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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XXVIII

Salió Doña Leandra del corral al campo por una puerta grande y torcida, como ruina que jamás acaba de desplomarse, y se encontró frente a las eras. Llegaba el ganado de pastar en el soto del Maestre, y el pastor y zagales, que eran como unas apariencias de persona con sus caras ennegrecidas, las piernazas entre zahones, las espaldas con la joroba del zurrón, daban voces a las ovejas para que no se desviasen, llamando a cada una por su nombre entre ajos, silbidos y pedradas. Respiró Doña Leandra la polvareda que las reses levantaban, y las miró con maternal regocijo, recreándose en el olor montuno que despedían… Vio venir luego a Carrasco hecho un cafre, con barba de seis días, el morral a cuestas, la escopeta terciada, precedido de tres ágiles perros, que en cuanto vieron a la señora, a ella se fueron, y echáronle con el rabo salutaciones cariñosas, filiales. Venía D. Bruno de mal temple, porque en el barranco de Giles se había encontrado a Rufo Corchuelo y habíale dicho que todo el vino de Torralba se estaba volviendo vinagre, y que era menester quemarlo… Doña Leandra dirigiose con su marido a la casa; sentáronse los esposos con Perantón en un poyo a tomar la fresca, y llegaron los mozos de mulas que labrando las tierras habían estado de sol a sol, y mientras unos abrevaban a los animales, reuníanse los otros en torno a los amos a contar las faenas del día. Doña Leandra no cesaba de rascarse la cabeza, lo mismo que D. Bruno, pues a entrambos les picaba bastante. De la cocina de la casa venía un olor fortísimo de fritanga y el vaho de sopas caldudas y bien impregnadas de ajo. Eufrasia y Lea estaban en la ventana de su cuarto, con la Tomasa y la Pepa, tarareando canciones nuevas que en aquellos días habían traído de Daimiel unos chicos como gran novedad, y luego descendieron al corral arrastrando chinelas, e improvisaron un baile…

Avanzada la noche, Doña Leandra se acostaba en la cama donde habían nacido sus tatarabuelos, tan alta, que a los colchones se subía por escalera, y desde arriba fácilmente se cogía con la mano el ahumado techo, con las vigas en panza. Entre los pliegues de las blancas cortinas, y en el cristal de unas laminotas de la Virgen de Calatrava, muy hueca de vestido y con tiara en la cabeza, lucían unos puntos negros, obra de las moscas al parecer; pero en realidad eran las miradas de los tatarabuelos, que allí permanecían contemplando la rotación majestuosa de la casa al través de los siglos. Doña Leandra dormía profundamente, y a su lado D. Bruno, sin que ninguno oyera los sinfónicos ronquidos del otro ni los cánticos de gallos que cuidaban de cantar de dos en dos las nocturnas horas. La del alba no era todavía cuando saltaba de los ociosos colchones la señora diligente, y lavándose la cara con dos o tres puñados de agua fresca que de una jofaina cogía, comenzaba sus quehaceres. Aún estaba obscuro, y las luminarias de la noche no se habían apagado en el cielo. Apenas descorría la aurora las cortinas del manchego horizonte, abría Doña Leandra la ventana para respirar el aire puro y dar gracias a Dios, lo que hacía rascándose los sobacos y también la cabeza, que le picaba. Ya día claro, desde un tejadillo frontero a la ventana, la saludaba la gentil avutarda. Era un pájaro petulante, vestido a hora tan matutina con su casaca de color de canela, galonada de terciopelo negro con botones de plata, y en la cabeza el gran sombrero de tres picos con plumas blancas y negras. Mirando a la señora, el ave hacía tres reverencias, acompañadas de tres sonidos graves, que eran su fórmula usual de ofrecer sus respetos. Tras él levantaban el vuelo las palomas, dando los buenos días con sus arrullos, y muchedumbre de gorriones salían por aquellos aires a robar lo que podían…

En la cocina estaba el ama desplumando palominos, y a su lado Eufrasia dobladillando un pañuelo. La cocinera, majando cominos en el almirez, hacía un ruido tal que apenas se entendían las voces de la hija y la madre… Entraba Perantón renegando del precio de la partida de aceite que acababa de llegar, como si fuera él quien perdía en ello. Decíale Doña Leandra que tuviera paciencia y no fuese tan regañón, que a su edad no le haría provecho que se le encendiera la sangre… Al anochecer, no de aquel día, sino de otro, que debía de ser el siguiente, aunque de ello no hay seguridad, hallándose en el poyo del corral la señora y Lea, que por mas señas estrenaba un cuerpo nuevo del vestido muy majo hecho por ella misma, llegose allí Ramón, que era el mozo encargado de la persecución de topos, con diez de estos dañinos animales. Al olor del rico botín acudieron los gatos, y las señoritas Eufrasia y Lea se encargaron de hacer el reparto equitativamente. No bajaban de ocho los pretendientes: los dos de casa, el de la panadería, el de la mayordomía y tres o más de las cuadras y gallineros. Después de distribuir a topo por cabeza, Lea consintió que Morita, la gata de casa, como parida, se llevase tres para su prole, y así lo hizo… En esto llegaba D. Bruno; pero no debió de ser aquella misma noche, sino la siguiente, o quizás otra noche cualquiera de las muchas que trae el tiempo. Se le vio apearse del caballo, y oyeron el tin-tin de sus espuelas acercándose. Había ido a Daimiel a reñir con los de la Junta de Pósitos, porque no le pagaban su anticipo, y a comprar correas para el arreglo de los tiros de mulas, tabaco y un poco de aguardiente. Traía el buen señor una noticia estupenda. La Reina Isabel II se había casado, y ya teníamos a nuestra Reina hecha una señora de su casa. ¿Y quién era el marido? Pues un D. Francisco, a la cuenta como su primo carnal, primogénito de unos señores infantes, mozo muy galán, de bello rostro sonrosado, muy metido en religión, cualidad primera de todo gran Rey… Pero no había sido floja tracamundana la ocurrida en Madrid antes de la boda. La Inglaterra y la Francia asaltaron con tropas el Palacio, llevando cada una un príncipe para casarle a la fuerza con nuestra Soberana. Y por otras partes de la casa grande embistieron el Papado y el Austria con la misma pretensión de meternos consorte Real. Apurada estuvo la cosa con esta canallada de las potencias, y si no se salieron con la suya fue porque el D. Francisco, al frente de un batallón de tropa española, blandiendo en la mano derecha su espada y enarbolando con la izquierda un crucifijo, cerró contra la extranjera turba, y a este quiero, a este no quiero, hiriendo y matando, deshizo en la escalera y en el Real patio a toda la caterva, quedando triunfante el derecho de darnos el Rey consorte que más neto acomode, siempre que sea español neto. «Celebrose el casorio —añadía D. Bruno, – con pompa grandísima, en una iglesia que llaman de Atocha, y ya podéis figuraos vosotros, grandes mostrencas y mostrencos, el lujo y aparato que en las ceremonias habería… Ello fue cosa sorprendente. Lucían allí los próceres del Reino sus magníficos túnicos de gala bordados de oro, y las Reinas, la Infanta y sus damas unos trajes tan opulentos, que cada uno representaba el valor de una provincia, si las provincias se vendieran. Dícenme que una de las próceras más guapas y mejor emperifolladas era la esposa de D. Emilio Terry, nuestra querida hija Eufrasia Carrasco y Quijada de Terry, que ahora así se llama, la cual lucía collar de perlas como garbanzos, y unos brillantes en el pescuezo y en la cabeza que eran como soles, y en las orejas esmeraldas tan grandes como huevos de paloma… no tanto, como huevos de avutarda…».

Amaneció, y salieron para el campo los mozos con los pares de mulas, y para el soto las ovejas con sus pastores… Sucediéronse plácidamente tardes y mañanas. A Doña Leandra le hacían sus hijas un vestido nuevo, cortado por patrones de última moda que facilitó una amiga de Ciudad Real. Ponían en ello las chicas gran esmero, para que su madre apareciese en misa con toda la elegancia que a su holgada posición correspondía donde quiera que se presentase… Más interés que en el corte y costura del nuevo traje ponía la señora en la siembra de patatas, que fue a vigilar con D. Bruno rodeando la casa y las eras, y saliendo por un sendero angosto hasta la tierra llamada de Claveros, tras de las primeras casas de Peralvillo. Pasaron junto a una noria desmantelada, después cerca de otra movida por un macho con los ojos vendados. Lloraban los cangilones chorritos de agua con que se regaba un plantío de hortalizas para el gasto de casa… Acompañando a los amos iban León, Turco, la Majita y otros seres caninos, cachazudos, holgazanes, hartos de una felicidad bobalicona. El mayor gusto de Doña Leandra era soltar la mirada, como se suelta un ave, para que corriese por toda la horizontalidad majestuosa del suelo sin parar hasta la línea en que tierra y cielo se juntaban. Tras aquella línea había más Mancha, más, hasta llegar a los montes de Toledo, donde todo era cuestas, subidas y bajadas. No estorbaban al libre vuelo de la mirada de la señora árboles ni sombrajo alguno, fuera del bulto que hacían las casas del pueblo y la torre gallarda de su iglesia. El sol lo bendecía todo con su luz esplendente; la tierra se tendía boca arriba cuan larga era, los miembros estirados con indolencia voluptuosa, y no hacía más que mirar al cielo, que sobre ella planeaba con las alas abiertas en toda su magnitud…

«Madre —le dijo Lea, – dos veces le hemos preguntado si quiere ya la medicina, y no nos responde…».

– ¿Medicina yo?… Lo menos hace una semana que no la tomo, y ya ves qué buena estoy… He andado legua y media con Bruno, y no me he cansado. Hola, Vicente: ¿cómo estás? ¿Cuántos días hace que no te veo? Lo menos diez, por mi cuenta.

– Me vio usted ayer, y me vio esta tarde a primera hora.

– No estás tú en lo cierto, Vicente. Decidme, ¿no ha parecido Cristeta? ¿Qué demonios la entretiene tantos días en Palacio? Será que la Reina Cristina no sabe gobernarse sin ella… Bueno: dadme la medicina, y sepamos pronto si os dan o no la botica de Almodóvar del Campo.

 

Por la noche, en cuanto la ponían en su cama, emprendía despierta la paralítica sus viajes, y despierta se le iban los días, las semanas y hasta los meses, sin sentirlo. Solía volver de sus correrías con un humor endiablado, que desahogaba en sus hijas y en su marido, diciéndoles que no eran ellos ya como les había hecho Dios, sino como les transformaba el Demonio en este maldito Madrid. Mirándolo bien, sus hijas no eran honradas, pues no había honradez con tanto manoseo de novios y tanto andar al zancajo en teatros y paseos. En los teatros se aprendían cosas malas, y los paseos y tertulias no eran más que escuelas de deshonestidad. Y en cuanto a Bruno, también estaba horriblemente echado a perder. ¿Qué se había hecho de la sencillez de sus costumbres, de su amor al trabajo, de su modestia y probidad? Un muestrario de vicios era ya, y él solo gastaba en un mes más que había gastado toda la familia en seis años cuando en la Mancha vivían. Lo menos media hora empleaba todas las mañanas en lavarse, y para él solo y sus malditos lavatorios tenía que subir el aguador una cuba más. ¿A qué tanta presunción de lavados, planchados y afeitados? Hasta usaba perfumes ¡qué asco!, como las mujeres de mal vivir, y a todas horas guantes, como si tuviera que visitar al Rey. No, no; no era aquella su familia. ¡Mentira, engaño! Las personas que veía no eran sino una infernal adulteración de sus queridos hijos y esposo. La verdad radicaba en otra parte, allá donde vivía despierta, que en Madrid no era la vida más que una soñación. Y esto se probaba observando que en Madrid estaba baldadita y sin movimiento, mientras que en su pueblo iba de un lado para otro con los remos muy despabilados sin cansarse…

Solía padecer la desdichada manchega estos trastornos de la mente por las mañanas, y su marido y sus hijos rodeábanla afligidos, respondiendo con frases cariñosas a las injurias que les dirigía, ya iracunda, ya burlona. A medida que tomaba alimento, íbase serenando, y no recordaba ni uno solo de los enormes disparates que había dicho a su cara familia. Y como algo recordase, pedía perdón del agravio en los términos más humildes. Una tarde, cuando Eufrasia, ya vestidita y bien dispuesta, aguardaba a la viuda de Navarro, que en su coche había de venir a buscarla, Doña Leandra le estrechó las manos diciéndole: «Habrás tomado a risa, hija del alma, los desatinos que escuchaste, y de los cuales sólo uno se me quedó en la memoria. Yo también me río, porque ello es cosa muy disparatada… que tus cortejos, ¡ay!, te regalaban diamantes gordos y esmeraldas verdes, y que merecías que te arrancasen las orejas al arrancarte los pendientes, que eran el pregón de tu ignominia. Perdóname, y no me hagas caso cuando me pongo así, que verdaderamente no estoy en mi sentido… A Dios gracias, con la medicina que ahora me da Vicente, se me van quitando los grandes enojos que me entran por las mañanas… Vete con tu amiga, y no olvides lo que te recomiendo: darle mucha prisa al Sr. de Terry, hija, lo cual que no es un decir, sino la realidad, pues esa cara paliducha y ahilada que se te está poniendo declara las ganas que tienes de tomar estado, para satisfacción tuya y de tus padres…».

XXIX

Ni aun delirando mentía Doña Leandra en lo de la transformación de D. Bruno, pues desde la frustrada conjura, en que había hecho papel real o figurado de indudable relieve, tomó el hombre actitudes de seriedad, que sobre él atraían la pública atención. O por habilidad instintiva o por estudio de gramática parda, adoptó el sistema de hablar muy poco, casi nada, y de decir todo en forma obscura, enigmática, dejando entrever o adivinar un hondo pensamiento. En las conversaciones políticas, nadie oía de sus labios más que reticencias discretísimas, y sus juicios eran velados, más que juicios, protestas de que no convenía formularlos de ninguna manera. Sus frases usuales eran: «Ya se verá eso…». «Se hará lo que convenga…». «Esto no puede seguir así…». «Vamos al abismo…». «Estamos preparados…». «Los hombres de arraigo siempre están en sus puestos…». «Mi opinión es que vendrá lo que debe venir». Con esta manera de hablar no tardó en adquirir reputación de entendido, y como al propio tiempo adoptaba modos de tolerancia, respetando las ideas ajenas y aprendiendo a ser fino y bien educado, extremando los saludos a cuantos personajes encontraba, fueran del suyo o del opuesto bando, pronto le dieron la nota de sensato. Su importancia crecía rápidamente, y cuantos le trataban veían en él una autoridad innegable, merecedora del mayor respeto. Grandes ventajas llevaba a Milagro en el público concepto, todo ello sin trabajo alguno, pues el manchego, callando siempre o diciendo a medias inepcias vacías, que el auditorio interpretaba como sublimes pensamientos inéditos, era tenido en más que Milagro, que decía todo lo que pensaba, y a veces cosas atinadísimas. Pero no habría llegado D. Bruno a esta preponderancia si a los artificios de la palabra y del silencio no agregara otro muy eficaz para el realce de su persona. Dio en gastar unos sombreros de extraordinaria magnitud, con el ala más larga que los de la moda corriente, y un poquito encorvada formando teja. Era el modelo que usaban D. Alejandro Mon, Buschental, un francés que había venido de París a lo del Gas, y otras personas de viso, muy contadas. Encajaba muy bien la colmena de fieltro, tan imponente y elevada, en la ventajosa estatura de D. Bruno, y con esto y la larga levita negra, hacía una figura de tanta respetabilidad, que la gente se paraba para mirarle cuando iba por la calle entre dos amigos, oyéndoles atentamente y contestándoles con la cabeza. El sombrero contribuía no poco a que los transeúntes que le conocían dijesen a los ignorantes: «Es Carrasco, persona entendida… Es D. Bruno, uno de los hombres más sensatos que hay en este país».

Milagro no comprendía que iba más rápidamente a su negocio D. Bruno, calladito debajo de un tubo de chimenea, que él hablando por los codos, vestido de cualquier modo, y con un sombrero viejo mal planchado y de corta elevación. Ved aquí por qué la gente veía en Milagro a un hombre de gran talento, que no servía para nada por falta de sensatez, a un hombre ligero, simpático, cuya gracia y amenidad sólo se apreciaban como méritos secundarios. De D. Bruno, viéndole entrar un día en el café con un célebre banquero y un no menos famoso general, hubo alguien que dijo: «Parece que este Carrasco es un gran hacendista». De Milagro hacían los más afectos a su persona elogios de otra clase, por ejemplo: «Si como tiene chispa este D. José, tuviera seriedad, ya habría sido ministro».

No dejaba de reconocer la pobre Leandra, en sus momentos lúcidos, que a su marido le sentaba muy bien el sombrerote y la levita luenga. Si en Peralvillo le vieran con aquella facha, caerían todos de rodillas, teniéndole por el representante de la justicia humana, o por ministro universal. Un día, antes de salir para sus diligencias de la tarde, sentose Carrasco un momento al lado de su oíslo y le dijo: «Tengo que comunicarte lo que pienso acerca del niño mayor, que pronto está en disposición de empezar una carrera. Este año se creará una nueva de gran porvenir, que llaman Ingenieros de montes, y ello tiene por objeto estudiar y dirigir la replantación de arbolado, para que llueva más y no tengamos tanta sequía. Nuestro hijo será de los primeros que entren en esa brillante carrera, para lo cual le pondremos en una escuela donde nos le preparen de toda la matemática y toda la botánica que sea menester».

– Sea lo que tú quieras —dijo Doña Leandra-: miremos a que sea hombre de provecho. Pero yo creí que la botánica no era más que para los boticarios.

– No, mujer: que en la botánica entiendo yo que entra también la vegetación grande, pongo por caso, alcornoques y fresnos. En España tenemos pocos árboles, y el Gobierno que nos plante algunos miles de millones será un Gobierno sensato y entendido… Con que… no dejes de tomar la medicina, que yo me voy a mis quehaceres.

Aunque nada más dijo, no se quedó muy conforme la señora con que su hijo aprendiera oficio de plantar árboles, a los cuales miraba la señora con prevención, porque sólo servían para albergue de pájaros dañinos y para dar sombra a la tierra. En la Mancha pocos árboles había, y no hacían falta para nada; plantáranlos en Madrid, donde no había cosechas que defender de los malditos pájaros. En las ciudades, buena era la sombra; pero ¿para qué quería sombras el campo? La tierra quería mucho sol, y agua cuando Dios la diese. Pensaba también, y así lo dijo por la tarde a Lea y a Vicentico, que si se moría en los infames Madriles, no la enterraran en nicho, sino en el suelo; pero en suelo sin árboles, que no gustaba ella de estar a la sombra ni viva ni muerta.

Atención escasa, más bien nula, prestaban los novios a estas desconcertadas razones de la manchega, por hallarse apenadísimos con cierta novedad lastimosa que en la familia ocurría. Mientras el hombre público explicaba a su señora las ventajas de la carrera de Montes, las dos hermanas, encerraditas en su alcoba, sofocaban las voces para poder hablar de un grave asunto, promovido por Eufrasia. Una vez partido D. Bruno bajo su gran sombrero, hablaron las señoritas con más desahogo, cuidando de no alborotar, para que no se enterase la enferma, que conservaba un sutil oído. Pasó luego Eufrasia a ver a su madre después de lavarse los ojos, porque no advirtiese que había llorado; mas no logró engañarla, que la señora, hecha de antiguo a la observación y examen de los rostros de sus hijas, notó en el de Eufrasia un viso muy particular, y así se lo dijo, manifestando la señorita que la puntada que sentía sobre la ceja izquierda le estiraba los músculos de aquel lado, desfigurándole la fisonomía. No satisfizo a Doña Leandra esta explicación, y seguía mirándola con persistente seriedad, lo que turbó más a la señorita, que a punto estuvo de echarse a llorar… «¿No viene a buscarte Doña Jenara?» —preguntole la madre; y contestó la joven que hallándose en cama su amiga con un fuerte catarro al pecho, ella (Eufrasia) se constituiría en su enfermera, trasladándose allá en cuanto tuviera quien la llevara, su padre o alguno de los chicos. Con admirable sentido díjole Doña Leandra: «Estando tú también indispuesta, debes empezar por cuidarte a ti propia, en casita». Por no chocar, hizo la señorita demostración de seguir tan sabio consejo, y se metió en su alcoba.

Dormitaba la enferma, cuando Lea y Eufrasia reanudaron su disputa. Sofocada salió de la alcoba la hermana mayor, y hallándose a Sancho en el pasillo atisbando la escena, le dijo: «Entra, Vicente, y háblale, a ver si tú la convences: yo no puedo. Mientras tú estás aquí, yo tendré cuidado con madre». Halló Vicente a Eufrasia muy afanada en meter en un maletín diferentes objetos de su uso, ropa interior, pañuelos y alhajas, y apartándole las manos de aquel trajín, le dijo: «Mira bien lo que haces, Frasia, y no seas mala hija ni mala hermana; repara que en tu familia no hubo jamás afrenta, y con la que tú traes ahora matarías de vergüenza a tus señores padres».

– Déjame, déjame, Vicente, por Dios te lo pido —replicó la joven consternada, delirante, a punto de estallar en ira o en dolor, que de todo había. – Tengas o no razón en lo que me dices… puede que la tengas, puede que no… tengas razón o no, ya no puedo volverme atrás, ni quiero, Vicente. Este deseo de irme puede más que yo… Me tiraré por el balcón si no me dejas salir… Ya sé que estoy loca; pero déjame con mi locura, hombre… ¿Qué sabes tú si de esta locura saldrá la razón?…

– No saldrá más que la deshonra, no saldrá más que la desdicha de tus padres, Frasia —dijo Vicente con firmeza, pues aunque parecía muy poquita cosa, dábanle presencia y alientos sus ideas elementales en puntos de moral. – Tú harás lo que quieras; pero si no te quedas en casa, yo me voy a ese D. Emilio o D. Demonio, y le desafío… ¡vaya si le desafío! Aunque me ves con tan pocas carnes, y aunque oyes esta voz que parece salir de un botijo, soy un hombre que sabe su obligación y que no se deja acoquinar.

– ¿Qué has de desafiar tú —indicó Eufrasia con desprecio, – ni a cuenta de qué viene ese desafío…? Emilio es una persona decente; sólo que… En fin, que me dejes salir.

– Que no te dejo: dirás tú que no soy quién para cortarte el paso; pero yo me considero de los tuyos porque me casaré con Lea. Tu madre enferma, tu padre fuera de casa: pues aquí estoy yo, Vicente Sancho, para mirar por la familia.

Entró en aquel instante la otra señorita muy alarmada, diciendo: «Vaya, que alborotáis más de la cuenta. Madre parece que duerme, pero yo creo que se hace la dormida. Vete allá, Vicente, y estate al cuidado de ella».

Obedeció el bondadoso mancebo, no sin rezongar un poquito, pues aunque de traza quebradiza, de corto aliento y delgada voz, en el fondo de su mezquina naturaleza guardaba, como tesoro de avaro, un carácter entero, una voluntad irreductible en asuntos de honor y de conducta… Volvió a la carga Lea, tratando de vencer a su hermana con cariños y ternuras, ya que los razonamientos no habían sido eficaces, y media hora larga empleó en este sistema de expugnación, a ratos creyéndose victoriosa, después abatida y desalentada por los revuelos que hacía la otra, movida de una pasión irresistible.

 

«Convéncete —dijo Lea llorando, – de que ese hombre no se casará contigo».

– No sé por qué lo dudas —replicó Eufrasia, no muy segura de lo que afirmaba. – Yo creo en sus promesas, porque le conozco; sé las razones que tiene para no casarse ahora: razones de familia…

– Todo eso de las razones de familia es embuste… Pero, ya se ve, estás ciega, y vas a la perdición sabiendo que te pierdes. No serás esposa de Terry: si él tuviera intenciones de casarse, ya lo habría hecho…

– Bueno —dijo Eufrasia en un rapto de orgullo, proclamando el imperio de la pasión sobre toda moral y toda conveniencia-: pues aunque no se case… Los casamientos los hace la sociedad, y el amor ¿quién lo da, sino Dios?…

Callaron una y otra hermana después que la pecadora y enloquecida Eufrasia sentó aquel rebelde principio, y antes de que reanudaran su disputa, llegose a la alcoba el mancebo, muy despacito, diciendo a Lea: «Chica, tu madre, que en este mismo momento acaba de llegar de la Mancha, extraña mucho no verte, y pregunta dónde te has metido».

Corrió allá la señorita, y con gozosa voz y alargando el brazo útil, preguntole su madre si le había ido bien en Torralba. Como respondiera Lea que sí, siguiéndole la manía, dijo la señora: «Y la sobrina del señor cura Don Andrés, a quien has hecho compañía, ¿está ya consolada de las calabazas que le ha dado Gaspar Bono, el de Valdepeñas?… Y dime otra cosa: ¿tu padre se ha quedado por allá para cazar con el cura?… Luego tú has venido con Perantón… ¿Qué tal paso tiene la burra de Tomasa?… ¿Dices que bueno?… Y ahora me sacarás de una duda que hace rato me está mortificando. ¿Cómo es que siendo tan baja la puerta de la rectoral pudo entrar tu padre con aquel sombrero tan grandísimo?… No ceso de pensar en ello: o Carrasco se quitó la colmena, o el D. Andrés, para dar a la entrada de tu señor padre la solemnidad correspondiente, pues… mandó que agrandaran la puerta…».

Respondió Lea que así se había hecho, que los albañiles trabajaron todo el día anterior para darle media vara más al hueco de la puerta, y con esto se tranquilizó la señora.

Temía Lea que su madre le preguntase por Eufrasia; pero Doña Leandra no la nombró, y sacando su rosario, se puso a rezar. A cada rato, pretextando ocupaciones, salía Lea y cuchicheaba con su hermana, la cual no cedía… Si no lograba escabullirse por la tarde, haríalo por la noche, pues dada su palabra de acudir a una entrevista, no podía faltar. Hizo propósito la hija mayor de afrontar el difícil trance de informar a su padre en cuanto viniese, para que con su grande autoridad sujetase a la demente; pero permitió Dios o tramó el Diablo que a la hora en que solía venir el hombre público, llegase un mozo del casino con el recado de que no esperaran al señor, convidado a cenar por unos amigos. En conferencia rápida que tuvieron en el pasillo, acordaron Lea y Vicente que este saldría en busca de D. Bruno, para enterarle del riesgo que su honra amenazaba… Al cuarto de hora de salir el mancebo, hallándose Lea en la santa ocupación de dar a su madre unas sopitas claras y un huevo casi crudo, que eran su habitual cena en aquellos días, sintió el gemido lejano de los goznes de la puerta de la escalera. A este gemido seguía infaliblemente el golpe del resbalón. Pero aquella vez falló el tiro, como quien dice. Se había sentido amartillar el arma, y nada más. «Parece —dijo Doña Leandra con sutil atención, – que alguien sale y deja la puerta abierta. ¿No había salido la muchacha?».

– No, señora —replicó Lea dominando su azoramiento. – La muchacha debe de estar hablando en la puerta con el que trae el periódico, que es su novio.

– Anda con Dios… el repartidor de El Clamor…

– Que trae ahora también El Correo de las damas.

– Ya te dije que ese papel no me gusta. ¿Correo… y de las damas? Me huele a tercería…

Sospechó Lea que la pájara había volado, y así era en efecto.