentos de los que disponía ni consultar otros archivos que aportan información preciosa y permiten a menudo arrojar una mirada nueva y mucho más elaborada sobre los escritos de Madeleine y su itinerario espiritual.
Por otra parte, aquella primera publicación estaba todavía muy próxima a los hechos; las numerosas personas que fueron consultadas todavía vivían en aquella época, y Christine de Boismarmin estaba obligada a una gran discreción. Más de treinta años después, esta discreción sigue sin duda en algunos casos, pero nosotros tenemos mucha más libertad para abrir ciertos archivos.
Por estas diversas razones hemos querido poner a disposición de los que aman a Madeleine o de aquellos que aprenderán a quererla esta biografía, que aporta muchos elementos nuevos para el conocimiento de la que se puede considerar una de las maestras espirituales del siglo XX.
Hemos procurado que este texto sea al mismo tiempo comprometido y riguroso. Comprometido, porque los dos autores quieren a Madeleine Delbrêl y han consagrado buena parte de su vida a tratar de darla a conocer y difundir su pensamiento espiritual. Por eso precisamente la obra tiene a todas luces la forma de un itinerario espiritual. Riguroso, porque no afirmamos nada que no venga respaldado por algún documento de los archivos o de algún testimonio seguro; esto se evidencia en las numerosas notas a pie de página.
Tenemos la esperanza de no haber malinterpretado los textos por el hecho de tener que explicarlos en función de otros textos o de un contexto determinado. Por supuesto, somos conscientes del carácter delicado de nuestra «postura», como se dice hoy en día. También acogeremos con mucho gusto las observaciones y críticas que se nos pudieran hacer; trataremos de tenerlas en cuenta para una ulterior reedición.
Además de la obra de Christine de Boismarmin, hay que señalar también el pequeño libro del padre Jean Guéguen, amigo de Madeleine, que ha contribuido a la difusión de su pensamiento y a la conservación de sus textos (en particular, de su correspondencia); este libro, publicado en ediciones DDB en 1995, en la colección «Petites Vies», ha descrito con exactitud el contexto de la ciudad de Ivry en la época de Madeleine y las grandes líneas de su itinerario.
Tenemos que subrayar que esta obra nunca habría visto la luz sin el trabajo llevado a cabo por Cécile Moncontié, nuestra archivera, y su equipo. Indispensable para la publicación de sus Obras completas, trabajo que también nos ha sido muy útil para la redacción de la biografía gracias a la precisión de las informaciones que nos ha proporcionado. Agradecemos igualmente a todos aquellos que, de cerca o de lejos, han participado en esta redacción, en particular a los correctores, tanto por la fluidez del francés como por la corrección de las faltas de ortografía.
Agradecemos, finalmente, su fidelidad a Ediciones Nouvelle Cité, que garantizan desde 2004 la publicación de las Oeuvres complètes, y que, veintinueve años después de la primera edición de la obra de Christine de Boismarmin, han aceptado publicar esta biografía tras las varias obras citadas en este prólogo.
1
«UNA FAMILIA HECHA A TODO»
«He vivido así, y fue una suerte, salvo por el aislamiento social: mi familia estaba hecha a todo; en consecuencia, yo también» 1.
Estas frases que Madeleine pronunció en su última conferencia a los estudiantes parisinos, algunas semanas antes de su muerte, requieren ser matizadas. Probablemente quiere decir que su familia nunca vivió una distinción social demasiado pronunciada y que estaba abierta a relaciones muy diversas. Pero no estaba de verdad «hecha a todo». Su madre, Lucile Junière, provenía de un linaje de la pequeña burguesía de provincias. Sus abuelos maternos tenían en Mussidan, en Dordoña, una fábrica de cirios, velas y lamparillas que suministraba además al santuario de Lourdes y que prosperaba en una época en que la electricidad estaba lejos de entrar en todos los hogares. La fábrica tenía empleados a una veintena de obreros. El desarrollo del ferrocarril facilitaba las ventas. Los Junière estaban sólidamente establecidos y bien considerados en este pueblo de Mussidan, que contaba con 2.300 habitantes.
La situación de la familia de su padre, Jules Delbrêl, era mucho más compleja. Los Delbrêl emergían de un largo proceso de declive, iniciado con los problemas psicológicos padecidos por el bisabuelo de Madeleine; estos fueron la causa de su internamiento en una residencia psiquiátrica 2. Esta familia de propietarios había caído en la escala social después de este acontecimiento; el abuelo y el padre de Madeleine remontaban lentamente la cuesta gracias al trabajo que tenían en la región por la extensión de la vía de ferrocarril. No es imposible que la atracción que Jules Delbrêl sentía por la asistencia a las reuniones burguesas y cultivadas, algo que encontramos como una constante en su itinerario, sea el origen de su deseo más o menos consciente de recuperar un estatus que su familia había perdido.
Los problemas de salud psíquica del bisabuelo de Madeleine serán para ella una preocupación. Especialmente cuando su padre, hacia los cincuenta años, manifieste un desequilibrio que conducirá a la separación de sus padres. Volveremos sobre este punto a su tiempo. Pero podemos destacar al menos dos momentos en la vida de Madeleine en los que aparece una inquietud de este orden en ella misma.
En diciembre de 1934, cuando ya había iniciado su vida misionera en Ivry hacía más de un año, se pregunta sobre la legitimidad de la orientación que ha tomado y consulta al padre Lorenzo para que la tranquilice: «¿No estoy desquiciada?» 3. Curiosa pregunta que manifiesta una fragilidad, una duda sobre sí misma.
Y en diciembre de 1956, cuando se ve sobrecargada de preocupaciones y de cansancio y pierde el contacto con la realidad durante varias horas, esta inquietud vuelve y la hace tomar la decisión de abandonar la responsabilidad del grupo, decisión que sus compañeras más próximas, afortunadamente, hicieron que no se llevara a cabo. De hecho, el incidente no era, según los psiquiatras, más que el síntoma de un exceso de fatiga. Pero esta obsesión quizá la atormentara más de lo que pudiéramos imaginar.
La realidad es mucho menos inquietante. Madeleine fue una niña y después una joven equilibrada. Fue muy amada por sus padres; las divisiones a las que llegó la pareja se manifestarán en una época en la que su madurez psíquica estaba, si no teminada, al menos ya muy avanzada. Ella sufrió, sin duda, pero el conflicto no llegó a abrir una brecha en su personalidad. De otra forma no hubiera sido capaz de vivir con tal equilibrio las múltiples tensiones a las que tuvo que hacer frente durante toda su vida.
Ella misma devolvió a sus padres el amor con enorme ternura y delicadeza. Las pocas cartas a su madre que se conservan testimonian una relación de una calidad excepcional y de una confianza conmovedora. Y su actitud hacia su padre durante el período de su enfermedad es testigo de una presencia atenta y cariñosa, a pesar de las ofensas que a veces podía recibir. A su llegada a París, Jules Delbrêl estaba no poco orgulloso de su joven hija con una inteligencia tan viva: la llevaba con él al salón parisino del doctor Armaingaud, donde se hablaba de literatura y filosofía, y seguía de cerca sus primeros ensayos poéticos, en los que ella imitaba a su padre. En efecto, Jules Delbrêl se vanagloriaba de ser poeta en sus ratos libres.
La frase de Madeleine: «Mi familia estaba hecha a todo» era, pues, una expresión incisiva que indicaba la capacidad de adaptación de su mundo familiar, su capacidad de entablar relación con personas de estratos sociales muy dispares. Los Delbrêl vivían muy sencillamente, dándole a su única hija una educación burguesa y permitiéndole frecuentar los círculos artísticos e intelectuales.
Pero sería exagerado decir, como se ha hecho a veces, que la madre de Madeleine pertenecía a la burguesía y su padre al mundo obrero. El hecho de que el abuelo de Madeleine hubiera sido calderero en los talleres del ferrocarril París-Orleans no significa que por eso perteneciera a la clase obrera. Era el hijo de un propietario venido a menos cuyo objetivo era ascender rápidamente los peldaños de la escala social, que su generación anterior había descendido brutalmente.
No hay que olvidar que Jules Delbrêl, el padre de Madeleine, que estaba ciertamente dotado de una gran inteligencia y de un eficaz saber hacer, asciende rápido en la jerarquía profesional. Este ascenso fue facilitado por la guerra y la falta de personal disponible: de simple jefe de equipo llega a ser subdirector de estación, para terminar como supervisor de explotación y, finalmente, jefe de estación; en este tipo de función ocupará varios puestos importantes: Châteauroux y Montluçon, terminando su carrera como jefe de las estaciones parisinas de la línea de Sceaux, en Denfert-Rochereau. Este puesto era más bien honorífico, ya que su salud ya empezaba a degradarse, pero esto muestra que Jules Delbrêl disfrutaba de una buena consideración, signo de su éxito profesional y social.
Hay que reconocer que la misma Madeleine pudo sembrar un poco la confusión al escribir en un artículo de la revista Esprit, publicado en julio-agosto de 1951, sobre su abuelo, que «golpeaba durante dieciséis horas los calderos y comía con el agua de haber lavado los platos» 4. Rasgo de un espíritu un tanto acelerado; Madeleine puede que ignorara que la profesión de calderero no consistía en «golpear los calderos»; por otra parte, si era calderero, su esposa era comadrona (profesión que aprendió después de la muerte de su segundo hijo a la edad de 3 años), por lo que los ingresos de la familia debían de ser suficientes.
Y aunque hubieran cambiado varias veces de domicilio en la ciudad de Périgueux, donde vivían, nunca habían residido en un barrio propiamente obrero. Madeleine no se engañaba, ya que reconocía que, a pesar de su larga presencia en Ivry, en su escuchar a la gente, en su participación en la vida de la comunidad, nunca sería, como decía, «naturalizada como proletaria», ya que no pertenecía al mundo del proletariado.
Cuando se habla de la familia de Madeleine, no hay que olvidar a Clémentine Laforêt, una joven de Mussidan empleada a los 25 años al servicio de los Delbrêl, que permanecerá junto a la madre de Madeleine hasta la muerte de esta en 1955. Mentine, como la llamaban familiarmente, terminó por formar parte de la familia; tanto es así que Lucile se lamentará más tarde, en una carta a su hija, de no haber podido hablar con ella sin la presencia de Mentine, que se encontraba allí, con toda naturalidad, impidiendo que las relaciones entre la hija y la madre se expresaran en su intimidad cuando Madeleine, muy ocupada, no podía casi dedicarle tiempo a su madre, a quien ella llamaba «mi querida Miou».
Cuando el matrimonio Delbrêl se separó, Mentine no duda en quedarse con la señora Delbrêl. Es evidente que Jules Delbrêl, en el delirio que a veces le invadía, asociaba a ambas mujeres, reprobándolas por igual. Mentine se lo devolvía haciéndole el bien: ella había elegido su campo.
Lucile Delbrêl y Madeleine, por su parte, vivían esto con una gran discreción. Nunca en su correspondencia o en los ecos que nos han llegado de sus propias palabras y actitudes se percibe que Madeleine criticara a su padre. Mentine, al contrario, se dejaba ganar por una cierta parcialidad, y esto ha de tenerse en cuenta en la interpretación que hizo más tarde de los acontecimientos en los que se había visto envuelta.
Naturalmente, daba pruebas de una gran admiración por Madeleine. Se percibe sobre todo en los recuerdos de sus estancias en Ivry después de la muerte de esta en 1964 y en la correspondencia que mantuvo con el padre Jacques Loew; este intercambio, además, muestra que Mentine estaba lejos de ser una analfabeta. Escribía con cierta soltura; en todo caso, habla de su «pequeña» con verdadera devoción. Cuando está en Ivry, la «encuentra por todas partes». También cuando le envía una postal desde Mussidan, el Mussidan de Madeleine, «su Mussidan», «que es el mío», añade.
Mussidan es donde esta mujer, totalmente dedicada a la familia Delbrêl, terminó sus días; Madeleine le adjudicó una renta de la herencia familiar, y esta pudo volver a su casa, que había abandonado para ir a Burdeos en 1907 para entrar, uno o dos años más tarde, al servicio de la familia de Madeleine.
Retomamos ahora de forma más lineal el hilo de los acontecimientos.
Madeleine nace el 24 de octubre de 1904 en Mussidan, en Dordoña, a unos treinta kilómetros al oeste de Périgueux. El origen de la familia Delbreil –convertido en Delbrêl– parece situarse en Moissac, donde los archivos municipales guardan el recuerdo de un convencional diputado de Moissac durante la Revolución de 1789, Pierre Delbrêl, que votó la muerte del rey y se distinguió después como comisario de la guerra en las batallas de la joven República francesa.
Se encuentra la huella de un abogado, muerto en 1846. El padre de Madeleine, Hippolyte Delbrêl, hizo cambiar su nombre en 1900 para adoptar el de Jules (Hippolyte era el nombre de pila de su abuelo internado y era evidente que no se encontraba cómodo a la sombra de su antepasado). Era el mayor de una familia de tres hijos en la que los otros dos murieron siendo todavía niños. Deja sus estudios en el liceo imperial de Périgueux poco después de la muerte de su hermana pequeña, que se llamaba Madeleine, en octubre de 1884.
Nos lo encontramos haciendo el servicio militar al año siguiente, probablemente como voluntario durante tres años con el broche final, en 1891, del grado de subteniente de reserva. Los archivos de la Armada precisan que en aquel momento «dependía de mi madre, quien poseía cierta fortuna». ¿Por qué se declara como estudiante en el censo de 1891? ¿Puede ser por la necesidad recurrente de ponerse siempre por encima de su verdadero estatus? ¿Está tentado en ese momento de retomar sus estudios? No lo sabemos.
En cualquier caso, en esta época comienza su carrera en el ferrocarril París-Orleans, siguiendo así los pasos de su padre. Primero forma parte del equipo de Redon, en Bretaña; después es empleado en la estación de Mussidan entre 1897-1898, donde conoce a quien será su mujer. Su promoción es rápida: es subdirector de la estación París-Orsay en 1900; al año siguiente, subdirector de la estación Juvisy-Triage, entonces Seine-et-Oise.
El 25 de noviembre de 1901 se casa con Lucile Junière, hija mayor de Joseph (llamado Fassol) Junière y de Anne Trouette. Como ya hemos dicho, estos últimos tienen una cerería. Tienen dos hijas, Lucile y Alice. Madeleine confiará mucho más tarde a un amigo que su madre había conocido el sufrimiento antes de su matrimonio. Pero no precisará la naturaleza de sus pruebas o quizá este amigo fue muy discreto en el asunto.
La familia Junière guardó recuerdo de las reticencias que se manifestaron con ocasión de las visitas de los dos futuros esposos, ya que Jules Delbrêl tenía fama de excéntrico. No terminaba de encajar en el ambiente de los Junière, gente tranquila, comerciantes serios, mientras que este, con el que proyectaba casarse su hija, cambiaba frecuentemente de casa y, en su opinión, ponía en riesgo de arrastrar a Lucile a una vida demasiado ajetreada. Aun así, la boda tuvo lugar. Jules tenía 32 años y Lucile, 21. Había entre ellos una gran diferencia de edad, lo cual no era extraño en aquella época. Madeleine nacerá tres años más tarde en casa de sus abuelos maternos. Será hija única.
Pasarán doce años antes de la llegada de la familia a París, doce años muy intensos marcados por numerosos acontecimientos. Intentaremos resumir los más importantes.
Hay, primero, innumerables desplazamientos debidos a los avatares de la carrera profesional de Jules Delbrêl. Nombrado el 17 de enero de 1902 jefe adjunto de la estación de Châteauroux, estará en Bourges a partir del 30 de mayo de ese mismo año con la misma responsabilidad. En 1904, año del nacimiento de Madeleine, es supervisor de explotación en Lorient.
Allí fue donde el bebé se debilitó; se recuperará con la leche de una nodriza de Lorient. En la familia se guardará el recuerdo de este hecho como un pequeño milagro, ya que, dos años más tarde, en 1906, llevan a Madeleine a Lourdes en acción de gracias. Le dieron una medalla de la Virgen, que confiará a Jean Durand, amigo de los Equipos, en 1955, es decir, tan pronto como mueren sus padres 5.
En 1909, Jules Delbrêl es ascendido a un puesto más importante: supervisor de explotación en Burdeos, donde permanecerá dos años. En esta época (en 1908 o 1909) entra Clémentine Laforet 6 como empleada en la familia. Es también el momento en que Jules Delbrêl conoce al doctor Armaingaud.
Este médico, procedente de la gran burguesía de Burdeos, se interesaba, además de por su profesión, por la literatura y la filosofía, aunque había hecho una buena carrera médica, ya que fundó dos sanatorios en Arcachon y en Banyuls-sur-Mer, escribió varias obras de medicina y fue el promotor de una liga contra la tuberculosis. Gran conocedor de Montaigne, escribió una edición comentada de sus escritos. Creó en 1912 la Asociación de Amigos de Montaigne, donde el nombre de Jules Delbrêl figura entre los primeros miembros. Tenía una casa en París en la que residía a menudo y tenían lugar las reuniones de la Asociación.
Cuando, en 1916, Jules Delbrêl se trasladó a París, se le hizo fácil participar en estos encuentros. Rápidamente se llevó a Madeleine cuando tenía apenas 13 o 14 años. Pero esta es otra historia sobre la que volveremos más tarde. Porque es evidente que el doctor Armaingaud tuvo un papel importante, sin querer, en la vida de Madeleine.
Librepensador y ateo, era profundamente humano. Quería mucho a Madeleine. Resulta que fue también el padrino del futuro dominico Jean Maydieu, cuyos padres eran también de Burdeos. Es, pues, bajo los auspicios literarios del doctor Armaingaud como se producirá más tarde, en el salón parisino, el encuentro entre Madeleine y el brillante alumno de la Escuela Central.
Mientras tanto, seguimos nuestro periplo a través de Francia con el supervisor de explotación Delbrêl, nombrado en 1911 jefe de la estación de Châteauroux, adonde regresa después de nueve años.
Acaba de alcanzar, pues, el mayor nivel de toda su carrera: jefe de estación. No hay duda de que esto llena su deseo de devolver a la familia Delbrêl, al menos en parte, el lustre de antaño. Porque, en una provincia, el jefe de estación forma parte de los notables. Pero Jules Delbrêl no se detiene en Châteauroux.
En 1913 es trasladado a Montluçon. Madeleine tiene apenas 9 años. Su padre va a tener la oportunidad en este nuevo puesto de desarrollar su vertiente humana y su creatividad. Cuando la guerra estalla al año siguiente, se da cuenta rápidamente de la necesidad de abrir junto a la estación una cantina militar para acoger a los soldados que iban al frente o volvían de él, porque Montluçon es una estación ferroviaria importante.
Madeleine era demasiado joven para poder aprovechar el ejemplo de su padre y el saber hacer del que había dado muestras durante el éxodo de 1940 en la organización de los trenes en la estación de Ivry-sur-Seine. Sin embargo, tiene la tentación de, al menos, intentarlo. Pero lo cierto es que el jefe de estación se agotó poniendo en marcha la logística necesaria para su proyecto, y al final de la guerra tuvo que pedir la baja en el trabajo. Era el principio de sus problemas de salud.
El episodio es interesante, porque nos muestra a un Jules Delbrêl no solamente preocupado por hacerse valer para poder entrar en los ambientes burgueses y cultivados, sino capaz de emplearse sin medida para hacer un poco más soportable la vida de esos soldados que iban a la trinchera o que regresaban a la retaguardia.
¿Cómo habría podido tener una chiquilla de esa edad una escolarización normal en medio de tantas mudanzas y a veces tan sucesivas? De hecho, en los archivos solo hay rastro de una sola institución escolar a la que fue enviada, y no se sabe por cuánto tiempo. Se trata de la institución Sanite-Solange, en Châteauroux. Por lo demás, estamos seguros de que tuvo clases particulares.
Cuando se sabe el nivel cultural que alcanza, se puede pensar que las bases se habían puesto bien con maestros competentes, incluido su propio padre, que supieron despertar su inteligencia y abrirle el camino a los múltiples dones que ya manifestaba. Lo que ella misma nos dice de su infancia indica que los momentos dedicados al trabajo escolar propiamente dichos estaban supeditados al tiempo del estudio de piano: «Mis estudios escolares tuvieron que ponerse en unas horas en las que el piano no interfería. Estaba fuera de cualquier disciplina de enseñanza» 7.
Los padres de Madeleine deseaban que fuera música, y en concreto pianista. ¿Cómo habían detectado en ella esta «vocación»? ¿Se trataba para Jules Delbrêl de satisfacer, a través de su hija, sus propias ambiciones culturales? ¿O bien simplemente las lecciones de piano no eran más que la réplica de lo que Lucile Junière había vivido en su familia con su hermana Alice? La educación de las jóvenes burguesas de esta época tenía normalmente un toque artístico; este fue el caso de las Junière.