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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XII

Que ocupaba grande y luminoso espacio en el alma de la señora manchega el deseo de replantar sus raíces en el suelo patrio, no hay para qué repetirlo. El colmo de todas sus dichas era volver a los aires de allá y emplear de nuevo las energías del cuerpo y del alma en el trajín agrícola, en la cría de tanto simpático animal, y recrearse en el trato de tanta gente honrada y fiel. Pero si entre estos dulcísimos goces y el bien de la familia, hijos y esposo, se planteaba el dilema, Doña Leandra, como esposa y madre cristiana, como mujer criada en la virtud humilde y en la verdad, no podía menos de anteponer a sus propios deseos la conveniencia de los seres queridos a quienes consagraba su existencia. De sus hondísimas meditaciones en aquella noche de prueba resultó al fin una resolución fija, clara, inquebrantable. Muriéndose de pena, aconsejaría decididamente a D. Bruno que aceptara lo que el Gobierno le ofrecía, sacrificando al bien de la familia sus escrúpulos y la fidelidad al Progreso, vana palabra sin sentido. Regó la pobre señora con su llanto las sábanas en que se envolvía, formando como una pelota, y se dijo: «Si el Señor quiere que nunca más vea yo el suelo y el cielo de mi querida Mancha, hágase conforme a su santa voluntad. ¡Viva Bruno y vivan los hijos!, y vean todos satisfechas sus ambiciones, aunque yo me muera, y queden mis pobres huesos en estos nichos, y mi alma suba al cielo, no sin pasar antes por la tierra en que nací». Esto decía llorando; al día siguiente, lavadas cara y manos, se fue a misa a San Andrés, y al volver gozosa y triste de la iglesia, cosa muy rara, alegre por haber tomado una resolución invariable, apenada por el sacrificio de sus ideales en aras de la familia, como hablando de lo mismo solía decir Bruno, se llegó a este, a punto que tomaba chocolate, y evacuó la grave consulta en esta forma:

«Marido mío, me has pedido consejo y a dártelo voy según las luces que Dios me enciende en el magín. Para mí sería lo más grato que desesperados de encontrar aquí la fortuna nos volviéramos a nuestra tierra; pero no ha de ser nunca consuelo mío lo que para ti y para nuestros hijos será tristeza, ni quiero que el bien que deseo se funde en el mal de todos, porque entonces mi bien sería muy amargo. Voy a parar, querido Bruno, en aconsejarte que ahogues las voces de la honrilla política, que es cosa de ningún precio ante la conveniencia de la familia y el porvenir de los hijos. Dime tú, desventurado: ¿qué sacaste hasta ahora de ser tan tierno amador del dichoso Progreso? Por tu fidelidad a esas paparruchas, por eso que llamas tu consecuencia, ¿qué te dieron más que sofoquinas y malos ratos? El ídolo tuyo, ese Duque y Conde que todo lo podía, ¿hizo algo por ti? ¿Acaso te dio siquiera una almendrita del turrón que repartía entre tanto mequetrefe? Si tu mérito y tu arraigo eran tan manifiestos, ¿por qué no los recompensaron? ¿Has olvidado que en el asunto del Pósito, claro como la luz, estuvieron mareándote con promesas, y que ni aun untando a esos bigardones de las oficinas pudiste lograr que anduviera el carro? El D. Olózaga, el D. Mendizábal, con tantas retóricas, tanto abrazo y tanto de mi amigo, mi respetable amigo; el D. López o Don Mieles, ¿te han dado algo? Pues mira tú: a todos esos moscones les dirás que a quien se muda Dios le ayuda, y que tal el tiempo, tal el tiento. Echando estas gramáticas por delante, les mandas a paseo, con palabras finas, eso sí, muy finas; y antes que te metan en dudas o arrepentimientos tus amigotes del café, que lo son porque tú tienes siempre seis reales para convidarles y ellos no, te vas a ese Sr. González y le dices: ‘Sr. González, como buen manchego aquí estoy a que me cumpla lo prometido. Ya recomendó el sabio que cuando nos dan la vaquilla acudamos con la soguilla; vengo, pues, señor mío, sombrero en mano, a que me eche en él los beneficios. Aquí todos somos unos, y todos, llamémonos nabos, llamémonos berenjenas, estamos a lo que cae, porque eso de los hombres de Progreso y Retroceso no es más que divisas que nos ponemos para pasar el rato. Hombre honrado soy, y en cosa que a mí me encomiende la Nación no he de hacer ninguna porquería, que nací de padres cristianos y en los mandamientos de Dios me criaron. Ni al mundo vine tan desnudo que necesite del empleo para comer. Venga lo del Pósito, que es de justicia, y venga lo mío y lo del niño mayor, con promesa de colocarme también al segundo cuando tenga la edad’. Y dicho esto con mucha suposición de lo que eres y de lo que vales, tomas los papeles que te dé, que serán las testimoniales de los destinos, y te vienes para tu casita, sin pasar por el café, donde estarán Milagro, Centurión y demás hambrones, ladrando de envidia y cortándote cada sayo que dará miedo. Pero tú no hagas caso, que lo que es Milagro, si le dieran lo que a ti te dan, lo tomaría sin melindres, diciendo el muy zorro que se sacrifica por la patria».

Con tener Doña Leandra un gran ascendiente sobre su marido en cosas de conciencia y en el manejo de intereses de cuantía, no pudo, al primer ataque, llevar el convencimiento al ánimo del buen señor. Toda la mañana la pasó este dando vueltas de un lado a otro de la casa, taciturno y con los morros muy alargados. Su señora, que debía de llevar en sus venas sangre de Sancho Panza, a juzgar por la pesadez y la socarronería de su positivismo, volvió a la carga una y otra vez repitiendo y ampliando sus argumentos con la insistencia del escudero famoso cuando pedía la ínsula. Al mediodía, ya D. Bruno se tambaleaba, como un árbol herido en su tronco por el hacha; por la tarde, Doña Leandra se creía victoriosa, obteniendo de su marido promesa formal de no concurrir a la tertulia de Milagro ni tener roce alguno con gente del bando caído; y al anochecer demostraba el hombre haber llegado a la total madurez de su nuevo convencimiento, hablando con desprecio de las sectas políticas, y poniendo por cima de las garrulerías de tiros y trajanos los grandes fines de la Patria. ¿Cómo llegar a estos fines sin orden, sin que se apaciguaran los díscolos, y callaran los vocingleros, y se pusieran todos a trabajar, que era lo que hacía falta? Dentro del orden se darían libertades, ¡vaya si se darían!, y poquito a poco iríase acostumbrando la Nación a ser libre… Nada de partidos ya. Menos política y más administración, como le había dicho D. Luis con llamarada genial en la conferencia de aquella famosa noche. Abajo los partidos, y arriba para siempre el Procomún.

Estas sesudas razones y otras de evidente color sanchopancino dijo el respetable hijo de la Mancha, y tras los dichos vinieron los hechos. Todo se hizo conforme a la oferta de González Bravo y a los consejos de Doña Leandra, viniendo a ser estas dos personas, la una con carácter público, la otra privada y obscura, los determinantes de la defección del gran D. Bruno, la cual, dígase de paso, no fue tan sonada como él pensaba y temía, porque otros hubo que se dejaron seducir, y repartido el escándalo en una docena de nombres, no tocó a cada uno más que parte mínima del oprobio. Juzgando Milagro el suceso desde la cima inaccesible de su consecuencia, virtud a prueba de tentaciones, decía en el café y en la tertulia de Don Frenético: «No ha sido más que una maniobra de ese gitano de González… ¡si conoceré yo a mi gente!… una maniobra, una jugarreta para darse cierto barniz de imparcialidad, haciendo creer al país que aún queda un resto de coalición… ¡Si será pillo! Hay en ello, como digo, algo de la destreza de los gitanos para desfigurar con pinturas y postizos los borricos que venden, y hacer pasar por jóvenes a los viejos, por ágiles a los cojos… ¡Vaya con González, y qué maquiavelismos nos gasta! Ha cogido a cuatro inocentes para ponerlos de monigotes decorativos, hasta que llegue el momento en que la situación se crea segura, y entonces, ¡ay!, la patada que darán a estos pobres tránsfugas se oirá en los antípodas. Lo siento por el pobre Carrasco, persona a quien yo estimaba mucho, y por eso le di mi protección en el gobierno de Ciudad Real, que era, entre paréntesis, un gobierno dificilísimo, y allí necesitaba uno ser un Metternich para desenvolverse entre las influencias encontradas de Juan y de Pedro… Lo siento, sí, por Carrasco, y casi me inclino a disculparle. Hizo el desatino de abandonar su terruño para venirse a Madrid, metiéndose a politiquear sin entenderlo… ¿Qué había de resultar? El cataclismo, y en el cataclismo, o, si se quiere, en el diluvio, ¿qué ha de hacer un hombre cargado de familia más que agarrarse al primer tablón que le presentan?… Hay otra cosa, señores, y es que la virtud de la consecuencia pocos, muy pocos la poseen… Abundan los partidarios; pero los consecuentes, los inflexibles no abundamos… Y con estos, con nosotros sí que no se atreven. ¿Por qué no se le ocurrirá a González echarme a mí sus redes maquiavélicas? Porque me conoce y sabe cómo las gasto, porque sabe que le enseñaría yo los dientes, si viniese… y con los dientes de José del Milagro no se juega… ¡Ah, Sr. González, algún día nos veremos frente a frente, y… ya, ya se ajustará la cuenta de Olózaga, y otras, otras cuentas políticas!…».

Bien mantenido por su yerno, libre de domésticos cuidados, escupía por el colmillo D. José, y levantaba el gallo en los mentideros políticos, dándose tono de prohombre y vendiendo protección a los caídos, como candidato probable a una cartera el día no lejano en que volviese el Duque. Corriendo las semanas, concluía con incierta calma el año 43, y empezaba con febriles inquietudes el 44: los liberales, caídos con vilipendio, vendábanse presurosos las descalabraduras, y empezaban a mirar por la vida, es decir, a sublevarse aquí y allí, aprovechando cuantos medios se les presentaban. Esto no era más que continuar la historia de España, y buen tonto sería el que creyese que tal historia podía sufrir interrupción. Fueron hechos culminantes en el paso de un año a otro: el pronunciamiento de Alicante, capitaneado por un fogoso aventurero, Pantaleón Bonet, hombre audacísimo, cortado por el patrón de Ramón Cabrera con todas sus cualidades y defectos; la mudanza de la familia Carrasco de la Cava Baja a la calle Angosta de Peligros; la sublevación de Cartagena con nombramiento de Junta de salvación, que presidió un D. Antonio Santa Cruz; el catarro pulmonar que cogió Doña Leandra, paseando con su amiga la Torrubia por las afueras de la Puerta de Toledo, de resultas del cual estuvo si se va o no se va a la Mancha, quiere decirse, al otro mundo; los desarmes de la Milicia Nacional en Valladolid, San Sebastián y Burgos, con los disturbios y porrazos consiguientes; los amagos de levantamiento carlista en las provincias del Norte; los nuevos vestidos que se hicieron Lea y Eufrasia para dar testimonio público de la nueva posición de su padre y poder alternar con alguna que otra señora moderada, vestidos que, según puntualmente ha conservado la tradición, fueron de popelín adiamantado con doble reflejo, tela propia para invierno y otoño, y en ellos se adoptó la forma novísima de los cuerpos medio escotados y el cuello fruncido a la Lucrecia; la tentativa de reanudar tratos con Roma para que esta autorizase la desamortización y pudieran los moderados enriquecerse comprando por un pedazo de pan los bienes que fueron de la Santa Iglesia; las levitas que se hizo D. Bruno imitando no ya las de Mendizábal, sino las del elegante prócer marqués de Viluma… y en fin, mil sucesos y menudencias que, tejidos con estrecha urdimbre, forman la historia del vivir colectivo en aquellos tiempos, la Historia grande, integral.

 

XIII

Vemos luego cómo dicha Historia, mansamente, por el suave nacer de los efectos del vientre de las causas, siendo a su vez dichos efectos causas que nuevos hijos engendran, va corriendo y produciendo vida, de la cual son partes muy notorias los hechos siguientes: la mejoría de Doña Leandra, gracias al tratamiento sudorífico que la dejó en los huesos; la expedición militar de Roncali contra los sublevados alicantinos, de lo que resultó la destrucción de estos en el campo de batalla, con más empleo de la maña que de la fuerza, según se dijo; el fusilamiento de los revolucionarios de Alicante, veinticuatro víctimas con Bonet a la cabeza, bárbaro, torpe y extremado castigo que había de ser semillero de odios intensísimos, irreconciliables; las relaciones que trabaron Eufrasia y Lea con personas de más alta posición, distinguiéndose en estas nuevas amistades la de una señora renombrada por su hermosura y la amenidad de su trato, Jenara de Baraona, viuda de Navarro; la prisión de calificados progresistas como Cortina y Madoz, y las épicas palizas que recibían en los pueblos los desarmados milicianos, en desquite de las que ellos habían repartido profusamente; la declaración del legítimo matrimonio de la Reina madre con D. Fernando Muñoz, y por último, la entrada en Madrid de la propia Doña María Cristina, que acá nos volvía triunfante y feliz a gozar de su victoria.

Merece este gran suceso mención especial: Madrid ardió en fiestas para celebrar la vuelta de la Gobernadora, y los señores que mandaban y los innumerables inocentes que entonces, casi como ahora, constituían el vecindario de la capital, se desvivieron y despepitaron en obsequiar a la Reina y mostrarle su admiración. Fue un dulcísimo incendio de los corazones, una embriaguez de los cerebros. Los poetas, que en aquellas vegadas crecían con viciosa lozanía en nuestro suelo, tuvieron tema oportuno para echar odas y silvas, y apestarnos con sáficos y sonetos. Fue una de las epidemias poéticas más asoladoras del siglo. Uno de aquellos vates empezaba diciendo: Detén, ¡oh Sol!, tu espléndida carrera… y pedía el buen señor la parada del Sol para que pudiera ver el paso de Cristina por entre gallardetes, arcos de tela pintada y festones de papel, recibiendo los delirantes parabienes del pueblo. Concluía el poeta con esta estrofa:

 
Mas nunca, mi Cristina, menos bella
Te contempló mi corazón de fuego;
En mi delirio amante,
Fuiste a mi pensamiento rara estrella
De ese cielo radiante;
Y en su luz celestial quedando ciego,
Te dirá mi laúd de cualquier modo
Que eres mi Dios, mi religión, mi todo.
 

Otras mil lindezas le dijeron, y flores diversas arrojaron al paso de Su Majestad por Valencia y al entrar en Madrid, de lo que resultó un conflicto más para el Gobierno, pues no había empleos vacantes con que premiar debidamente la lealtad y el arrebato de tantos poetas. Instalada Cristina en Palacio, ocurrió un suceso casi tan importante como la recaída de Doña Leandra (que privó a las chicas de asistir a la soberbia función del Liceo en honor de las Reinas), suceso previsto por muchos, y singularmente por Milagro, cuyas palabras textuales sobre la materia nos ha transmitido un papel de la época. «Apenas la excelsa señora —dijo D. José, – alivie su cuerpo y su espíritu de la fatiga de tantas salutaciones y de la asfixia de tanto verso, tomará la providencia que ha motivado su vuelta a estos reinos, la cual no es otra que plantar en la calle a González Bravo, o echarle rodando por las escaleras. ¿Cómo podrá olvidar la señora, por magnánima que sea… y no lo es… cómo podrá olvidar, digo, que este cínico se entretuvo en sacarle a la colada los trapitos, contando ce por be todo el idilio morganático? Esto no lo olvida Su Majestad, porque los Reyes, que siempre han sido y son buenos memoriosos, ni olvidan ni perdonan… y hacen bien: por esto son Reyes».

Lo que D. José profetizaba se cumplió puntualmente a poco de tomar respiro la Reina Madre en el Real Palacio; mas la salida de González se motivó oficialmente en el desacuerdo del Ministro de Hacienda con nuestro Embajador en Roma, el cual ofreció a la Santa Sede que haríamos tabla rasa de la Desamortización. Insistía Milagro en que su versión era la verdadera, y con chistes y pormenores muy donosos la sazonaba. Corría con grande autoridad otra que por su fuerza lógica se impuso, y era que Narváez, viendo ya cumplidos los fines del Gabinete González Bravo, y estando ya bastante suavizada la pendiente o transición entre la Libertad y el Despotismo, no había razón para mantener en aquel puesto al que sólo fue a él para guardarlo interinamente, y con mónita frailuna se le dijo a D. Luis: «Quítese, hermano, que ya no hace falta, y prémiele Dios por lo bien que ha sostenido la interinidad. Aquí estamos ya nosotros con ganas de descansar el cuerpo en ese sillón, y de coger la rienda… Pronto, pronto… Lárguese a la embajada de Portugal, a donde le destinamos, y que Dios le haga bueno». Esto le dijeron, plus minusve, y el hombre descolgó su sombrero, que de una lujosa espetera ministerial pendía, y se fue a Portugal gozoso, porque en verdad la sonrisa picaresca de Doña María Cristina le alborotaba la conciencia, y algo curado ya de su cinismo por las funciones severas y moralizadoras del poder, le asustaban las imágenes de las personas a quienes mató, como un pobre Macbeth de bajo vuelo, para ver realizado el vaticinio de las brujas. Cayó el gran cínico, dotado por naturaleza de las más bellas seducciones de palabra y trato, el hombre a quien sobraba de talento todo lo que le faltaba de escrúpulos; el que llenaba los archivos vacíos de su instrucción con los frutos repentinos de su entendimiento; el que en vez de moral tenía la prontitud imaginativa para fingirla, y en vez de ciencia el arte de ganar amigos. Y no fue su gobierno de cinco meses totalmente estéril, pues entre el miserable trajín de dar y quitar empleos, de favorecer a los cacicones, de perseguir al partido contrario y de mover, sólo por hacer ruido, los podridos telares de la Administración, fue creado en el seno de España un ser grande, eficaz y de robusta vida: la Guardia Civil».

Y continuando con pasmosa fecundidad el desarrollo de la Historia grande, como un hilo de vida sin solución, el primer hecho de alta trascendencia que se nos ofrece después de la caída de González Bravo es la del buen D. Bruno, a quien pusieron la cuenta en la mano sin decirle una palabra cortés; caída ignominiosa, que fue tema de chanzas picantes entre sus amigos liberales, y en la familia como el reventar de una bomba que difunde el espanto y la desolación. Doña Leandra estuvo sin habla todo un día, y las niñas, rabiosas y descompuestas, desahogáronse en improperios contra Narváez. Este cogió el poder que le correspondía como capataz indiscutible de los españoles desde Julio del 43… Hacia el comedero del pobre D. Bruno alargaban sus hocicos, desde tiempo atrás, otros más necesitados o que se juzgaban con mejor derecho, y Narváez no era hombre capaz de condenar a los suyos a la inanición. Ya se había dado el ejemplo de la prudencia y la imparcialidad hasta el derroche, y sería candidez mantener a cuerpo de rey a los enemigos, mientras tantos amigos se vestían con dos modas de atraso, y en su trato doméstico vivían sujetos a una bochornosa escasez de comestibles. A los faldones del Sr. Mon, nuevo Ministro de Hacienda, se agarraba media Asturias pidiendo credenciales.

Si sensible fue el trastorno producido en la casa de Carrasco por las cesantías del padre y del niño, los suspiros y el rechinar de dientes quedaron reservados en la intimidad de la familia, y grandes y chicos cuidaron de que el desastre no trascendiese al exterior, y que sobre las ruinas se alzase siempre la dignidad. No eran los Carrascos de esos a quienes la cesantía condena fatalmente a un triste interregno de zapatos rotos, de empeño de ropas, de hambres y desnudeces. El decoro de la familia exigía que todo siguiese en el mismo aspecto y decoración, y si el padre tal criterio proponía, las chicas le daban quince y raya en las demostraciones para mantenerlo coram populo. Doña Leandra, que de resultas de su último arrechucho hallábase desmejoradísima, padeciendo con mayor agudeza del terrible mal de su nostalgia, creyó por un momento que la reciente desdicha traería, como reparación física y moral, el regreso a la tierra; mas pronto hubo de convencerse, observando rostros y midiendo palabras, de que nunca había estado más lejos de la realidad aquel su ardiente deseo, que le llenaba toda el alma. Para seguir aferrados a Madrid tenían las hijas y el esposo motivos o pretextos de tanta fuerza, que Doña Leandra, heroína de prudencia y discreción, se abstenía de contradecirlos y refutarlos, y lloraba en silencio contentándose con la repatriación mental, en ocasiones de tal modo intensa que le daba la impresión y los vivos goces de la realidad. Hallábanse Lea y Eufrasia ligadas a Madrid no sólo por el lazo de amistosas relaciones, sino por noviazgos muy serios, en que se aunaban, para darles inmenso valor, el fuego de los corazones y la esperanza de provechosos casamientos. Lea, tras una serie de superficiales pasioncillas, había cogido en sus redes a un joven militar muy avanzado en su carrera, y que llegaría pronto a General, a poco juego que dieran las revoluciones anunciadas. Eufrasia, que ya había sabido marear a once galanes y divertirse con ellos, tenía en estudio a un andaluz riquísimo, de gran familia, negociante que iba para capitalista. Hallándose, pues, las dos hijas en lo más crítico de la cacería de estos pájaros de calidad, no era propio de una buena madre espantar las piezas, ni menos dejar a las cazadoras en el desconsuelo consiguiente.

Y por el lado de D. Bruno, no hallaba Doña Leandra menos cerrado el camino de sus ilusiones de patria manchega. Ante todo, el amigo D. Serafín de Socobio y otros que en el moderantismo le habían salido daban a Carrasco esperanzas de pronto desquite, bien en una plaza semejante a la perdida, bien en una jefatura política de importancia. No sólo había de estar a la mira de su reposición probable, sino que forzoso era no perder de vista el asunto de Pósitos, pues aunque la sentencia del Consejo Real le había sido favorable, completa victoria en principio, faltaba lo principal: que le devolviesen el dinero prestado al Pósito de Daimiel y que la junta de este le negaba. Camino largo y espinoso suele ser en España el que conduce del principio legal a la realización del derecho, y muchas esperanzas cortesanas se pierden en este camino. Añádase a esto, para llegar al conocimiento total del sedentarismo de D. Bruno, que sin quererlo, por grados inapreciables, se iba haciendo marisco y pegándose por secreciones calcáreas a la roca oceánica de Madrid. La vida de casino no fue la menor causa de esta adherencia. Por aquellos días estaba en todo su auge el establecimiento de recreo y dulce sociedad fundado por Córdoba, Salamanca y otros en la calle del Príncipe: a él concurrían lo más granado de la oficialidad de nuestro ejército y los personajes más simpáticos de la situación, sin que faltasen liberales blandos de buena sombra; allí la vida se deslizaba plácidamente en la conversación, en los comentarios de toda noticia social o política, en el murmurar malicioso, en el referir ameno, en la lectura de la prensa, en el billar, en el juego, etc. Al poco tiempo de introducirse en tal sociedad, Carrasco no sabía salir de ella, y entre su cuerpo y los sillones de gutapercha producíase un aglutinante que cada día era más fuertemente pegajoso. Coincidieron con esta vida otras adherencias de que por su condición reservada no se hablará mientras la necesaria armonía y el buen concierto de la totalidad histórica no lo exijan. Véase ahora si este poderoso fatalismo centrípeto no era suficiente a someter sin lucha la voluntad centrífuga de la pobre desterrada, dejándola en triste recogimiento. Procurábase consuelo Doña Leandra en la sociedad de sí misma y en los viajes imaginarios al país de sus amores, valiéndose para ello de los más rápidos medios de locomoción, ora el clavileño de su paisano, ora la escoba de las brujas.