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Episodios Nacionales: Bodas reales

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XXVI

En estas malquerencias y confusiones estaba Doña Leandra aquella noche, cuando su marido, viéndola poco menos que dada a los demonios, apresurose a poner en su conocimiento un hecho de segura eficacia para sosegar su ánimo. «No quise hablarte de ello esta mañana —le dijo, – porque Lea me encargó que guardase el secreto hasta que supiéramos a ciencia cierta las intenciones del sujeto. Ya traigo lo que nos faltaba, porque he hablado con él esta tarde, y vengo seguro de que hay formalidad… Tenemos, sí, otro novio en puerta. Ya que has adivinado el caso, adivíname la persona… ¿Pero no caes, mujer?… No te devanes los sesos, y entérate de que el nuevo pretendiente de nuestra hija es Vicente Sancho, distinguido mancebo de la botica de Palacio, y por añadidura paisano nuestro y pariente».

No pareció Doña Leandra disgustada de la noticia, y D. Bruno completó sus informes relatando el cuándo y cómo de la emergencia de aquel noviazgo. A diferentes personas había manifestado Vicentillo que Lea le gustaba, y que a pedirle relaciones se atrevería si le asegurasen acogida benévola. Pocas palabras habían mediado a solas entre el boticario y la niña, en la casa de los padres, un domingo que estuvo de visita; pero las cortas expresiones, dichas con tartamudeo y poniéndose el hombre más rojo que las amapolas, bien claramente daban a conocer la intensidad de su amorosa llama. Por confidencias de varios amigos con quienes Vicente se franqueaba, enterose del caso D. Bruno, el cual, después de hablar con su hija, apercibió al mancebo para una conferencia sobre materia de tal importancia. Efectuada en la botica de Palacio aquella misma tarde la entrevista, resultó que Vicente Sancho sentía la más honesta de las inclinaciones hacia Leandra, en quien veía su bello ideal (así como suena), y decidido estaba a unirse con ella en santo vínculo.

Declaró Doña Leandra que estimaba en más a Vicente, boticario, que a todos los señoriticos de Madrid llamados dandiles, presumidos, farsantes y embusteros que no hacían más que divertirse con las chicas y entretenerlas, escapando de ellas en cuanto se les exigía celebración de matrimonio. Por humilde no habían de despreciar a Vicente, el cual a todos los novios del orbe cristiano llevaba la ventaja de ser manchego. La Farmacia, profesión de hombres honrados era, amén de muy lucrativa. Si Lea gustaba de su pariente, debían los padres darse por muy satisfechos, porque la niña, después de tanto noviazgo fallido, no estaba ya para perder el tiempo. Y pues el chico venía con formalidad y fijaba en dos o tres meses la temporada de amoríos decorosos, recibiérasele con los brazos abiertos, y preparárase la boda para principios de otoño. Por fin, como solución risueña para el porvenir, debían todos hacer diligencias para conseguirle a Sancho la botica de Peralvillo, de Piedrabuena o de cualquier otro pueblo de la Mancha, con lo que se colmaría la felicidad de toda la familia. Quedó, pues, recibido de oficial novio con entrada en la casa, y Lea, que había picado más alto, hallándose ya la pobre caída y con las alas rotas, aceptó a su pariente con un cierto afecto de gratitud que esperaba ver convertido en más apasionado sentimiento. Y ¡cosa más rara!, mirando bien a Sanchico reparaba que no era feo… ¿Qué había de ser feo, si más bien merecía calificación de guapo, con aquellos ojos sentimentales y aquel bigotito que parecía de seda? Y lo que es de tonto no tenía un pelo. Ya se le irían quitando la cortedad y encogidas maneras que Lea, mal acostumbrada al despejo de otros galanes, encontraba poco airosas y desconformes totalmente con su bello ideal. Pero en suma, ¿qué importaba la timidez si era signo de mansedumbre, cualidad de que Generalmente procede la perfección de maridos? Adelante, repitiendo el castellano aforismo: Al buen día meterle en casa.

Con estas y otras filosofías templaba Doña Leandra el ánimo de su hija, asegurándole que ambicionar no podía ni debía más felicidad de la que Dios le deparaba, y la chica, que era buena y no tonta, iba entrando por el aro de aquellas prudentes ideas. La conformidad y el buen criterio hiciéronla dichosa. No podía decir lo mismo la madre, pues aunque tenía por un buen hallazgo y solución la conquista de Vicente Sancho, ello es que por fas o por nefas, por los sucesos buenos así como los malos, la realización del deseo que le llenaba toda el alma era más problemática cada día. Cuando ya creía tocar con su flaca mano el suelo manchego, este se alejaba, y como un fantástico paisaje acababa por desvanecerse en el horizonte. Sin duda Dios había decidido que su humilde sierva, Leandra Quijada, se consumiese en el indecible tormento de no ver ni gustar los aires y la luz de la tierra natal. Cumpliérase la voluntad de Dios, contra la cual nada podían los anhelos de las criaturas. Envolviéndose en su manto con cristiana dignidad, la manchega se preparó al martirio, pensando que a la magnitud del terrestre sacrificio correspondería la hermosura y grandeza del premio celestial.

Manifestose en la señora desde aquel día visible inclinación a la pereza y al silencio. No se ocupaba en labor alguna; permanecía largas horas sentadita en un sillón de gutapercha, de asiento muy bajo, las manos cruzadas sobre el regazo, en el suelo fija la vista dormilona; no hablaba más que lo preciso, tomándose tiempo entre la pregunta que le hacían y la respuesta que daba, como si las palabras, no menos perezosas que el pensamiento, se amodorraran al paso por la boca. No apetecía tertulia, y sus hijas, así como Doña Cristeta Socobio, tenían que llamar con insistencia a la puerta del castillo para que la castellana voz de Doña Leandra respondiese desde la tronera más alta: «¿quién es?». Comía tan poco como hablaba, pues aquel seco y delgado cuerpo con muy escaso alimento se sostenía, y con el aire que tomaba en el suspirar frecuente. Suspiraba hacia dentro, espirando menos de lo que aspiraba, como las aves que inflan el buche para volar mejor. Rezaba al anochecer uno y dos tercios de rosario, ella sola, entre labios, descuidándose en marcar las Avemarías con el pase de cuentas; dormía de un tirón toda la noche, roncando desaforadamente con diversidad de sones musicales, como trémolos de violoncellos, chirridos de veletas castigadas por el viento, rumor de un salto de agua, y acordes perfectos de fagot y clarinete con tónica, tercera, quinta y séptima disminuida.

Una mañana calurosa, como tardase la señora en levantarse, entró en su alcoba Lea y encontrola despierta con el brazo derecho extendido sobre el embozo. «Chica —dijo Doña Leandra, – ven acá y estírame este brazo para que se me despierte, pues estoy que no puedo moverlo a mi gusto». Obedeció Lea; mas como no le tirara bien fuerte por temor de hacerle daño, la incitó a desplegar mayor fuerza: «Tira, hija, tira con ganas, pues no me duele nada. Esto debe de ser un aire que he cogido anoche por haberme destapado, ahogadita de calor. Y verás que tengo los dedos tiesos, que no puedo coger con ellos la sábana. Tráete un alfiler gordo y pínchamelos, a ver si se despabilan». Lo que hizo Lea fue llamar a D. Bruno y a Eufrasia, medrosa de ver a su madre en aquella torpeza de sus antes ágiles remos. Entre todos la vistieron, pues no gobernaba de la pierna derecha ni valerse podía, y la sentaron en el sillón. «Vaya, estoy mejor. ¿Veis cómo ya muevo el brazo y arqueo los dedos? La pierna es la que no quiere entrar en razón… Pero no os asustéis, que esto no es nada. Ni pienses en traerme acá médico, Bruno, que si le veo entrar me figuraré que estoy enferma, y acabaré por estarlo de verdad. Nada de médicos, hijo, y con que Vicente me vea y me traiga cualquier toma o emplasto, que bien sabrá él lo que obra con provecho contra este achaquillo, me bastará para quedar bien».

Animarles quería con esto; pero hijos y padres, muertos de susto y pena, trajeron al médico que asistirles solía, y este ordenó lo más urgente para contener la parálisis o atenuar sus tristes efectos. Por la tarde, si no se manifestó en ella mejoría corporal sensible, del espíritu mejoraba notablemente, pues se le había despertado la locuacidad, su palabra era fácil, los ojos recobraban su viveza, en la mirada y la voz había grande animación, casi casi alegría. Las hijas y Doña Cristeta sostuviéronle la conversación, en la cual no nombró a la Mancha, concretándose a decir algo de los precios que tenían en la plaza los principales artículos de comer… Todo se ponía por las nubes, y la vida en Madrid iba siendo un problema difícil. Con suficiencia apuntó Cristeta la idea de que cuando funcionaran los caminos de fierro que se iban a establecer, vendrían a Madrid todos los artículos a tan bajo precio como el que en los pueblos tienen, y se comería en la Corte pescado del día; y los madrileños podrían trasladarse a la Coruña o a Santander con tanta presteza y facilidad como iban entonces a veranear a Miraflores o a Villaviciosa de Odón. Sorprendida de estas novedades Doña Leandra, y creyendo que por entretenerla contábanle paparruchas su amiga y sus hijas, dijo que no podía comprender a qué santo venía el correr tan desaforadamente, y que ella por nada del mundo se metería en tales carricoches voladores y endemoniados. Añadió que era soberbia sacrílega de los hombres el meterse a enmendar la obra de Dios. Si Dios, autor de tantas maravillas, había hecho también las distancias para que el hombre pecador en ellas se cansase, y con el cansancio sintiese su pequeñez, ¿a qué ese empeño de acercar lo remoto? Condenado fue el hombre al trabajo y a ganarse la vida con el sudor de su frente. ¿Pues el caminar no es también trabajo, y de los más duros? El hombre orgulloso se resiste al trabajo: para el descanso de sus brazos inventa máquinas, y para el de las piernas ferroscarriles, que son como caballerías de fuego. De modo que ya no habría trabajo, ni cansancio, ni sudor, ni nada de lo mandado por Dios… ¿Y querían los hombres salvarse sin sudar? Esto no podía ser.

 

Sobre materia tan interesante expusieron pareceres muy ingeniosos las interlocutoras de la enferma, distinguiéndose Eufrasia, decidida partidaria del progreso material. Inspirada en sus ideales, que así llamaba a las ideas recientemente adquiridas, dijo a su madre que, quisiéralo o no, la llevaría consigo en un viaje a París y Londres, para que viese poblaciones grandes y costumbres de muchísima ilustración. Pero no se daba a partido la señora, que moviendo la cabeza tristemente respondió que si su hija, una vez casada, quería correrla por países tan distantes y distintos del nuestro, no contase con ella, que malditas ganas sentía de ver ciudades grandes y raras costumbres. Ni le quitaba nadie de la cabeza que todo lo de España era superior a lo de allende: mejor el pan y el vino, más finos los aceites y el jabón. Terminó afirmando que su cuerpo no le pedía ya movimiento, sino descanso, y que descanso le daría ella muy pronto. Cuando esto decía, llegó en su coche la viuda de Navarro para llevarse a Eufrasia. Paró en la puerta; viéronla desde arriba los muchachos; vistiose a toda prisa la señorita, y con su amiga se fue. Doña Leandra la vio partir con pena; mas no dijo nada. Lea suspiraba, aguardando la llegada de su modestito farmacéutico, y Cristeta Socobio, a quien sugería los más variados tópicos su entendimiento inagotable, sostuvo el ánimo de la pobre enferma con esta entretenida conversación:

«Querida Leandra, en cuanto mejoren esas piernas, nos vamos usted y yo solitas a visitar a una amiga mía, monja de gran virtud y saber, que a más de consolar a usted con su palabra, más divina que humana, la curará de ese maleficio del músculo perezoso. ¿No lo cree? Pues sepa que el año pasado me cogió todo el lado izquierdo un aire de perlesía, que me dejó sin gobierno, y arrastrándome fui a ver a mi amiga, la cual me pasó la mano suavemente por la cintura y caderas, y pronunciando palabras santísimas, púsome buena del todo».

– ¿Qué me dice, amiga Cristeta? Curanderos he visto en mi tierra que componían estos desperfectos de la carne; pero no lo hacían sin añadir a las oraciones alguna toma de medicina que obraba por dentro.

– Esta no necesita de medicinas ni pócimas, con lo cual se dice que obra en la naturaleza por la virtud sola de su santidad y del buen acogimiento que tienen en el cielo sus oraciones. Pasa la vida en penitencias tan duras, que no podemos imaginar los martirios cruelísimos que se impone. Ha tenido su cuerpo cubierto de llagas dolorosas, y cuanto más le dolían, más risueña ella y más alegre de su padecer. Cuentan que se ha pasado meses sin probar comida, y a pesar de abstinencia tan bárbara, la veía usted con el semblante animado y los ojos muy vivos, obra de la grandísima luz y fuego de piedad que la caldeaban por dentro… Es tal su hermosura, que se pasmará usted cuando la vea, y tan dulce y delicado el timbre de su voz, que se quedará usted atónita y suspensa como si oyera sonido de arpas celestiales.

– ¡Cristeta, por amor de Dios! —dijo Doña Leandra, fascinada con tan maravillosa pintura, – no me engañe, y si esa sacra mujer existe, y no es artificio de usted para consolarme, lléveme a donde pueda yo verla y gozarla.

– Iremos, sí; y como no se despabilen pronto las piernas, la llevaré a usted en coche, aunque de aquí al convento de Jesús no es grande la tiradita. Será un consuelo extraordinario, mi querida Leandra, porque de la santidad de mi amiga puede usted esperar no sólo la salud del cuerpo, sino la del alma. A las personas buenas, de corazón limpio y de conciencia pura, concede Dios, por mediación de esa mujer ejemplarísima, la satisfacción de todos sus deseos.

– ¡Ay, ay!, no me lo diga, si luego no ha de confirmarse —manifestó la manchega con colosal esfuerzo para levantarse del sillón. – ¡Que satisface los deseos justos, naturales! Pues los míos son de esa calidad, y por tanto, ¿qué menos pueden hacer Dios y esa señora que satisfacérmelos? Vamos, vamos ahora mismo. Me arrastraré como pueda. Y si no, mandaré a la muchacha que nos traiga un coche.

– Calma, calma, querida Leandra, y no nos precipitemos —dijo cautelosa la Socobio, asustada por el ruido de puerta y pasos que acababa de oír. – Paréceme que entra Bruno, y no conviene que de esto se entere. Es un excelente hombre; pero no se haría cargo de la intención pura, edificante, con que yo la llevo a usted a tal visita. Estos hombres del día, todos, todos, están dañados de volterianismo, que es como decir impiedad, y no comprenden… Hasta podría suceder que se burlara de nosotras… No, no, Leandra; que no meta las narices su pariente… Otro día, sin que nadie nos atisbe ni nos estorbe, escaparemos como unas chiquillas, y… Chitón, que ya está aquí el hombre público.

XXVII

Quería Dios que hija y madre estuvieran en aquellos días bajo la acción de fenómenos o casos maravillosos, pues mientras Doña Leandra encendía su imaginación con la idea de la visita a un ser que conceptuaba ultraterrestre, Lea veía cosas tan extraordinarias, que le costaba trabajo creer que pertenecieran al mundo real. En una misma alcoba dormían las dos hermanas, y allí y en el próximo gabinete, tenían su ropa, sus secretos, las cartas de sus novios, el tocador y cuantos adminículos y menudencias necesitaban para componerse. Luego que se encerraban en sus habitaciones para acostarse, hablaban solitas de los sucesos del día, pertinentes a ellas o a sus amadores, y se confiaban todos sus secretos y se consultaban todas sus dudas. Una noche, poco antes de manifestarse en Doña Leandra la parálisis, Eufrasia, como quien desea y teme revelar algo muy delicado, anunció a su hermana una confianza; arrepintiose luego, dudando, entre risas y síes y noes muy infantiles; sacó por fin de su bolsillo un estuche, y mostró a su hermana un sol… un haz de rayos luminoso, deslumbrantes. Lea no dijo más que ¡ah!, echando en aquel hálito toda su admiración y algo de susto. No pronunció palabra alguna hasta pasado un ratito. «¡Qué magnífico brillante!… ¿Pero di, no es esto falso? ¿Es de ley?… ¡y tan grande!…».

– No es de los mayores —dijo Eufrasia rebajando, por afectación de modestia-; pero fíjate… ¡qué perfección de facetas! Dice Maturana que es de la mejor talla de Amsterdam, y una pieza de mérito grandísimo.

– ¡Bonito, bonito… superior! —exclamó Lea absorta, moviéndolo entre sus dedos ante la luz, para recrearse en los destellos.

– Está montado en plata como alfiler —dijo Eufrasia-; pero se puede usar como adorno magnífico para el pelo… Aplicación no le faltará…

– ¿Pero es tuyo de veras?… ¿Y cómo…? Si es tuyo, te lo habrá dado Terry.

– Naturalmente: yo no había de robarlo…

– Pero…

No sabía Lea cómo pedir explicaciones a su hermana de la posesión de alhaja tan magnífica. Enmudecieron ambas y se acostaron, permaneciendo silenciosas larguísimo rato. Ninguna de las dos dormía.

«Debes enseñárselo a padre y a madre, a ver qué dicen…» —indicó tímidamente Lea, a la media hora de acostadas.

– No, por Dios… Padre y madre no deben saberlo… no por nada, sino porque creerían lo que no es… Ya lo verán a su tiempo. Por hoy, no me preguntes más.

Obedeció la hermana mayor, y no habló más de tal asunto hasta que, dos noches después, encerraditas y ya seguras de que ni los padres ni los hermanos las sorprenderían en su grata intimidad, hizo Eufrasia a su hermana la señal de que le preparaba nueva sorpresa; aproximose a la cómoda, y del seno sacó un envoltorio; desplegó el papel finísimo que lo formaba, y aparecieron a los espantados ojos de Lea dos esmeraldas soberbias, hermosísimas, iguales en el tamaño y la forma oval, montadas en plata dentro de un cerco de diamantes…

«¡Ay, qué preciosidad!… Esto es divino… —exclamó la joven con arrobamiento. – Y son pendientes… Déjame que me los ponga».

Ayudó Eufrasia a clavar las joyas en las orejitas de Lea, y cuando esta se vio en el espejo adornada de tanta hermosura, no acababa de extasiarse en la admiración de su propio rostro, y lo ladeaba para ver los diferentes efectos en esta y la otra postura.

«Como estas esmeraldas —indicó Eufrasia, menos risueña que su hermana, – hay pocas. ¡Cosa más soberbia no se ve! ¡Qué bien estás! La esmeralda montada en plata sienta muy bien a las morenas».

– A las morenas les sienta bien todo —afirmó Lea quitándose los pendientes y llevándolos a las orejas de la otra. – Póntelos ahora tú, para que yo vea el efecto.

Así se hizo, y las ponderaciones de tanta belleza no tenían fin. Guardó Eufrasia su tesoro; Lea, dando un gran suspiro, le dijo: «También te las ha dado Terry. ¿Eran de su familia?».

– No: las ha comprado. Ya sabes que está riquísimo. El mes pasado ganó medio millón de reales, y ahora, si traspasan lo del Gas a la Compañía francesa, no se puede calcular los dinerales que ganarán entre Emilio, Gándara y Safón…

– Pero no acabo de convencerme, te lo digo como lo siento, de que puedan hacérsele a una soltera estos regalos sin comprometerla. ¿Acaso en el extranjero se usa que los novios regalen joyas, así, de tapadillo…?

– Seguramente, en el extranjero hay otras costumbres, otra libertad. Pero aquí, con tanta ñoñería y sujeciones tan ridículas, no se puede, no… lo reconozco. Si la gente se enterara, creería que hay malicia donde no la hay.

– ¿De veras que no la hay?

– ¡Mujer, qué cosas tienes!… ¡A ti había yo de ocultarte…! ¡Jesús!, no oiga yo de ti tal suposición.

Pareció Lea convencida; pero no durmió en toda la noche, atormentada por la idea de que su querida hermana no tenía ya en su conciencia la debida pulcritud. «Aunque ella no lo crea, pecado hay aquí —se decía, – o principios de pecado y de grandísima deshonra».

A la mañana siguiente, ambas en el tocador, dominada Lea por una idea fija, hizo a su hermana esta pregunta: «¿Y no te ha dado perlas?».

– Tiene en tratos un collar muy bonito; pero yo le he dicho que no lo quiero, que no y que no… A su tiempo recibiré todas las alhajas que se le antoje poner sobre mí.

– ¿Cuándo os casáis? ¿Ha fijado al fin Emilio la fecha?

– El mes de Octubre, seguro, seguro.

– En Octubre dicen que se casa la Reina. También fijó Tomás esa fecha para nuestro casamiento, y ya ves, ya ves.

– Pero lo mío es infalible. Emilio es un hombre de bien y un caballero. En todo me complace.

– Pues si en todo te complace, ¿por qué no fijáis el casorio para la semana que viene? Estos hombres que eternizan las bodas no son de fiar… Cierto que el darte prendas de tanto valor es, como tú dices, señal de un amor grande… Pero… Digo que en último caso… vamos, que otros hay peores, pues plantan, y no dan nada, ni un triste alfiler de dos reales.

Pasaron días sin que Eufrasia mostrase más joyas, ni a su hermana hiciese confidencia alguna tocante a sus amores o a la boda con Terry. Tan sólo dijo que el galán partía para París; pero que su ausencia, motivada del negocio del Gas, no duraría más de dos semanas. Lea notaba en ella tristeza y cavilación algunos días; otros, un alborozo demasiado parlero, sin decir nada de provecho. Y los que observar pudiesen y supiesen en las interioridades de la casa, habrían notado que Lea padecía también en aquellos días turbaciones muy raras en su carácter, comúnmente de una ecuanimidad feliz. Algunas noches, en la visita oficial de Vicente, trataba a este con tal despego, que el pobre chico no volvía de su asombro, un aflictivo y patético asombro por cierto. Mas de improviso se iniciaba un radical cambio en el temple, si así puede decirse, de la señorita, y viéraisla tan cariñosa y tierna con el mancebo que los ojos de este revelaban una satisfacción beatífica. Y en aquellos ratos dichosos, infaliblemente hablaba Lea del casamiento, de la conveniencia de celebrarlo cuanto antes para irse todos a la Mancha y hacer la cruz por siempre a este Madrid tan perverso y corrompido. Las corrientes psicológicas, como el sube y baja de mareas, que determinaban en la joven manchega estas oscilaciones afectivas, permanecen indeterminadas. Son hechos, formas, desarrollos orgánicos que se pierden en la insondable caverna obscura del querer mujeril.

Cuando a la oreja de Doña Leandra llegaban palabras de Sancho y Lea referentes a casorio, o a la probabilidad de conseguir la botica de Almodóvar del Campo, excitábase horrorosamente, como con una corriente eléctrica, y recobraba por instantes el fácil uso de sus remos. Aún no había podido ir, por causa de las ocupaciones de Cristeta en Palacio, a la visita de la prodigiosa monja, y aguardando aburrida este acontecimiento se pasaba las tardes sentadita en su sillón, presidiendo la charla de la hija con el boticario. Comúnmente el tal palique era para Doña Leandra un narcótico, cuya enérgica virtud la desligaba de la realidad triste, permitiéndole ausencias y descansos muy agradables. Dormida o mal despierta se montaba en el Clavileño o en la escoba, y se iba por esos mundos de Dios, tomándose el espíritu toda la libertad de que el cuerpo estaba privado. No era la primera vez que la infeliz señora, mal avenida con su trasplante, volaba espiritualmente a sus tierras y casas manchegas, recreándose en ellas como en la misma verdad; pero desde que se inició la parálisis, los viajes imaginativos al país natal fueron más frecuentes y de mayor duración, así como de una intensidad maravillosa en el repetir y vivificar objetos y personas, los animales, el suelo, el aire y el olor de todo lo de allá. Del tiempo hacía mangas y capirotes, pues en media hora efectiva de Madrid, vivía manchegamente días y aun semanas; y al volver de estas excursiones, hallábase durante un mediano rato en penosa ignorancia del lugar donde se encontraba. ¿Estaba en su casa de Peralvillo, o en el sillón caliente y blanducho de Madrid?…

 

Mecida por el runrún soñoliento de Vicentillo y Lea, Doña Leandra salió del comedor de su casa manchega, pasó al cuarto próximo, donde tenía la algarroba para las palomas, un resto de la cosecha de judías, dos montones de patatas para simiente con los brotes ya muy crecidos, manojos de hierbas colgados del techo, que despedían un olor fortísimo entre farmacéutico y culinario. Anduvo por allí la señora trasteando; salió seguida de dos gatos, y pasando por delante de la cocina, donde estaba la Fabiana delante de los peroles, bajó por la escalera, cuyos peldaños de romo ladrillo ofrecían un resbalón a toda persona que no tuviera el pie bien habituado a sortear las desigualdades. Llegó a una especie de portalón o vestíbulo empedrado de viejo, pues no se había tocado en él una piedra desde el siglo anterior; todo era hoyos y guijarros duros; obstruían el paso diversos objetos, sacos llenos y vacíos, aperos inservibles, manojos de varas, yugos abandonados por inútiles y una tinaja rota, boca abajo. Todo estaba en aquel sitio provisionalmente hacía ochenta años, y con la pátina de mugre y polvo tenía ya ese carácter especial de la petrificación doméstica, allí donde nada se remueve ni se cambian las cosas de sitio. Salió Doña Leandra al corralón, tan grande como una mediana plaza, y al punto se le pegó a las faldas un perro corpulento, León, moviendo la enroscada cola, y enseñándole los colmillos que no habían de hacerle daño. Más allá, otro can que sentado roía un hueso teniéndolo entre las patas delanteras, la miró pasar y siguió royendo… un pavo hacía la rueda entre cuatro gallinas que ni siquiera le miraban, y un burro atado a una argolla junto a la puerta de la cuadra, soltó un rebuzno majestuoso. Entró la señora en el cuarto del pan, donde había un hombre calvo, que preparaba el horno, y ya tenía las hogazas amasadas, cubiertas con un paño. «Mira, Blas: en cuanto saques la hornada, coges la Capitana (esta capitana era una burra) y los dos machos que llegarán luego de Torralba; comes, y te vas a Piedrabuena, y me compras cuarenta o más arrobas de patata para simiente. Dicen que Lino Pascual la tiene superior. Si le queda una partida de sesenta o setenta arrobas y no quiere descabalarla, te la traes toda. Llevarás trescientos reales, y si te faltase dinero, ya sabes que el boticario D. Enrique te dará por mi cuenta lo que necesites… Estarás aquí mañana temprano, que mañana hemos de sembrar la patata en la huerta del Fraile…». Poco después de esto, la señora estaba junto al pozo y pilón de abrevar: al mozo que sacaba el agua para dar de beber a los cerdos de recría, le dijo: «Navarro, enciérrame este ganado en cuanto beba, y no me lo tengas aquí, que es muy dañino, y ya ves que me azuza los pollos: tres me mataron ayer a pisotones». Apaleada por el mozo se arremolinó la piara, compuesta de un gran contingente de cochinitos negros, todos iguales, y pegados unos con otros se fueron hacia su cobertizo, cantando una deliciosa música… Doña Leandra se encaro con un viejo petiseco, cuya cara parecía la piel de encuadernación de un libro de coro. Vestía de paño pardo, con calzón corto, cinturón de cuero, y usaba sucias gafas de cristales muy convexos montados en cuerno. Era Perantón, el hombre de confianza, la personificación de la honradez y la lealtad, que llevaba de servicio en la casa tres cuartos de siglo, y andaba próximo a los noventa, conservado como un corcho viejo de colmena. Sus abejas eran la vida que aún zumbaba dentro de aquel madero lleno de arrugas. Había sido mozo de mulas, después de labranza, criado luego al inmediato servicio de los señores, y por último, mayordomo con honores de intendente, pues sabía garabatear en un cuaderno de marquilla las cifras de compra y venta, el consumo de paja y leña, el comestible de animales y personas, y usaba un tintero de asta con petrificaciones de tinta contemporánea de Carlos III. «Antón —le dijo la señora, – me parece que la pinta castellana ha puesto hoy también entre el montón de leña. Que Tomasilla se meta y busque allí los huevos. Tenemos lluecas a la parda y a la moñuda… Mándale a tu nieto Roque que del palomar de arriba me traiga tres pares de palominos para mañana…». En la servidumbre y personal labriego de Peralvillo había dos hijas de Antón, una de ellas cocinera, que ya no hacía más que dirigir, y era plaza casi jubilada como su padre, y catorce nietos, ocupados en distintas labores. Los que allí nacían, al amparo de la casa y noble familia quedábanse toda la vida. «Oye, Antón, dile a tu nieto Felipe el gordo que no me dé bromicas a la Pepilla, que apalabrada está por sus padres con Robustiano el del Tuerto, y no quiero en casa cuestiones…».

En esto, traída bruscamente por el Clavileño a su sillón, Doña Leandra, suspirando fuerte, dijo a Lea y Vicentico: «¡Eh de casa!… ¿Hace mucho que estáis aquí, hijos? Sacadme de esta gran confusión: ¿cuánto tiempo hace que dejé de veros?».

Los chicos, acostumbrados ya a las ausencias de la triste señora, le contestaron que hacía un ratito, tan largo como ella quisiese.

«No me entendéis. Cuando os ponéis a ser brutos, no hay quien os gane… Os pregunto si estamos en hoy o en ayer, si ayer os vi y hoy vuelvo a veros. Porque a mí me parece que he estado fuera de un día para otro; quiero deciros, el tiempo que va de un hoy a un mañana con noche de por medio… ¿No me contestáis? Pues quedaos aquí, que yo me vuelvo. Adiós, hijos míos».