Za darmo

Episodios Nacionales: Bodas reales

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XXX

No iba descaminada Doña Leandra en abominar de El Correo de las damas, porque el repartidor de este semanario, que también lo era de El Clamor, porteaba las cartitas que acabaron de soliviantar a la desdichada Eufrasia. En cuanto cenó la enferma, pudo Lea confirmar el vuelo fugaz de su hermana, a quien ayudó en su evasión la bestial Maritornes. Llegó Vicente un poco tarde con la triste noticia de haber revuelto medio Madrid sin encontrar al sensato D. Bruno. «Mi opinión —dijo el mancebo a su amada, – es que nos lavemos las manos. Hemos hecho cuanto podíamos por contenerla. Sus ganas de perderse han podido más que nuestros esfuerzos porque se salvara».



Cuidose Lea de acostar a su madre, y esta le dijo: «Mira si estaré trastornada: he creído hace un rato que oía la voz de Vicente. Bien sé que me engaño: es tan comedido el pobre chico, que no hará la tontería de comprometerte viniendo aquí de noche, en ocasión que yo no puedo valerme… tu hermana en casa de la viuda y los chicos en el teatro. De Vicente nada temo, porque es un santo, y aunque le tuvieras ahí escondidito, como si no…».



Cuando Doña Leandra, con los preludios de su roncar tempestuoso, anunciaba el primer sueño, fue Lea al gabinete de las hermanas, deseando mirar de nuevo las huellas de la fugitiva y ver si había dejado algún indicio por donde se conociera el lugar de su paradero. Tras ella entró Vicente, y a su lado se sentó. La luz estaba a punto de extinguirse. De Eufrasia había quedado un perfume intenso, de los más delicados, como si en la precipitación de recoger y empaquetar sus cosas se le rompiese y vaciara un frasquito de esencias. Trastornada por la fragancia se sintió Lea, y además tan vencida del cansancio y de las emociones de aquel día, que apenas podía tenerse. Habríase echado de buena gana en el sofá, si no estuviera presente el honrado farmacéutico. Callaban ambos, cada cual sumergido en sus propias meditaciones. Lea llegó a imaginar que ya no había familia, que ya no había sociedad, que los padres no eran nadie, y que toda ley estaba rota y por el suelo. Pensó asimismo que quizás ella, en el caso de su hermana, habría hecho lo mismo que esta hizo… Gran cosa era, sin duda, la libertad… Estos pensamientos en su magín revolvían, cuando Vicente, no creyendo decorosa su presencia tan a deshora y en tal soledad, se levantó para despedirse… Mirole ella un rato, dudando si retenerle con alguna frase coquetil o echarle con una glacial expresión amistosa. Esto era lo correcto; pero si Vicente no hubiera sido lo que era, un santo, al decir de Doña Leandra, la señorita no le habría despedido con una protestación de moralidad, que sonaba ligeramente a menosprecio.



Una hora después, Lea se congratulaba de que Dios y Vicente hubieran estado de acuerdo para llevarla al fracaso de su mal pensamiento. Entraron los chicos, entró D. Bruno, el cual, mientras la hija recibía de sus manos bastón y sombrero, le dijo: «Ya sé que Eufrasia se queda esta noche en casa de la viudita. Tu madre le dio licencia, según creo». Afirmó la hija mayor con la cabeza, y el padre con la boca expresó parte de sus ideas. «No se la hubiera dado yo, ¡ajo! Ya son estas muchas libertades… ¡Ajo!, me ha contado esta noche Rafaela Milagro unas cosas, ¡ajo!… En fin, chica, vete a dormir… Tu madre ¿qué tal?… Eh, niños, a la cama, y que no oiga yo más ruidito de recitación de versos, ni de altercados y disputas… Si tuvierais seriedad, no pensaríais tanto en dramas y comedias… El hombre debe ser serio, y dejar a los poetas y cómicos que se entiendan para todo lo de risa o farsa… Vamos, a la cama todo el mundo…».



Acostada en la alcoba de su madre, para mejor cuidar de esta, Lea velaba, anticipando en su abrasada mente la espantosa escena del próximo día, cuando grandes y chicos se percataran de… ¡Jesús, Jesús! ¡Lo que diría su padre, que tan mirado fue siempre, ¡ay!, tan puntoso en todo lo tocante al decoro de la familia!… Daría ella cualquier cosa por no hallarse presente cuando padre y madre se enteraran de la ignominia de Eufrasia… ¿Llorarían, o se pondrían muy encolerizados? Las dos cosas. Puede que a su madre le costara la vida. ¿No sería generoso y humano ocultarle la verdad? ¿Qué adelantaba la pobre señora con saber lo que no había de remediar?… En fin, que el día próximo sería en la casa día sonado, de esos que hacen época por lo tristes… ¿A qué se devanaba ella los sesos figurándose lo que había de pasar? Sucedería lo que Dios quisiese y lo que venía preparado por la realidad… Bien claro revelaban las palabras de su padre que a este no había de causarle sorpresa el golpe, pues ya tenía la pulga en el oído, sin duda. Rafaela, con verdades maliciosas o mentiras muy bien compuestas, habíale preparado para el conocimiento de su desgracia… En estas ideas y en sus lógicas derivaciones se le pasó la noche a la chica mayor de Carrasco, y el amanecer la sorprendió en cavilaciones tristes: «Ya estamos en el día de la catástrofe… Aguardémosla… Diré a Vicente que traiga mucha flor de tila y algunos azumbres de antiespasmódica, pues yo también, sabiendo lo que sé, pienso que he de necesitarla».



No hay exacta noticia del conducto por donde llegó a D. Bruno la certidumbre de su deshonra: algo hubieron de indicarle en el casino dos amigos, el uno leal, oficioso el otro; Rafaela, que fue a visitarle después de comer, le dio más amplios pormenores, y lo demás lo supo por su hija Lea y por el propio Vicente. Tan grande y dolorosa fue la herida que el hombre recibió en lo más delicado de su ser, que hubo de amilanarse en los primeros momentos, y los ayes de su pena no dieron espacio al furor hasta que pasaron horas lentas de la noche y el día. Felizmente, en medio de tal desgracia, recaída la enferma en una taciturnidad parecida al idiotismo, de nada pudo enterarse, y lo poco que habló fue para decir que estando Perantón malo de sarpullo y comezón en todo el cuerpo, había mandado por zaragatona para darle cocimientos refrescantes… Pasada la primera crisis de abatimiento y estupor dolorosísimo, D. Bruno saltó a los tonos dramáticos de la ira paternal, y no pensó más que en lavar su honra, si no se le daba con prontitud la reparación debida. Un día empleó en conferencias con amigos que se ofrecieron a ser sus paladines en aquella empresa de honor, y preparando pistolas, tomó informes del paradero de Terry… Si al principio se dio por cierto que el gavilán había huido a Francia con su presa, luego corrió la voz de que los prófugos estaban en el Soto del Señorito, propiedad del amigo Safón, en término de San Fernando. Oír esto Carrasco y querer plantarse allí, fue todo uno. A la Cava Baja corrió en busca de un buen coche… ya se le hacían largas las horas que dilataran la reparación de su afrenta, o una cruel venganza si la reparación se le negaba. Ros de Olano y Fernando Córdoba, sus amigos, trataron de calmarle. El mismo Serrano intervino en el asunto con efectivas ganas de resolverlo pacíficamente. Amigo era de los Terrys… Entre todos convencieron a D. Bruno de que no debía tomar resoluciones dramáticas, impropias de un hombre sensato y al mismo tiempo entendido. Convenía, pues, a la seriedad del lastimado padre evitar el escándalo, el cual sería mayor y de consecuencias más graves por tratarse de un hombre público. Los amigos tomarían a su cargo el arreglo por la buena del delicado negocio, y entre tanto que daban los pasos conducentes a tan noble fin, estuviérase D. Bruno quieto y calladito en su casa, fiado en la gestión de los que verdaderamente le estimaban. A regañadientes accedió el manchego, pues le pedía el cuerpo pendencia y jarana; se sentía popular, español de sangre, y de la tradicional casta de padres inflexibles, celosos de su honra.



Las sutiles precauciones tomadas por el esposo y la hija para que ningún indiscreto llevase a Leandra el terrible cuento, fueron burladas por el locuaz ingenio de Cristeta, que hablando a su amiga de la monja de los milagros, del matrimonio de la Reina y de otras cosillas privadas y públicas, halló manera de meter entre col y col la escandalosa liviandad de Eufrasia. No fue menester que la camarista diera razón detallada del caso, que media frase maligna y otra media consoladora bastaron para que su amiga lo entendiese todo. Creyérase que la Socobio no hacía más que confirmar una sospecha, o dar realidad a un drama imaginado en la turbación cerebral de la perlesía. Hallábanse una noche D. Bruno y sus hijos en compañía del bonísimo Vicente comiendo silenciosos, sin exhalar una queja contra la detestable cena que la Maritornes les ponía, cuando vieron aparecer en la puerta del comedor a Doña Leandra en aterradora facha y actitudes de espectro. Renqueando con ayuda del bastón que usaba, y echándose por la cabeza la manta con que abrigar solía su cuerpo de rodillas abajo, presentose a la familia cuando esta la creía traspuesta y adormecida en manchegas visiones. Los ojos de la señora como ascuas relumbraban, y su rostro competía con las calaveras en escualidez y amarillo matiz de hueso recién exhumado. La voz nada tenía que envidiar a las voces más sepulcrales que en el teatro se oyen, simulacro de la oratoria de ultratumba, y toda la familia se estremeció espantada oyéndole decir: «Tomad Madrid… ¿No querías Madrid, y grandezas muchas y suposición? Pues tomad Madrid, tomad bambolla de corte, pedid más miel, que más se os dará. Carrasco, tú, animal, ahí tienes tu Madrid; yo perlática de tanto ir a mi tierra, dejándome las piernas aquí; tú sin cabeza para sombrero tan grande, todos arruinados, todos perdidos, y las hijas hechas unas…». Soltó la palabra picante y soez, y repitiola hasta tres veces: «las hijas… tales», riéndose luego de su bárbaro chiste con lúgubre carcajada. D. Bruno, transido de pena y avergonzado de que su esposa pronunciase vocablos tan feos delante de sus hijos, por más que lo hacía sin conciencia de ello, miraba al plato, y un color se le iba y otro se le venía. Levantose Lea para sosegar a su madre en aquel delirio y llevársela; pero Doña Leandra le rechazó cruel y brutalmente con el palo, diciendo: «Quítate tú también de aquí, tal… Eres peor que la otra… porque no has tenido la vergüenza de irte a pecar lejos de la casa. ¿Crees que no te he visto aquí de noche jugando a los casamientos con ese hipócrita, con ese cigarrón mortecino de Vicente?… La otra, la otra siquiera se ha ido a los infiernos cubierta de diamantes, esmeraldas y tropacios; pero vosotros, ¿qué lleváis más que alhajas de diaquilón, parches de belladona, y por perlas, píldoras de ruibarbo y de asta de ciervo molida?… Tú, gran bestia, marido mío, toma Madrid, toma bambolla: tus hijas tales, y yo… también lo sería para confundirte, que ahí está Perantón suspirando por mí. Pero ¿cómo quieres que yo le haga caso a Perantón, si él cumple los noventa el día de San Mateo, verbigracia pasado mañana, puesto que hoy estamos a 19?… Todo te lo mereces, que en Madrid, ya se sabe, no haces más que perder dinero en el Casino… esto por el día… y por las noches derrochas la salud y la vergüenza en sitios peores. ¡Vaya un ejemplo que das a tus hijos! Las hembras, después de bien resobadas por tantísimo novio, aprenden todos tus vicios de hombre público… Y los niños, esos pobres niños, ¡ay!, más valdría que se murieran…».

 



D. Bruno sintió escalofrío, y difícilmente respiraba. Viendo a los chicos aterrados, fijando la vista en la pavorosa imagen de su madre con piedad y estupor supremos, puso la mano en la cabeza del que más cerca tenía, y dijo: «No hagáis caso… ¡Qué trastornada está la pobre!».



XXXI

Repetida esta desagradable función en la tarde y noche del siguiente día, malísimos ratos pasaron todos, y singularmente Lea, que a más de llevar sobre sí la carga del gobierno doméstico, tenía que atender al cuidado material de su madre. Pruebas daba en aquella ocasión de cristiana paciencia, y bien se vio que era una mujer preparada para las cuestas ásperas y los pasos angostos de la vida. No desmayaba en su labor dura: aprendió el sacrificio, los acerbos trabajos sin recompensa inmediata, que es la escuela de abnegación, y supo contentarse con el aplauso de su propia conciencia, de donde salía también el estímulo para mantenerse firme y animosa. Vicente, que un rato por la tarde y otro de noche le servía de Cirineo, se recreaba silencioso en las virtudes de su futura esposa, y satisfecho de poseerla se sentía. También el buen Carrasco, tocado en el corazón por la conducta de su hija, daba gracias a Dios de que en tales circunstancias se la conservara, pues si hubiera seguido Lea el ejemplo de su hermana, la familia y su jefe se habrían visto en el trance más angustioso. Afligidísimo estaba el hombre con la bochornosa huida de Eufrasia, y buena prueba de su pesadumbre era la marchitez de los colores de su rostro en aquellos días, y las flácidas arrugas que se le iban formando en la papada y mofletes. Más encorvado que de costumbre, iba por la calle mirando al suelo, y hasta se creería que el sombrero participaba de la turbación de su amo, achicándose ostensiblemente. Ya porque Don Bruno se lo calaba hasta tocar a las orejas, ya porque se descuidara en cepillarlo, ello es que la agigantada prenda parecía como si hubiera sufrido un tremendo apabullo. En el Casino y otros círculos a donde el público señor concurría, notábanle triste, taciturno, sin ganas de pronunciar las sentenciosas perogrulladas que eran su marca y estilo. En casa hablaba con los chicos, excitándoles a la sensatez de las acciones, así como a la seriedad de los estudios. El mayor, en la edad crítica de los efluvios imaginativos, no hacía gran caso de los sermones paternos, creyéndose con toda sinceridad incapaz de seguir por la juiciosa senda. Loco por el teatro, a solas y recatándolo de todo el mundo, pergeñaba dramas y comedias. Descubrió su padre una noche el bien guardado depósito de los infantiles ensayos, y pasando la vista por ellos, lo encontró todo detestable, si bien el buen señor reconocía que no era ni podía ser infalible el juicio de un mediano entendedor de cosas literarias. Pero aun cuando fueran excelentes los partos cerebrales de su primogénito, D. Bruno tenía tal afición por vitanda, y haría los imposibles por quitársela de la cabeza. En efecto, la primera noche que le vio después del descubrimiento de la gusanera dramática y cómica, desplegó el Sr. de Carrasco toda su dialéctica sensata para llevar al ánimo del chico la convicción de que para ser hombre de provecho y ocupar, andando los días, una buena posición facultativa u oficial, tendría que limpiarse el caletre de todo aquel polvillo poético, a fin de que entraran con el conveniente desahogo las graves matemáticas y todas las demás ciencias y artes juiciosas. Sí, señor: dejárase el chico de borrajear obras escénicas, que esto era de la incumbencia de los llamados autores dramáticos, los cuales se morirían de hambre si no tuvieran el arrimo de la política para procurarse en ella un cocido y una hogaza.



El segundo hijo de Carrasco, Mateo, era menos imaginativo que su hermano, y aunque el teatro le tiraba como diversión, jamás pensó en disputar sus laureles a Zorrilla, Saavedra y Hartzenbusch. Tan desaplicado como Bruno estudioso, se desenvolvía mejor que este en los exámenes, por el garbo con honores de desvergüenza, que en sus respuestas empleaba. Aprendía de carretilla las lecciones, favorecido de una memoria feliz, y se asimilaba fácilmente las ideas pescadas al vuelo en los corros de amigos. Poseía el don de la palabra, una como elocuencia embrionaria, picaresca, revoltosa; imitaba las voces y estilos de los profesores, y repetía cláusulas y peroratas ajenas, añadiendo de su cosecha mil graciosos disparates. Descollaba por la acción, por el ruidoso disputar sobre todo aquello de que no entendía jota, por la organización de travesuras, por la facilidad con que imponía su voluntad en este y el otro cotarro. Atento a estas cualidades, en que el padre veía más bien defectos, aunque no de mala ley, pensaba D. Bruno que aquel su segundo hijo estaba cortado para hombre público, y que en tal posición, ya que nombre de carrera u oficio no podía dársele, había de desarrollar el rapaz grandes aptitudes. Formó, pues, el señor Carrasco, el acertado plan de dedicar a Bruno a la carrera facultativa que por entonces se creaba, la Ingeniería de Montes, y meter a Mateíllo en los fáciles y parleros estudios de leyes o abogacía, donde se adiestrara en la controversia y aprendiera todo el teje-maneje de la política y de la oratoria.



Los chicos eran buenos, en verdad sea dicho, y la grave enfermedad de su madre demostró cuán vivo conservaban, en medio de su desenfado estudiantil, el sentimiento de la familia y el amor intenso a la desgraciada señora que les había dado el ser. Hallándose por aquellos días en vacaciones, robaban horas largas a su continuo vagar con los amigos, por hacer a la enferma compañía en los ratos lúcidos que le concedía su dolencia. ¡Cómo se pintaba en el demacrado rostro de Doña Leandra el gozo de verles, y con qué piedad cariñosa les cogía las manos y entre las suyas las estrechaba, como en son de dulce despedida! Más hablaba entonces con los ojos y con el gesto pausado y solemne que con las palabras, comúnmente breves y elementales. Aunque no pronunciaba el nombre de Eufrasia, la imagen de la descarriada moza no se apartaba de su mente, y a ratos su mirar fijo y lelo era como si la viese, invisible para los demás. No desconocía la pobre mujer que los chicos se violentaban permaneciendo a su lado más que de costumbre y privándose de corretear con sus vagabundos camaradas por calles y paseos, y les incitaba con materna solicitud a que saliesen, brincasen y esparciesen su preciosa juventud, aprovechando el tiempo antes de que se vieran agobiados por los afanes y amarguras de la vida. Íbanse los muchachos a echar una cana al aire, como decía Mateo con sorna, y a solas Lea y su madre, franqueaba esta serenamente los pensamientos que a ninguna otra persona de la familia quería manifestar. «Lo primero que tengo que pedirte, hija mía, es que no me traigáis acá para que me confiese sacerdote que no sea manchego. Desde ayer siento el afán de arreglar el negocio de mi alma para que no me coja desapercibida la muerte… Mas no quisiera que me encomendaseis a clérigos de Madrid, a quienes tengo por farsantes, parlanchines y de poca substancia, como todo lo de este maldito pueblo. Me figuro que si con uno de estos me preparara, no tendría mi cabeza el asiento preciso para una buena confesión, ni se quedaría mi conciencia satisfecha y sosegada».



Admitiendo la superioridad de los curas manchegos entre todos los de la cristiandad, quiso apartar Lea de la mente de su madre la convicción de un próximo fin, y en ello gastó no poca saliva. «Yo sé lo que me digo —replicó Doña Leandra, – y tú habrás oído que al que madruga Dios le ayuda. Quiero madrugar por si el día primero que viene es el último de mi vida… Para procurarme el sacerdote de mi tierra que necesito, tendrás que verte primero con mi amiga la María Torrubia, que vende avellanas y yesca en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, y así matamos dos pájaros de un tiro, porque al paso que nos hacemos con un buen cura, verá mi amiga que no me olvido de ella… Habrá creído que la desprecio por pobre o que en poco la tengo, y no es así, pues la estimo de veras… Antes q