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Episodios Nacionales: Bodas reales

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Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento de las manchegas perfecciones.

Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava… Yo me restriego las manos hasta despellejarme, y nada… Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales…!, que es primo mío, por más señas…».

– Y sobrino segundo o tercero de mi difunto… ¡Aquel es jabón… sí, señora!

– ¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul… Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer… ¿verdad?

– Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas —dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse. – Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel…

En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba…

«Chica, me has asustado… ¿Qué… ocurre algo?».

– Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo —replicó la alcarreña. – Venga, señora, pronto, que el amo está contento… Mus muamos…».

Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.

VIII

A la siguiente tarde, o mañana, que la hora no consta en los papeles coetáneos del suceso, fue Doña Leandra al encuentro de su amiga, con los espíritus muy abatidos. Rodeada de sombríos nubarrones, la tenaz idea nostálgica volteaba en su magín, como una rueda silenciosa, doliente… El empleo de Bruno no sólo alejaba la ocasión de volver a la Mancha, sino que imponía la necesidad de abandonar aquel barrio, el único de Madrid en que ella con mediano gusto se encontraba. Juntáronse las dos manchegas, y a sus pláticas dieron principio, arrimaditas al muro de las casas, para mejor gozar del sol; mas no habían pasado de los exordios, cuando el pajarero, dejando a un muchacho sirviente el cuidado de la limpieza de jaulas y el suministro de agua y cañamones, acercose a ellas y con pavorosa ronquera les dijo: «Me paiz que no acabará el día sin tremolina. ¿No saben lo que pasa? Pues ahí es nada lo del ojo… La cosa más tremendísima que se ha visto en toda Europa y sus islas alicientes…».

– ¡Ay, Dios mío! —exclamó la Torrubia. – ¿Otra revolución? Mal año para el comercio.

– Mal año para todo —repitió Doña Leandra elevando los ojos al cielo. – Y díganme a mí que no están todos locos en esta tierra.

– La circunstancia de ahora —dijo Sacris, pasando de la ronquera al tono profético— será la más funestísima que habéis visto, y correrá la preciosa sangre por las calles, mismamente como en el matadero… Pues ello es que Olózaga… el que rezó la Salve en las Cortes, ahora le ha cantado el Credo a la Reina. Diz que en cuanto cogió el bastón de Ministro quiso volver a poner en pie de guerra a la Milicia Nacional, traernos otra vez al ayacucho y desarmar todo el ejército, lo que a la Reina no le hacía gracia… Llevó el decreto disoluto de quitar Cortes, y la Reina no quiso firmarlo. Furioso el hombre, paiz que cerró las puertas del camerín, y sacó una navaja, otros diz que puñal, de este tamaño, con perdón, y amenazó a la Reina con dejarla en el sitio si no firmaba; y no contento con tan tremendísima peripecia, echole mano a la ropa, la obligó a sentarse en el trono, y allí, amenazada la niña con el puñal apuntado a su tierno pecho, no tuvo más remedio que suministrar la firma… El hombre, una vez conseguida su incumbencia, tomó el portante; mas la Reina y todo el señorío de Palacio salieron dando chillidos tras él, y en la escalera le apresaron los excelentísimos alabarderos… Total, que ya está en capilla, y mañana le ahorcan… Pero andan los del Progreso muy alborotados, y dicen que no hay que colgar a Olózaga, sino a Narváez, que es el causante, pues… Los de tropa van por las calles pidiendo la exterminación de liberales, y se comprometen a estar fusilando desde por la mañana hasta la caída del sol, si la Reina lo quiere… y ved ahí el cataclismo que atravesamos…

– Pues siendo así —dijo Doña Leandra, echándose atrás el pañuelo que la sofocaba, – y si viene tan grande matanza, buen tonto será quien teniendo pueblo tranquilo donde vivir, se quede en este infierno… Voime a mi casa, que Bruno habrá llegado con tan horrendas noticias, y determinará que esta tarde nos pongamos en salvo.

– Sí, hija; didos pronto —indicó la Torrubia, – y llevadme a mí, que como en el barrio me tienen por liberala, motivado a que di muchos vivas en aquellas tardes del mes de Septiembre, cuando tiraron a la Cristina, puede que a mí quieran también colgarme… Aunque para mi sayo digo yo, con perdón del Sr. Sacris, que no será la cosa tan funestísima, ni habrá tantas horcas preparadas, pues desde el amanecer de Dios ando yo en esas calles, y no he oído nada.

Llegaron en esto al grupo dos vecinos, uno de ellos zapatero y miliciano nacional, el otro matarife, muy señalado por su patriotismo, y dieron del suceso versión distinta de la de Sacris. Olózaga llevó a la firma de la Reina el decreto de disolución, y Su Majestad obsequió al Ministro con su cartucho de dulces, después de lo cual firmó sin dificultad. Lo que había era que los despóticos, viendo que Olózaga venía con las intenciones de un jarameño, le armaron esta fea zancadilla en Palacio, figurando que la Reina no firmó de su voluntad, con lo que quitaban de en medio a todo el elemento libre.

En formidable disputa empeñáronse el zapatero y Sacris, esgrimiendo este toda su dialéctica retrógrada y eclesiástica, el otro volviendo por los sagrados fueros de la Libertad y la Milicia, y a punto estaban ya de agarrarse, no ya de lenguas, sino de uñas, cuando Doña Leandra abandonó el grupo de contendientes (que a cada instante se engrosaba con vecinos de ambos sexos), y tiró hacia su casa, donde esperaba que Bruno le daría informes de toda exactitud, y que la familia determinaría por unanimidad ponerse en salvo. Llegó, en efecto, al hogar el buen Carrasco, poco después de su esposa, y a esta y a sus hijas, que ya en la vecindad habían oído alguna vaga indicación del suceso, lo refirió y comentó con sentido, sin dar a entender que ofreciera peligro la residencia en Madrid. Doña Leandra afectó un terrible miedo; las chicas, no menos asustadas, agregaron que convenía mudarse pronto, antes hoy que mañana, porque no había más peligrosa vecindad que los barrios bajos en tiempo de revueltas. Calló la madre tragando saliva, y D. Bruno siguió diciendo que lo de Olózaga era castigo de Dios, porque tanto él como López y Caballero, las primeras figuras entre los libres, se habían mancomunado con la gente tiránica para derribar al Regente, y ya pagaban su culpa, viéndose perseguidos y deshonrados de mala manera por los que se fingieron sus amigos con el único fin de quitarle a la Nación hasta los últimos ápices de libertad.

Por el momento, no podía el Sr. de Carrasco decir más, y al café se largaba, donde fácilmente se enteraría del curso de aquel negocio. Todos los cafés ardían en disputas. Se oían los juicios mas razonables y las aseveraciones más absurdas y locas. La discreción y la demencia chisporroteaban juntas, y el humo de las vacías palabras asfixiaba a las muchedumbres que en lugar cerrado y en la calle, en cuerpos de guardia, en corredores palatinos, en ámbitos del Congreso, y en sacristías, camarines, plazuelas y portales, agitaban sus lenguas y secaban sus gargantas comentando el dramático asunto y desentrañando sus obscuros móviles.

«Señores, señores —decía D. José del Milagro en su gallinero del café, esforzando horriblemente la voz, y dando golpes en la mesa para dominar el tumulto y abrir un hueco de silencio en que depositar su opinión. – Señores… óiganme, por favor… En nombre de la patria, de la familia, del individuo, ¡ah!, les ruego que me oigan, porque si no me oyen reviento, como hay Dios… La única solución, la única solución que veo… lo digo con la mano puesta sobre mi conciencia… la única solución es que le traigamos otra vez… Sí: en este horrible desconcierto, todos los ojos se volverán al fin al héroe desterrado, al ciudadano invicto que hemos perdido porque no le merecemos, al triunfador, al regenerador, al pacificador…».

– Silencio, orden —gritaron varias bocas, – que Milagro está diciendo cosas muy buenas… ¡Silencio!

 

– Sí, amigos míos, compañeros míos, hermanos míos —prosiguió D. José imitando el estilo de López-: yo sostengo, yo aseguro, yo declaro que en la gravísima situación de la Patria, en el terrible conflicto de la Libertad, en este deplorable caos a que nos han traído los errores de unos y otros, no veo, no vislumbro, no puedo imaginar otro remedio ni otra salvación que la salvación y el remedio que he tenido el honor de exponer… Y la misma Reina, nuestra amadísima Soberana, que alguien quiere convertir en piedra de escándalo y en elemento, señores, en elemento de discordia y enredos… nuestra excelsa Soberana, hija de cien Reyes, será la primera que alargue sus bracitos amorosos hacia Londres, diciendo: «Espartero, ven a salvarme, que sólo en ti y en la Virgen del Pilar veo lealtad y amor verdadero; ven a librarme de esta pillería que me rodea y quiere engañarme, unos para llevarme a la demagogia, otros para vestirme de la piel del despotismo… No, no mil veces, Espartero mío: yo no quiero ser despótica ni parecerlo. Liberal nací, y liberalmente me crié, ¡ah!, entre el estruendo de los himnos populares y del horrísono fuego de cañón con que los campeones del adelanto destruían los odiados alcázares del retroceso, representado por mi señor tío. Yo quiero ser popular y que el pueblo me adore, como yo le adoro a él». Esto dirá nuestra divina Isabel, y el Pacificador oirá su voz suplicante, como la de los buenos que aún quedan aquí, y le veremos venir, tirándole de un brazo los progresistas y de otro los moderados de juicio, y empujándole los decentes de todos los partidos. Creedlo, señores y amigos: si la acusación se formula en las Cortes, si el gran barullo se arma entre olozaguistas y palaciegos, entre milicia y tropa, entre fraques y uniformes, llegará día en que la necesidad de conservar la vida inspire a todos la idea de volver los ojos al hombre de Septiembre en Madrid, al hombre de Diciembre en Luchana, al hombre de Junio en Peñacerrada, al hombre de Mayo en Guardamino; al hombre, en fin, de todos los meses del año en la patria historia… Deseemos, pues, que la confusión aumente, que vengan injurias de unos a otros, bofetadas y palos, y tras los palos, tiros, y tras los tiros, el pronunciamiento decisivo del sentido común contra las tonterías y los crímenes… He dicho».

Aunque no fueron pocos los que tomaron a risa la perorata del sesudo Milagro, escarneciéndola con aplauso burlesco, no dejó de producir su efecto en la mayoría del concurso, y algunos hubo que suspensos y meditabundos la oyeron. ¡Sería chistoso que acertara D. José y saliera para Londres una comisión de tirios y troyanos en busca del Duque para traerle a poner paz en este charco de ranas locas! Abundó Carrasco en las ideas de su amigo, añadiendo que él iría con mucho gusto a Londres para la traída del hombre de todo el año, y por de pronto lanzaría la idea para que fuese cuajando en los cerebros.

El llevar al Congreso la acusación y darle forma parlamentaria fue la más escandalosa pifia de los señores moderados o palatinos: en vez de ahogar el escándalo en su origen, echando tierra sobre el error cometido, fuera obra de quien fuese, empeñáronse en desplegar ante el país toda la malicia y desparpajo de nuestros políticos, entregando la persona de la Reina a la voracidad de las disputas y al manoseo de las opiniones. ¡Bonito principio de reinado; bonito estreno de la Majestad, que representada en una candorosa niña, debió ser resguardada de toda impureza y puesta en un fanal, a donde no llegara el hálito de las ambiciones! Por esto ha podido decir Isabel II que desde su tierna edad le enseñaron el código de las equivocaciones. Pudo añadir también que en cuanto le quitaron los andadores, dejándola correr por las asperezas del Gobierno con sus pasos propios, oyó sin cesar palabras rencorosas de unos españoles contra los otros, y sin quererlo aprendió de memoria el estribillo de que estos súbditos eran buenos, y malos los de más allá. Manos de bandidos la empujaban por estos caminos, dedos negros le señalaban otros no menos obscuros, y con pérfidas lecciones fomentaban en ella todos los defectos de su raza, dejándole el cuidado de conservar por sí misma algunas de sus virtudes. Si algo bueno tuvo no se lo debió a nadie: lo malo no es tan suyo como parece, porque poca defensa contra el mal tiene una pobre niña, gobernante de pueblos, criatura mimada y sin estudios, a quien le ponen de maestros los siete pecados capitales… y no le pusieron más de siete porque no los había.

IX

La gran función parlamentaria, la espantosa lidia de Olózaga, soberbia res de sentido, fue de las más interesantes del régimen: desde que hubo tribuna entre nosotros, no se había visto escandalera semejante; la emoción dramática superó a cuanto dan de sí las más ingeniosas obras del romanticismo. La intriga era soberana, el enredo superior, el diálogo vivo, a veces fulminante; las peripecias, variadas y sorprendentes; a cada paso surgían escenas de pasmoso efecto. Una de las que más hondamente afectaron al público, apenas alzado el telón, fue ver entrar en escena, con su cartera debajo del brazo, algo inquieto y sobrecogido, al famoso Ibrahim Clarete, el desvergonzado libelista de El Guirigay y trompetero de motines, D. Luis González Bravo, joven lleno de gracias y de ambición, de simpatía y de cinismo, que desde el 40 acechando venía la coyuntura de un rápido encumbramiento, y al fin la encontraba. Meses antes enronquecía cantando las alabanzas de la Milicia Nacional; en Septiembre del 40 ensalzaba en Madrid a Espartero; en Julio del 43, a la coalición en Barcelona; su audacia y el arrimo de los moderados le llevaron de los clubs a las Cortes; su natural despejo y su asimilación prodigiosa hiciéronle orador notable, y capitaneó el grupito de la Joven España.

Días antes del drama en que apareció desempeñando con tanta frescura el papel de defensor de la inocente Majestad ultrajada, creyó González haber encontrado junto a Olózaga la coyuntura que perseguía. Indicaciones de amigos oficiosos le hicieron creer que aquel le haría Ministro; confiaba en ello; mas Olózaga no quiso en su cotarro gente de aluvión, y el ambicioso, con rabia y despecho fuertes, buscó en la turbada situación política otro árbol a que arrimarse, o percha con que trepar a las alturas. Los primates moderados, que querían llevar adelante la fea intriga de la acusación de Olózaga, desviando sus rostros para disimular mejor sus pensamientos, necesitaban un hombre listo y ambicioso, valiente en las disputas, poseedor de una de esas caras que afrontan todas las situaciones, de una conciencia insensible a todo escrúpulo; un hombre, en fin, de esos cuyo entendimiento no flaquea ante ninguna razón, cuyo oído no se asusta de lo que oye, cuya palabra no se asusta de lo que dice.

Prestose D. Luis a ser Ministro en el cráter de un volcán, demostrando la magnitud de su audacia, rayana en heroísmo. Hay algo de grande, no puede negarse, en esta frescura, que por un lado es picaresca, por otro lleva en sí todas las arrogancias de la caballería. La Historia vacila entre admirar a este hombre o inscribirle con asco en sus anales. Testaferro de los moderados, firmó el acta de acusación con la referencia del desacato, y el testimonio de Su Majestad, arma terrible de justicia, con la cual se podía decapitar a media España y meter en presidio a la otra mitad… Desorientado y confuso se ve el narrador de estos acontecimientos al tener que decir que aquel cínico era simpático y airoso por extremo, que fuera de la política era un hombre encantador que a todo el mundo cautivaba, ornado de sociales atractivos y aun de cristianas virtudes… ¡Oh! España, en todo fecunda, es la primera especialidad del globo para la cría de esta clase de monstruos.

Contentos de haber hallado un monstruo que tan bien se ajustaba a las necesidades de aquel momento político, los Caballeros del Orden no tenían ya nada que temer: suya era la Casa Real; España, con sus Indias, no tardaría en pertenecerles. A Olózaga dábanle ya por difunto, y con él caía para siempre, o al menos para muchos años, el espantajo del Progreso. Anhelaban acortar todo lo posible la función dramática, a fin de dar al escándalo tan sólo las dimensiones absolutamente precisas. Para que la semejanza de tal función con las de un drama o comedia fuese perfecta, el local parlamentario era el teatro de la Plaza de Oriente, aún no concluido, edificio con grandes anchuras para la sesión pública, pero sin desahogo de pasillos para el descanso y esparcimiento de los padres de la patria, y para la irrupción de vagos que iban a recoger impresiones, a charlar de política y a comentar los discursos. Entre estos holgazanes era D. Bruno de los más fijos, como si en ello estribara una sagrada obligación; y aunque no tan asiduo, también Milagro dejábase ver por allí, y con él Mariano Centurión, a veces Don Frenético. En aquel corro vocinglero solían introducirse algunos diputados, como Fermín Gonzalo Morón, amigo de Milagro; Madoz, íntimo de Centurión, y Oliván e Iznardi, que a sus ventajas de comer la sopa en todas las situaciones, unía ya la de ser representante del país en todas las legislaturas. También hocicaban en el grupo periodistas jóvenes, como Ángel Fernández de los Ríos, Coello y Quesada, Villergas y otros… Si todo lo que tantas bocas hablaban se refiriese, no habría libros ni bibliotecas bastante capaces para contenerlo: entre millones de palabras vanas, algún juicio gracioso y picante, algún relato en que vibraba la verdad, merecerían la reproducción. Milagro conservaba en su memoria multitud de trozos que bien podrían ser páginas históricas, y haciéndolos suyos, estuvo repitiéndolos hasta el año 46, en que perdieron su oportunidad. Asimismo recordaba Centurión con admirable retentiva la perorata que soltó Fermín Caballero una tarde, cuando ya la escandalosa discusión estaba en el quinto o sexto día. Fue como sigue:

«Con lo que le han dejado decir a Salustiano, con lo que hemos dicho Cortina y yo, habrá comprendido todo el mundo que lo de violentar a la Reina para que firmase es una farsa, la peor y más peligrosa que pudo haber discurrido esta gente. Hay cosas que pudieran decirse aquí, arrojarían toda la claridad que este obscuro pleito necesita. En la famosa entrevista de Salustiano con la Reina, esta se mostró como nunca jovial y juguetona, firmó todo lo que le presentó su Ministro, una cruz para el escritor francés M. Viardot, otra para el señor Morejón, y por fin, el decreto disolviendo las Cortes. Al salir Olózaga, le dio la Reina un cartucho de dulces, con recomendación expresa de que no lo abriese hasta llegar a su casa… Hemos creído si habrá sacado esta niña las mañas guasonas de su papá, que regalaba cajas de puros a los ministros cuando había decidido plantarlos en la calle o mandarlos al destierro. Pero esto es una cavilación; la Reina dio los dulces con la mayor inocencia: eran para Elisita, la niña de Olózaga… He sabido por un palaciego de todo crédito, persona veracísima, que al salir nuestro amigo de la estancia regia estaba Isabelita gozosa, más aún que de ordinario, saltona y vivaracha, y que por las trazas deseaba que se fuera el Ministro para ponerse a jugar con su hermanita y dos azafatas. Como unas dos horas estuvo enredando en el juego más de su gusto: las casitas de alquiler, y vean ustedes qué simbolismo: poco antes había jugado a desalojar las Cortes, poniendo en el Congreso los papeles de Esta casa se alquila. ¡Cosas de la vida humana, que resultan muy chuscas en la vida de los pueblos! No olvidemos que nuestra Reina cumplió ese día trece años, un mes y diez y ocho días. Díganme si no es criminal la conducta de los que han hecho a esta cándida niña, sin experiencia, sin malicia ni conocimiento de su posición y de su responsabilidad, el mal tercio de ponerla frente a un partido respetable, el partido que aseguró su Trono y defendió sus derechos… Yo les digo a estos señores que si todos de buena fe, todos con mira patriótica, no nos cuidamos de educar a esta chiquilla en las funciones de su cargo; si no la rodeamos de respeto; si no la ponemos muy alta, para que no lleguen a ella ni siquiera los rumores de nuestras disputas, demos por corrompido el Régimen y vayámonos todos ¿a dónde?, a cualquier parte, dejando que hagan sus madrigueras en las gradas del Trono cuatro clérigos y cuatro espadones…

Pues sigo mi cuento. Jugó Su Majestad largo rato a las casitas de alquiler, y dio luego a las muñecas una espléndida comida de anises en una vajilla diminuta, y de lo que menos se acordaba Isabel II era de que nos había disuelto de una plumada, y de que había llamado al país a nuevos comicios. Todo el resto del día estuvo la niña en la mayor tranquilidad, olvidada de sus funciones graves, hasta que llegó de su casa la camarera mayor, y ¡allí fue Troya! Al enterarse de que la Reina había firmado, la Marquesa, que venía con las de Caín bien provista de instrucciones, puso el grito en el cielo y se llevó las manos a la cabeza, augurando desastres, revoluciones y el Diluvio universal. ¡Buena la había hecho la inocente Reinita! Jugando con el país como con una muñeca más, había firmado su perdición. ¡La Milicia Nacional otra vez cobrando el barato, la libertad de la imprenta despotricando a troche y moche; el ateísmo, la demagogia y cuanto hay de perverso!… Dicho esto por la Marquesa, se alborota todo Palacio. Poco después empiezan a llegar a la cámara Real los señores del margen: Narváez, Pidal, Miraflores, Serrano, el general lindísimo… Pidal, con noble inocencia, llora al saber el desacato que atribuyen a Olózaga, y también derrama una lágrima por el propio motivo nuestro amigo el angélico Frías… En fin, que allí se acordó la exoneración del Ministro, y encausarle y hacerle añicos, y no dejar luego un progresista para un remedio… Poco después llevaron al pobre González Bravo, a quien yo aprecio porque es listo, gracioso, amable y valiente, más valiente que el Cid. De su bravura indomable da testimonio la serenidad con que entró en Palacio, con las uñas todavía ensangrentadas de haber desollado viva a la reina Cristina refiriendo descaradamente los amores con Muñoz y aquellas escenas picantes de Quitapesares y del Pardo… Pues bien: reunido todo el cónclave, allí acordaron lo que se había de hacer para llevar adelante la intriga del modo más airoso. La osadía de Luis les daba esperanzas de éxito… ¡Ah!, un detalle. En el acta de acusación se dice que cuando la Reina manifestó repugnancia de firmar y quiso pedir auxilio, Olózaga se abalanzó a la puerta y echó el cerrojo. Pues la puerta de la estancia en que esto pasaba no tiene cerrojo. Lo sé como si lo hubiera visto y examinado. Pueden ustedes asegurarlo, como yo lo aseguro.

 

Continúo. Pues mientras en la Cámara Regia sucedía lo que voy contando, Olózaga tan tranquilo, ignorante de todo. Había pasado el día con Manuel Cantero y otros amigos, entre los cuales me contaba yo, en la Casa de Campo, donde comimos alegres y descuidados… Al volver de la partida campestre, enterose Salustiano de lo que ocurría, fue a Palacio y no le dejaron pasar a la cámara Real, cosa inaudita y que no le dejó duda de su desgracia. El Duque de Osuna, gentilhombre de servicio, le dijo que habiéndose dignado S. M. destituirle, podía retirarse a la Secretaría de Estado, donde encontraría el decreto de exoneración. Al último de los criados se le despide con más miramiento, ¿verdad, señores? En el círculo de la amistad y en la conversación privada, hemos podido hacer confesar a Ángel Saavedra, a Pastor Díaz y al mismo Sartorius, con ser tan arrimadillo a Narváez, que esto es un escándalo, que de la polvareda de esta intriga saldrán terribles lodos, y que los moderados echan el primer borrón en el reinado de esa pobre niña… Otros no quieren confesarlo, aunque en su fuero interno piensan lo mismo, y si pudieran volverse atrás, recoger y retirar todo lo actuado, lo harían de buena gana… Ya saben ustedes, porque cien veces lo hemos dicho, que reunidos en casa de Madoz para examinar despacio el decreto firmado por la Reina, no descubrimos en la firma y rúbrica la menor señal de alteración del pulso, ni que la escritura hubiese sido hecha con violencia… Y vednos aquí en el más extraño y desigual juicio que cabe imaginar, porque no podemos poner en duda la palabra de la Reina, quien, como tal Reina y señora de los españoles, no puede haber dicho cosa contraria a la verdad. Nuestra defensa está en sostener que no hubo violencia para obtener el decreto, y que sí la hubo en la producción del acta y testimonio de Su Majestad. La verdad no se pondrá en claro, y cada cual seguirá creyendo lo que quiera. Pero no quedará bien parada nuestra Soberana, que unos y otros suponemos víctima de una violencia. ¡Qué principio de reinado! ¡Esto da pena! ¡Qué manera de empañar con nuestro vaho la aureola de esa criatura, cuya pureza debe ser fuente de toda autoridad! ¡Qué furia para dar pisotones a esa rosa, y privarla de su aroma y de su color bellísimo!…».