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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XVIII

Con instintivo saber psicológico pensaba Lea que la lisonjera situación de ánimo en que había de poner a D. Tomás la victoria de su candidato sería favorable al cumplimiento de su promesa, es decir, que impuesto Montemolín por Austria y Roma, bien podía ser que los dos matrimonios, el grande y el chico, no distaran entre sí más que una semanita. De estas esperanzas habló con su madre, guardando reserva sobre lo del Austria; Doña Leandra se distrajo de sus tristezas contemplando el optimismo de su hija, tan parecido a un espectáculo de fuegos artificiales, y aunque la buena señora dudaba, que la duda de todo era en ella ya una segunda naturaleza, fingió creerlo por no marchitar ilusiones consoladoras. Eufrasia estaba también gozosa, porque llegó Terry, y con fácil artificio ideado por Jenara facilitose en casa de esta la tan deseada reconciliación.

Había llegado a tomar por aquellos días la persona de Doña Leandra apariencias de espectro, y la cara y pescuezo, las manos y antebrazos eran como piezas dispuestas para los estudios anatómicos: de tal modo la rugosa piel amarilla dejaba traslucir el cordaje de nervios y músculos, las azules venas y la osamenta desvencijada. La distancia entre el barrio de Peligros y las Cavas no le permitía visitar a la Torrubia con tanta frecuencia como deseara; hacíalo en los días buenos, arrastrándose por las mañanas hasta San Cayetano o la Paloma; y después de oír misa, echaba un párrafo con su amiga en el puesto donde vendía, o en la puerta de la iglesia. Por dicha suya, la Providencia le deparó nuevas amistades, y la más valiosa de aquellos días fue la que contrajo, por mediación de D. Bruno y de D. Serafín, con la tía de este, Doña Cristeta del Socobio, señora muy agradable y bondadosa, que al punto comprendió la profunda dolencia moral de la manchega, y puso de su parte cuanto podía para mitigarla. Desde los primeros instantes de su conocimiento simpatizaron, no teniendo poca parte en el repentino afecto de Doña Leandra por la Socobio la circunstancia de ser esta viuda de un manchego, natural de Piedrabuena; y aunque el difunto salió de su pueblo a los cinco años, y desde tan tierna edad no había vuelto a él, bastaba el origen para que Doña Leandra le tuviese en gran estimación, y mirase a la viuda como amiga predilecta.

Era Doña Cristeta camarista de Palacio, y aunque en el tiempo a que esto se refiere desempeñaba un destino sedentario, porque su edad y cansancio reclamaban vida más sosegada que la del servicio de Etiqueta junto a los Reyes, su personalidad y sus funciones merecen los honores de la Historia. Había entrado en la servidumbre en 1818, y al año siguiente, marcado en los fastos palatinos por el casamiento de D. Francisco de Paula con la Princesa de Nápoles Doña Luisa Carlota, esta la tomó a su inmediato servicio, y a su lado la tuvo hasta 1838, en que pasó Cristeta a la Cámara de Su Majestad. En los duros tiempos de Argüelles y la de Bélgica , fue separada la Socobio, juntamente con otras personas de la familia, por supuestas connivencias con la Gobernadora cesante; pero al ser declarada la Reina mayor de edad, volvieron todos a sus puestos en la Etiqueta, en la Intendencia y Real Capilla; y la Camarera Mayor, marquesa de Santa Cruz, que desde aquella fecha fue la más visible influencia dentro de la casa, dio a la Socobio la Guardarropía de las Reales personas, y el mando de todas las mozas de retrete, guarnecedoras, ayudas y barrenderas.

No tardó en advertir Cristeta la incompatibilidad de su salud y de sus años con aquellos oficios que bajo su mano quiso poner la Santa Cruz, y pidió la jubilación aprovechándose de las favorables circunstancias de su edad y dilatado servicio para proporcionarse una cómoda situación pasiva. Mas ni la Camarera ni la Reinita y su hermana, que la querían entrañablemente, accedieron a la jubilación, y se le concedió el puesto de camarista con todo el sueldo, exenta de servicio, con derecho de habitar en Madrid, esto es, fuera de Palacio, y sin más obligación que acudir en auxilio de las nuevas guardarropas cuando estas lo hubieran menester. Hallábase, pues, Doña Cristeta en la más holgada y feliz situación, disfrutando de las ventajas del cargo y sin la esclavitud y trajines inherentes a este. Entraba y salía en los altos aposentos y en los bajos siempre que le daba la gana; su metimiento era como el de los mejores días y grande su dominio sobre las camaristas jóvenes, sobre las mozas de retrete, mozos de oficio, ayudas de furriera y demás piezas inferiores de tan compleja máquina. Y no sólo tenía fieles amigos en la inmensa colmena, sino también parientes muchos, distribuidos en las distintas funciones y dependencias. D. Serafín era, como se sabe, gentilhombre, y sin salir de la Etiqueta se encontraban dos Socobios más: D. Laureano, ujier, y Don Emigdio, escribiente en la Secretaría de Cámara y Estampilla. En Caballerizas, un Socobio era rey de armas, y otro ayudante del Montero Mayor. Asilo de otros individuos de tan aprovechada familia era la Intendencia, donde se podían contar hasta cinco Socobios: el uno en la Secretaría del Intendente, cargo de cuidado y responsabilidad; otro que era contador general; dos en la Tesorería, y el quinto en la Consultería. Para que no quedase rincón alguno donde no hubiese hecho su nido un Socobio, figuraba entre los capellanes D. Andrés Avelino, primo hermano de D. Serafín, y, por último, las Administraciones patrimoniales de los Reales Sitios hervían de Socobios.

No iba Doña Cristeta a Palacio todos los días, pero sí los más de la semana, y desde que tomó a su cargo el cuidado y esparcimiento de Doña Leandra, oían misa las dos en la Real Capilla; entraban luego a echar su descanso en la sacristía, donde la manchega hizo conocimiento con el capellán Andrés Avelino y con D. Víctor Ibraim, cuyo aspecto y modos de cuadrúpedo con sotana no fueron muy de su agrado. Algunas tardes subían al piso alto y visitaban a distintas personas, con lo que Doña Leandra se distraía y animaba; su familia iba notando en ella menos inapetencia; relataba con interés las magnificencias que en Palacio veía, y mostrábase en extremo cariñosa con su amiga y compañera. A veces dejábala esta en alguna de las habitaciones altas, bien recomendada, para que la entretuviesen dándole conversación, y se iba sola a los regios aposentos del piso principal, permaneciendo allí las horas muertas; volvía gozosa junto a Doña Leandra, y le prometía enseñarle lo de abajo, cuando las Reales personas se fuesen a la Granja o Aranjuez. Por fin, huroneando entre las viviendas de la servidumbre, encontraron manchegos, que fue para la señora de Carrasco gran satisfacción. ¡Vaya que manchegos en aquellas alturas! Pues en Caballerizas, a donde también fueron como visitantes curiosos, encontró Leandra más de lo que quería: carreristas, picadores y mozos que eran de allá, y hasta parientes le salieron. Bien decía ella que había Mancha en todo el mundo, y que Madrid era lo más manchego de las Españas.

¿Y cuál no sería el gozo de la expatriada cuando, metidas las dos una mañana en la Botica de Palacio a pedir varias drogas para sus achaques (las cuales a Doña Cristeta no le costaban un maravedí), topó de manos a boca con el mancebo Vicentillo Sancho, del mismísimo Pozuelo de Calatrava, sobrino segundo de Don Bruno? «Pero, hijo, no te hubiera conocido… ¡Si estás hecho un hombracho! No te he visto desde el día en que saliste del pueblo para venir a estudiar la carrera de boticario… ¡Ay!, déjame que te abrace otra vez… Me parece que estoy allá, y que veo a tu madre, la pobre Bárbara, que el día que tú partiste lloraba como una fuente, y no veíamos modo de consolarla… Pero tú, gran zopenco, ¿no sabías que vivimos aquí hace cinco años, por desinio del Señor? ¿Cómo no has ido a vernos? Ahora te digo que tienes tu casa en la calle Angosta de los Peligros, y que si no vas a vernos pronto, te descomulgamos, y ya no eres ni sobrino ni manchego ni nada». Replicó el mancebo que tenía noticias, sí, de la presencia de sus tíos en Madrid; pero que no había ido a verles por vergüenza y cortedad, pues alguien le dijo que vivían muy a lo grande, y que las niñas estaban hechas unas princesonas. Una tarde, paseando por el Prado, un amigo le enseñó a Eufrasia, que iba con una como Marquesa, y el chico se había maravillado de tanta elegancia y hermosura. Indignose con esto Doña Leandra, y dio un coscorrón al boticario para quitarle la vergüenza: «Anda, mostrenco, que no mereces nuestro cariño. Vete corriendo a mi casa, donde verás a las niñas, que aunque pronto casarán la una con un teniente coronel y la otra con un capitalista, son muy llanotas y no reniegan de su país ni de su parentela».

Con la visita de Vicente Sancho tuvo la señora un grandísimo alivio y días verdaderamente felices. Al propio tiempo aumentaba su afición a las visitas a Palacio, y nada la divertía y consolaba como oír de labios de su amiga relaciones de la vida interior de aquella inmensa casa. «Por no vestirme —le dijo Cristeta una tarde, volviendo las dos de su paseo, – no voy a ninguna ceremonia. Los que presenciaron la de anteayer, la recepción del Embajador de Francia M. de Bresson, me aseguran que nuestra salada Reina fue el encanto de los extranjeros por la divina soltura y gracia con que hizo su difícil papel. A los diez y seis años, esa criatura sin igual no tiene nada que aprender en punto a señorío regio, ni en el arte dificilísimo de ser digna y familiar, de ostentar toda la gracia y afabilidad del mundo, sentadita, como quien no dice nada, en el Trono de San Fernando. Cuentan que cuando bajó las gradas, concluida la ceremonia, y se puso a platicar con todos, diciendo a cada uno palabritas agradables, estaba tan mona, tan Reina, que… vamos… era para comérsela. Bien puede España dar gracias a Dios, pues con esa niña nos ha traído el remedio de todos los males. Y gracias también debemos darle porque con ella empieza el orden, el orden, amiga mía, que es el andar derecho todo el mundo, para que pueda el Gobierno dedicarse al fomento… Ya sabe usted que es necesario el fomento, pues… para que prospere y eche buen pelo la Nación… Y eso que ahora ¡ay!, nos viene una dificultad, la cual dejará de serlo si se hace todo como Dios manda. Hablo del casamiento, que puede ser el sumo bien o el sumo mal. Pero entiendo yo que van las cosas por el mejor camino, y si no meten el rabo las potencias, tendrá Isabel el marido que a ella y a todos nos conviene…».

 

Expresada por Doña Leandra con la mayor candidez la idea de que era un hecho la elección de Montemolín, pues como cosa de clavo pasado así lo aseguraba su hija primogénita, rompió en risas y burlas la Socobio, diciendo que tal casamiento sería el mayor trastorno de la Real Familia y un terrible desastre para la Nación. Confusa la oyó su amiga; mas no pudo obtener de ella referencia clara del candidato que la gente palaciega tenía por seguro.

Era la camarista de pequeña estatura, entrada en años, de rostro agraciadísimo, las facciones menudas, los ojos muy despiertos y ratoniles, el pelo casi enteramente blanco peinado con gracia, muy amable y nada perezosa, dispuesta siempre a las grandes caminatas y ascensiones de escaleras. Hablaba con tanta soltura como donaire; de su inteligencia no podían hacerse más que elogios; en su conducta matrimonial, mientras le vivió el marido, no había que poner ninguna tacha; de su exactitud y diligencia en el desempeño de su destino durante largos años, no cabía tampoco la menor censura; de su sagacidad y discreción para servicios de un orden familiar y reservado, nada corresponde apuntar al historiador, que además poco sabe de estas cosas. Merece, pues, Doña Cristeta sinceras alabanzas; y si hay necesidad de poner algún defectillo para guardar siquiera las apariencias de imparcialidad, dígase que era la camarista muy golosa, y que toda su vida fue apasionada de las yemas y tocinos del cielo; loca por pastelillos, bollos delicados y fruslerías dulces, así como por las copitas de licores finos y aromáticos. Cuando la edad trajo a su estómago cierta rebeldía contra el dulce, usábalo moderadamente, y retrotraída en su vejez a los gustos y travesuras de la infancia, no podía resistir a la tentación de comprar en la calle torrados, anises o caramelos de la peor calidad: con tales porquerías, que roía y mascaba despacio para no cascar sus hermosos dientes, entretenía el vicio y daba satisfacción al gusto, escupiéndolas después sin dejarlas pasar al buche.

XIX

Pues un domingo por la tarde, volviendo de una placentera visita en Caballerizas, se corrieron Doña Leandra y Doña Cristeta hacia la Encarnación con ánimo de rezar; pero tuvo más fuerza en el ánimo de la camarista el apetito de golosinas que la devoción, y lo que hicieron fue comprar torrados y avellanas, y sentarse a roer y mascullar y escupir en los propios escalones de la iglesia, como dos chiquillas. A entrambas era muy grata aquella libertad, el perderse entre la multitud sin que nadie las conociera, y respirar el ambiente popular en que habían nacido. Con sus vestiditos de merino negro y su facha de honradas y limpias menestralas, creían desenvolverse mejor en el humano carnaval; y si Doña Leandra se conceptuaba siempre palurda manchega, en medio del bullicio y galas de la Villa y Corte, Doña Cristeta era una demócrata inconsciente, sin sospechar que pudiera existir incompatibilidad entre sus aficiones plebeyas y su intensísima fe monárquica.

«¡Qué bien estamos aquí —dijo a su amiga, – y cómo me gusta que la tengan a una por nadie, y que no nos hagan ningún rendibú! Cuando una ha vivido años y años dentro de la etiqueta, gran suplicio, coge con más gana la libertad… y hasta se alegraría de ser pueblo, como quien dice».

– Pero los que se regostan a palacios —observó Doña Leandra, – no se hallan en cabañas. Y a usted la tira tanto el señorío, que si no pudiera de vez en cuando meter la nariz en la casa grande y oler lo que allá guisan, se moriría de pena.

Agregó Doña Leandra que le interesaba el casamiento de Su Majestad, por las esperanzas que tenía de trasladarse a Peralvillo en cuanto aquel se celebrara, y pidió a su amiga informes veraces acerca del novio preferido, pues nadie como ella debía de estar al tanto, por la razón de su mete y saca en Reales cámaras y camarines.

«Claro es que lo sé todo, amiga mía —dijo Cristeta-; pero el hábito de la reserva, que fácilmente se adquiere en los palacios, como se aprende la fineza del oído, nos cierra la boca. Si usted quiere que yo abra la mía y le cuente las verdades que sé, ha de prometerme no repetir lo que me oiga, y guardarlo de todo el mundo, hasta de su propio marido».

– Bien puede tener confianza, Cristeta, que yo soy un pozo. A todo me ganarán otras; pero a callar no ha nacido quien me gane.

– Habrá usted oído hablar por ahí de Trápani, de Montemolín, de Aumale, de Coburgo…

– De sin fin de príncipes oigo hablar, que quieren que los casemos con nuestra Reina. Parece un cuento de niños. Y la verdad, por lo que me dijo Lea, yo creí que el preferido era el de D. Carlos.

– ¡Patraña! Los carlistas son tan cándidos que se creen las mentiras que ellos mismos echan a volar. Es un partido de hombres valientes, pero sin malicia. En cuanto a Trápani, si en un tiempo se pensó en él y lo apoyaba su hermana la Reina Cristina, ya está desechado. Es un pobre seminarista de tan poco meollo, que no sabe más que ayudar a misa, y eso mal. ¡Vaya un Rey consorte que nos querían traer! Aumale es muy guapo, muy galán; pero como hijo del Rey de Francia, no puede dar su mano a Isabel, porque las otras potencias son muy celosas entre sí, y si vieran a un francés en el Trono español, no era cisco el que se armaba. Del Coburgo ¿qué quiere usted que le diga? Pertenece a una familia ducal de Alemania que se dedica a la cría de maridos de Reinas, y los proporciona y suministra de todos precios, bien educaditos. Los chicos esos tienen mérito; pero que perdonen por Dios: la Reina de toda una España no es bien que a surtirse vaya en ese mercado. Tampoco hacen camino los príncipes portugueses, por ser de una nación chica, que nos tiene comida toda la parte del occidente de nuestra Península, y además se hallan muy unidos a la enemiga de toda la cristiandad, que es la Inglaterra, esa puerca, ya lo sabe usted, a quien dan el mote de la pérfida Albión.

– He oído ese mote y otros: a la Francia la llaman la Monarquía de Julio. Pártame un rayo si lo entiendo.

– Son maneras de decir de los periodistas. Hay que fijarse mucho para estar al tanto de las muletillas que ahora se usan para nombrar las cosas. ¿Sabe usted lo que es La Puerta? ¿Y el Gabinete de las Tullerías, sabe lo que es?… Pero no nos entretengamos en esto, y vamos al casamiento, que será conforme a la voluntad de Dios, y tendremos de Rey a un príncipe español, de quien puedo dar informes como no los dará nadie, pues estos brazos le han zarandeado de niño, y estas manos le han dado las sopitas más de tres y más de cuatro veces… ¿y quién sino yo le puso los primeros calzones?

– Ya sé de quién habla usted, Cristeta, pues ya me ha contado que sirvió a esa señora princesa, de cuyo nombre no me acuerdo, hermana de la Reina Madre, la cual fue esposa del Don Francisco que vive en la calle de la Luna, y madre de unos principitos y princesas que no sé cómo se llaman, porque en todo esto de personas Reales estoy yo poco fuerte.

– Es la Infanta Carlota, mi señora, a quien serví desde que a España vino, la que tiene celebridad en todo el mundo por haberle dado a Calomarde la más tremenda bofetada que ha recibido cara de ministro.

– Ya recuerdo lo que usted me contó… Fue brava acción, poner patas arriba a un ministro del Rey, y no creo que se haya visto otra en Cortes de la Europa universal.

– Era un genio tan vivo la Infanta, que no podía ver injusticias y maldades sin correr a ponerles remedio. Su hermana era entonces una cuitada, y si no es por mi señora, le birlan aquellos culebrones la corona de su hija. ¡Ay qué Doña Carlota! Tan fácilmente se le remontaba la sangre a la cabeza por cualquier motivo, que teníamos que contenerla y amansarla: su prontitud nos asustaba, su resolución no admitía réplicas, y si no hubo discordias y altercados en la familia, fue porque mi señor Don Francisco era y es tan bueno, que no ha conocido usted pedazo de pan que se le iguale. Murió la señora en mis brazos hace un año y nueve meses, y aún le llevo luto, porque la quería, y ella por mí tuvo siempre debilidad. Fui yo la persona de su mayor confianza. Tan buena era conmigo, que me daba licencia para que la aconsejara y aun para que la reprendiera, y yo fui quizás la única persona que se atrevió a decirle: «Señora, es cosa muy fea que Vuestra Alteza se ponga de puntas con su hermana, y que una y otra se tiroteen con pullas y sarcasmos muy inconvenientes y muy impropios, aunque sean dichos en lengua italiana. ¡Vaya, que dos princesas, la una en el escalón más alto del Trono, la otra en el segundo, tratarse como tales y cuales, siendo además hermanas, y habiendo nacido de Reyes, y en un Trono como el de las Dos Sicilias!…». Su mismo marido no se cuidaba de cortarle los vuelos, porque también él estaba muy quemado con Cristina y los Muñoces, que de ahí le venía la tos al gato, de los intrusos de Tarancón que nos revolvieron todo Palacio… Le cuento a usted, querida Leandra, estas menudencias para que las sepa y calle, pues no es bien que se divulguen, aunque, por arte del diablo, ya salieron en papeles de Francia y de España… Las dos hermanas se adoraban, y luego vinieron a ser el agua y el fuego, porque desde que se casó secretamente, Doña María Cristina daba de lado a mi señora y a los hijos de mi señora… cosa natural, ¿verdad?, porque cada cual mira por lo suyo… A Carlota le decía yo: «Resígnese Vuestra Alteza y admita lo que llaman los políticos los hechos consumados. Cierto que la ventolera de Su Majestad por el buen mozo de Tarancón no está bien si la miramos por el lado Real, o dígase divino, que cierta divinidad tiene el derecho de los Reyes; pero si miramos el caso por lo humano, pues el fuero de humanidad no puede negarse a las personas coronadas, ¿qué hay que decir? Joven es Cristina y hermosa como un sol, llena de salud y de vida, y tan lozana que no sería discreto negarle segundas nupcias. Y no me diga Vuestra Alteza que fue el demonio quien puso en su camino al D. Fernando Muñoz, joven como ella, guapo y fuerte. Estas cosas no las hace el diablo, que todo ello es composición y concierto de las leyes que llaman naturales. Pues qué, ¿había de estar condenada una mujer como Cristina a recrearse con la memoria del feísimo y mal encarado Rey D. Fernando, que santa gloria haya, y a tener toda su vida el pensamiento embebecido en el recuerdo de las narizotas de Su Majestad y de su Real cuerpo, que en vida dicen que estaba medio corrupto? Esto no podía ser. Pongámonos en lo juicioso y natural. Si Doña Cristina gustaba de alegrar su juventud con un nuevo matrimonio, ¿qué remedio tenía más que tomar hombre, eligiendo el que cautivaba su alma? Dicen que por qué no eligió novio de más alta alcurnia. ¡Ay!, el corazón no entiende de jerarquías, y una vez metida Su Majestad en lo morganático, ¿qué más daba que tuviese cuatro cuarteles o que no tuviese ninguno? ¿De dónde arranca la nobleza más que de la voluntad de los Reyes? Pues desde el momento en que D. Fernando se introducía en el corazón de la Reina, allí se encontraba todas las ejecutorias, grandezas y blasones, y podía libremente coger lo que más le agradase…». Esto le decía yo a mi señora para sosegarla; pero ¡ay de mí!, no me hacía ningún caso, y a mis razones contestaba con las desvergüenzas de la murmuración corriente acerca de Muñoz. Que si el estanquero su padre, que si la tía Eusebia su madre, que si los hermanos, que si vino, que si fue, que si estuvo de mozo en una tienda para barrer el suelo y fregar el mostrador. Mentiras todo ello, y hablillas de la gente envidiosa, pues con mirar al marido de la Reina Madre y ver su figura, sus modales y elegancia, se ve que es de buena familia y que le han criado en finos pañales.

Lo peor del caso, amiga querida —prosiguió Cristeta, tomado aliento y limpiado el gaznate, – es que yo, con la mayor inocencia, fui la primera persona que supo en Palacio el devaneo de Cristina, y no sólo fui quien primero lo supo, sino algo más, Leandra, pues a mí me escogió la Providencia, ¡triste sino el mío!, para que abriese la puerta por donde entró la flecha de Cupido que había de traspasar el corazón de la Reina. Yo llevé a Palacio a la modista Teresa Valcárcel, fundamento de todo este enredo; tras de la modista fue el guardia D. Nicolás Franco, que la cortejaba, y con Franco se coló su amigote Muñoz, bien inocente de que la Reina, sólo con verle, se prendaría de él. De modo que aquí me tiene usted oficiando de causa histórica, porque si yo no hubiera llevado a la modista… saque la consecuencia… a estas horas la historia de España llevaría en sus hojas cosas diferentes de las que lleva. Pues bien: cuando ocurrió lo de Quitapesares… ya se lo he contado a usted… la escena preparada por la Reina para vencer la gravísima dificultad de romper el silencio de amor, y hablar… vamos, a cualquiera le doy yo este compromiso… pues quien primero tuvo en Palacio noticia de tal escena fui yo, por un guarda que vio pasear solos a la Reina y a D. Fernando, y lo refirió a mi marido, que entonces era contador segundo de la Intendencia, y naturalmente, Nicolás me trajo el cuento… Yo, que siempre he mirado a la conciencia antes que a nada, me guardé muy bien guardado el secreto, hasta que empezaron a correr por Madrid y por Palacio rumores graves, malignos de toda malignidad, como que Muñoz paseaba en una berlina muy elegante y tenía casa puesta, lujosísima; que llevaba en la pechera y en la corbata alhajas pertenecientes al difunto Rey… qué sé yo… Lo de las alhajas lo dudo… yo no las vi, ni he conocido a nadie que las viera… Pero ¡ay!, es tan malo el público… ¡Qué perro es el público ¿verdad?, y cómo le gusta ver caídas las cosas más bellas, y pisotearlas si le dejan…! No le quiero decir lo volada que se puso mi señora. Finalmente, por las relaciones y amistades de mi marido supe que nuestro amigo D. Marcos Aniano González y el Sr. D. Miguel de Acevedo, pariente de mi Nicolás, andaban arreglando el negocio de casar a la Reina, y la casaron, sí, el día de los Santos Inocentes de aquel año de 1833, lo que no fue poco dificultoso, pues el Nuncio se lavó las manos, y un Obispo a quien trataron de catequizar dijo fu… Pero, en fin, hubo matrimonio, y la ley de Dios vino a santificar el caso, y a poner a nuestra Gobernadora en el punto de honradez que le correspondía. Cuando la Infanta lo supo, hube de echar todos los registros para calmarla. ‘Pero repare Vuestra Alteza en que más que de vituperio es digna de alabanza la Reina, porque de otras hablan las historias que se divirtieron cuanto les dio la gana, guardando el desvarío debajo de siete capas, o haciendo de él público alarde, con desvergüenza, y esta empieza por mirar a Dios, por temerle y guarecerse dentro del Sacramento, para que nadie pueda poner en su fama el borrón más mínimo. Celebremos que ello vaya por los caminos cristianos’. Y viendo que estas y otras razones no bastaban a moderarle el genio, se encalabrinó el mío, que también lo tengo, sí señora, cuando me apuran, y cegándome más de lo que el respeto consentía, me arranqué con la verdad y le dije: ‘Señora, no sea Vuestra Alteza tan gazmoña, que si Vuestra Alteza se encontrase en caso semejante al de su hermana, lo haría peor’.

 

Creí que me mandaría salir de su presencia; pero no fue así. Apagados de repente por aquel súpito mío tan irreverente los fuegos de su enojo, masculló algunas palabras, echose a reír y hablamos de otro asunto.