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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XXXIV

Ya desde aquella noche fue de mal en peor la inválida señora, y ni Lea con su dulce autoridad, ni Gavilanes con su grave discurso, pudieron contener el desorden de aquella moribunda inteligencia. «Mira lo que te encargo —dijo por la mañana a la Maritornes, tomándola por Lea-: en cuanto llegues a Peralvillo, lo primero que haces es enterrarme… pero ello ha de ser en el soto de Claveros, para que yo tenga sobre mi corazón todo el día las patadas de mis ovejitas… A Perantón que no deje de echar el mosto en el sombrero de Bruno, que bien tendrá cabimento de siete tinajas de las grandes… Tú te vas en la burra de la Tomasa, y yo, como alma que soy, iré… ya lo sabes, en el coche-estufa de Palacio, ese que dice Cristeta es todo de carey y nácaras; el cochero lleva en la mano la bandera de la Mancha, que es el pañal en que envolvimos a Isabel el día en que la tuve…». Una hora después, hablando con Gavilanes, en quien veía la persona de Eufrasia reducida de tamaño, le dijo: «¡Vaya unas horas de venir a casa, niña!… ¿Y dónde has dejado a Francisco?… Él y tú estáis un par de cañamones buenos. No levantáis media vara del suelo… ¿Le has dejado en Palacio, o le traes metidito en el ridículo, entre algodones?… Dios os bendiga y prospere vuestro casamiento… Pero a mí no me pidáis que os eche el grito de ¡viva, viva!… Yo muero por vuestra causa, y os deseo un reinado tan chico como vuestras estaturas, y tan feo como la porquería que me has hecho, Eufrasia II, saliéndote a merendar con Terry, mientras yo descuidada platicaba de mis males con la señora monja, amiga de Cristeta… Vete de mi casa, y buen trono te dé Dios, blando como montón de cardos borriqueros… Adiós, hija; que reines y triunfes… De la boca me sale un flato… ¡ay!, en él te va la maldición de tu madre… que lo es… Leandra Quijada…».

Sobre las dos de la tarde se agravó considerablemente; por mandado de Gavilanes hubo de salir Brunito en busca de Vicente y Cristeta, y Mateíto corrió a la penosa encomienda de avisar a la parroquia para la Extremaunción… Volvía el chico muy afligido por la calle de Alcalá, cuando pasaron bandas militares tocando alegre música, y delante y detrás muchedumbre de paisanos con banderas, dando vivas a Isabel, a Francisco y aun al mismísimo Montpensier. Los ojos y los oídos se le fueron a Mateo tras de las músicas, y el corazón con ellos; mas no se atrevió a seguirlas, que toda desviación del camino conducente a su casa le parecía criminal. No obstante, cogido por dos de sus compinches, los más queridos para él, no pudo eximirse de seguir un buen trecho, calle abajo, entre la regocijada turba de ociosos; contra su voluntad, los pies le bailaban, y toda la sangre se le enardecía corriendo por las venas, como una sangre que ha perdido el juicio; le zumbaban los oídos, se le encandilaban los ojos… Pero ya cerca del Carmen Calzado, pudo más el sentimiento de su obligación filial que el estímulo de jarana. «Chicos —dijo a sus amigos, – me voy… dejadme… Por Dios, dadme un estacazo para que me vaya… Mi madre se muere… adiós…».

Bruno llegó diciendo que Cristeta no podía venir: aquella noche se casaban Su Majestad y Alteza, y aunque la camarista jubilada no tenía oficial puesto en la ceremonia, era su deber personarse en Palacio desde media tarde, atenta a cualquier incumbencia que a las señoras pudiera ocurrirles. Vicente llegó poco después que Bruno, y el cabeza de familia, que no había salido en todo el día, iba sin cesar de un lado a otro de la casa, en zapatillas, esparciendo su pena y colocando en cada pieza y en los pasillos suspiros sacados de lo más hondo. Llegó el médico, y en su breve visita recogió con frase lacónica todas las esperanzas que había en la casa, para llevárselas como un alquilador que retira los objetos de su pertenencia después que han prestado servicio por la estipulación y tiempo convenidos. No eran las tres y media cuando se administró a la moribunda la Extremaunción; a las cuatro se le demudó notoriamente el rostro, y su cuerpo quedó inerte y rígido, menos el brazo derecho, que movía con alguna dificultad, acariciando sucesivamente a Lea y a los chicos. Tal fue la aflicción de estos, que D. Bruno les hizo salir de la triste alcoba. Metiéronse en su cuarto, que tenía ventana al patio, y llorando allí oyeron el restallido de cohetes en los aires como una carcajada de las nubes. En tanto Lea limpiaba el sudor frío de Doña Leandra, D. Bruno, sentado junto al lecho, humillaba su frente de hombre público contra la colcha rameada y el mantón de su esposa, que como suplemento de abrigo hasta la altura del seno la cubría, y Gavilanes, casi imperceptible por el lado de la pared, rezaba las oraciones de encomendar el alma. Un momento no más de lucidez y palabra inteligible tuvo la señora, y ello no duró más que el tiempo no preciso para la expresión de estos conceptos vagos: «También os digo que os vayáis a Peralvillo por San Martín, por San Rafael… Llevaos toda mi ropa, y en el patio grande de casa la colgáis para que le dé bien el aire y el sol… y los zapatos y este pañuelo que tengo en la mano… y el dedal con que coso… y colgaréis también mis ligas y medias… y también mis anteojos, para que aquellos vidrios vean lo que aquí no ven… Toda mi ropa colgada en los aires de allá, menos la que dejo a María… Y que no se os olvide colgar también mi rosario… mi rosario… que no se os olvide… todo al aire y al sol…».

Ya no se entendió más. Minutos faltaban para las cinco, cuando creyeron que Doña Leandra no existía; pero por viva la dio Vicente. La moribunda movió los labios con mohín desdeñoso. Minutos después de las cinco, ya era cadáver… la desdeñosa expresión se hizo más notoria en la yerta boca y en el rostro amarillo. Pasado el primer espasmo de dolor, que estalló formidable en D. Bruno y en Lea, hubieron estos de pensar en las últimas obligaciones que era forzoso cumplir… No hallándose Carrasco, por la desordenada intensidad de su pena, en disposición de tomar las medidas más apremiantes, Vicente mandó a la criada que avisase a un establecimiento próximo de servicios fúnebres, y obligó a su futuro suegro con reiteradas exhortaciones a que saliera de la estancia mortuoria. En su despacho se metió el pobre señor, y acompañado de los chicos dieron los tres rienda suelta a las manifestaciones de su angustia. Agradeciendo mucho las ofertas misericordiosas de algunas vecinas, Lea quiso ser sola en la sagrada obligación de disponer el cuerpo de su madre para ser conducida a la tierra. Hízolo con cariño y devoción, sin apartar el pensamiento de la desgraciada Eufrasia, que seguramente, de no haberse lanzado a la perdición, habría sabido cumplir aquellos últimos deberes lo mismo que su hermana los cumplía. «¡Oh —pensaba Lea, las manos en la mortaja, – dónde estará esa loca! Cuando sepa esto, ¡cómo lo ha de llorar, Dios mío! Lo llorará como hija y como pecadora, que son dos maneras de orfandad… ¡No sé qué daría yo por verla en el momento de saber que ha muerto madre, que no existe madre!…».

Poco después de anochecido llegó Milagro, que no se había enterado del suceso hasta que entró en su casa. Carrasco y él, al abrazarse silenciosos, estuvieron palmeteándose en los hombros largo espacio de tiempo. Más tarde apareció Centurión sumamente afligido, y luego otros amigos; retiráronse algunos a la hora de cenar, anunciando que volverían a dar compañía y consuelos al viudo. Fuera de aquella casa y de otras que en circunstancias de tristeza se hallaban sin duda, la noche no convidaba ciertamente a las sensaciones fúnebres. Madrid era un ascua de oro, el ámbito del júbilo, del entusiasmo, de las cívicas esperanzas. Signo de este contento era el esplendor de las luminarias, que convertía calles y plazas en encantados paraísos de oro, fuego y piedras preciosas; signo también el chispear de los artificios pirotécnicos y las vistosas perspectivas de llamaradas, destellos y lluvias lumínicas de mil colores; signo el son alegre de las músicas y el reír de la gente que en tropel corría bulliciosa soltando también chispas, como si las almas fueran pólvora y las palabras lumbre. Todos los que llegaban a la triste casa de Carrasco, en la calle de los Peligros, traían en sus caras algo del general contento exterior, por más que quisieran poner en ellas la aflicción de rúbrica; todos traían un reflejo de la espléndida y nunca vista iluminación; algunos quizás el olor del aceite que en millones de lucecillas se quemaba, o el tufo de la pólvora que restallaba en juguetona artillería. Cuidaban de no aludir a los festejos, y con la mejor intención del mundo tenían que mencionarlos. «Hubiera venido antes, mi querido Carrasco —decía uno-; pero no tiene usted idea de cómo está esa calle de Alcalá». Y otro: «No hay menos de veinte mil personas en el crucero entre la calle y el Prado y Recoletos…». Y el estruendo de los cohetes y de las piezas pirotécnicas a la casa mortuoria llegaba como el rumor cercano de una batalla… «Parece que nos están bombardeando —decían en la fúnebre tertulia. – Pues por Palacio es tal el golpe de gente, que ha tenido que cargar la caballería para dar paso a los coches del Cuerpo Diplomático…».

De la fuerza de su pena, del no comer, del ruido quizás, se puso tan malo D. Bruno al filo de las diez de la noche, que Vicente, oficiando de médico, temió un arrebato de sangre a la cabeza. Ordenó al viudo que se acostara; lo mismo recomendaron los amigos, que ya tenían ganas de desfilar, y solo quedó Milagro a la cabecera del afligido señor. Mandado por Sancho fue Mateo a la botica de la calle del Príncipe por un par de sinapismos. ¡Pobre chico!, al verse en la calle, no pudo menos de pedir licencia a su filial dolor para echar unas miraditas hacia el punto más resplandeciente de la iluminación y de los fuegos. ¡Ay!, desde la esquina de Vallecas vio el gran templete que ardía, y ruedas y espirales, y una fuente mágica, y cataratas de luz y disparos de bombas que surcando el espacio derramaban al estallar puñados de rubíes y esmeraldas; vio el humo enrojecido por las bengalas, y gozó de uno de los más espléndidos números de la función pirotécnica, que era la imitación de una aurora boreal. ¡Hasta los tejados de las casas se pusieron colorados, y el cielo todo y las personas!… Pero no podía entretenerse, y aunque una parte del alma se le iba con irresistible impulso a la contemplación de tantas maravillas, la mejor parte siguió fiel a sus deberes, y el hombre, cerrando los ojos y llenándose de dignidad, echó a correr en busca de los sinapismos.

 

No quiso Cristeta retirarse a su casa, concluida en Palacio la ceremonia, sin rendir a su amiga difunta el tributo de sus lágrimas. Franqueada la puerta por el sereno, entró y subió la camarista en traje de corte, arrastrando su cola por aquellas nada limpias escaleras. Dio a Lea un abrazo apretadísimo; en el llanto y en los suspiros acompañola, y luego rezó un rato junto al féretro, de rodillas, ajándose el vestido y descomponiéndose el escote, del cual se escapaban los mal aprisionados pellejos que un día fueron lucidas carnes. Anunció después a todos los presentes su propósito y gusto de velar el cadáver de su amiga en lo restante de la noche. Daría un saltito a su casa para cambiarse de ropa, y pronto estaría de vuelta. Así lo hizo, saliendo y regresando en menos de media hora, acompañada de Mateíllo, que no le agradeció poco la breve excursión desde los Peligros al Caballero de Gracia, y viceversa. A la vuelta de la Socobio, ya Lea tenía dispuesto el chocolate para la camarista, su sobrino D. Serafín de Socobio y D. José del Milagro. En el comedor, delante de los pocillos, a que daban guardia de honor bollos y ensaimadas, no pudo contener Cristeta su ardoroso afán de echar de sus labios un par de renglones de página histórica: «En el momento de dar el señor Patriarca la bendición nupcial a Su Majestad, marcaba el reloj de Palacio las once menos veintitrés minutos, y las once menos diez y ocho minutos eran en el momento de quedar casada con Montpensier la señora Infanta… Son datos precisos, de una exactitud matemática, como deben ser en estos casos los datos históricos. Si alguno de los que han de escribir de tan gran suceso quiere esta noticia y otras, véngase a mí, y cosas le contaré que no me agradecerá poco la posteridad… Vamos, la Reina más parecía divina que humana… dijo el sí quiero con voz muy apagada, D. Francisco con voz entera… Aumale, muy gallardo; su hermano, siempre tan asustadico… En la comitiva de estos viene un mulato, con el pelo como un escobillón: le llaman Alejandro Dumas…».

XXXV

Tan aplicados estaban los dos oyentes al sabroso chocolate, que no prestaron la merecida atención al histórico informe. Hizo después Cristeta el elogio fúnebre de la pobre Doña Leandra, pintándola como el dechado de las cristianas virtudes, como el archivo de la discreción y de la paciencia. Para que en ella se juntaran y resumieran todas las perfecciones, había sido, desde que se inició la cuestión de los matrimonios, partidaria vehemente de Isabel y Francisco, adivinando en esta gloriosa pareja las mayores venturas para la Real familia y para la Nación… «¡Pobrecita de mi alma! ¡Cuánto nos queríamos, y qué bien congeniábamos siendo tan distintos nuestros temperamentos, ella paleta y campesina, yo cortesana hasta dejármelo de sobra!… Pues como decía, y esto se lo cuento al Sr. de Milagro para que lo haga correr por lo que llaman círculos, Francia está tan satisfecha de su triunfo y la Inglaterra tan corrida, que no acabará quizás el año sin que se tiren los trastos a la cabeza. Este simpatiquísimo Conde de Bresson ha metido dentro de un zapato a su competidor, el Míster Bullwer de la Inglaterra. A cuantos quieren oírle les dice lo mismo que ha dicho a su Gobierno: que este triunfo diplomático y casamentero es el desquite de Waterloo. Razón tiene, porque bien a la vista está que el apabullo de la pérfida ha sido de los gordos, no sólo por la gracia con que Luis Felipe nos ha colocado aquí a uno de sus hijos, sino por el casamiento de Isabel con un príncipe español que ha de colmarla de ventura, de lo que resultará nueva hornada de Reyes católicos, y una era, como dicen los periódicos, una era de prosperidades y grandezas que devolverán a este Reino su preponderancia entre los Reinos de la Europa. Ello es claro como la luz».

Asintieron los otros lacónicamente, no queriendo Milagro meterse en discusiones con la camarista, y Doña Cristeta, infatigable y oficiosa, dijo a Lea: «Hija mía, me enfadaré contigo si ahora mismo no te acuestas. Muy fatigada estarás de tantos afanes y de las malas noches; yo velaré a tu madre… Con que te acuestas o reñimos, pero seriamente. Hablaré ahora con tu padre, si está despierto, para que me ayude a convencerte». No se daba a partido la huérfana, ni la Socobio cedía un palmo del terreno de su obstinación. D. Serafín concedió a Milagro el honor de sostenerle una breve conversación de política.

«Opino —dijo enfáticamente D. José, – que la vida pública entra en una nueva fase con el casamiento de la Reina. Si es D. Francisco un marido Rey que sabe su obligación, debe aconsejar a su oíslo que llame al Progreso. Si ha de venir, como dicen, esa era, ¡dale con la era!… de paz y bienandanza, comience por la reparación de los agravios que se nos han hecho, y venga el Duque a coger las riendas, con la espada de Luchana en una mano y en otra la Constitución del 37». Irónicamente dio su conformidad el lagarto de Socobio a tan audaces manifestaciones, y por no meterse en honduras, llevó la conversación a otro terreno. Así lo había dicho aquella mañana a Pascual Madoz y a Fermín Caballero, a quienes encontró en el Ministerio de Hacienda en ocasión que a gestionar iba el despacho de un asunto de Bienes Nacionales que le encomendara su amigo D. Fernando Calpena. Como despertara este simpático nombre los recuerdos y cariños del buen Milagro, se apresuró D. Serafín a contarle lo que sabía de aquel sujeto. Calpena y su amigo Ibero, con sus mujeres respectivas, se habían visto precisados a largarse a Francia, huyendo de los enojos que en Samaniego y en La Guardia hubieron de sufrir a la caída del Regente. En una quinta próxima a la gran Burdeos vivía D. Fernando con su esposa, su madre y un niño que le había nacido a fines del 44; y no lejos de esta familia, en otra vivienda muy campestre y apacible, moraban Ibero y Gracia, la cual se iba portando mejor que su hermana, pues ya había echado al mundo dos chiquillas. Contentos estaban al parecer y sosegados de ambiciones, como quienes satisfechas veían todas las terrestres; sólo deseaban que la política de nuestra tierra aprendiera y enseñara el respeto de las opiniones, para poder las dos familias volverse a las dulzuras patriarcales de La Guardia».

Día grande fue el siguiente, 11 de Octubre, en que el buen pueblo de Madrid admiró y gozó el espectáculo grandioso de la Corte y Real familia en pública exhibición desde Palacio a la iglesia de Atocha. Desde muy temprano el vecindario discurría por las calles anticipando con su alegría las emociones de tan soberana fiesta, y las tropas acudían con marcialidad y bullanga, como en son de simulacro de una batalla, al estratégico plan de cubrir la carrera, lo que no debía de ser cosa fácil, a juzgar por el ir y venir de Generales con sus escoltas, y el presuroso correr de ayudantes de órdenes llevando las precisas para la movilización de los cuerpos y el señalamiento de posiciones. Las once serían cuando empezó a salir de Palacio la inmensa culebra de fastuosos coches, con cabeza de reyes de armas y cola de brillante caballería… El ambulante besamanos era la mayor dicha de los madrileños, orgullosos de que no hubiese en extranjeros países ninguna corte que tal boato y gusto desplegase. El tiempo ha envejecido estas demostraciones un tanto carnavalescas y pide mayor sencillez, y estilo y ornamentos conformes con la estética general. A esto dicen que no se ha descubierto el arte palatino que pueda sustituir a la decoración e indumentaria del género Luis XV o Gran Federico. Pues si no se ha descubierto ese arte, que se den prisa a descubrirlo, pues ya son insoportables las carrozas decoradas como tabaqueras y suspendidas de un armatoste feísimo; aquel cochero de muñecas mal sentado al borde del pescante, los rígidos lacayos que van haciendo equilibrios en la zaga, y la absurda superabundancia de ocho corceles para tirar de cada vehículo. La noble estampa del caballo resulta atrozmente desfigurada con aquellos moños de riquísimas plumas que les ponen en la cabeza, y su fiereza y gallardo juego de manos se pierden en el fúnebre recogimiento con que los llevan. No es bien que la Monarquía se eternice en este barroquismo, negándose a la feliz asimilación de las formas de la industria moderna, y persistiendo en las lentitudes, en la insufrible pesadez de aquel paso de procesión, llevando a las reales personas en urnas, como si fueran reliquias.

Pero en el feliz año del casamiento de nuestra Soberana, no se aburrían aún los madrileños viendo pasar con lúgubre parsimonia la interminable cáfila de carruajes, algunos llamados de respeto, y no por vacíos menos lujosos que los demás. Y había entonces personas que se sabían de memoria todo el material suntuario de Guadarnés y Caballerizas; designábanlo coche por coche, palafrén por palafrén, marcando el color de los tiros y la bien ordenada combinación de plumas, y de cada una de las partes del inmenso cuerpo palatino daban cuenta sin equivocarse. «El Infante Don Francisco de Paula —decían— llevaba el tiro de seis caballos bayos con penachos rojos… el duque de Aumale, tiro de seis caballos atigrados con plumeros encarnados y azules, imitando la bandera de Francia… la Reina Cristina, caballos blancos con penacho azul… la Infanta Luisa Fernanda, seis caballos perla con blanco plumaje… Su Majestad la Reina y su marido, ocho caballos de color castaño claro empenachados de blanco…». Y no se les despintaba el coche de carey, el de caoba, que iba de respeto; el de los dos mundos, el de nácar, el de Carlos III…

Fue a parar toda esta máquina de barroquismo elegante a la más ruin y destartalada iglesia que han visto los siglos cristianos, Atocha, inexplicable fealdad en el país de las nobles arquitecturas, borrón del Estado y de la Monarquía, pues uno y otra no supieron dar aposento menos miserable a las cenizas de los héroes y a los trofeos de tantas victorias. La Corte y su inmenso séquito de dignatarios, embajadores y palaciegos no cabía dentro de tan pobre recinto. Era un contraste penoso el que hacía tanto lujo, belleza y elegancia con la mezquindad del templo, con su traza de callejón y las polvorientas escayolas que lo decoraban. Apenas entrados Reyes, Príncipes y magnates, ya estaban deseando salir, no encontrando allí ni lucimiento, ni visualidad, ni siquiera aire que respirar. Los que podían ver algo en medio del conjunto neblinoso que formaban en el presbiterio las figuras culminantes, veían tan sólo caras pálidas y aburridas en medio de un centelleo mágico de piedras preciosas y entre el brillo de rasos y tisúes. A la salida, toda la admiración de los ojos era para la Reina madre, que vestida de terciopelo carmesí, coronada de diadema resplandeciente, arrebataba por su incomparable belleza, gracia y Majestad. Pero todo el regocijo de los corazones, toda la efusión de las almas era para la Reina Isabel, para su juventud risueña y llena de esperanzas, para su rostro sonrosado, en que la virginidad y la gracia picaresca fundían sus encantos; para su nariz respingona, que bien podía llamarse una nariz popular; para su boca, que no habría sido tan simpática si fuese más chica; para su desarrollo de garganta y busto, más avanzado de lo que ordenara la edad; para todo aquel conjunto lozano y sonriente, y aquella inocencia frescachona. Desfilando en la soberbia carroza, entre las apretadas masas de pueblo, iba Isabel en sus glorias; gustaba de las exhibiciones al aire libre, ante gentes que en nada se asemejaban a las empalagosas figuras palatinas. Entre el pueblo y ella había algo más que respeto de abajo y amor de arriba; había algo de fraternidad, un sentimiento ecualitario de que emanaba la recíproca confianza. Nunca hubo Reina más amada, ni tampoco pueblo a quien su Soberano llevase más estampado en las telas del corazón. Por esto, el mayor goce de Isabel era ver las caras mil complacidas, satisfechas, que a su paso le sonreían; no se cansaba de saludar a todos, cara por cara si podía, y de buena gana habría puesto nombre a cada semblante para añadir la expresión de la palabra a la de la sonrisa. Corto se le hacía el trayecto de Atocha a Palacio.

En verdad que el pueblo ha querido de veras a la Reina Isabel, así en sus tiempos felices como en los desgraciados. La quiso en la niñez, en la juventud, en sus desposorios, en todo su reinado, sin que los errores de ella amenguaran este afecto; la quiso cuando la vio tambaleándose al borde del abismo; la quiso también caída, y todo se lo perdonaba con una garbosa y campechana indulgencia, como entre iguales.

 

Hasta en el caminito del cementerio hubo de ser contrariada en sus direcciones y deseos la pobre Doña Leandra, pues ella quería ir hacia el Sur (que en San Nicolás se le designó sepultura), y aunque se previno que el fúnebre cortejo se pusiese en marcha antes de las tres para poder zafarse a tiempo de la gran aglomeración de gente, no halló paso franco en la calle de Alcalá, por mor de la formación, y tuvo el negro carro que tirar hacia el Norte con su comitiva de coches, los cuales no eran muchos, porque algunos amigos de la familia no encontraron alquilones ni para un remedio. Cortada también la Puerta del Sol, dieron larguísima vuelta por excéntricos barrios para coger las vías de la zona meridional; y tan grande fue la tardanza, que al fin llevaban el convoy funerario a paso de carga, cosa en verdad muy impropia de los viajes mortuorios. Milagro, que el duelo presidía, iba dado a los demonios, primero por el retraso, después por la precipitación irreverente; y como se vino la noche encima, no hubo más remedio que hacer de prisa y corriendo el sepelio de la manchega, metiéndola en el nicho, donde sus pobres cenizas debían labrarse, con ayuda del tiempo, la petrificación del olvido.

De vuelta del entierro, Milagro y su compañero Centurión hablaron de política y del duelo de los Carrascos, entremezclando ambos asuntos por exigencias ineludibles del discurso. Contó D. José a su amigo que le habían dado verídicas noticias de Eufrasia, del lugar en que escondía su oprobio y del estado de ánimo del tal Terry, a quien personas de muchísimo respeto trataban de catequizar para la reparación que así la sociedad como su propio decoro le pedían. Mas era tan compleja la historia, y en ella tan inesperados y enredosos incidentes aparecían, que no juzgaba D. José oportuno contársela al buen Carrasco en ocasión de tanta tristeza por la pérdida de su esposa, pues si sobre un dolor tan acerbo se le echaba la pesadumbre de las barrabasadas de la hija, fácil era que no pudiese el hombre resistirlo, y se largara también para el otro mundo. Acertadísimo era este consejo, y ambos amigos determinaron dejar pasar los nueve días de convencional pena para informar a D. Bruno de negocio tan delicado.

Dígase también que fue inexorable el buen manchego con sus hijos, sometiéndoles a duelo riguroso con renuncia absoluta de todo festejo, ordenándoles que ni de lejos vieran iluminación ni fogata, que ni por el olor se enteraran de función de teatro ni de danzas populares, y que no asomaran las narices por la Plaza Mayor, queriendo guluzmear la corrida de toros con caballeros rejoneadores, pues no era propio de muchachos serios participar del regocijo público cuando lloraba la familia, no sólo la muerte de la incomparable, de la virtuosísima, de la santa señora y madre, sino otras desdichas altamente desconsoladoras, que no era preciso nombrar. Conformáronse los chicos con tan radical prohibición, que el padre, no seguro de la obediencia, garantizó con penoso encierro, y cuando Bruno y Mateíllo salieron a la calle, ya no había nada: todo estaba obscuro, solitario; sólo vieron el triste desarme de los palitroques y aparejos de madera, lienzos desgarrados y sucios por el suelo, y las paredes de todos los edificios nacionales señaladas por feísimos y repugnantes manchurrones de aceite. Parecían manchas que no habían de quitarse nunca.

FIN