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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XIV

Los días, semanas y meses del último tercio de 1844 pasaron con triste monotonía: Doña Leandra adormeciéndose en la contemplación extática de su bendita tierra, D. Bruno adaptándose fácilmente a los gratos ocios del casino, las hijas lidiando a sus novios con la doble suerte del amor honesto y de la querencia de matrimonio, y Narváez fusilando españoles, tarea fácil y eficaz a que se consagró desde el primer día de mando. Lo que él decía: «Voy a introducir grandes mejoras en el orden administrativo, a fomentar el trabajo agrícola, industrial y científico, a dar a España una vida y un ser nuevos; mas para esto necesito que esté sosegada, pues sin orden, ¿qué reformas, ni qué civilización, ni qué niño muerto? Lo primero es el orden, lo primero es hacer país…». Esta frase ha quedado desde entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba. Narváez vio quizás más claro que sus sucesores y hacía país por eliminación, no creando lo bueno, sino destruyendo lo malo y corrupto, con la mira de que al fin quedase lo único sano y servible, que era él solo, rodeado de serviles adeptos. Ello es que a unos porque se sublevaban, a otros porque hacían pinitos para echarse a la calle, el hombre iba quitando de en medio gente dañosa; y tanta fue su diligencia, que a fines del 44 ya iban despachados cuatrocientos catorce individuos. Esto era una delicia, y así nos íbamos purificando, así continuábamos la magna obra de Cabrera y de otros cabecillas de la guerra civil que tiraban a la extinción de la raza, persiguiéndola y acabándola como a las pulgas, cucarachas y ratones. Creyérase que las mujeres eran demasiado fecundas y que España se poblaba de hombres con exceso, llegando a ser tantos que no cabían en el suelo patrio. Sólo así se explica que los políticos continuaran la selección iniciada por los guerrilleros, reduciendo el personal vivo al número de bocas que estrictamente correspondían a la escasa comida que aquí tenemos.

Y mientras fusilaba, no daban al D. Ramón poca guerra las disensiones dentro de su Ministerio, pues el marqués de Viluma pretendía que se devolviesen a clérigos y frailes sus bienes, y D. Alejandro Mon, uno de los pocos hombres de aquel tiempo a quien España debe una reforma útil y racional, no quería deshacer la obra de Mendizábal, y en ello fundaba planes conducentes al desarrollo de mayor riqueza. Asimismo ponía Narváez sus cinco sentidos en reanudar el buen trato con Roma, interrumpido desde los días de Espartero; y aunque el guapo de Loja no era hombre que mirase con demasiada afición a los de sotana, ni le importaban gran cosa la Iglesia ni el Papa de boca para adentro, veíase compelido por la Corte y por la normalidad política a negociar paces con San Pedro, del cual esperaba que le fortaleciese en la única religión que él profesaba: el orden santísimo, hacer orden a todo trance. De estas cosas hablaban D. Bruno y Doña Leandra cuando aquel volvía del casino a deshora. «¿No sabes, mujer, lo que ocurre? —díjole una noche. – Pues este partido, que quiere hacer un pisto del Despotismo y la Libertad, cree que no sirve para el caso ninguna de las constituciones que tenemos, y ahora trata de fabricar Constitución nueva, la cual será obra de las próximas Cortes. ¿Qué te parece? Yo no toco pito en este asunto; pero me asegura Socobio que como dedada de miel para los que fuimos liberales, y aún de corazón lo somos, se nos concederán algunos puestos en el futuro Congreso, a fin de que haya oposición, aunque sea blanda y de mentirijillas. ¿Qué opinas tú, mujer? ¿No me contestas a lo que te pregunto?… Pues me ha dicho D. Serafín con toda seriedad que si cuaja esto de los puestos de transacción, él ha de poder poco, o conseguirá que me saquen a mí por cualquier distrito de los que fácilmente maneja el Gobierno… Qué, ¿no me dices nada?… ¿Por qué no contestas? ¿Estás despierta o dormida? ¡Leandra, mujer…!». Entreabiertos los ojos, risueña la boca, el rostro como siempre descarnado y casi cadavérico, miraba Doña Leandra a su esposo; mas seguramente no le veía, porque ni con gesto ni mirada daba testimonio y señal de tener expeditas las entendederas. ¿Cómo había de contestarle si estaba en el campo de Calatrava? El hondo suspiro que exhaló, azotando el rostro de su marido con una bocanada de aire, fue como aviso de que ya venía de vuelta.

También a Narváez le llevaba su demencia del orden a estados imaginativos muy parecidos al éxtasis. Gustaba de ver caer a los que a su juicio eran estorbo para establecer la balsa de aceite en que pensaba desarrollar sus altos planes de regeneración, y no siendo en realidad un hombre cruel ni despiadado, lo parecía, por el sincero convencimiento de que sacrificando una porción de la humanidad, aseguraba la dicha de la humanidad restante. Su falta de cultura, su desconocimiento de la Historia, su ignorancia infantil de las artes de gobierno lleváronle a tan descomunal sinrazón. En Enero del 45 fusiló a Martín Zurbano y a sus hijos, después de haber intentado amansar la fiereza del guerrillero con una admonición caballeresca, que si en cierto modo hace menos odioso el carácter del tirano, no acaba de redimirle ni en la esfera privada ni en la política. Bravo hasta la insolencia, su corazón atesoraba, junto al arrojo indomable, la jactancia andaluza de que ningún otro mortal podría medirse con él. Por esto incitaba a los enemigos a dejar de serlo, y les abría los brazos diciéndoles: «Miren que soy el más crúo y no pueden conmigo. Vengan a mí, o encomiéndeze ostej a Dios». Llevaba, como se ve, al gobierno las mañas de la caballería morisca degenerada; era, como muchos de sus predecesores, poeta político, un sentimental del cuño militar, como otros lo eran del retórico.

Al son de los fusilamientos cundían las conspiraciones, y ya teníamos en el extranjero el núcleo de emigrados que trabajaban en combinación con los descontentos de acá para volver la nacional tortilla. Juntas secretas funcionaban con tapujo en Madrid y en otras capitales, y contra ellas empleaba el Gobierno la violación de la correspondencia y el huroneo de un ejército de polizontes. Víctimas de su odio al despotismo y de los ministriles de este fueron multitud de personas muy significadas. Las cárceles rebosaban de presos políticos; habíamos vuelto a los tiempos de Chaperón, o poco menos, y al delicioso sistema de las purificaciones, atenuado en la forma, más que en el fondo, por la poquita cultura ganada entre unos y otros años.

«Si toda la constancia, todo el tiempo y los esfuerzos todos de entendimiento y de lenguaje empleados aquí para establecer sistemas políticos, traídos del extranjero en paquetes, como se importan las hebillas de París o los relojes de Ginebra, se hubieran empleado en educar a los españoles, anteponiendo la educación social a la científica y literaria, España sería ya un país a medio civilizar, pudiendo ser civilizado por entero dentro de algunos años. Pero aquí hemos querido empezar el edificio por el tejado, dejando para lo último los cimientos, y los cimientos son las costumbres, los modales, la buena educación… Lo que hace del Progresismo un partido imposible, merecedor de exterminio, no es el dogma, como ellos dicen, sino la grosería, la falta de maneras, el lenguaje chabacano y pedestre…».

Esto lo decía un galán a cierta señorita, en un palco del teatro de la Cruz, donde cantaba la ópera Hernani el tenor Guasco, con la Tirelli y la Chelva. Era el galán un joven gaditano, instruidísimo y elegante, ya pasado por el extranjero, como lo demostraba el indefinible barniz, la tintura, el tufillo que distinguían su persona de otras muchas de acá. Llamábase D. Esteban Ordóñez de Castro, y comía la sopa burocrática en la Secretaría de Estado. Componía eruditos versos y cantaba en galana prosa: figuraba en el ramillete más fresco de la juventud moderada con ideas recalcitrantes, espolvoreadas de cierto escepticismo, que era entonces del mejor tono. Su buena figura, su arte de llevar la ropa y de bien hablar sin decir nada, su mediano saber de lenguas, marcábanle el camino de la diplomacia, en el cual entraba con pie derecho.

«No está usted esta noche poco fastidioso con tanto hablarme de política —le dijo Eufrasia, que con su hermana Lea daba lucimiento al palco de la viuda de Navarro. – Además, no me gusta que me hablen mal del Progreso, porque yo soy muy progresista… para que usted lo sepa».

– Eso lo dice usted para que vuelva a contarle lo que en Londres oí acerca del progreso retrospectivo de los españoles…

– ¿Ya saca otra vez a Londón?… ¡Por Dios, D. Esteban!… Si ya sabemos que ha estado usted en el extranjero… Yo también; digo, siempre que se consideren como extranjis las tierras de la Mancha, por el aquel de que nadie ha estado en ellas. Y se ha perdido usted de ver unas poblaciones magníficas. ¿Ha visitado usted Ciudad Real, Daimiel?… Yo, sí… Con que guárdese su Londón y su París… Otra cosa: ¿le gusta esta ópera? Dígame su opinión sin contarnos que la vio en Francia…

– Este Verdi tiene talento, un talento salvaje, sin pulimento, sin modales; es un compositor progresista.

– A Estebanito —dijo la viuda de Navarro, que por picar en la conversación soltó el hilo de la que sostenía con Lea y con Pastor Díaz, – le gustará más Rolla, porque aunque muy joven, es de los que no progresan, y se plantan en la ominosa década. ¿Verdad que le gusta Ricci, por ser más rossiniano? Estebanito está siempre a nuestro lado, al lado de los viejos.

– Si usted no retira esas palabras, Jenara, eso que ha dicho de viejos y de vejez, refiriéndose a su bella persona, no puedo tomar parte en este debate.

– He dicho que soy vieja.

– ¡Que se escriban esas palabras! Yo protesto…

– Protestamos todos, y abandonamos la discusión.

 

– Pero, hijas, amigos míos, ¿han olvidado que presencié la batalla de Vitoria, y vi cómo le quitaron al Rey José aquel grande equipaje que se llevaba de nuestra casa a la suya?

– ¿Usted en la batalla de Vitoria? No puede ser. Los anales que tal digan son apócrifos.

– Estuvo, sí; pero todavía mamaba.

– No mamaba, Nicomedes, no mamaba, que ya era una grandullona y tenía novio. ¿No saben que el 23 me vi atropellada por los Cien mil hijos de San Luis; que aquel mismo año me mandaron a Francia con una comisión diplomática, para que catequizase a Chateaubriand… y le catequicé?… ¿No saben que Chaperón, el año 24, me metió en la cárcel?… Soy una historia viva…

– Pero contemporánea…

– No, no; a poquito que remonte mi origen, pongo mi cuna en la Edad Media. Soy viejísima, aunque no represente toda la antigüedad que me corresponde, y por ello doy gracias a Dios… Volviendo a la música, les diré que cuando Rossini estuvo en Madrid, el 29, si no recuerdo mal, y compuso el Stabat Mater, ya era yo machucha, lo que no impidió que me hiciera la corte: el minueto que me dedicó lo conservo en mi archivo con otras mil cosillas… Pero dejemos esto ahora, que alzan el telón para el tercer acto. Aquí aparece el panteón de Aquisgrán, y sale Carlos V desafiando los puñales de los conjurados… En este acto tenemos el pasaje de perdono a tutti, el más bonito de la ópera y el más filosófico. Aquí debía venir Narváez a inspirarse, en vez de cantarnos a todas horas el fusilo a tutti… Atención.

Ya llegaba el acto al coro de la conjura, cuando pegaron de nuevo la hebra D. Esteban y Eufrasia, adelgazando sus voces todo lo posible. Entre las sonoridades de la ópera se desvanecían, como en la espesura los gorjeos tenues de pájaros soñolientos, estas cláusulas, apasionadas de una parte, de otra graciosas, estocadas donosísimas de la esgrima del coqueteo: «Es usted una belleza plácida, de esas que dejan entrever al hombre las dichas puras del amor en primer término, y en segundo término, Eufrasia, las dichas del hogar…».

– ¿Y en tercer término…?, porque me parece que quiere usted escamotearme un término, D. Esteban, el tercero…

– El tercero es una felicidad eterna, inalterable.

– ¡Ay! ¿No cree usted que tanta, tanta felicidad empalaga? Ponga usted un poco de desdicha, de susto, de contrariedad, y quizás nos entenderemos. Tanta confianza en mí no me gusta, puede creerlo. Dude usted, hombre: llámeme pérfida, falaz, para que después me guste oírle decir lo contrario.

– Tal es mi trastorno, que olvido los preceptos más elementales del arte del galanteo. Pero más vale que le presente a usted mi corazón desnudo.

– ¡Ay, desnudo no! Póngale algo de ropa.

– Desnudo de artificios, ostentando toda la verdad de este amor loco que me ha inspirado su admirable persona.

– Ni con juramento me hará creer en esa admiración de mí. Desde que usted me dijo que yo le agradaba por morena, me miro al espejo con el temor de que cada día me vuelvo más negra. Quisiera indignarme contra usted para palidecer, a ver si palideciendo a menudo me blanqueo un poco.

– No, por Dios, no estime en tan poco su tez morena, ni el parentesco con los ángeles de Murillo.

– ¡Jesús!

– Y con las vírgenes de Murillo.

– Por Dios, Estebanito, no me haga creer que las Concepciones y los ángeles del pintor sevillano son tan negruchos como yo. ¡Bonitos estarían!

– ¿Y esos ojos…?

– ¡Hombre, algo había de tener! Pues si no tuviera unos ojos regulares, sería un espanto.

– ¿Y esa nariz perfecta, y esa boca…?

– Por la Virgen, Estebanito, no defienda usted mi boca, que es tal que no tiene el diablo por dónde desecharla. ¡Si cuando me hace usted reír, y esto es a cada rato, me aguanto para no abrirla toda, y siempre procuro dejarla entornadita!

– ¿Y ese talle, y ese cuerpo de palmera cimbreante?

– Bueno, bueno: paso por lo del talle. A falta de otra cosa…

– No hable de faltas quien es la perfección misma. Luego, su carácter, su dulzura, su instrucción…

– Eso no pasa, Estebanito: no he leído más que dos o tres novelas que me ha prestado Rafaela. Soy tan ignorante, que ayer, ríase usted, le pregunté a Jenara si este Carlos V que aquí sale es el mismo D. Carlos María Isidro de la guerra civil… ¡Ya ve usted qué gansada!… Pero me consuela el saber que hay mil muchachas finas en España tan burras como yo… Burras, sí: no retiro la palabra… ¿Y un joven tan ilustrado, que ha vivido en Londón, pretende entrar en finas relaciones con esta pobre manchega? No me lo hará creer, D. Esteban; no lo creeré nunca, y no hay quien me quite la idea de que usted se burla de mí.

– ¡Qué atrocidad… Dios poderoso! Nunca pude imaginar que usted desconociera la verdad de mi afecto, ni que mi honrada palabra fuera puesta en duda por la mujer de mis sueños, la mujer ideal…

– Baje, baje un poco, D. Esteban, y podré creerle… Ya sé que me estima… yo también le estimo… Estebanito, ya cantan el final del acto, y ya está ese buen señor perdonando a tutti.

XV

– Fíjese usted bien, Eufrasia, en lo que dice el Emperador y Rey…

– Tradúzcamelo si quiere que yo lo entienda, pues no sé más lengua que el castellano.

– Dice: Sposi voi siete…

– En español, cásense ustedes pronto… Ya hablaremos de eso, Estebanito; no sea tan precipitado.

Desde aquel momento, la pizpireta Eufrasia, ya muy corrida en noviazgos, según nos revela la cháchara transcrita, puso sus ojos, amparada del abanico, y con sus ojos su alma toda, en un palco frontero donde apareció Emilio Terry, objeto efectivo de sus ansias amorosas. En relaciones durante año y medio, tan tiernas y sazonadas que tuvo Himeneo encendidas las teas, rompieron inopinadamente por un fútil motivo… Amigas envidiosas llevaron a Eufrasia el cuento de que Terry mariposeaba en el escenario del Circo alrededor de aquel astro, de aquella deidad de la danza, la Guy Stephan, y no fue menester más para que se produjesen recriminaciones y celeras a que siguió un hemos concluido, pronunciado por ambas bocas con entonación solemne. Coincidió tan grave suceso con otro sonadísimo: la tentativa de asesinato del General Narváez. Dirigíase al teatro del Circo, donde bailaba la Stephan en función de gala, con asistencia de Su Majestad y Alteza, cuando unos embozados detuvieron el coche junto a los Basilios, y disparando sus trabucos a boca de jarro por las ventanillas, mataron… al ayudante señor Baseti, el cual, por un caso fortuito, había cambiado de asiento con el General. (Entre paréntesis, dígase que la opinión maliciosa señaló a D. Juan Prim como autor del atentado; pero nada se le pudo probar.) Pues cuando llegó la noticia al teatro del Circo, y se alborotó el sensible público, apartando su atención de las piruetas de la bailarina; cuando entraba el propio Narváez, declarando con su presencia que los asesinos habían errado el golpe, y con aire temerón y cara de mal genio al palco de la Reina se dirigía para recibir graciosos plácemes, precisamente en aquellos minutos estaban Eufrasia y Terry en lo más caluroso de su pelea, sotto voce.

Rodaron días y meses, entre los cuales los hubo de fúnebre tristeza para Eufrasia, que no cesaba de darse grandes atracones de beleño, buscando el olvido, y a cuantos le pedían amores contestaba con un sí como un templo. No se pueden contar los que en aquel período fueron sus novios más o menos formales; pero sí se sabe que ninguno logró rendir su afecto. La primera vez que vio a Terry después de la ruptura fue en el entierro de Argüelles. Iba el galán en la comitiva fúnebre, a pie detrás del féretro, y Eufrasia miraba el paso desde un balcón de la calle de Fuencarral. Viéronse a los pocos días en el estreno del Don Juan Tenorio en el teatro de la Cruz, y sucesivamente en el Prado, en el Liceo; pero uno y otro esquivaban la mirada, agraciándose recíprocamente con un desprecio de buen tono. En los comienzos del 45, las miradas en teatros y paseos revelaban mayor benignidad, y, por fin, eran un saeteo ardiente que llevaba y traía llamaradas… Observadora sagaz, la viuda de Navarro, al retirarse con sus amigas después de la representación de Hernani, dijo a la mancheguita: «Déjate de más tontunas, y no entretengas al pobre Estebanito. Bien a la vista está que tanto Terry como tú rabiáis ya por las paces, que es volver las cosas a su situación natural. Yo sé que Terry está cada día más loco por ti, y harto sabes tú que es el hombre que te conviene. No te digo más, hija; no pierdas tiempo, y a casa con él».

Madurillo ya, Emilio Terry, que pasaba de los treinta y ocho, no podía vencer sus mujeriegas aficiones, y trabajaba en esferas distintas, enamorando por lo bajo cuanto podía, y haciendo seriamente el cadete con las señoritas casaderas, a quienes entretenía y esperanzaba más de lo regular. Era una mariposa jamona y con las alas recompuestas, que iba de flor en flor, y el acogimiento lisonjero que abajo y arriba tenía confirmaba su nativa disposición para las campañas amorosas, lo mismo en el terreno donde no podía quebrantar la ley de honestidad, que en otros terrenos o capas de la galantería libre. No era hermoso, ni mucho menos, y su cara morena y barbuda, de facciones gruesas y ojos terroríficos, una de esas caras que espantarían a quien se la encontrase en camino solitario, habría sido totalmente incompatible con el amor si no la realzase y embelleciese el espíritu, la intención o voluntad que en el mirar penetrante y ardiente se mostraba, la ingeniosa labia con que a las cosas más vulgares daba un interés vivo, y para feliz complemento, la facha, el aire de elegancia no superado por ninguno entre sus contemporáneos. Vestía con suprema corrección inglesa, y tan airoso estaba de tiros largos como al desgaire, vestido de mañana con cualquier levitín suelto y un chaleco de moda pasada. Andaluz de Levante como Salamanca, dueño de un buen capital, y disfrutando la confianza de amigos y parientes malagueños muy ricos, se había lanzado en el vértigo mercantil con inteligencia y fortuna, especulando en jugadas de Bolsa, moviendo el gran mecanismo de las asociaciones mineras, que era la característica de aquellos tiempos en el orden de los negocios, y preparando la introducción de la magna industria del siglo: los ferrocarriles. No era, pues, Terry un farsante, de estos que explotan la credulidad de las gentes, ni un charlatán del capitalismo, que operara en el vacío con moneda figurada: sus negocios eran formales, su riqueza moderada y sólida, su disposición para negociar, seria y limpia, totalmente inglesa como su vestir, como todo su empaque social.

En los negocios solía ir con pies de plomo, atento, previsor y reflexivo, y en las empresas mujeriles con solapadas astucias o con los acometimientos repentinos de un estratégico muy ducho, conocedor de la geografía y de la oportunidad. Explicaba un amigo de Terry, años adelante, las magníficas victorias de este por una razón literaria, o que con la literatura se relaciona. Remitía ya la fiebre romántica; iba pasando la violencia en las pasiones, comúnmente fingida, pues raro era el poeta que sentía tan al vivo lo que expresaba; pasando iban los audaces giros de la expresión, las rebuscadas antítesis, el dilema terrible de amor o muerte, las casualidades fatalistas por las que el socorro de un afligido llegaba siempre tarde; pasaba también la humorada suicida, y la monomanía de poblar de cipreses y sauces el campo de nuestra existencia. Los grandes cerebros del romanticismo habían dado de sí sus últimas flores; D. Juan Tenorio, que apareció en Abril del 44, fue acogido como una obra tardía, que llegaba con dos años de retraso. Tres habían pasado desde la temprana muerte del gran Espronceda, y creyérase que había transcurrido un cuarto de siglo. Los innúmeros poetas que pasaban por sucesores del autor de El Diablo mundo, ya no maldecían desesperados la vida, ya no empleaban los acentos más roncos del alma para expresar una murria que no sentían y una melancolía negra que empezaba a ser de mal gusto.

Tras esta grandiosa procesión romántica que iba pasando y en el ocaso se desvanecía, vino otra procesión cuyas figuras traían menos poder literario, arreos no tan vistosos, vestiduras poco brillantes y armas enteramente flojas, afeminadas y deslucidas. Vino un sentimentalismo baboso que en los años siguientes hubo de dar frutos de notoria insipidez, un suspirar, un quejarse continuos, como expresión única del amor. La suprema fórmula estética fue la languidez: púsose de moda el estar lánguido; languidecían los poetas, languidecían las niñas casaderas y las jamonas que ya habían corrido el ciclo romántico en toda su extensión. En los dramas de asunto moderno, el éxito dependía de que las damas vestidas de muselinas vaporosas, con el pelo a la Cardoville, y los galanes de levita entallada, pantalón de trabillas, chaleco de raso, con la melenita ahuecada sobre la oreja, terminasen sus tiradas melosas expresando una inmensa languidez. Los novios, en sus inflamadas cartas, no hablaban ya de tomar fósforos ni de lo bonito que es pasear de noche por las calles de un cementerio: se entretenían en dar cuenta de suspiros que ahogaban el alma, o de quejidos exánimes inspirados por un deseo. El suspiro, el quejido, el deseo, la languidez, las auras embalsamadas, las noches voluptuosas, los sueños de dicha y placer, eran los chirimbolos con que jugaban constantemente los enamorados y los poetas. Hasta la prensa se veía tocada de esta demencia ñoña, y prodigaba en sus escritos los tropos más ridículos. Publicistas que pasaron por excelentes llamaban a Chateaubriand el Cisne del cristianismo, a la Habana la Virgen de los trópicos… Pues bien: Terry, adelantándose a su época lo menos un cuarto de siglo, hizo pedazos toda esta máquina de afeminación; desterró el suspirar por tiempos, las auras del deseo, y cuando hablaba con mujeres, jamás se ponía lánguido; antes bien, las embestía con un lenguaje humano, recto, sincero, varonil. De aquí sus victorias frecuentes y el partido que tenía.

 

Volvieron a verse Eufrasia y Terry, y a flecharse con miradas flamígeras en la representación de Maria di Rohan por Ronconi, en el Circo, y allí se tramó, para reconciliarles, la siguiente ingeniosísima combinación. Entre los muchachos que solían ir a la tertulia de la viuda de Navarro, descollaban: Rubí, que de autor de piececillas andaluzas había subido a la jerarquía de dramaturgo famoso; Campoamor, ya célebre como lírico de mucho aquel; Navarrete, escritor de costumbres, y Enrique Gil, poeta y crítico. Íntimos de este eran los Asquerinos, dos hermanos muy simpáticos que hacían dramas. Anunciábase uno de Eusebio en el teatro de Variedades, con el título un tanto estrambótico y trabalenguas de Obrar cual noble con celos, y Jenara alcanzó de Enrique Gil el obsequio de dos palcos para el estreno, comprometiéndose a ejercer de alabarda toda la noche con sus amigos hasta sacar a flote el drama, cualquiera que fuese su mérito. Uno de los palcos ocuparíalo la viuda; el otro sería remitido de parte del autor a unas damas andaluzas que infaliblemente invitarían a sus habituados Terry y Alejandro Llorente, a la sazón inseparables. Una vez colocado a tiro hecho el galán esquivo, Jenara le saludaría, llamándole a su palco para decirle dos palabras, y en el acto, con hábil maniobra, se efectuaría la tangencia de aquellos dos planetas de amor, que andaban despavoridos por los cielos buscando un punto en que juntar sus órbitas. Pero el drama, anunciado con tanto bombo, Obrar cual noble con celos, no llegó a representarse, y el plan quedó diferido en los propios términos para el estreno del drama de Valladares y Saavedra, Para un traidor un leal y Juicios de Dios, en el mismo teatro de Variedades. Todo se preparó hábilmente: Jenara ocupó su palco, escoltada por las manchegas; en el inmediato entraron las andaluzas. Acudieron mas tarde Cueto y Llorente, y por este supieron las vecinas que Terry se había ido a Sierra Almagrera para un negocio minero. El fracaso de la intriga fue tan grande como el del drama, que cayó al foso, sin que salvar pudiera al Traidor el Leal, ni a los dos juntos el Juicio de Dios.